20.04.21

(468) Escepticismo ¿católico?

La Sagrada Escritura lo advierte claramente«Vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado» (Jn 15, 3). Nuestro Señor es la Palabra que dice palabras que limpian, esto es, que salvan; palabras que son una doctrina que purifica y eleva el entendimiento.

¿Cómo es, entonces, que el católico neomoderno pretende que, para el cristianismo, no importan tanto las palabras salvíficas de Nuestro Señor Jesucristo, como nuestros sentimientos?

Sin embargo, como dice el P. José María Iraburu:

«El valor de la palabra es máximo en el Cristianismo (cf. Jn 1,1). En la palabra, hablada o escrita, está la verdad o la mentira, está por tanto la salvación o la perdición de los hombres» (24) Lenguaje católico oscuro y débil.

Por contra, el neomodernista no da importancia a las palabras reveladas por Dios, no considera relevante la doctrina. Y es así porque el catolicismo modernizado, haciendo suyos los presupuestos de la Nueva Teología y del personalismo, desconfía de la eficacia de las palabras: es kantiano, es escéptico, es humanista, es filoluterano.

Sí, el humanismo católico es escéptico, le parece poco respetuoso con la libertad de conciencia del hombre moderno proclamar a los cuatro vientos que hay una verdad, una doctrina que obliga, porque inequívocamente la expresa; un sólo sentido en que ésta puede interpretarse. Y de este escepticismo, del que bebemos desde hace décadas, manan muchas toxinas emotivas y surgen muchas experiencias efímeras, pocas verdades y muchos errores.

¿Cómo pretende el católico de hoy, embriagado de fenómenos, limpiarse por la palabra que Cristo ha comunicado, esto es por la doctrina revelada, si no cree en la eficacia de la doctrina? Pretende salvarse por emociones, por la voluntad, por la autodeterminación, pero no por la doctrina. Prefiere, con Hans Urs von Balthasar, un pluralismo doctrinal moderado, donde quepan diversas expresiones de la verdad, pero no formulaciones incontestables, precisas. Importa el hecho religioso, dicen con cara fenomenológica, pero no la verdad religiosa.

 

Es un grave fenómeno que remite a Kant, y aun más, a Ockham, a Escoto, a Pico de la Mirandola, al antropocentrismo de los renacentistas, a los modernos… Creen que la realidad en sí misma es incognoscible, que la doctrina no sirve para conocerla. Desconocen, o no quieren saber, que nuestra razón, y nuestra fe, pueden penetrar natural y sobrenaturalmente esa realidad misteriosa que nos supera, y mediante una serie de proposiciones salvíficas purificarnos, iluminarnos, restaurarnos. 

Es conformados a las palabras divinas que dice el Verbo, dador de gracia y de verdad (Cf. Jn1, 17), que remontamos las tinieblas y superamos al hombre viejo, sobrevolando el Mundo Caído hacia la Jerusalén Celestial. Pues, como enseña insistentemente la escuela española, como San Juan de la Cruz, aunque la doctrina no es proporcionada respecto de lo misterioso en sí mismo, sí es proporcionada a nuestro numen, se ajusta a la estructura de nuestro conocer, según la medida del don divino. Por eso la fe, que consiste en creer, sí es modo proporcionado de unión con Dios.

Nuestros ancestros lo tenían muy claro. El entendimiento, la doctrina, ha de tener la primacía sobre la voluntad, y sobre el afecto, y esto no impide la excelencia de la caridad, antes bien la amplifica, porque la orienta.

Bien lo explica nuestra tradición hispánica, por don Francisco de Quevedo, que en su Política de Dios precisa: 

«El entendimiento bien informado guía a la voluntad, si le sigue. La voluntad, ciega e imperiosa, arrastra al entendimiento cuando sin razón le precede. Es la razón, que el entendimiento es la vista de la voluntad; y si no preceden sus ajustados decretos en toda obra, a tiento y a oscuras caminan las potencias del alma. Ásperamente reprende Cristo este modo de hablar.»

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14.04.21

(467) Fingimiento de los neomodernos

1. Nuestra respuesta propia.— Es propio de nuestra venerable tradición hispánica luchar contra el maquiavelismo en cualquiera de sus mutaciones. Por eso, a hechura del pensamiento político más aquilatado de nuestros siglos áureos, que «discurrió en casi su generalidad […] reaccionando fuertemente contra el maquiavelismo» (Aberto MONTORO-BALLESTEROS, Fray Juan de Salazar, moralista político, (1619), Escelicer, Madrid, 1872, pág. 33), a nuestra mente católica conviene en alto grado posicionarse contra el fingimiento de los neomodernistas.

Pero, ¿cómo, y con qué aspecto principal de nuestra fe cristiana, respondió nuestro Siglo de Oro al maquiavelismo europeo? Y digo europeo porque la Hispanidad y lo europeo son como aceite y agua—. Pues con un intenso y esplendoroso providencialismo, que tanta falta hace hoy.

–«La idea de un Dios Todopoderoso y justiciero [más bien habría que decir justo] que premia a los que cumplen sus preceptos y lo sirven […] permiten a nuestro autor [Fray Juan de Salazar, 1619] no sólo extraer las líneas fundamentales de la política que debe seguir el Estado, sino tambien una interpretación del curso de la historia para construir una filosofia [providencialista]» (Ibid. pág. 41).

Tengamos claro, por tanto, que Cristo gobierna el mundo, y si permite el poderío de los malos, es como castigo; y si concede el poderío de los buenos, es como merced y premio. Sirvamos, por tanto, con temor y temblor, y Él dará el crecimiento. 

 

2.- Cocinando a fuego lento.— Diremos que el fingimiento de los neomodernos consiste en abusar de la ambigüedad como escondrijo, como submarino con el que, desde las profundas aguas territoriales del Leviatán, torpedear la fe católica. Diremos que el fingimiento de los neomodernos consiste en desvencijar poco a poco, sin aspavientos, la fe cristiana de sus goznes metafísicos, pero no con la premura impetuosa de los revolucionarios, sino con la sangre fría del que se pone a cocer conceptos y verdades a fuego moderado, como asando cangrejos o cocinando caracoles. 

Separando poco a poco, a ralentí, las fe de sus contenidos naturales y sobrenaturales, pretendiendo que el juicio propio sea criterio del Magisterio, van mutando la doctrina y arrebujándola con el pensamiento moderno, para que Kant, Hegel, Husserl o Heidegger sean los nuevos padres de la nueva religión. Pero no a lo bruto, sino como quien no quiere la cosa.

El fingimiento teológico es intensamente voluntarista. Desciende del nominalismo, y cree que asciende, así lo quiere, hasta el misticismo; por eso entiende, en su osadía, que las nevadas cumbres de la mística son las puertas de la iniciación cristiana, para que no se quiera subir más alto que hasta la propia experiencia.

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8.04.21

(466) Neorracionalismo globalista

1.- El Occidente liberal se halla inmerso en un proceso de tecnificación global de las ideologías, cuyo objetivo es diluirlas en una idiosincrasia nihilista vaga e indefinida de apariencia tecnológica. Forma parte de una autocorrección del Estado liberal, que busca defenderse y blindarse.

De esta manera el Leviatán se automatiza y adquiere una apariencia más neutra y aséptica, capaz de acallar bocas disidentes y metamorfosearse en el convulso contexto social de la posmodernidad.

Esta estrategia camaleónica convive, al mismo tiempo, con la ostentación descarada y desvergonzada del poder puro y arbitrario, que agobia al  ciudadano con exigencias de, como diría Ernst Jünger, movilización total.

 

2.- Hablaba Gonzalo Fernández de la Mora, muy cabalmente, de «la progresiva sustitución de las ideologías por los planes técnicos y económicos en los programas de gobierno»[1]. A nuestro juicio, esta idea puede aplicarse al proyecto global de pseudo-objetivación de la ideología liberal, desarrollado progresivamente, desde finales del pasado siglo, en orden a su adaptación a los nuevos tiempos.

 

3.- Estos nuevos tiempos ideológicos son, como diría Fernández de la Mora, crepusculares. Pero para que la crisis de las ideologías no signifique, también, la crisis de la Bestia postrevolucionaria, el propio sistema se defiende mediante un principio de racionalización compensatoria: El Estado liberal, por instinto, se pseudobjetiviza para cobrar falsa apariencia de universalidad, (que esto es el globalismo), y volverse más aséptico y tragadero a toda reclamación y contrarreclamación (Turgot). Pero siendo, en realidad, más delicuescente, vaporoso y sin sustancia que nunca, esto es, la nada misma.

27.03.21

(464) La conciencia como ídolo

Una grave confusión impregna la revisión doctrinal de la ley natural con que el catolicismo personalista de hoy pretende actualizar la teología moral según los parámetros de la filosofía moderna. Esta confusión consiste, en esencia, en hibridar el orden del ser con el orden caído de la conciencia subjetiva, como si la ley de la naturaleza humana fuera la misma cosa que la ley de la conciencia subjetiva.

Juan Fernando Segovia, en la Revista Verbo [núm. 493-494 (2011), 191-226], analiza este asunto con un excelente examen crítico del texto de 2009 de la Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal. Nueva perspectiva sobre la ley natural. Allí demuestra sobradamente que «la renovación de la doctrina de la ley natural emprendida por la CTI conduce a confundir la ley de la naturaleza humana con la ley de la conciencia personal» (pág. 197). Que es, precisamente, el error de fondo de esta teología moral modernizada que, desde hace decenios, domina el panorama institucional, y que ahora, con Amoris laetitia, encuentra su glorificación. Porque sí, A.L. es personalista.

 

Es una confusión de carácter humanista, que no hace ascos a la tergiversación de la doctrina tomista con objeto de amalgamar el pensamiento clásico con los esquemas ideológicos del existencialismo ético. Y es una confusión que viene de tiempo atrás. Porque la falsificación de la doctrina tomista, no nos engañemos, no es exclusiva de Amoris laetitia. Malinterpretar a Santo Tomás hace tiempo que es un vicio del catolicismo actualizado, y no exclusivo de un Rahner o un Maritain; lleva tiempo siendo un mal hábito oficial. Sólo así se entiende el prestigio inmenso de un situacionista como Häring, o la disidencia generalizada contra Humanae vitae, o el rechazo, ya masivo, de la teología moral clásica.

Pero al pensamiento católico tradicional no puede sino repugnar el énfasis que pone el personalismo en la autoposesión, la automoción y la autocualificación moral del yo, que la escuela de Mounier y Maritain, Balthasar y Guardini no duda en glorificar. La maniobra ha sido sutil: se sustituye el bien por el valor, y se hace que la voluntad aspire a él por sí sola, como si se autocreara. Entonces ya no es posible remitirse, para hallar el camino recto del obrar, a la naturaleza de las cosas, sino antes bien hay que dejar a la conciencia subjetiva ponerse a teorizar sobre cómo le gustaría que fueran las cosas, y sin ser coaccionada ¡! Lo esencial es autoposeerse espiritualmente.

En la síntesis escolástica tomista, en cambio, la primacía del ser señala que, como no puede ser de otro modo, el obrar debe seguir al ser. De aquí se desprende que la moralidad del acto consiste en moverse rectamente en el orden ontológico natural y sobrenatural. 

Pero ahora se enseña lo contrario, que es el ser el que debe seguir al obrar; porque para el personalismo la ley natural no es un a priori, la moralidad se encuentra subordinada a la estructura sujetiva del yo, que actúa autónomamente, escogiéndose a sí mismo, en realidad, cada vez que escoge un valor. Cuando se decide rectamente, según la mentalidad personalista, no es que se haya elegido la ley moral, es que se ha elegido al yo eligiendo la ley moral

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16.03.21

(463) Jugando con las tinieblas

Es obvio que la situación del catolicismo es dramática. Le parecía dramática a San Pío X, que ya en 1907, en su carta encíclica Pascendi, sobre las doctrinas de los modernistas, declaraba«en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo (n. 1). 

Es evidentísimo que las potestades sombrías han continuado creciendo, arrebujadas con la madre tierra, nueva diosa de culto, y el pansincretismo, como nunca soñaron los krausistas, ni los pedantes luterofílicos, ni los bienintencionados domesticadores de herejías.

El aumento ha sido, además, favorecido por el abuso de cierta vaga teología privada, que llaman del misterio pascual, que rebaja en secreto la importancia de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, como si lo verdaderamente importante fuera, tan sólo, su resurrección. Y así ni se santiguan ni quieren cruces ni crucifijos, porque sólo soportan caramelos y parabienes.

Y así, a día de hoy, a casi nadie suena habitual el Sacrificio de Cristo, ni los méritos de su Pasión, sino una supuesta benevolencia indiferente del Padre, que a todos amaría, dicen, pequen o no, y a todos habrá de resucitar, o sea salvar (es que confunden resurrección y salvación).

En esta maraña se enredan tonteando con el numen moderno, que de tanto odiar el Calvario inventó el humanismo, para que no fuera tan necesaria la cruz, salvo como muestra desinteresada de solidaridad. Sí, San Pío X tenía y tiene razón: han aumentado de forma impresionante los enemigos de la Cruz de Cristo.

La situación, decimos, es dramática. Algunos, o más bien muchos, no quieren darse cuenta, y para salvar la autoridad condenan la verdad, como si el que manda fuera un productor del bien y del mal, y la caída original no fuera con todos.

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