InfoCatólica / La Mirada en Perspectiva / Categoría: Clasicidad

8.09.20

(438) Defensa de la clasicidad

La clasicidad es la virtud de aferrarse firmemente a lo tradicional, en consonancia de fe y razón. Es el hábito de la tradicionalidad.

No consiste en construir museos, ni en reinterpretar el pasado, ni en reformarlo moderadamente, ni en inventarse otro acervo, ni en combinarlo y amalgamarlo con lo nuevo para agradar al novedoso y novelero; sino en entregar su legado (grecolatino y cristiano) de generación tras generación.

Como explica Álvaro d´Ors:

«La Tradición, en el sentido ordinario de transmisión de un determinado orden moral, político, cultural, etc., constituido por un largo proceso temporal congruente de generación en generación y dentro siempre de una comunidad más o menos amplia, incluso en la familia, es una acepción del concepto expresado por la palabra latina traditio, que pertenece al léxico técnico del derecho, y puede traducirse por “entrega”»[1].

 
Y es que es piadoso y cristiano entregar y recibir el legado. Y es humano, profundamente humano sentirse deudor de los antepasados, responsables de transmitir sus enseñanzas. Teniendo en cuenta que
 

«De las dos personas que intervienen en toda entrega hay una, aparentemente activa, que es quien entrega, y otra, aparentemente pasiva, que es quien recibe. Sin embargo, en la estructura real del acto de entrega se invierte la relación: el sujeto realmente activo es el que toma […]; el protagonista de toda traditio no es el tradens sino el accipiens»[2].

 

La mente moderna, sin embargo, renuncia a la condición de accipiens y tradens. El hombre sin tradición no quiere deberse a un tradens, quiere suplantar a sus ancestros, se niega a caminar sobre hombros de gigantes, no quiere deberle nada al orden antiguo. Quiere hacer borrón y cuenta nueva. Y si es moderado, borrar una mitad y reinventar la otra.

 

La Revelación también es traditio, entrega sobrenatural de verdades naturales y sobrenaturales. Entrega en que Dios es tradens, y el creyente, —por la fe, la verdad y la gracia que trae Nuestro Señor Jesucristo[3]—, es accipiens

«La Revelación es la manifestación que Dios hace a los hombres, en forma extraordinaria, de algunas verdades religiosas, imponiéndoles la obligación de creerlas.

Se dice “en forma extraordinaria", para distinguirla del conocimiento natural y ordinario que alcanzamos por la razón»[4]

 

La Revelación entrega dos tipos de verdadesnaturales, que se pueden conocer por la razón; y sobrenaturales, que no se pueden conocer por la razón. El motivo de comunicar sobrenaturalmente verdades naturales es la mucha dificultad que para conocerlas padece el hombre adámico, no sólo por la dificultad intrínseca de las mismas, sino por la ofuscación de su razón por el pecado, el influjo subjetivista de las pasiones, los defectos personales y en general la condición caída de la naturaleza actual del ser humano.

«Porque, aun cuando la razón humana, hablando absolutamente, procede con sus fuerzas y su luz natural al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único y personal […] y, asimismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su poder natural. Porque las verdades tocantes a Dios y a las relaciones entre los hombres y Dios se hallan por completo fuera del orden de los seres sensibles; y, cuando se introducen en la práctica de la vida y la determinan, exigen sacrificio y abnegación propia.

Ahora bien: para adquirir tales verdades, el entendimiento humano encuentra dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las malas concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuadan ser falso o dudoso lo que no quieren que sea verdadero»[5]

 

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27.07.20

(433) Necesidad personal y social de Cristo

1

La doctrina católica enseña que el hombre «es una criatura racional compuesta de alma y cuerpo» (Catecismo de San Pío X, núm. 50), la «más noble que Dios ha puesto sobre la tierra» (n. 49), «libre en sus acciones» (n. 54), «creado a imagen y semejanza de Dios» (n. 56).

El hombre fue creado en el orden natural elevado al orden sobrenatural, y con ello ordenado a la visión beatífica, que es su fin último.

La parte más noble del hombre es su alma, «porque es sustancia espiritual dotada de entendimiento y de voluntad, capaz de conocer a Dios y de poseerle eternamente» (Ibid., núm. 51), y porque «el alma humana no muere jamás; la fe y la misma razón prueban que es inmortal.» (n. 53).

 

2

El hombre, tras su Caída de la gracia, se encuentra en estado de enemistad personal y social con Dios; esto repercute en su relación con la sociedad, con la familia y con su prójimo; privado del orden sobrenatural al que fue elevado gratuitamente al ser creado (se dice gratuitamente, pues Dios no estaba obligado a elevarle, ni la naturaleza creada del hombre lo demandaba como exigencia para completarse), vive acuciado por las fuerzas del mal, y aunque su libertad sobrevive, no estando extinguida su bondad original, está a merced, también, de las sombras del pecado, necesitado del auxilio de un Salvador sin el cual no puede hacer nada (Cf. Jn, 15, 5).

PÍO XII, en Humani generis, núm. 20, del 12 de agosto de 1950, condena las doctrinas personalistas y neoteológicas que, modernamente, «desvirtúan el concepto del carácter gratuito del orden sobrenatural, pues defienden que Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llevarlos a la visión beatífica».

Estas doctrinas se basan en la filosofía de la acción de Blondel, en hibridaciones del orden natural y sobrenatural, en las conclusiones subjetivistas de la filosofía moderna, (que pretenden compaginarse con los principios católicos, como si ello fuera posible); son tesis “anticosistas” y “antiextrinsecistas”, como las del existencialismo personalista de De Lubac, Maritain, Rahner y otros, cuyo fin es amalgamar lo que el hombre tiene de creado con lo que tiene de elevado.

El resultado es un sobrenaturalismo que suprime lo natural, y que, lógicamente, conduce a naturalizar lo sobrenatural, por ser éste considerado parte integrante de lo natural.

Esta perspectiva sobrenaturalista, que en el fondo procede del pensamiento moderno, sirve a doctrinas políticas liberales para suprimir el orden sobrenatural explícito, e introducirlo en el orden natural, secularizando al hombre y la sociedad.

 

3

Y es que, como explica Trento, ses. VI, cap I, con precisión,

«habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original; en tanto grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr su libertad; no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal

 

4

El estado de enemistad, es decir, el estado caído o adámico, afecta no sólo a los individuos, sino también a las sociedades y las familias, por ser la sociedad un conjunto de éstas.

Las personas viven en familias, y las familias constituyen la sociedad. Consiguientemente, el estado de enemistad personal es también familiar y social, pues el estado de los miembros repercute en el estado del cuerpo, el estado de cada parte en el estado del todo.

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7.12.19

(396) Domesticar la Revolución

44.- La Ciudad cristiana se funda en el orden natural del ser y sobrenatural de la gracia. Orden orgánico transmitido de generación en generación. Orden que, en cuanto dado y recibido, es tradicional.

La ciudad moderna, por el contrario, se sustenta, malamente, en el orden artificial del devenir y del valor. Orden que, en cuanto reclamado y contrarreclamado, como diría Turgot, es antitradicional: por ser susceptible de invención, por ser constructo subjetivo, por ser un mero artefacto de equilibrio y autodeterminación.

 

45.- El empeño oscuro y ambiguo del neomodernista es catolizar sin catolicismo el orden del devenir, de forma que conviva, ambiguamente, con el orden del ser y de la gracia, y pueda optarse por el primero en público, y por el segundo en privado. Es el viejo sueño anfisbeno del liberalismo de tercer grado: devenir institucional y piedad privada.

 

46.- Los neofilósofos y neoteólogos, entonces, sacralizarán el orden del devenir mediante la ideología personalista y la Nueva Teología. Pero no lo sacralizarán demasiado, sino sólo un poco. Quieren un orden intermedio, ni muy moderno ni muy católico.

Quieren catolizar la Revolución y así rehuir las nuevas guillotinas. Quieren domesticar el devenir y así eludir “la dictadura del cosismo", es decir el orden del ser. Para ello, se harán semipelagianos. Para ello, ensalzarán la dignidad ontológica y olvidarán la dignidad moral. Para ello, esconderán al Crucificado. Para ello, rebajarán el principio penitencial. Para ello, relativizarán sacramentales, novenas, culto de dulía en general. Para ello, predicarán igualdad, libertad y fraternidad y gracia para todos a partes iguales y en la misma proporción. Para ello, considerarán caduco el derecho natural, y preferirán la Declaración de los derechos humanos.

Ruben Calderón Bouchet explica lúcidamente este proyecto de aprobación de la Revolucion por gran parte del pensamiento eclesial moderno:

«La revolución se formó y se hizo contra la Iglesia. Este es un hecho que muchos católicos no quieren entender y aferrándose, por cualquier razón desconocida, a la institución eclesiástica, tratan de dar una explicación que les permita conciliar los ideales y las utopías modernas con los principios reales de la fe». 

«Se debía admitir la vigencia de estos factores y ver cuál podía ser el papel de la Iglesia Católica en el seno de una sociedad pluralista, democrática y revolucionaria, sin condenar todo el proceso que llevaba en su seno las puestas modernistas» (Rubén CALDERÓN BOUCHET, La Iglesia frente a la ideología, Verbo, núm. 563-564, 2018, pág. 259).

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24.11.19

(393) Traición y afán de novedades

31.- «Os bilingue detestor!».—  La boca de dos lenguas la detesto (Pr  8, 13). El hombre de tradición aborrece lo ambiguo.

Postula el alma sin tradición, con lengua torpe y ambigua, una doctrina ambivalente y oscura, que se resume así: con Cristo y contra Cristo también, dependiendo de la ocasión. Su ambigüedad es traición.

Su método es poner entre paréntesis el depósito, no sea que obligue, pero sin negarlo, no sea se note la revolución. Su objeto es evitar la cruz recibida, obviar la herencia de Calvario, evitar la sangre en el Circo.

Deteste el hombre tradicional la mente anfisbena y revolucionaria, que es la nada que quiere ser, la sombra que quiere suplantar a la luz, para ocupar el paraíso.

 

32.- Grata rerum novitas.— Agradable es la novedad de las cosas, dice el refrán latino. Al hombre sin tradición, como apunta la paremia, todo lo nuevo le place, aun siendo contra razón. Y para decir lo nuevo, que le resulta grato (por ser malo), sin que se advierta que es nuevo, duplica su rostro. Con Cristo se muestra doliente, pero no atricionado, que nunca es agradable el miedo aunque sea santo; con el mundo moderno se muestra contento, más nunca crucificado.

Por tanto no duda, por suavizar la muy áspera religión de la cruz, disimular sus espinas y clavos, obviar el madero, reinterpretar la resurrección como salvación para todos. No duda usar la lija para endulzar la doctrina católica (tan poco igualitaria) de la predestinación, y acolchar la cruz con el auxilio de la técnica, no sea que duela.

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20.11.19

(392) Clasicidad, IV: tradición y bien común

16.- La tradición transfiere el bien común presente a la generación siguiente.

El bien común se comunica a través de la traditio

Bien común es todo bien comun-icable por tradición.

La tradición es el órgano transmisor del bien común.

La traditio es entrega del bien común.

 

17.- La primacía de la tradición se deduce de la primacía absoluta del bien común.

 El bien individual privado no es comun-incable, luego no se identifica con el bien común ni en sí ni como sumando de un total de bienes individuales privados.

El bien privado no es objeto propio de la traditio salvo cuando sirve al bien común.

 

18.- Revolución es sustitución de la primacía del bien común por la supremacía del bien individual privado.

Revolución es conmutación del bien comun-icable por el bien incomun-icable. 

 

19.- Revolución es reclamación y contrarreclamación (Turgot) de bienes incomunicables absolutizados.

Revolución es reemplazo del orden político social del bien común por el orden subjetivo del bien individual privado.

Revolución es suplantación de la comun-icación por la incomunicación. De lo orgánico por lo inorgánico. 

 

20.- Revolución es interrupción y quiebra de la traditio y por tanto del bien común.

 
David Glez.Alonso Gracián