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9.10.09

Comunión y crítica

Parece ser que a algunos elementos del “Parque Jurásico progre-eclesial", que se pasan la vida quejándose de lo que hace o deja de hacer el cardenal Rouco, al que fustigan constantemente, se han sorprendido de que haya católicos fieles al magisterio de la Iglesia en su totalidad -factor éste incomprensible para ellos-, que puedan opinar en contra de la no presencia del cardenal en la manifestación del 17-O. Es más, mostrando lo que para ellos es su concepción del término “opinión”, consideran que quienes osan criticar a don Antonio María, y de paso a cualquier obispo “conservador", lo que en realidad quieren hacer es ganarles el pulso, marcarles la senda por la que tienen que andar, etc. Y ya el colmo, llegan a decir que la “caverna” es mucho más antijerárquica que la progresía. ¡¡Ole, ole…. y olé!!

Pues no, queridos, no es así la cosa. Yo sólo puedo hablar por mí, pero desde hace tiempo tengo como norma de mi actuación como “opinador", lo que dijo Pío XII en 1950 sobre la opinión pública dentro de la Iglesia:

Finalmente, Nos querríamos todavía añadir una palabra referente a la opinión pública en el seno mismo de la Iglesia (naturalmente, en las materias dejadas a la libre discusión). Se extrañarán de esto solamente quienes no conocen a la Iglesia o quienes la conocen mal. Porque la Iglesia, después de todo, es un cuerpo vivo y le faltaría algo a su vida si la opinión pública le faltase; falta cuya censura recaería sobre los pastores y sobre los fieles. Pero también aquí la prensa católica puede hacer un servicio muy útil. A este servicio, sin embargo, más que a cualquier otro, el periodista debe aportar aquel carácter del que Nos hemos hablado, y que está formado por un inalterable respeto y un amor profundo hacia el orden divino, es decir, en el caso presente, hacia la Iglesia tal como ella es, no solamente en los designios eternos, sino tal como vive concretamente aquí abajo en el espacio y en el tiempo, divina, sí, pero formada por miembros y por órganos humanos.

Si posee este carácter, el publicista católico sabrá evitar tanto un servilismo mudo como una crítica descontrolada. Ayudará con una firme claridad a la formación de una opinión católica en la Iglesia, precisamente cuando, como ahora, esta opinión oscila entre los dos polos, igualmente peligrosos, de un espiritualismo ilusorio e irreal y de un realismo derrotista y materializante. Alejada de estos dos extremos, la prensa católica deberá ejercer entre los fieles su influencia sobre la opinión pública en la Iglesia. Solamente así se podrán eludir todas las ideas falsas, por exceso o por defecto, sobre la misión y sobre las posibilidades de la Iglesia en el dominio temporal y, en nuestros días, sobre todo en la cuestión social y el problema de la paz.

Queda claro pues, que la crítica moderada dentro de la Iglesia no sólo es buena, sino incluso aconsejable. El “oficialismo” es tan nefasto para la salud de la Iglesia como el ataque brutal y desconsiderado que el progresismo eclesial hace a todas horas contra todo aquello que no se pone de rodillas ante sus pretensiones, que por mucho que las disfracen de Vaticano II, son la antítesis del ethos católico. La gran diferencia entre ellos y los que criticamos desde la comunión eclesial es precisamente que jamás se nos verá decir algo que vaya en contra de una sola tilde de las doctrinas que pertenecen al depósito de la fe. Profesamos la fe y la moral católica en su totalidad, no en comunión con el espíritu de la potestad del aire (Ef 2,2), con el príncipe de este mundo (Jn 14,30), con ese Belial (2ª Cor 6,15) que quiere que la modernidad sea la sal de la Iglesia en vez de que la Iglesia sea la sal del mundo moderno.

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