(664) La llamada universal a la santidad en las Constituciones Apostólicas (380)

 –Perdone, pero ese tema ya lo trató usted en su artículo (89).

–Así es. Hace once (11) años (15-06-2010). Lo re-escribo ahora abreviándolo y agregándolo. He escrito en mi blog muchos artículos sobre la vocación de todos los cristianos a la santidad. Pero en vísperas de la solemnidad litúrgica de Todos los Santos, me parece especialmente conveniente recordar una de las verdades más importantes del Cristianismo.

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Las Constituciones Apostólicas, escritas probablemente hacia el año 380 en Siria –unos setenta años después de que la Iglesia logra la libertad en el Imperio: Constantino, 313–, son una completa exposición, aunque no oficial, en ocho libros de doctrina y moral, disciplina y liturgia, así como de espiritualidad y costumbres. Tuvieron un gran influjo en su tiempo; es decir, fueron ampliamente aceptadas por las diversas Iglesias locales. Hay de las Constituciones textos en siríaco, griego, latín, copto, árabe y etiópico. Y son citadas en el Vaticano II y en el Catecismo de la Iglesia.

Enseñan sobre la vocación universal a la santidad lo mismo que Jesucristo en los Evangelios y los Apóstoles en sus epístolas y escritos. Pero me fijo hoy en este grandioso documento porque está escrito cuando los cristianos, terminadas las persecuciones, llevan 67 años viviendo en el mundo la libertad cívica.

Las Constituciones se dan a sí mismas carácter «apostólico», aunque sólo en un énfasis literario, no como dato histórico. La obra comienza con este Exordio:

«Los apóstoles y los ancianos a todos los que provienen del paganismo y han creído en el Señor Jesucristo. Vosotros, que os habéis unido a la religión infalible de la Iglesia católica, escuchad la enseñanza sagrada» (I,1-2)… «Nosotros, los apóstoles», «Yo, Pedro», «Yo, Mateo, uno de los doce que os hablan en estas enseñanzas, soy apóstol, a pesar de que antes era publicano», etc. Por otra parte, las citas del A.T., y aún más del N.T., sobreabundan en todas sus páginas.

De esta obra extensa selecciono algunos fragmentos que estimo especialmente elocuentes sobre la llamada universal a la santidad de los laicos y de los Obispos y el clero. Abrevio mucho los textos, sin advertirlo con puntos suspensivos…, por abreviar. Y cito las Constituciones señalando libro, capítulo y número (p. ej., VII,12,1). Cito por la versión que de las Constituciones apostólicas da en su edición el Centro de Pastoral Litúrgica (Barcelona, 2008, 315 pgs.).

 

I) Los laicos cristianos

Las Constituciones dicen muchas cosas más de los laicos, por supuesto (19 págs. de la edición citada) pero he elegido unos pocos fragmentos que me han parecido más urgentes para hoy.

+Modestia masculina

Marido, nada de perfumes, ni depilaciones, ni trenzas o teñido de cabellos: «guárdate de todo esto que Dios abomina y no hagas nada de cuanto le desagrada» (I,3,10-12).

+Modestia femenina

Mujer, «no añadas encantos a la belleza que la naturaleza te ha dado y que viene de Dios, antes bien, para hacer gala de humildad procura moderarla ante los hombres». Han de evitarse los excesos en el adorno personal: «todo eso es signo de libertinaje» (I,3,8-9).

«Si quieres ser creyente y agradar al Señor, no te embellezcas para complacer a hombres que no sean tu marido, y no imites a las cortesanas llevando trenzas, vestidos y calzados como ellas llevan, con el riesgo de atraerte a quienes se dejan seducir por estas cosas. Habrás obligado a un hombre a interesarse por ti y desearte, y no habrás evitado exponerte tú misma al pecado, ni exponer a otros al escándalo. Vosotras, que sois cristianas, guardaos de imitar a semejantes mujeres. Puesto que quieres ser creyente, cuida de tu marido, buscando complacerle a él solo, y cuando pases por las plazas cubre tu cabeza, ya que al velarte te esconderás de las miradas de los indiscretos. No te maquilles el rostro, que ha sido hecho por Dios. “Todo lo que hizo Dios es muy bueno” (Gen 1,31), y adornar desvergonzadamente una cosa que es bella es ultrajar el talento del artesano» (I,8,16-24).

+Apostolado del pudor

«Mujeres, por vuestro pudor y vuestra humildad, dad también testimonio de la religión ante los que son de fuera, hombres o mujeres, con vistas a su conversión y para animarlos a la fe. Y si os hemos instruido con esta corta exhortación, hermanas e hijas, miembros de nuestro propio cuerpo, como personas prudentes y que respetan la vida, procurad conocer las doctrinas que os permitirán acercaros bien estimadas al reino de nuestro Señor Jesucristo, encontrando en él vuestro descanso» (I,10).

 +Recogimiento y lectura

«No deambularás ni irás errante por las calles para contemplar sin provecho alguno a los que viven mal, sino que, dedicándote a tu trabajo y labor, procura hacer lo que agrada a Dios, y recuerda y medita sin cesar las palabras de Cristo. Reúnete con los creyentes, que comparten tu misma fe, para conversar con ellos palabras vivificantes. Salmodia los himnos, escruta atentamente el Evangelio. Evita absolutamente todos los libros ajenos [a la Escritura] y diabólicos» (I,4-6).

En el siglo IV abundaba todavía la literatura mágica, ocultista y de diversas gnosis.

+Las termas

El uso de las termas estaba profundamente arraigado en la sociedad romana, y perduraba todavía a finales del siglo IV. La costumbre fue desapareciendo con la predicación de los Padres y con disposiciones como éstas de las Constituciones.

Cristiano, «si quieres tomar un baño, te servirás de las instalaciones destinadas a los hombres, evitando que tu cuerpo pueda ser visto y resulte indecente para las mujeres, o que los hombres vean lo que no deben ver» (I,6,13). Mujer, «en los baños evita el lavarte entre los hombres. Es inconveniente y el Maligno coloca allí muchas trampas. Una mujer creyente no se lavará en una sala de baños mixta. Si ella se vela el rostro por pudor, a fin de ocultarlo a las miradas de los hombres ajenos, ¿cómo podrá mostrarse desnuda en el baño entre los hombres? Tú, que eres creyente, debes evitar siempre y en absoluto la indiscreción de demasiadas miradas» (I,9).

 

–Comentario: la gran trampa permanente

Los laicos relajados han tratado siempre de justificar su alejamiento del Evangelio alegando que ellos «no son monjes». Esta objeción estaba ya viva en tiempos de las Constituciones (aún no había religiosos, pero sí monjes). Ahora bien, los monjes llevan una vida sobria y penitente, dedicada al trabajo y a la oración, son asiduos a la Palabra divina y a los sacramentos, y tan unidos en caridad y menospreciadores de la riqueza, que no tienen pobres entre ellos. Pero todo eso, por lo visto, les conviene a ellos, es decir, no por ser cristianos, sino por ser monjes. Los demás bautizados, puesto que Dios los quiere en el mundo, estarían autorizados a vivir muy lejos de ese modelo de vida; es decir, ellos podrían mantenerse carnales y mundanos, ya que, obviamente, «no son monjes». Pues bien, en ese mismo tiempo ya San Juan Crisóstomo (349-407), Doctor de la Iglesia, el más leído, con San Agustín, respondía a esa funesta objeción:

Los que vivimos en el mundo, «aprendamos a cultivar la virtud y a procurar con todo empeño agradar a Dios. No pretextemos ni el gobierno de una casa, ni los cuidados que ocasiona una esposa, ni la atención a los niños, ni ninguna otra cosa, y no se nos ocurra pensar que ésas son excusas suficientes para autorizar una vida negligente y descuidada. No profiramos esas miserables y estúpidas palabras: “Yo soy un laico, tengo una mujer, estoy cargado de hijos”. “Ése no es asunto mío. ¿Acaso he renunciado yo al mundo? ¿Va a resultar que soy un monje?” –¿Qué dices tú, querido mío? ¿Es que sólo los monjes han recibido el privilegio de agradar a Dios? Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, y no quiere que nadie descuide la virtud» (Hom. in Gen. XXI,6).

«Mucho te engañas y yerras si piensas que una cosa se exige al seglar y otra al monje… Si Pablo nos manda imitar no ya a los monjes, ni a los discípulos de Cristo, sino a Cristo mismo, y amenaza con el máximo castigo a quienes no lo imiten, ¿de dónde sacas tú eso de la mayor o menor altura [de vida de perfección]? La verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura, y lo que ha trastornado a toda la tierra es pensar que sólo el monje está obligado a mayor perfección, y que los demás pueden vivir a sus anchas. ¡Pues no, no es así! Todos –dice el Apóstol– estamos obligados a la misma filosofía» (Contra impugnadores III, 14).

Para precisar más esta cuestión, es preciso añadir que en el Crisóstomo, como en otros autores de la época, la misión propia de los laicos y los modos de santificación peculiares de una vida secular tienen aún escaso desarrollo en el pensamiento teológico. Pero otra cosa es en el plano práctico. En efecto, es precisamente el pueblo cristiano de estos siglos el que venció al mundo pagano, y el que comenzó la transformación del mismo en el pensamiento y las artes, la cultura, las leyes y las costumbres, poniendo las bases para la Cristiandad del milenio medieval. Éste es el dato histórico: con los buenos Obispos, los laicos cristianos más admiradores de la vida religiosa, fueron los renovadores más eficaces del mundo secular, aunque todavía la espiritualidad laical careciera de especiales desarrollos teóricos. En lo esencial, la Iglesia sabía perfectamente la condición de un laico por las mismas enseñanzas de Cristo y de su Apóstoles. A veces incluso lo sabían mejor por el Nuevo Testamento que por ciertas «teologías del laicado” recientes:

«Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48), «no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, y por eso el mundo os odia» (Jn 15,19). Sois «vueltos a nacer», «nacidos de Dios», «nuevas criaturas», «hombres celestiales», «nacidos del Espíritu», «participantes en la naturaleza divina», etc. (Jn 1,13; 3,3-8; 1Cor 15,46-46; 2Cor 5,17; Ef 2,15; 1Pe 1,4…) 

 

II) –Los obispos

Sobre los obispos dan las Constituciones en el Libro II un gran número de mandatos y consejos, casi siempre tomados de las Sagradas Escrituras. Recordaré de ellos sólo unos pocos.

+Santidad. El pastor ha de ser irreprochable, y así sus discípulos serán imitadores suyos (1Co 4,16; 11,1; 1Tes 1,6; 2,14). «“Tal como el sacerdote, así será el pueblo” (Os 4,9). Nuestro Señor y maestro Jesucristo, el Hijo de Dios, se puso primero a obrar y después a enseñar: “lo que Jesús hizo y enseñó” (Hch 1,1). Vosotros, obispos, debéis ser guardianes para el pueblo, así como también vosotros tenéis a quien os guarda, Cristo» (II,6,5). «Por eso tú, obispo, preocúpate de ser puro en tus actos, ten presente tu cargo y tu dignidad: tú ocupas el lugar de Dios entre los hombres» (II,11,1).

+Guardar la santidad de la Iglesia. «Tenedlo muy presente, carísimos, “los que han sido bautizados en la muerte del Señor Jesús” (Rm 6,3) no deben pecar más. Así como los muertos son incapaces de pecar, igualmente los que han muerto en Cristo se han hecho ineptos al pecado… Si el obispo se muestra leve con el pecador que ha hecho el mal, permitiéndole permanecer en la Iglesia [no aplicándole la disciplina penitencial], escarnece la voz divina del maestro: “apartarás al malvado de en medio de ti” (Dt 17,7)» (II,7,1; 9,1).

«Quienquiera que sea que no observa esto y trata indebidamente al culpable que merece el castigo, este tal mancilla su cargo y la Iglesia de Dios establecida en aquella región. Es, pues, un impío para Dios y para los santos, puesto que se convierte en causa de escándalo para mucho neófitos y catecúmenos. Viendo éstos cómo se comporta su jefe, ellos dudarán de sí mismos y, cayendo en la misma enfermedad, perecerán fatalmente con él. Pero si el pecador ve que el obispo y los diáconos son inocentes y sin reproche, y que el rebaño es puro, no osará entrar en la Iglesia de Dios, su propia conciencia le detendrá;… o bien, después de haber sido reprendido por el pastor, será sometido a penitencia. Llevado por el remordimiento, mientras que el rebaño permanecerá en estado de pureza, él llorará ante Dios, se arrepentirá de sus pecados y tendrá esperanza. Y todo el rebaño, viendo sus lágrimas, aprenderá que, gracias a la penitencia, el pecador evita perderse» (II,10,1-3).

+Caridad con los pecadores. Obispo, «si no acoges al que se arrepiente, lo entregas a las redes del adversario. Al que se arrepiente, recíbelo, pues, sin que te detengan aquellos que no tienen piedad alguna y dicen que no debemos mancharnos con el contacto de estos pecadores, ni relacionarnos con ellos de palabra. Semejantes consejos vienen de personas que desconocen a Dios y a su providencia, y que son como bestias feroces implacables» (II,14,1-3). «Es preciso que consoléis a los pecadores, los exhortéis a la conversión y les deis buenas esperanzas, sin que penséis que sois cómplices de sus faltas por el hecho de que los amáis» (II,15,2).

+Corrección eficaz de los cristianos infieles. «Cuando adviertas que hay alguno que ha pecado, indígnate y manda que se le eche fuera. Una vez haya salido, que los diáconos le amonesten y le interroguen manteniéndole fuera de la Iglesia. Después, que entren a fin de suplicarte en favor del mismo» (II,16,1). Se describen seguidamente las fases graduales de la disciplina penitencial, de la que ha de tratar más adelante.

«Si el pecador no es reprobado, el pecado empeora y se propaga a otros. Si un hombre contrae la peste, toda la gente debe evitarle. Si nosotros, pues, no excluimos de la Iglesia de Dios a un hombre de mal, haremos de la Casa del Señor “una cueva de ladrones” (Mt 21,13). Ante los pecadores es preciso no permanecer mudos, sino reprenderlos, amonestarlos, exhortarlos, imponerles ayunos, a fin de inspirar el temor de Dios a los demás (1Tim 5,20). El Obispo, pues, debe velar por todos, tanto de los que no han pecado, para que se mantengan sin pecado, como de los que se encuentran en pecado, para que se arrepientan» (II,17,4-6).

+Amor y obediencia al obispo. «El obispo es el servidor de la Palabra, el custodio del saber y, en el culto divino, el mediador entre Dios y vosotros. Es maestro de piedad y vuestro padre ante Dios, pues él os ha hecho “renacer del agua y del Espíritu” (Jn 3,5). Él es vuestro jefe y vuestro guía» (II,26,4). «No hagáis nada sin el obispo. Quien haga algo sin el obispo lo hará en vano» (II,27,1-2).

«Por medio de tu obispo Dios te adopta, oh hombre. Reconoce, hijo, esta mano derecha, tu madre, ámala y venera al que es tu padre ante Dios» (II,32,1). «¿Acaso no son ellos [los obispos] los que os han agraciado con el don del cuerpo santo y de la sangre preciosa (1Pe 1,19), no os han absuelto ellos de vuestros pecados (Mt 18,18), no han hecho de vosotros, los participantes del convite de la Eucaristía santa y sagrada, los asociados y los coherederos de la promesa de Dios (Ef 3,6)? Veneradles, honradles con toda suerte de honores» (II,33,2-3).

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Algunos comentarios

+Las Constituciones apostólicas comienzan hablando de los laicos, a quienes dedican su Libro I. Y en él es patente que encarecen de modo muy especial la castidad y el pudor, que habían de diferenciar netamente a los cristianos de los hombres mundanos. Se ve que en aquel tiempo se hacía necesario predicar con insistencia estas virtudes.

Por otra parte, tanto los escritos de los santos Padres, como el testimonio de los historiadores de la Iglesia antigua, permiten afirmar sin exageración que el testimonio verbal y práctico de la castidad y del pudor fue una de las principales fuerzas evangelizadoras del mundo greco-romano, que en gran medida ignoraba esas virtudes. Los cristianos, en su atuendo y arreglo personal, en su trato y relaciones, no se limitaban a no-escandalizar, sino que revelaban atractivamente a los paganos la belleza santa de su nueva condición de hombres divinizados por Cristo.

+La idea de que la vocación de los laicos a la santidad es un descubrimiento reciente de la Iglesia –del concilio Vaticano II y de algunos movimientos que le precedieron– es completamente falsa. Libros como estas Constituciones, o enseñanzas como las del Crisóstomo,lo demuestran claramente. Tanto en el Nuevo Testamento, como en los escritos de los Padres o en la misma Edad Media, ésta era una convicción de fe común. Muchos hoy no se atreverían a exhortar a los religiosos aquello que en la antigüedad o en el milenio de la Edad Media se exhortaba a los laicos con toda naturalidad. Tengamos en cuenta, concretamente, que en la Edad Media, en el período 1198-1304, un 25% de los santos canonizados son laicos; y en 1303-1431, un 27% (A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, París 1981).

+La sacralidad del obispo, como presencia visible de Cristo entre los hermanos, ya acentuada en escritos anteriores (I Clemente 42, las cartas de San Ignacio de Antioquía, «nada sin el obispo», etc.), se expresa en esta obra con gran fuerza a insistencia. Y lo mismo dice de presbíteros y diáconos.

+No todo en las Constituciones Apostólicas es perfecto y válido para hoy. Yo aquí las presento en su conjunto con gran veneración, como una expresión del espíritu de la Iglesia en el siglo IV, como una concepción firme de que todos los cristianos –también los laicos– están llamados por Dios a la santidad, como una doctrina espiritual admirable, propia de los biznietos de los cristianos santos de los tres primeros siglos de persecuciones tremendas. Hay en ellas normas prudenciales –como «evitar todos los libros paganos»–, que fueron convenientes sólo en aquel tiempo de «salida» cultural del paganismo. Más tarde, como es sabido, fueron precisamente los monjes cristianos quienes salvaron del olvido las obras de muchos clásicos paganos. Y en todo caso son una fortísima denuncia de la asombrosa decadencia actual del cristianismo en Occidente.

+Concretamente, si en gran parte de las Iglesias locales occidentales ha disminuido tanto la doxología (la glorificación de Dios, ni siquiera la Misa dominical la gran mayoría), y casi del todo la soteriología (salvación eterna o condenación, que ni se menciona) –y éstas son las dos coordenadas fundamentales en las que se encuadra la vida de la Iglesia por misión de Cristo–, ya podemos hablar de «nuevos paradigmas», ya de elaborar nuevos «planes pastorales», ya de pretender «reformas de la Curia», etc. que todo se quedará en reuniones, en palabrerío, en crecimientos imparables de apostasías teóricas o prácticas.

Todos los Santos nos reprochan el absentismo a la Misa dominical, la difusión no combatida eficazmente de herejías y sacrilegios, la profanación sistemática del matrimonio por la anticoncepción, la falta de vocaciones sacerdotales y religiosas, la debilidad evangelizadora de tantas Misiones, la generalizada secularización mundana de las costumbres… Nos reprochan esas miserias, y nos exhortan a la conversión, prometiéndonos la ayuda de sus itercesiones.

Procuremos de todo corazón celebrar la solemnidad de Todos los santos —en la liturgia sagrada de su día, —y en nuestra vida cotidiana. Con la gracia potentísima de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, «que vive y reina con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos».

Amén.

 

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

 

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