1.10.14

Algunos elementos del culto al Corazón de Jesús y de la infancia espiritual en Santa Gertrudis y Santa Teresita

I. La aventura de descubrir el amor infinito de Dios[1]

Seis siglos separan a Santa Gertrudis[2] de Santa Teresa del Niño Jesús -la primera vivió en el s XIII, la segunda en el XIX-, y, sin embargo, son muy cercanas.

Santa Gertrudis fue una mística favorecida con revelaciones; conoció el sufrimiento físico y sobre todo el sufrimiento del corazón. Doblegada por la enfermedad, fue frecuentemente privada de la participación activa en la liturgia. Participó también en las numerosas pruebas por las que pasó su comunidad, en particular la excomunión de que fueron objeto por parte de los canónigos -por cuestiones de intereses de poder-, estando vacante la sede episcopal. Pero las pruebas de Gertrudis son siempre acompañadas de la presencia y de las consolaciones de Jesús.

A Santa Teresa del Niño Jesús se la ha llamado «la mística de la noche», ya que desde su entrada en el Carmelo, salvo raras excepciones[3], ha reconocido estar privada de toda consolación, y, sin embargo, sentirse la más feliz de todas las creaturas (MsA 73 vº). Hablando de su retiro de profesión dice:

«La aridez más absoluta y casi el abandono fueron mi suerte. Jesús dormía como siempre en mi pequeña navecilla… Él no se despertará, sin duda, antes de mi gran retiro de la eternidad. Pero esto en lugar de causarme pena me da un extremo placer» (Ibid. 75 vº).

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21.09.14

El amor unitivo entre Dios y el hombre

  Dios es amor, y el hombre, credo por Dios, es su imagen ( 1 Jn 4, 8; Gen 1, 27). Por eso el hombre es hombre, en sentido pleno, ―es decir, imagen de Dios― en la medida en que ama, y se frustra y deshumaniza en cuanto no ama. El amor es el misterio más profundo de la vida humana, la íntima clave esencial de toda persona viviente.

  No obstante que la palabra amor es conocida y utilizada muchas veces por todo el mundo, sin embargo hay mucha confusión en torno a la realidad que significa. Así como en el hombre hay vida sensitiva (común con los animales) y vida intelectiva o espiritual (común con los ángeles y con Dios), así hay también amor sensible que se complace en el bien sensiblemente captado y hay amor espiritual. El amor sensible es el que suele darse, por ejemplo, en el enamoramiento de los jóvenes y no tan jóvenes. Un amor muy sentido, muy deleitable, muy pasajero, muy voluble. Por el contrario, el amor espiritual, que también se da en los jóvenes maduros que aman a Cristo, es cada vez menos sensible y es firme, estable, seguro y verdadero. En él es la voluntad la que adhiere al bien captado por el entendimiento. Está implicada la inteligencia y la voluntad. Como dice Cristo en el Evangelio: amar con la mente y con el corazón.

  La caridad no es filantropía, es decir, no es un amor natural que busca ayudar al prójimo sin más, a los pobres, a los necesitados, sin interesarse por su salvación eterna, por su conversión al único que puede salvar, Jesucristo Nuestro Señor. La caridad es infinitamente más, es amor sobrenatural de amistad por el que Dios se une a los hombres, y éstos entre sí. Es amor salvífico.

  Para descubrir este amor de Dios no tenemos más que comenzar mirando el libro de la creación —­­tan manifiesta en esta región de la Patagonia chilena donde nosotros vivimos. Ella es la primera declaración de amor que Dios nos hace. En ella se ve claro que Dios «nos amó primero» (1 Jn 4,19), pues antes de que él nos amara, no existíamos: fue su amor quien nos dio el ser, y con el ser nos dio bondad, belleza, amabilidad. El Señor «ama cuanto existe» (Sab 11,25), y toda criatura existe porque Dios la ama.­

  Aún más abiertamente que el Libro de la Creación, el Antiguo Testamento nos revela a Dios como amor, y no como un ser justiciero, que inspira miedo por contraposición al Dios misericordioso del Nuevo Testamento, como sostenían los gnósticos. En el Antiguo Testamento Dios ama a su pueblo como un padre o una madre aman a su hijo (Is 49,1S; Os 11,1; Sal 26,10), como un esposo ama a su esposa (Is 54,5-8; Os 2), como un pastor a su rebaño (Sal 22), como un hombre a su heredad predilecta (Jer 12,17). Nada debe temer Israel, «gusanito de Jacob», estando en las manos de su Dios (Is 41,14). Hasta el hombre pecador debe confiarse al Señor, pues él le dice: «Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi gracia» (Jer 31,3).

  Pero es en Cristo en quien llega a plenitud la epifanía del amor de Dios. En él «se hizo visible el amor de Dios a los hombres» (Tit 3,4). «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito» (Jn 3,16). Lo dio en la encarnación, y aún más en la cruz. «En esto se manifestó la caridad de Dios hacia nosotros, en que envió Dios a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo, como víctima expiatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). En efecto, «Dios probó, demostró, su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,8). Por todo ello hay que decir que los cristianos somos los que «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), y que todos los rasgos fundamentales de la espiritualidad cristiana derivan de este conocimiento.

  «Amarás al prójimo como a ti mismo», es el mandamiento segundo, que Jesús declara semejante al primero (Mt 22,39). Es Dios quien nos mueve internamente por su Espíritu a amar a los hombres. En sí mismo tiene Dios, en su propia bondad, la causa de su amor a los hombres: porque él es bueno, por eso nos ama, con un amor difusivo de su bondad. De modo análogo, los que hemos recibido el Espíritu divino, amamos a los hombres en un movimiento espiritual gratuito y difusivo, que parte de Dios. Así nosotros amamos al prójimo con total y sincero amor, porque Dios, que habita en nosotros, nos mueve internamente con su gracia a amarles. De este modo, nuestro amor a los hombres participa de la caridad infinita del amor divino.

  Por último, qué importante es que como cristianos demos testimonio de que no hay nada más grande, nada absolutamente, que el amor de Cristo por nosotros, y que la felicidad del hombre está en dejarse amar por Él y en amarlo sin medida, cumpliendo sus mandamientos. Como dice el gran San Bernardo: «El amor se basta, está a gusto consigo mismo, es su propio mérito y su propia recompensa. El amor no quiere otra causa, ni otro fruto que a sí mismo. Su verdadero fruto, es ser. Amo porque amo. Amo para amar… De todos los movimientos del alma, de sus sentimientos y de sus afectos, el amor es el único que permite a la criatura responder a su creador, si no de igual a igual, por lo menos de semejante a semejante (cf Gn 1,26)».

  Que María Santísima remueva de nuestros corazones todo lo que se oponga al mandamiento principal de nuestra fe y nos conceda vivir para amar a nuestro Salvador con todo el corazón, con toda nuestra inteligencia, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

 

17.09.14

El odio a la Cruz conduce a la destrucción del hombre

  Días atrás (14 de septiembre) la Iglesia ha celebrado la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Reproducimos a continuación un interesante fragmento del gran G.K.Chesterton en su obra «La esfera y la cruz».

 «El monje empuñó el timón…  para, enderezándolo vigorosamente hacia la izquierda, impedir que la nave voladora se estrellase en la catedral de San Pablo.

 Una nube plana, negruzca, se extendía en torno del remate de la cúpula de la catedral, de suerte que la esfera y la cruz parecían una boya anclada en un mar de plomo.

 A través de la atmósfera densa de Londres, pudieron ver, abajo, el brillo de las luces de Londres.

 —La cruz está en lo alto de la esfera —dijo sencillamente el profesor Lucifer—. Es un error, sin duda alguna. La esfera debía estar en lo alto de la cruz. La cruz no es más que un sostén bárbaro; la esfera es la perfección. La cruz, todo lo más, es el árbol amargo de la historia del hombre; la esfera es el fruto final, pingüe y maduro. El fruto debería estar en lo alto del árbol, no al pie.

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7.09.14

Acerca de la facilidad con que se solicitan las dispensas de los votos religiosos perpetuos

A continuación reproducimos los fragmentos de una carta que el gran monje e historiador benedictino maurista, dom Jean Mabillón, dirigió a una religiosa que, después de 20 años de vida consagrada (¡!), quería dejar la vida monástica alegando la nulidad de sus votos. Vale la pena meditarla luego de las miles de dispensas pedidas en los últimos 40 años y sacar las propias conclusiones.


 «Permítame hablarle directamente, hermana, aunque no tengo el honor ni de conocerla ni de saber su nombre. (…) Toda su dificultad consiste en saber si sus votos y su compromiso con la vida monástica son válidos. Y las razones que Ud. da son:

 1.- Que Ud. ha realizado sus votos apoyándose en un principio falso, a saber, que no hay salvación para Ud. fuera de la vida religiosa.

 2.- Que sus enfermedades y su complexión delicada le impiden ejecutar los compromisos que Ud. ha asumido.

 3.- Finalmente, que al pronunciar sus votos después de 4 años de noviciado, Ud. lo ha hecho sin prometer su ejecución, que Ud. ha, al contrario, formalmente rechazado.

 «Antes de responder a sus dificultades y argumentos, permítame que le diga que no hay nada tan delicado como pronunciarse sobre la invalidez de los votos.

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3.09.14

La sabiduría de este mundo aborrece la verdad

Hoy, en la Sagrada Liturgia, celebramos a San Gregorio Magno, romano, prefecto de su ciudad, monje y después papa desde el año 590. Doctor de la Iglesia (540-604).

Vale la pena leer con detención un texto suyo, como el presente, de una profundidad nacida de la Lectio divina y fruto de los altísimos dones del Espírtiu Santo que le habían sido dados.


El que es el hazmerreír de su vecino, como lo soy yo, llamará a Dios y éste lo escuchará. Muchas veces nuestra débil alma, cuando recibe por sus buenas acciones el halago de los aplausos humanos, se desvía hacia los goces exteriores, posponiendo las apetencias espirituales, y se complace, con un abandono total, en las alabanzas que le llegan de fuera, encontrando así mayor placer en ser llamada dichosa que en serlo realmente. Y así, embelesada por las alabanzas que escucha, abandona lo que había comenzado.

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