¿Porqué hay tan pocos místicos?

  «Si son tan pocos los que alcanzan la inapreciable gracia de la contemplación y de la vida mística, es porque los más no quieren resolverse a entrar por la angosta puerta de la abnegación cristiana ni abrazar con amor cada cual su propia cruz para poder seguir a Cristo por su estrecho camino. Y nosotros podríamos muy bien ser del número de esos pocos haciendo lo que ellos hacen, que es perseverar en negarse a sí mismos, llevar su cruz de cada día y seguir con ella al Salvador. Pues cuantos le siguen, no andan en tinieblas sino que tienen luz de vida (Jn 8,12). Acercándose a Él son iluminados y no quedan confundidos (Sal 33,6); antes acaban por hacerse una misma cosa con Él, hasta ser consumados en uno y llegar a ver su divina claridad, según nos está prometido (Jn 14,21), pues las palabras del Señor no pueden fallar.

  Si no procuramos sinceramente despojarnos del hombre viejo con todos sus malos actos y hábitos viciosos, muriendo a nosotros mismos y a todo lo humano, mal podremos vestirnos del nuevo, creado en verdadera santidad y justicia, y ser renovados en el Espíritu, a fin de vivir de un modo del todo divino y fructificar para la vida eterna (Ef 4,22-24). El que así muere, a semejanza del grano de trigo (Jn 12,24-25), es el que revive y prospera y da fruto copioso para la gloria, mientras el que ama sus gustos y comodidades y no se aborrece santamente, ese perderá su alma, haciéndose incapaz de entrar en el reino de Dios e indigno de esta vida eterna.

  Por eso tenemos siempre que cercar nuestros cuerpos de la mortificación de Jesucristo, a fin de que también su vivir divino se manifieste en nuestra misma carne mortal (2 Cor 4, 10-11); de tal suerte que ya no vivamos para nosotros, sino para quien por todos nosotros murió (Ibid 5,15); ni, por lo mismo, procedamos a lo humano, según nuestras pobres miras, sino en todo conforme a las de Él, de un modo verdaderamente sobrenatural, sobrehumano, como propio de verdaderos hijos de Dios, que en todo son movidos del divino Espíritu (Rm 8,5-14) y gritan y sienten las cosas del Espíritu (Ibid 5).

   Así, pues, los que son de Cristo y en todo proceden según Él, han renunciado por su amor al de todo lo demás, al de honras y riquezas, gustos, habilidades, prácticas y comodidades, y muy especialmente al amor propio, al propio juicio y a la propia voluntad en todas sus manifestaciones; considerando como pérdida lo que el mundo tiene por ganancia y mirando como basura, por merecer a Cristo, todo cuando los mundanos apetecen (Fil 3,7-8). Y después de haber crucificado su carne con todos sus vicios y concupiscencias (Gal 5,24), viven muertos a sí mismos (Col 3,3), crucificados al mundo (Gal 6,14) y ajenos a todas sus máximas y vanidades, que reputan por locuras ante la eminente ciencia de Jesucristo (Fil 3,8) y la sublime sabiduría de su cruz, en que se muestra la virtud de Dios, por más que parezca necedad a cuantos perecen (1 Cor 1,18). Y por eso, mientras los mundanos y carnales, y aun los que viven al modo humano de ellos, no sienten ni gustan las cosas espirituales, sino las terrenas, los que realmente proceden según el Espíritu de Jesucristo logran sentir y experimentar –como “espirituales” y como hijos de Dios- las cosas del Espíritu.

  Son muy pocos, observa San Juan de la Cruz, “los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta y por el camino estrecho que guía a la vida, como dice nuestro Salvador (Mt 7,14). Porque la angosta puerta es esta noche del sentido, del cual se despoja y desnuda el alma para entrar en ella fundándose en fe, que es ajena de todo sentido, para caminar después por el camino estrecho, que es la otra noche de espíritu, en que adelante entre el alma para caminar a Dios en pura fe, que es el medio por donde él se une con Dios; por el cual camino, por ser tan estrecho, oscuro y terrible, son muchos menos los que caminan por él; pero son sus provechos también mucho mayores” (Noche I, c.11).

   También dice Santo Tomás que con la misma práctica de las virtudes que la vida activa reclama, pueden hasta los más refractarios disponerse para la divina contemplación (2-2, q.182, a.4 ad 2).

  De ahí que el gran paso decisivo para llegar al verdadero seguimiento del Salvador y el único que, según decía el Santo cura de Ars, cuesta mucho en la vida espiritual, sea este primero de resolvernos firmísimamente a hacer en todo y por todo, cueste lo que costare, lo que en cada caso veamos ser más grato a Dios, correspondiendo así fielmente a cuanto exija de cada uno de nosotros para santificarnos en verdad, y procurando renovar esta resolución cuantas veces podamos y siempre que por flaqueza la hayamos quebrantado».

 

  Padre Arintero O.P., Cuestiones místicas, q.3 art.1