InfoCatólica / Reforma o apostasía / Categoría: Cruz gloriosa

18.08.11

(149) La Cruz gloriosa –XIII. La devoción a la Cruz. 9

–¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!…

–Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto.

Con la gracia de Dios, atrevámonos a creer lo que dicen los santos y a vivirlo.

San Juan de la Cruz (+1591)

Nacido en Fontiveros, Avila, es Doctor de la Iglesia, especialmente por su doctrina espiritual. Se unió al movimiento renovador de Santa Teresa y fue el primer religioso del Carmelo reformado.

Es doctrina de Jesucristo: «si alguno quiere seguir mi camino, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame. Porque el que quisiere salvar su alma, perderla ha; pero el que por mí la perdiere, ganarla ha [+Mc 8,34-35]. ¡Oh, quién pudiera aquí ahora dar a entender y a ejercitar y gustar qué cosa sea este consejo que nos da aquí nuestro Salvador de negarnos a nosotros mismos, para que vieran los espirituales cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan! Entienden que basta cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas, y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la oración y seguir la mortificación, mas no llegan a la desnudez y pobreza o enajenación o pureza espiritual –que todo es uno–, que aquí nos aconseja el Señor. Piensan que basta negarla en lo del mundo y no aniquinarla y purificarla en la propiedad espiritual; de donde les nace que, en ofreciéndoseles algo de esto sólido y perfecto […] –la cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre de Cristo– huyen de ello como de la muerte, y sólo andan a buscar dulzuras y comunicaciones sabrosas de Dios […] En lo cual espiritualmente se hacen enemigos de la cruz de Cristo [Flp 3,18]» (2Subida 7,4-5).

Camino de cruz, camino de gozo. «Mi yugo es suave y mi carga ligera [Mt 11,30], la cual es la cruz. Porque si el hombre se determina a sujetarse a llevar esta cruz, […] hallará grande alivio y suavidad para andar este camino así, desnudo de todo, sin querer nada; empero si pretende tener algo, ahora de Dios, ahora de otra cosa con propiedad alguna, no va desnudo ni negado en todo, y así, ni cabrá ni podrá subir por esta senda angosta hacia arriba (2Subida 7,7). «La puerta es la cruz, que es angosta, y desear entrar por ella es de pocos, mas desear los deleites a que se viene por ella es de muchos» (Cántico 36,13).

No se engañen a sí mismos. «Veo es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos; pues los vemos andar buscando en él sus gustos y consolaciones amándose mucho a sí, mas no sus amarguras y muertes amándole mucho a él (2Subida 7,12). «El daño de éstos es que comúnmente se engañan, teniendo por mejores las cosas y obras de que ellos gustan, que aquellas de que no gustan. Y alaban y estiman las unas y desestiman las otras, como quiera que comúnmente aquellas obras en que de suyo el hombre más se mortifica sean más aceptas y preciosas delante de Dios –por causa de la negación que el hombre en ellas lleva de sí mismo– que aquellas en que él halla su consuelo, en que muy fácilmente se puede buscar a sí mismo» (3Subida 29,8).

No se engañen. «¡Oh almas que os queréis andar seguras y consoladas en las cosas del espíritu!, si supiéredes cuánto os conviene padecer sufriendo para venir a esa seguridad y consuelo, y cómo sin esto no se puede venir a lo que el alma desea, sino antes volver atrás, en ninguna manera buscaríades consuelo ni de Dios ni de las criaturas, mas antes llevar la cruz y, puestos en ella, querríades beber allí la hiel y el vinagre puro, y lo habríades a grande dicha, viendo cómo, muriendo así al mundo y a vosotros mismos, viviríades a Dios en deleites de espíritu» (Llama 2,28).

No se engañen. «Si en algún tiempo, hermano mío, le persuadire alguno, sea o no prelado, doctrina de anchura y más alivio, no la crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros; sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas. Y jamás, si quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque sin la cruz» (Cta. al P. Luis de San Ángelo, 1589-90?).

Sigamos a Jesús, cargando con la cruz de cada día. En una ocasión, estando fray Juan de la Cruz en oración ante una imagen de Cristo con la cruz a cuestas, el Señor le dice: –Fray Juan, pídeme lo que quieras. –Señor, padecer y ser despreciado por vuestro amor.

Y esta misma es la doctrina que él da siempre a los otros, sean laicos o religiosos: «Cuando se le ofreciere algún sinsabor y disgusto, acuérdese de Cristo crucificado y calle» (Cta. 20 a una carmelita). «Sea enemiga de admitir en su alma cosas que no tienen en sí sustancia espiritual, por que no la hagan perder el gusto de la devoción y el recogimiento. Bástele Cristo crucificado, y con él pene y descanse… Al alma que se desnudare de sus apetitos, quereres y no quereres, la vestirá Dios de su pureza, gusto y voluntad… El que no busca la cruz de Cristo no busca la gloria de Cristo» (Avisos 90-91, 97, 101). «No te canses, que no entrarás en el sabor y suavidad de espíritu si no te dieres a la mortificación de todo eso que quieres… El que no busca la Cruz de Cristo no busca la gloria de Cristo» (Dichos 40, 101).

Santa Margarita María Alacoque (+1690)

Nacida en Autun, Francia, religiosa de la Visitación en Paray-le-Monial, tuvo notables visiones místicas sobre el sagrado Corazón de Jesús. Ella une siempre el Corazón de Jesús y su Cruz sagrada, y en sus escritos, tanto en la Autobiografía como en sus cartas,escribe sobre todo acerca de la Cruz de Cristo.

Primera revelación, a los 26 años de edad (27-XII-1673): «Se me presentó el Corazón divino como en un trono de llamas, más ardiente que el sol, y transparente como un cristal, con su adorable llaga. Estaba rodeado de una corona de espinas, que simbolizaba las punzadas que nuestros pecados le inferían; y una Cruz encima significaba que desde los primeros instantes de su Encarnación, es decir, desde que fue formado este sagrado Corazón, fue implantada en Él la cruz. Desde aquellos primeros momentos se vio lleno de todas las amarguras que debían causarle las humillaciones, pobreza, dolor y desprecio que la sagrada humanidad debía sufrir durante todo el curso de su vida y en su sagrada pasión» (Cta. al P. Juan Croiset S. J., su director espiritual, 3-XI-1689, en Vida y obras principales de Sta. Margarita Mª de Alacoque, Cor Iesu, Madrid 1977).

Vocación de víctima. Todos los cristianos, pero algunos en modo especial, somos en Cristo víctimas de expiación. En cierta ocasión, el Señor le muestra a Santa Margarita María una gran cruz cubierta de flores, y le anuncia que poco a poco se irán cayendo todas, hasta quedar sólo espinas. «Me alegraron inmensamente estas palabras, pensando que no habría jamás penas, humillaciones, ni desprecios suficientes para extinguir mi ardiente sed de padecer, ni podría yo hallar mayor sufrimiento que la pena de no sufrir lo bastante, pues no dejaba de estimularme su amor de día ni de noche. Pero me afligían las dulzuras: deseaba la cruz sin mezcla, y habría querido por esto ver siempre mi cuerpo agobiado por las austeridades y el trabajo. Tomaba de éste cuanto mis fuerzas podían soportar, porque no me era posi ble vivir un instante sin sufrimiento. Cuanto más sufría, más contentaba la santidad del amor [de Dios], la cual había encendido mi corazón en tres deseos, que me atormentaban incesantemente: el uno de sufrir, el otro de amarle y comulgar, el tercero de morir para unirme con Él» (Autobiografía, Apostolado Mariano, Sevilla s/f.).

Crucificada con Cristo (Gál 2,19). El Señor «me ha destinado, si no me engaño, para ser la víctima de su divino Corazón, y su hostia de inmolación sacrificada a su beneplácito e inmolada a todos sus deseos, para consumirse continuamente sobre ese altar sagrado con los ardores del puro amor paciente. No puedo vivir un momento sin sufrir. Mi alimento más dulce y delicioso es la Cruz compuesta de toda clase de dolores, penas, humillaciones, pobreza, menosprecio y contradicciones, sin otro apoyo ni consuelo que el amor y la privación. ¡Oh, qué dicha poder participar en la tierra de las angustias, amarguras y abandonos del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo!

«Pero advierto que satisfago demasiado mi gusto hablando de la Cruz, la cual es como un perfume precioso que pierde el buen aroma delante de Dios, cuando se le expone al viento de la excesiva locuacidad. Es, pues, mi herencia sufrir siempre en silencio» (Cta. al P. Croiset 15-X-1689).

Mi herencia «es el Calvario hasta el último suspiro, entre los azotes, las espinas, los clavos y la Cruz, sin otro consuelo ni placer que el no tener ninguno. ¡Oh, qué dicha poder sufrir siempre en silencio, y morir finalmente en la Cruz, oprimida bajo el peso de toda suerte de miserias del cuerpo y del espíritu en medio del olvido y del desprecio! Bendiga, pues, por su parte a nuestro Soberano Dueño por haberme regalado tan amorosa y liberalmente con su preciosa Cruz, no dejándome un momento sin sufrir. ¡Ah! ¿qué haría yo sin ella en esta valle de corrupción, donde llevo una vida tan criminal que sólo puedo mirarme como un albañal de miserias, lo cual me hace indigna de llevar bien la Cruz para hacerme conforme a mi pacientísimo Jesús?

«Mas, por la santa caridad que nos une en su amable Corazón, ruéguele que no me rechace a causa del mal uso que he hecho hasta el presente de ese precioso tesoro de la Cruz; que no me prive de la dicha de sufrir, pues en ella encuentro el único alivio a la prolongación de mi destierro.

«No nos cansemos jamás de sufrir en silencio en el cuerpo y en el alma. La Cruz es buena para unirnos en todo tiempo y en todo lugar a Jesucristo paciente y muerto por nuestro amor. Es preciso, por tanto, procurar y hacernos verdaderas copias suyas, sufriendo y muriendo con la muerte de su puro amor crucificado, pues no se puede amar sin sufrir… Puesto que desea que nos escribamos de vez en cuando, no tratemos de otra cosa que del Amor divino y de la Cruz» (Cta. al P. Croiset, principios de 1690, poco antes de morir).

San Pablo de la Cruz (+1775)

Nacido en la Liguria, Italia, fundador de los Pasionistas, formado en los escritos de San Juan de la Cruz, Santa Teresa y San Francisco de Sales. Siendo un gran predicador itinerante, para seguir ayudando a sus hijos espirituales, hubo de servirse sobre todo de las cartas. Escribía veinte, cuarenta por semana, y se conservan unas dos mil.

Los cristianos estamos crucificados con Cristo (Gal 2,19). «Es cosa muy buena y santa pensar en la pasión del Señor y meditar sobre ella, ya que por este camino se llega a la santa unión con Dios. En esta santísima escuela se aprende la verdadera sabiduría: en ella la han aprendido todos los santos. Cuando la cruz de nuestro dulce Jesús haya echado profundas raíces en vuestro corazón, entonces cantaréis: “sufrir y no morir”, o bien: “o sufrir o morir”, o mejor aún: “ni sufrir ni morir, sino sólo una perfecta conversión a la voluntad de Dios”.

«El amor, en efecto, es una fuerza unitiva y hace suyos los tormentos del Bueno por excelencia, que es amado por nosotros. Este fuego, que llega hasta lo más íntimo de nuestro ser, transforma al amante en el amado y, mezclándose de un modo profundo el amor con el dolor y el dolor con el amor, resulta una fusión de amor y de dolor tan estrecha que ya no es posible separar el amor del do­lor ni el dolor del amor; por esto, el alma enamorada se alegra en sus dolores y se regocija en su amor doliente.

«Sed, pues, constantes en la práctica de todas las virtu­des, principalmente en la imitación del dulce Jesús paciente, porque ésta es la cumbre del puro amor. Obrad de manera que todos vean que no sólo en lo interior, sino también en lo exterior, lleváis la imagen de Cristo crucificado, modelo de toda dulzura y mansedumbre. Porque el que internamente está unido al Hijo de Dios vivo exhibe también externamente la imagen del mismo, mediante la práctica continua de una virtud heroica, principalmente de una paciencia llena de fortaleza, que nunca se queja ni en oculto ni en público. Escondeos, pues, en Jesús crucificado, sin desear otra cosa sino que todos se conviertan a su voluntad en todo.

«Convertidos así en verdaderos amadores del Crucificado, celebraréis siempre la fiesta de la cruz en vuestro templo interior, aguantando en silencio y sin confiar en criatura alguna. Y ya que las fiestas se han de celebrar con alegría, los que aman al Crucificado procurarán celebrar esta fiesta de la cruz sufriendo en silencio, con su rostro alegre y sereno, de tal manera, que quede oculta a los hombres y conocida sólo de aquel que es el sumo Bien. En esta fiesta se celebran continuamente solemnes banquetes, en los que el alimento es la voluntad divina, según el ejemplo que nos dejó nuestro Amor crucificado (Carta 1,43; 2,440. 825: LH 19 octubre).

Hemos caminar toda la vida cristiana llevando cada día la Cruz, pues por ella nos transfiguramos en Cristo glorioso. San Pablo de la Cruz no limita esta alta doctrina a sacerdotes y religiosos, sino que, como veremos con algunos ejemplos, es lo que él enseña y exhorta siempre a los laicos.

«Despójese ya de esos deseos y pensamientos inútiles y gócese de estar donde está; y cuanto más afligida se vea, entonces es cuando más debe alegrarse, porque se halla más cerca del Salvador Crucificado. Créame, hija mía, que yo nunca me hallo más contento que cuando voy pasando mi miserable vida momento por momento… Y no quiero que me compadezca, sino que compadezca a Jesús, crucificado por mis pecados» (Cta. a dña. Mariana Álvarez, 15-I-1735).

«Señora, grabe bien en su corazón estos consejos que le doy en esta carta: las cruces que padece, tanto de enfermedad, como de otras adversidades, són óptimas señales para usted; porque Dios la ama mucho, por eso la visita con el sufrimiento, como suele hacer siempre con aquellos que son más señalados siervos y siervas suyos. Por eso me alegro y me congratulo con usted. Acepte con resignación las molestias que Dios la manda paras que sea una casada perfecta. No se queje, sino bendiga a Dios y bese su santa mano, acariciendo y besando a menudo su cruz» (Cta. a una señora casada, 28-XII-1769).

«No se olvide nunca de inculcar en casa a sus hijos la devoción a la Pasión de Jesús y a los Dolores de María Santísima. Hágasela meditar como usted la medita, y esté seguro de que su familia se verá bendecida por Dios con gracias inestimables de generación en generación» (Cta. a don Juan Francisco Sánchez, 28-IX-1749).

«Hija mía amadísima en Jesucristo, hace unos momentos recibí su carta, por la que veo que se halla privada de todo consuelo. Doy gracias a Dios bendito, porque ahora se asemeja más al Esposo divino, abandonado de todos mientras agonizaba sobre la cruz… Ahora está en agonía sobre el lecho riquísimo de la cruz. ¿Qué le queda por hacer sino entregar su alma: “Padre dulcísimo, en tus manos encomiendo mi espíritu”? Y dicho esto, muera felizmente de esa preciosa muerte mística, y vivirá una nueva vida, renacerá a una nueva vida deífica en el divino Verbo Cristo Jesús, vida grandiosa y llena de inteligencia celestial…» (Cta. a dña. Ana María Calcagnini, 9-VII-1769).

«Tiene usted motivo de alegrarse mucho en el Señor, primero, por el feliz tránsito de su difunto marido, que pasa de esta vida a la eternidad dichosa, como vivamente espero; segundo, por la protección que Dios bendito dispensa a su familia; tercero, por hallarse cargada de cruces, siendo éste el mayor don que Dios puede hacer a sus siervos, porque quien más padece, con paciencia y resignación, más se asemeja a Jesucristo… Deseche esta tentación de pena por haber quedado viuda, antes dé gracias a Dios, porque ahora, como dice el Apóstol [1Cor 7,34], su corazón ya no está dividido, sino que su amor es todo para el dulce Jesús» (Cta. a dña. Jerónima Ercolani, 31-VII-1751). A otra señora, también viuda reciente, le escribe entre otras cosas: «No me ando con ceremonias de pésame con usted, porque me parece que le haría injuria grande» (Cta. a dña. María Juana Venturi Grazi, 19-II-1766).

«Nosotros predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, sean judíos o griegos» (1Cor 2,23-24).


José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

11.08.11

(148) La Cruz gloriosa –XII. La devoción a la Cruz. 8

–Dos Doctoras de la Iglesia y un casi Doctor, que ya era hora.

–Son cristianos que saben lo que dicen: por experiencia y por fidelidad a la doctrina de la Iglesia. No como otros.

Con la gracia de Dios, atrevámonos a creer lo que dicen los santos y a vivirlo.

Santa Catalina de Siena (+1380)

Penúltima de veinticinco hermanos, terciaria dominica, analfabeta hasta los 30 años, cuando le enseña a leer y escribir Jesucristo. Muere a los treinta y tres años. Altísima mística, Doctora de la Iglesia. Su director espiritual, el dominico Beato Raimundo de Capua (+1399), con gran cuidado de ser exacto, escribió su vida, la «Legenda maior» (Santa Catalina de Siena, Ed. Hormiga de Oro, Barcelona 1993).

Leer más... »

5.08.11

(147) La Cruz gloriosa –XI. La devoción a la Cruz. 7

–¿Es verdad eso de que solo en la cruz puede hallarse «la perfecta alegría»?

–Siga leyendo. La beata Ángela de Foligno se lo va a explicar.

Continúa nuestra antología de ejemplos tradicionales de la devoción a la Cruz de Cristo.

Santo Tomás de Aquino (+1274)

Dominico italiano, Doctor de la Iglesia, guía principal del pensamiento católico en filosofía y teología (Vaticano II, OP 16; Código Derecho Canónico, 252): Doctor angélico, Doctor común.

«¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar. Para remediar nuestros pecados, en efecto, porque en la pasión de Cristo encontramos el remedio contra todos los males que nos sobrevienen a causa del pecado. La segunda razón tiene también su importancia, ya que la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.

«Si buscas un ejemplo de amor: “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” [Jn 15,14]. Esto es lo hizo Cristo en la cruz. Y, por esto, si él entregó su vida por nosotros, no debemos considerar gravoso cualquier mal que tengamos que sufrir por él.

«Si buscas un ejemplo de paciencia, encontrarás el mejor de ellos en la cruz. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, unos males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que “en su pasión no profería amenazas” [1Pe 2,23]; “como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca” [Is 53,7]. Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: “corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia” [Heb 12,2].

«Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilato y morir. Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel se hizo obediente al Padre hasta la muerte: “si por la desobediencia de uno –es decir, de Adán– todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos [Rm 5,19].

«Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es “Rey de reyes y Señor de señores, en quien están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” [Col 2,3], desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, a quien finalmente, dieron a beber hiel y vinagre. No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que “se repa­rtieron mis ropas” [Sal 21,18; Mt 27,35];ni a los honores, ya que él experi­mentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que “le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado” [Mt 27,29]; ni a los placeres, ya que “para mi sed me dieron vinagre” [Sal 68,22]».

(Conferencia 6 sobre el Credo: LH 28 de enero).

Beata Ángela de Foligno (+1309)

Casada, con ocho hijos, se convirtió, después de una vida disipada, a los cuarenta años (1285), profesó como terciaria franciscana y llegó a ser «la mayor mística franciscana. Grande, grandísima mística» (Pío XII). Las revelaciones que Dios le concedió fueran puestas por escrito gracias al franciscano fray Arnaldo, su pariente y director. (Cito por el Libro de la Vida, trad. T. Martín, Sígueme, Salamanca 1991; la misma obra en: Experiencia de Dios Amor, trad. C. Miglioranza, Apostolado Mariano, Sevilla 1991).

–«Quien quiera conservar la gracia no retire de la cruz los ojos de su alma, sea en la alegría o en la tristeza» (Libro de la Vida 63). «En la oración ferviente, pura y continua aprende el alma a mirar y leer el Libro de la Vida, que es la vida y muerte de Dios-Hombre crucificado. Mirando su cruz le es dado perfecto conocimiento de los pecados, por lo cual se humilla. En la misma cruz, viendo la multitud de sus pecados, y que ha ofendido a Dios con todos sus miembros, ve también sobre sí la cordialidad inefable de la misericordia divina, es decir, cómo Dios-Hombre sufrió en todos y cada uno de sus miembros corporales pena cruelísima por los pecados de todos sus miembros espirituales.

«Con esta mirada a la cruz se da cuenta el alma de cómo ha ofendido a Dios en lavados, peinados, perfumes para agradar a los hombres contrariando a Dios. Luego contempla cómo Dios-Hombre, pagando por esos pecados, hizo penitencia sufriendo mucho en su cabeza. Por el lavado, peinado y unción de que abusó el alma arrancaron cabellos de la cabeza del Señor, la clavaron y perforaron con espinas, la bañaron con su preciosa sangre y la golpearon con una vara.

«Ve también el alma cómo ha ofendido a Dios con todo su rostro, y en particular con los ojos, narices, oídos, boca y lengua. Por lavarse la cara de manera que ofendiese a Dios, ve el alma a Cristo abofeteado y escupido. Por haber mirado con sus ojos deshonestamente cosas vanas y nocivas, deleitándose contra Dios, ve a Cristo que tiene los ojos tapados en reparación de los pecados que cometimos por nuestros ojos: ojos de Dios ensangrentados con la sangre que manaba de la cabeza, de los agujeros de las espinas y bañados con lágrimas cuando lloraba en la cruz…

«Ve el alma cómo ofendió a Dios con las manos, extendiéndolas a cosas ilícitas, y con los pies, yendo contra Dios. Por eso ve a Cristo extendido en la cruz, estirado de una a otra parte, con las manos santísimas y con los pies cruelmente sujetados en la cruz, llagados y perforados con agujeros de clavos horribles.

«Considera el alma cómo ha ofendido a Dios con curiosos y lujosos vestidos. Por eso ve a Cristo despojado de su ropa por los soldados que le elevaron en la cruz. Ve también que ha ofendido a Dios con todo su cuerpo, y por tal ofensa Cristo fue de muchos modos horriblemente atormentado en su cuerpo con la flagelación, y el cuerpo quedó ensangrentado al ser perforado por la lanza.

«Y por haberse el alma deleitado interiormente en todos sus pecados, ve que Cristo en su alma santísima padeció muchos dolores, diversos y horribles; sufrimientos en el cuerpo con los que el alma era indeciblemente atormentada; sufrimientos por los pecados de irreverencia contra Dios; sufrimientos por la compasión que sentía por nuestra miseria. Todos los dolores confluyendo en aquella alma santísima le atormentaban horrible e indescriptiblemente.

«Venid, pues, hijos míos benditos, contemplad esta cruz y a Cristo en ella muerto por nuestros pecados, y llorad conmigo, porque fuimos nosotros la causa de sus grandísimos dolores… Todos han de dolerse y levantar los ojos del alma a esta cruz en la que Dios-Hombre, Jesucristo, hizo por nuestros pecados tan horrible penitencia y soportó pena tan dura…

«Viendo el alma con esta mirada sus pecados, todos y cada uno como queda dicho, y a Cristo que ha sufrido por todos y cada uno de ellos, afligido y doliente, se duele ella misma también y se entristece. Arrepentida, comienza a castigar y refrenar todos los miembros y todos los sentidos con que había ofendido a Dios… Quienes ofendieron a Dios mirando cosas vanas y nocivas, circunciden ahora sus ojos, vaciándoles de lo que vieron ilícitamente y bañándolos con el llanto cada noche. Y hágase esa misma penitencia en referencia a cada uno de los sentidos corporales y de las potencias del alma. Procurad así consagrar a Cristo, el Señor, todos los miembros, todos los sentidos y movimientos del alma, hijos míos benditos, según recordáis haberle ofendido con todos, para que así convirtáis el número de crímenes en cúmulo de méritos» (149-152).

–«Dios permite que a sus verdaderos hijos les sobrevengan grandes tribulaciones. Con ello les hace especial gracia para que coman en el mismo plato con él. Porque he sido invitado a esta mesa, decía Cristo, y el cáliz que yo bebí lo sentí amargo, pero, por amor, me fue dulce. Del mismo modo, aquellos hijos que conocen los beneficios ya dichos y que están en gracia, aunque pasen a veces por amargas tribulaciones les resultarán dulces por el amor y la gracia que hay en ellas. Andarán incluso más atribulados cuando no les visita la aflicción, pues sufriendo más penas y persecuciones se deleitan y sienten mejor de Dios… En la cruz de Cristo debes colocarte o descansar, porque la cruz es tu salud y tu descanso. Debe ser tus delicias, pues en ella está la salvación» (69).

–«Tomemos, pues, la cruz de cada día, y sigamos al Señor como discípulos suyos: es nuestra vocación. Hizo Dios Padre [a Jesucristo] Hijo de dolor, y siempre vivió en sufrimiento… Y ya que fuimos causa de aquellos dolores, debemos nosotros transformarnos en ellos, y eso se hace según la medida del amor. Por tanto, conforme aquellos dolores, debemos siempre sobrellevar pacientemente todo sufrimiento, sea lo que sea, injurias que nos dicen o nos hacen, tentaciones –no para consentirlas, pero sí para llevar pacientemente las que Dios permita–, o cualquier tribulación de tristeza o lo que sea (175). «Recordando que Dios fue afligido, despreciado y pobre, yo querría que fuesen dobles mis males y aflicciones» (100).

–«Oh hijo, deseo con toda mi alma que seas amante y seguidor del dolor. Deseo también que estés privado de toda consolación temporal y espiritual. Éste es mi consuelo y pido que sea también el tuyo. No es mi propósito servir y amar por premio alguno; mi intención es servir y amar por la bondad inmensa de Dios. Deseo, pues, que renazcas y crezcas de nuevo en este deseo, para que seas privado de todo consuelo por amor de Dios-Hombre Jesucristo, desolado. Esto es lo que únicamente te deseo: que crezcas siempre en unión con Dios, y en hambre y sed de ser atribulado mientras vivas» (155).

«¿La pobre alma que en este mundo quiere tener siempre consolación cómo irá a Aquel que es camino de dolor? De verdad, el alma que esté perfectamente enamorada de su Amado, no querrá otro lecho ni otro estado en el mundo fuera del que tuvo Él. Por eso, no creo yo que María, su Madre, viendo a Cristo su hijo en la cruz, llorando y muriendo, le pidiera dulzura alguna, antes bien que le diera a sentir el dolor. Por tanto, es señal de que el alma tiene poco amor cuando quiere obtener de Cristo que le dé en este mundo alguna otra cosa que no sea dolor […] Por este camino anduvo Cristo, nuestra cabeza, y por él han de ir manos, brazos, espaldas, pies y todos los miembros» de su Cuerpo místico (189).

La perfecta alegría: «ésta es una verdad tan grande como desconcertante: en esta tierra, sólo es posible hallar la perfecta alegría en la cruz de Cristo [alude a la enseñanza de su padre espiritual, San Francisco de Asís, sobre «la perfecta alegría», Florecillas I,7]. Una vez, durante las Vísperas, estaba yo mirando la cruz, contemplando el crucifijo con mis ojos corporales, y de pronto se inflamó de amor mi alma. Todos los miembros del cuerpo disfrutaban con extremado gozo. Yo veía y sentía que Cristo en mi interior abrazaba mi alma con el mismo brazo que había sido crucificado … «¡Mirad lo que sufrió Él por nosotros! Es absolutamente indecible la alegría que recibe aquí el alma. No me es posible ahora tener tristeza alguna de la pasión; me deleito viendo y acercándome a aquel hombre. Todo mi gozo está ahora en este Dios-Hombre doliente» (80-81).

Santa Brígida (+1373)

Nacida en Suecia, casada con un noble, terciaria franciscana, tuvo ocho hijos, entre ellos Santa Catalina.Una vez viuda, siguió en el mundo y fundó la Orden del Salvador, aún existente. Vivió enRoma desde 1350, y recibió muy altas Revelaciones. Orando ante el crucifijo de San Pablo Extramuros, el Señor le reveló Quince oraciones al Crucificado. Tanto el libro de las Revelaciones como la devoción de las Quince oraciones obtuvieron desde antiguo la aprobación y recomendación de la Iglesia.

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que anunciaste por adelantado tu muerte y, en la última cena, consagraste el pan material, convirtiéndolo en tu cuerpo glorioso, y por tu amor lo diste a los apóstoles como memorial de tu dignísima pasión, y les lavaste los pies con tus santas manos preciosas, mostrando así humildemente tu máxima humildad.

«Honor a ti, mi Señor Jesucristo, porque el temor de la pasión y la muerte hizo que tu cuerpo inocente sudara sangre, sin que ello fuera obstáculo para llevar a término tu designio de redimirnos, mostrando así de manera bien clara tu caridad para con el género humano.

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que fuiste llevado ante Caifás, y tú, que eres el juez de todos, permitiste humildemente ser entregado a Pilato para ser juzgado por él.

«Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, por las burlas que soportaste cuando fuiste revestido de púrpura y coronado con punzantes espinas, y aguantaste con una paciencia inagotable que fuera escupida tu faz gloriosa, que te taparan los ojos y que unas manos brutales golpearan sin piedad tu mejilla y tu cuello.

«Alabanza a ti, mi Señor Jesucristo, que te dejaste atar a la columna para ser cruelmente flagelado, que permitiste que te llevaran ante el tribunal de Pilato cubierto de sangre, apareciendo a la vista de todos como el Cordero inocente.

«Honor a ti, mi Señor Jesucristo, que, con todo tu glorioso cuerpo ensangrentado, fuiste condenado a muerte de cruz, cargaste sobre tus sagrados hombros el madero, fuiste llevado inhumanamente al lugar del suplicio despojado de tus vestiduras, y así quisiste ser clavado en la cruz.

«Honor para siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que en medio de tales angustias, te dignaste mirar con amor a tu dignísima madre, que nunca pecó ni consintió jamás la más leve falta; y, para consolarla, la confiaste a tu discípulo para que cuidara de ella con toda fidelidad.

«Bendito seas por siempre, mi Señor Jesucristo, que cuando estabas agonizando, diste a todos los pecadores la esperanza del perdón, al prometer misericordiosamente la gloria del paraíso al ladrón arrepentido.

«Alabanza eterna a ti, mi Señor Jesucristo, por todos y cada uno de los momentos que, en la cruz, sufriste las mayores amarguras y angustias por nosotros, peca­dores; porque los dolores agudísimos procedentes de tus heridas penetraban intensamente en tu alma bienaventurada y atravesaban cruelmente tu corazón sagrado, hasta que dejó de latir y exhalaste el espíritu e, inclinan­do la cabeza, lo encomendaste humildemente a Dios, tu Padre, quedando tu cuerpo invadido por la rigidez de muerte.

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que con tu sangre ­preciosa y tu muerte sagrada redimiste las almas y, por tu misericordia, las llevaste del destierro a la vida eterna.

«Bendito seas tú, mi Señor Jesucristo, que, por nuestra ­salvación, permitiste que tu costado y tu corazón fueran atravesados por la lanza y, para redimirnos, hiciste que de él brotara con abundancia tu sangre pre­ciosa mezclada con agua.

«Gloria a ti, mi Señor Jesucristo, porque quisiste que tu cuerpo bendito fuera bajado de la cruz por tus amigos ­y reclinado en los brazos de tu afligidísima madre, que ella lo envolviera en lienzos y fuera enterrado en el sepulcro, permitiendo que unos soldados montaran guardia.

«Honor por siempre a ti, mi Señor Jesucristo, que envias­te el Espíritu Santo a los corazones de los discípulos y aumentaste en sus almas el inmenso amor divino.

«Bendito seas tú, glorificado y alabado por los siglos, Señor Jesús, que estás sentado sobre el trono en tu reino de los cielos, en la gloria de tu divinidad, viviendo corporalmente con todos tus miembros santísimos, que tomaste de la carne de la Virgen. Y así has de venir el día del juicio a juzgar a las almas de todos los vivos y los muertos: tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén».

(Oración 2: Revelationum S. Birgittæ libri 2: LH 23 julio).


José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

29.07.11

(146) La Cruz gloriosa –X. La devoción a la Cruz. 6

–¿No se aburre usted de acumular uno y otro texto sobre la cruz de Cristo? ¿No se cansarán los lectores?

–Le responde San Juan de la Cruz: «el alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa» (Dichos de luz y amor 96).

Sin aburrirnos ni cansarnos, proseguimos esta modesta antología de textos sobre la Cruz de Cristo.

San Andrés de Creta (+740)

Nacido en Damasco, monje en Jerusalén, obispo de Creta, poeta litúrgico y gran predicador.

«Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que vuelve hoy de Betania y por propia voluntad se apresura hacia su venerable y dichosa pasión para poner fin al misterio de la salvación de los hombres. Porque el que iba libremente hacia Jerusalén es el mismo que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, para levantar consigo a los que yacíamos en lo más profundo y colocarnos, como dice la Escritura, “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación y por encima de todo nombre conocido” [Ef 1,21].

«Y viene, no como quien busca su gloria por medio de la fastuosidad y de la pompa… sino manso y humilde, y se presentará sin espectacularidad alguna. Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo a su paso ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.

… «Y si antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”».

(Sermón 9 sobre el domingo de Ramos: PG 97,990-994: leer más > LH domingo de Ramos).

«Por la cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz y, junto con el crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales. Tal y tan grande es la posesión de la cruz.

«Quien posee la cruz posee un tesoro. Y al decir tesoro, quiero significar el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye a nuestro estado de justicia original. Porque sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, y el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni dospojado el lugar de los muertos.

«Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos, cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufriimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; y el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en sal­vación universal para todo el mundo.

«La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante, de que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros… Él mismo nos enseña que la cruz es su exaltación, cuando dice: “cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” [Jn 12,32]».

(Sermón 10: MG 97, 1018-1019: leer más > LH 14 de septiembre).

San Teodoro Estudita (+826)

Nacido en Constantinopla, abad del monasterio de Stoudios, escritor y reformador monástico.

«¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Qué figura tiene más esplendorosa! No contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino que en él todo es hermoso y atractivo tanto para la vista como para el paladar. Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él; es un madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para derrotar al diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género humano de la escla­vitud a que la tenía sometido el diablo.

«Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas manos, pies y costados, curó las hue­llas del pecado y las heridas que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza. Si al principio un madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: entonces fuimos seducidos por el árbol: ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente. Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor, la gloria.

… « Con la cruz sucumbió la muerte, y Adán se vio restituido a la vida. En la cruz se gloriaron todos los apóstoles, en ella se coronaron los mártires y se santificaron los santos. Con la cruz nos revestimos de Cristo y nos despoja­mos del hombre viejo. Fue la cruz la que nos reunió en un solo rebaño, como ovejas de Cristo, y es la cruz la que nos lleva al aprisco celestial».

(Sermón en la adoración de la Cruz: MG 99, 691-695. 698-699: leer más > LH viernes II Pascua).

San Bernardo (+1153)

Nacido en Dijon, Francia, monje cisterciense, gran maestro espiritual, Doctor de la Iglesia. Suscitador de innumerables vocaciones monásticas.

«El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. “Éste –dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una bandera discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María– una espada te traspasará el alma” [Lc 2,34-35].

«En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús –que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal…

No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma… Pero quizá alguien dirá: “¿es que María no sabía que su Hijo había de morir?” Sí, y con toda certeza. “¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?” Sí, y con toda seguridad. “¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?” Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su co­razón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor su­perior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante».

(Sermón infraoctava Asunción 14-15: Opera omnia, ed. Cister 5, 273-274: leer más > LH 15 de septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores).

San Francisco de Asís (+1230)

Gran maestro de espiritualidad evangélica, fundador de la orden religiosa de los Hermanos menores, destinada a hacerse en la Iglesia un árbol inmenso de hombres y mujeres consagrados a Jesús.

–La conversión de Francisco fue ante el crucifijo de la iglesia de San Damián, casi arruinada, en las afueras de Asís. «Guiado del Espíritu divino, entró para hacer oración, postrándose reverente y devoto ante la imagen del Crucifijo. Y pronto se creyó muy distinto del que había entrado, conmovido por desacostumbradas impresiones. A poco de encontrarse de tal modo emocionado, la imagen del Santo Cristo, entreabriendo los labios en la pintura, le habla, llamándole por su propio nombre: “Francisco, ve y repara mi iglesia, que, como ves, está en ruina”. Tembloroso el Santo, se maravilla en extremo y queda como enajenado, sin poder articular palabra…Y de tal suerte quedó grabada en su alma la compasión del Crucificado, que muy piadosamente debe creerse que las sagradas Llagas de la pasión quedaron muy profundamente impresas en su espíritu antes de que lo estuvieran en su carne» (II Vida Tomás de Celano p.I, c.1,10).

– «Algún tiempo después de su conversión, iba Francisco solo por un camino, cerca de la iglesia de Santa María de la Porciúncula, y lloraba en alta voz. Se le acercó un hombre muy espiritual y le preguntó: “¿qué te pasa, hermano mío?”. Y el Santo le contestó: “así debía ir, sin vergüenz alguna, por todo el mundo, llorando la pasión de mi Dios y Señor”» (Espejo de perfección cp. 7,92).

–Estando ausente Francisco de un capítulo de la Orden celebrado en Arlés, predicó San Antonio de Padua sobre el título fijado en la cruz de Cristo, y uno de los frailes «lleno de admiración vió allí con los ojos del cuerpo al seráfico Padre que, elevado en el aire y extendidas las manos en forma de cruz, bendecía a sus religiosos. Todos experimentaron en aquella ocasión tanta y tan extraña consolación de espíritu que en su interior no les fue posible dudar de la real presencia del seráfico Padre» (San Buenaventura, Leyenda de San Francisco 4,10). Muchos milagros de sanación hizo San Francisco trazando la señal de la cruz sobre los enfermos (ib. 12,9-10).

–«Rogaron por aquel tiempo a Francisco sus discípulos que les enseñase a orar… A ello contestó: “cuando oréis, decid: Padre nuestro, y también Adorámoste, Cristo, en todas las iglesia que hay en el mundo entero, y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo“» (II Vida Tomás de Celano p.I, c.18,45; cf. Testamento 4,5).

–Al final de su vida, enfermo y retirado en un eremitorio improvisado en el monte Alverna, alto, rocoso, abundante en fieras, San Francisco recibió los estigmas de la Pasión de Cristo, tan venerada, contemplada y amada durante toda su vida. «Nel crudo sasso intra Tevere ed Arno - Da Cristo prese l’ultimo sigillo - Che le sue membra due anni portarono». En el áspero monte entre el Tíber y el Arno - de Cristo recibió el último sello - que sus miembros llevaron durante dos años (Dante, Paraíso 11º canto). Según narra Tomás de Celano, compañero suyo, «el santo Padre se vió sellado en cinco partes del cuerpo con la señal de la cruz, no de otro modo que si, juntamente con el Hijo de Dios, hubiera pendido del sagrado madero. Este maravilloso prodigio evidencia la distinción suma de su encendido amor» (I Vida II, 1,90).

«Estando en el eremitorio del lugar llamado Alverna, dos años antes de que alma volara al cielo, vió Francisco, por voluntad de Dios, un hombre, como un serafín con seis alas, crucificado y con las manos extendidas y los pies juntos, que permanecía ante su vista… Se levantó, a la vez afligido y gozoso, y se preguntaba con ansia qué podía significar aquella visión. No acababa aún de penetrar su sentido, y apenas se había repuesto de la novedad de la visión, comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, idénticos a los que notara en el serafín alado y crucificado» (ib. 1,90)… Fue San Francisco el primer estigmatizado de la historia cristiana. Y «para que la honra humana nada se apropiase de la gracia recibida, se esforzaba por todos los medios a su alcance en ocultar tales maravillas» (ib. 3,96). Así vino a ser Francisco una epifanía de Jesús crucificado.

Con razón la Iglesia en la oración del ofertorio de la misa del Santo dice: «Al presentarte, Señor, nuestras ofrendas, te rogamos nos dispongas para celebrar dignamente el misterio de la cruz, al que se consagró San Francisco de Asís con el corazón abrasado en tu amor» (4 octubre).

San Buenaventura (+1274)

Franciscano, gran maestro de teología contemporáneo de Santo Tomás de Aquino. Fue el tercer General de la Orden, escribió una vida de San Francisco de Asís y un buen número de obras teológicas y espirituales. Es Doctor de la Iglesia.

«Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo; él, que es “la placa de expiación colocada sobre el arca de Dios” [Ex 26,34] y “el misterio escondido desde el principio de los siglos” [Ef 3,9]. Aquel que mira plenamente de cara esta placa de expiación y la contempla suspendida en la cruz, con la fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: “hoy estarás conmigo en el paraíso” [Lc 23,43].

… «Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones. Pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: “eso nos basta” [Jn 14,8]. Oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: “te basta mi gracia” [2Cor 12,9]; alegrémonos con David, diciendo: “se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi lote perpetuo” [Sal 72,26]. “Bendito sea el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: ¡Amén!” [Sal 105,48]».

(Itinerario de la mente a Dios 7,1.6).


José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

22.07.11

(145) La Cruz gloriosa –IX. La devoción a la Cruz. 5

–Hoy, Santa María Magdalena.

–«Él me libró del demonio - yo le seguí hasta la cruz, - y di el primer testimonio - de la Pascua de Jesús».

Canta la Iglesia en su historia la gloria de la Cruz, y nosotros cantamos hoy con ella.

San Pedro Crisólogo (+450)

Obispo de Ravena, notable predicador, Doctor de la Iglesia, fidelísimo a la Sede de Pedro: «por el bien de la paz y de la fe, no podemos escuchar nada que se refiera a la fe sin la aprobación del Obispo de Roma». En el texto que sigue contempla el misterio de la Cruz en los cristianos.

«“Os exhorto, por la misericordia de Dios, nos dice San Pablo, [a presentar vuestros cuerpos como hostia viva” (Rm 12,1)]. Él nos exhorta, o mejor dicho, Dios nos exhorta, por medio de él. El Señor se presenta como quien ruega, porque prefiere ser amado que temido, y le agrada más mostrarse como Padre que apa­recer como Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para no tener que castigar con rigor.

«Y escucha cómo suplica el Señor: “mirad y contemplad en mí vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vues­tros huesos, vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué no amáis al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza? Si teméis a Dios como Señor, por qué no acudís a él como Padre?

«Pero quizá sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros, lo que os confunde. No temáis. Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge con un seno más dilatado, pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio. Venid, pues, retornad y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien por mal, amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas heridas”.

«Pero escuchemos ya lo que nos dice el Após­tol: “os exhorto a presentar vuestros cuerpos”. Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacer­docio: a presentar vuestros cuerpos como hostia viva. ¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cris­tiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima. Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. “Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva”

«Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tú oración arda conti­nuamente, como perfume de incienso. Toma en tus manos la espada del Espíritu; haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio. Dios quiere tu fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte, sino con tu buena voluntad».

(Sermón 108: ML 52, 499-500: leer más > LH martes IV Pascua).

San León Magno (+461)

Toscano, Obispo de Roma, gran predicador y escritor, Doctor de la Iglesia. Afirmó con fórmulas perfectas la fe católica en el misterio de Cristo, y no solo defendió la fe ortodoxa, sino también la cultura occidental, amenazada por hunos y vándalos.

«Que nuestra alma, iluminada por el Espíritu de verdad, reciba con puro y libre corazón la gloria de la cruz que irradia por cielo y tierra, y trate de penetrar interiormente lo que el Señor quiso significar cuando, hablando de la pasión cercana, dijo: “ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”. Y más adelante: “ahora mi alma está agitada, y, ¿qué diré ? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora, Padre, glorifica a tu Hijo”. Se oyó la voz del Padre, que decía desde el cielo: “lo he glo­rificado y volveré a glorificarlo”, y dijo Jesús a los que le rodeaban:“cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía indicando de qué muerte había de morir” [12,23-33].

«¡Oh admirable poder de la cruz! ¡Oh inefa­ble gloria de la pasión! En ella podemos admi­rar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y el poder del Crucificado. Atrajiste a todos hacia ti, Señor, porque la devoción de todas las naciones de la tierra puede celebrar ahora con sacra­mentos eficaces y de claro significado, lo que antes solo podía celebrarse en el templo de Jerusalén y únicamente por medio de símbolos y figuras. Ahora, efectivamente, es mayor la grandeza de los sacerdotes, más santa la unción de los pontífices, porque tu cruz es ahora fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias: por ella los creyentes encuentran fuerza en la debilidad, gloria en el oprobio, vida en la misma muerte.

«Ahora, al cesar la multiplicidad de los sacrificios car­nales, la sola ofrenda de tu cuerpo y sangre lleva a realidad todos los antiguos sacrificios, porque tú eres el verdadero “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” [Jn 1,29]… “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” [1Tim 1,15]. Aquí radica la maravillosa misericordia de Dios para con nosotros: en que Cristo no murió por los justos ni por los santos, sino por los pecadores y por los impíos.

«Y como la natura­leza divina no podía sufrir el suplicio de la muerte, tomó de nosotros, al nacer, lo que pudiera ofrecer por nosotros… En efecto, si Cristo al morir tuvo que acatar la ley del sepulcro, al resucitar, en cambio, la derogó hasta tal punto que echó por tierra la perpetuidad de la muerte y la convirtió de eterna en temporal, ya que “si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida” [1Cor 15,22].

(Sermón 8 sobre la pasión del Señor 6-8: ML 54, 340-342: leer más > LH martes V Cuaresma).

«El verdadero venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que reconozca en él su propia carne. Toda la tierra ha de estremecerse ante el suplicio del Redentor: las mentes infieles, duras como la piedra, han de romperse, y los que están en los sepulcros, quebradas las losas que los encierran, han de salir de sus moradas mortuorias. Que se aparezcan también ahora en la ciudad santa, esto es, en la Iglesia de Dios, como un anuncio de la resurrección futura, y lo que un día ha de realizarse en los cuerpos, efectúese ya ahora en los corazones.

«A ninguno de los pecadores se le niega su parte en la cruz, ni existe nadie a quien no auxilie la oración de Cristo. Si ayudó incluso a sus verdugos ¿cómo no va a beneficiar a los que se convierten a él? Se eliminó la ignorancia, se suavizaron las dificultades, y la sangre de Cristo suprimió aquella espada de fuego que impedía la entrada en el paraíso de la vida. La obscuridad de la vieja noche cedió ante la luz verdadera.

«Se invita a todo el pueblo cristiano a disfrutar de las riquezas del paraíso, y a todos los bautizados se les abre la posibilidad de regresar a la patria perdida, a no ser que alguien se cierre a sí mismo aquel camino que quedó abierto, incluso, ante la fe del ladrón arrepentido. No dejemos, por tanto, que las preocupaciones y la soberbia de la vida presente se apoderen de nosotros, de modo que renunciemos al empeño de conformarnos a nuestro Redentor, a través de sus ejemplos, con todo el impulso de nuestro corazón. Porque no dejó de hacer ni sufrir nada que fuera útil para nuestra salvación, para que la virtud que residía en la cabeza residiera también en el cuerpo».

(Sermón de la pasión del Señor 15,3-4: PL 54,366-367: LH jueves IV Cuaresma)

San Fulgencio de Ruspe (+532)

Monje norteafricano, obispo de Ruspe, fue quizá el mejor teólogo de su tiempo, y siguiendo la doctrina de San Agustín, afirmó la fe católica contra arrianos y semipelagianos.

Cristo poseía «en sí mismo todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y el sacrificio; él mismo, Dios y el templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos reconciliado…

«Ten, pues, por absolutamente seguro y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en olor de suavidad como sacrificio y hostia; el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían en tiempos del antiguo Testamento sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea, en el tiempo del Testamento nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer por todo el universo de la tierra el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad».

(Regla de la verdadera fe a Pedro 22,63: CCL 91 A,726. 750-751: leer más > LH viernes V Cuaresma).

«Fijaos que en la conclusión de las oraciones decimos: “por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo”; en cambio, nunca decimos: “por el Espíritu Santo”. Esta práctica universal de la Iglesia tiene su explicación en aquel misterio según el cual, “el mediador entre Dios y los hombres es el hombre Cristo Jesús, sacerdote eterno según el rito de Melquisedec, que entró una vez para siempre con su propia sangre en el santuario, pero no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, donde está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” [Heb 6,19-20; 8,1; 9,12].

«Teniendo ante sus ojos este oficio sacerdotal de Cristo, dice el Apóstol: “por su medio, ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza” [13,15]… Y así nos exhorta san Pedro: “tam­bién vosotros, como piedras vivas, entráis en la construc­ción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” [1Pe 2,5].

«Por este motivo, decimos a Dios Pa­dre: “por nuestro Señor Jesucristo”… Y al decir “tu Hijo”, añadimos: “que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo”, para recordar, con esta adición, la unidad de naturaleza que tienen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y significar, de este modo, que el mismo Cristo, que por nosotros ha asumido el oficio de sacerdote, es por naturaleza igual al Padre y al Espíritu Santo».

(Carta 14,36-37: CCL 91,429-43: leer más > LH jueves II T. Ordinario).

«Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aque­llo mismo que nos mandó el Salvador… Yporque Cristo murió por nuestro amor, cuan­do hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sa­crificio,pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comu­nique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mis­mo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nues­tros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo [Gál 6,14]. Así, imitan­do la muerte de nuestro Señor, como Cristo “murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nue­va, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios” [Rm 6,10-11]…

«Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne, ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio».

(Tratado contra Fabiano 28,16-19: CCL 91 a, 813-814: leer más > LH lunes XXVIII T. Ordinario).

San Anastasio de Antioquía (+598)

Monje palestino, obispo patriarca de Antioquía.

«Cristo dijo a sus discípulos, a punto ya de subir a Jerusalén: “mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los gentiles y a los sumos sacerdotes y a los escribas, para que lo azoten, se burlen de él y lo crucifiquen” [Mc 10,33-34].

«Esto que decía estaba de acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían anunciado de antemano el final que debía tener en Jerusalén. Las sagradas Escrituras habían profetizado desde el principio la muerte de Cristo y todo lo que sufriría antes de su muerte; como también lo que había de suceder con su cuerpo, después de muerto. Con ello predecían que este Dios, al que tales cosas acontecieron, era impasible e inmortal. Y no podríamos tenerlo por Dios, si, al contemplar la realidad de su encarnación, no descubriésemos en ella el motivo justo y verdadero para profesar nuestra fe en ambos extremos: a saber, en su pasión y en su impasibilidad; como también el motivo por el cual el Verbo de Dios, que era impasible, quiso sufrir la pasión, porque era el único modo como podía ser salvado el hombre….

«“El Mesías, pues, tenía que padecer”, y su pasión era totalmente necesaria, como él mismo lo afirmó cuando calificó de hombres sin inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria [24.25-26]. Porque él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese. Y esta salvación es aquella perfección que había de obtenerse por medio de la pasión, y que había de ser atribuida al guía de nuestra salvación, como nos enseña la carta a los Hebreos, cuando dice que él es “el guía de nuestra salvación, perfeccionado y consagrado con sufrimientos”.

(Sermón 4,1-2: MG 89,1347-1349: leer más > LH martes octava Pascua).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía