(632) Espiritualidad, 10. –Jesucristo, Salvador del mundo en la Cruz

Rogier van der Weyden (+1464). Museo del Prado, Madrid. Descendimiento (1443)

El diablo y los suyos se ensañaron con Cristo.

–«Él es homicida desde el principio… Es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,43-44). *Pensemos en el aborto: primero se miente –«no es un ser humano», «la mujer manda sobre su cuerpo», etc–, y después se mata: cientos de millones de niños. *Primero se miente –«España invade y oprime la nación vasca»–, y después se mata: ETA asesina en unos cuarenta años a más de 860 ciudadanos. Y así vamos desde Adán y Eva.

 

Como ya señalé en el anterior artículo, el libro La asamblea que condenó a Cristo (Criterio, Madrid 1999) de los hermanos Lémann, Augustin (1836-1909) y Joseph (1836-1915), judíos conversos a la fe católica y ordenados sacerdotes, me ha proporcionado los datos principales del infame «proceso» contra Cristo.

* * *

–Primera sesión del Sanedrín contra Jesús, y excomunión de sus seguidores

La primera reunión del Sanedrín contra Cristo se produce a fines del penúltimo año de su vida pública, en septiembre (tisri) (Lémann 75-79). Se reúne con ocasión de la tensión producida con la subida de Jesús a Jerusalén (Jn 7). En esos días los fariseos promueven con urgencia una sesión del Sanedrín, en la que se intenta conseguir la condena a muerte de Jesús. De momento, sin embargo, el Sanedrín se atreve solamente a excomulgar a cuantos se declaren seguidores suyos.

Se sabe, en efecto, que dos días más tarde, cuando se produce la curación del ciego de nacimiento, «ya los judíos habían acordado [en el Sanedrín] que si alguno lo reconocía por Mesías, fuera expulsado de la sinagoga» (Jn 9,22). Este decreto de excomunión indica que, efectivamente, hubo una sesión del Sanedrín, pues solo él podía dictar una pena tan grave.

Fiesta de la Dedicación del Templo, y nueva huída

Estando así la situación, «llegó entonces la fiesta de la Dedicación en Jerusalén. Era invierno y Jesús se paseaba en el templo, en el pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron:.

«“¿Hasta cuándo nos tendrás en la incertidumbre? Si eres el Mesías, dínoslo claramente”. Jesús les responde: “Ya os lo he dicho y no me creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas… Yo y mi Padre somos una sola cosa”. Los judíos de nuevo tomaron piedras para apedrearlo… “Te apedreamos por blasfemo, porque tú, siendo un hombre, te haces Dios”… Pretendían nuevamente apresarlo, pero él se les escapó de las manos» (Jn 10,22-39).

Jesús se libra de la lapidación, pero ha de huir de Judea, y atravesando la frontera oriental, se va a Perea: «se fue de nuevo al otro lado del Jordán, al sitio donde al principio había bautizado Juan, y allí se quedó» (Jn 10,40). Estando en aquel lugar con sus discípulos le llega un mensajero de Marta y María, avisándole que Lázaro está gravemente enfermo. «Vamos otra vez a Judea», decide Jesús, sabiendo que así se mete de nuevo en la boca del lobo. «Maestro –le dicen los discípulos–, hace poco los judíos querían apedrearte ¿y quieres volver allí?». Él está firmemente decidido; pero el estado de ánimo de los discípulos queda bien expresado en las palabras de Tomás: «vamos también nosotros a morir con Él» (11,1-16).

La resurrección de Lázaro, que llevaba cuatro días muerto, realizada en Betania, aldea muy próxima a Jerusalén, produce en esos días una conmoción enorme: «Muchos de los judíos que habían ido a casa de María y vieron lo que había hecho, creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús» (11,45-46).

 

–Segunda sesión del Sanedrín, condenando a muerte a Jesús

La resurrección de Lázaro, a las mismas puertas de Jerusalén, es finalmente como un estallido que provoca una segunda sesión del Sanedrín, celebrada hacia febrero (adar) del último año de la vida de Cristo (Lémann 79-80). Esta vez el Sanedrín sí va a pronunciar contra Él la terrible schammata, la pena de muerte. 

«Convocaron entonces los príncipes de los sacerdotes y los fariseos una reunión, y dijeron: “¿qué hacemos?, porque este hombre realiza muchos milagros”… Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo:… “¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo, y no que perezca todo el pueblo?”… Como era pontífice aquel año, profetizó que Jesús había de morir por el pueblo, y no solo por el pueblo, sino para reunir en uno a todos los hijos de Dios que están dispersos. Desde aquel día tomaron la decisión de matarlo» (Jn 11,47-53). Condena a muerte y también, lógicamente, orden de detención: «Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían ordenado que si alguno supiera dónde estaba, lo indicase, para detenerlo» (11,57).

Nadie, al parecer, se opone en el Sanedrín a la condena de muerte de Jesús. Su suerte está ya decidida. Ha llegado su hora. Sabiendo, pues, todo esto, «Jesús ya no andaba en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem, y allí se quedó con sus discípulos» (Jn 11,54). El peligro se ha hecho tan grande contra Jesús, Verbo eterno encarnado, que en la última fase de su vida se ve obligado a interrumpir su público ministerio profético. La Palabra divina encarnada ha de reducirse totalmente al silencio.

La ausencia de Jesús, sin embargo, también era en Jerusalén ocasión de perturbaciones y ansiedades. «Estaba próxima la Pascua de los judíos… Buscaban, pues, a Jesús, y unos a otros se decían en el templo: “¿qué os parece? ¿vendrá a la fiesta o no?”» (Jn 11,55-56). «Seis días antes de la Pascua, vino Jesús a Betania», con Lázaro, el resucitado, y sus hermanas. Allí, en la cena, recibe de María una unción preciosa de nardo, y dice: «la tenía guardada para el día de mi sepultura» (Jn 12,1-7). Aquella vuelta a Betania resulta extremadamente peligrosa:

«Una gran muchedumbre de judíos supo que estaba allí, y vinieron, no solo por Jesús, sino por ver a Lázaro, a quien había resucitado. Los príncipes de los sacerdotes habían resuelto matar también a Lázaro, pues a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (12,9-10).

 Anuncio tercero de la Pasión

En estas circunstancias, ya se comprende, subir a Jerusalén es para Jesús lo mismo que entregarse a la muerte. Y sin embargo, por la glorificación de Dios y la salvación de los hombres, lo hace. «Caminando delante» de los discípulos con ánimo decidido, les anuncia por tercera vez su Pasión.

 «Cuando iban subiendo a Jerusalén, Jesús caminaba delante, y ellos iban sobrecogidos y lo seguían con miedo. Entonces reunió de nuevo a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder. “Ahora subimos a Jerusalén. Allí el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas. Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los paganos. Ellos se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán. Y tres días después, resucitará”» (Mc 10,32).

El anuncio de la Pasión ha sido esta tercera vez aún más explícito que las veces anteriores. Sin embargo, los discípulos «no entendieron nada de lo que les decía; estas palabras les eran oscuras, y no las entendieron» (Lc 18,34). Más aún, Santiago y Juan andan todavía ambicionando ocupar un lugar preferente en el Reino que esperan próximo. Jesús ha de decirles: «el que quiera ser el primero entre vosotros, deberá ser esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate de muchos» (Mc 10,44-45) (Lémann 27-35).

 

Última entrada en Jerusalén

Jesús sigue caminando decididamente hacia Jerusalén, es decir, hacia su muerte. «Caminaba el primero subiendo hacia Jerusalén» (Lc 19,28). Y al darle vista en lo alto del monte, «cerca ya, al ver la ciudad, se echó a llorar por ella, diciendo: “¡si en este día hubieras conocido tú también la visita de la paz, pero se oculta a tus ojos!”». Y anuncia, con inmenso dolor, su próxima ruina total (Lc 19,41-44; +21,6). Se echó a llorar…

Por eso, cuando su entrada en Jerusalén se ve acogida con gran éxito popular, este aparente triunfo no lo engaña. Él vive esa entrada en la Ciudad santa más bien como el introito solemne de su Misa, es decir, de su Pasión.

Sus discípulos, en aquella hora, «no entendieron nada», no vieron que en aquella entrada se estaba cumpliendo la Escritura (Zac 9,9); «pero después, cuando fue glorificado Jesús, entonces recordaron que todo lo que había sucedido era lo que decían las Escrituras de él. La multitud que había estado con Jesús, cuando ordenó a Lázaro que saliera del sepulcro y lo resucitó, daba testimonio de él. Por eso la gente salió a su encuentro, porque se enteraron de que había hecho este milagro» (Jn 12,12-18). «Cuando él entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió» (Mt 21,10). Todos lo aclamaban con entusiasmo, con un fervor tan grande que «algunos fariseos, de entre la turba, le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. Pero Él les respondió: “yo os digo que si éstos callan, clamarán las piedras”» (Lc 19,39-40).

En todo caso, conoce bien Jesús la vanidad de su triunfo mundano, y prevé que solo va a servir para acrecentar aún más el odio de sus enemigos, como así fue. «Entre tanto los fariseos se decían: “ya veis que no adelantamos nada. Ya veis que todo el mundo se va detrás de él”» (Jn 12,19).

 

Llega ya la hora de morir

Jesús se prepara a la muerte, y dispone también el ánimo de sus discípulos:

«“Ya ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo la conservará para la Vida eterna… Mi alma está ahora turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Pero para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre”.

«Se oyó entonces una voz del cielo: “Lo glorifiqué y de nuevo lo glorificaré”… Jesús dice: “cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto Jesús para indicar cómo iba a morir» (Jn 12,23-33).

Aún hace el Señor una última llamada al pueblo judío: «“La luz está todavía entre vosotros, pero por poco tiempo… Mientras tenéis luz, creed en la luz, para ser hijos de la luz”. Esto dijo Jesús, y partiendo, se ocultó de ellos» (12,35-36).

Pero no, rechazan su última llamada. Es evidente: las tinieblas rechazan la luz. «Aunque había hecho tan grandes milagros en medio de ellos, no creían en Él». Otros sí habían creído en Él, pero no se atrevían a confesar su fe. Concretamente, «muchos de los jefes creyeron en Él, pero no lo confesaban, temiendo ser excluídos de la sinagoga, porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (12,37-43).

Hombres antes proscritos y reprobados, como el publicano Zaqueo, son ya casi los únicos que todavía se atreven a recibirle en sus casas. Pero esto no supone para Jesús ningún apoyo; más bien confirma a sus enemigos en sus razones para rechazarle y procurar su muerte: «ha ido a hospedarse a la casa de un pecador» (Lc 19,1-10).

Siguen, en estos últimos días, acosándolo sus adversarios. Fariseos y herodianos «deliberaron cómo sorprenderle en alguna palabra» (Mt 22,15; +Mc 12,13), y le plantean la cuestión del tributo al César. En otra ocasión son los saduceos, los que pretenden atraparle con el tema de la resurrección, poniéndole una cuestión aparentemente insoluble. Pero Jesús les dice: «estáis errados, y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios» (Mt 22,29). Con ocasión de estas disputas, viendo la irresistible sabiduría de Jesús,«la muchedumbre que lo oía se maravillaba de su doctrina» (22,33). Y sus adversarios «no se atrevían ya a plantearle más preguntas» (Lc 20,40; +Mc 12,34).

Terrible discurso

Jesús en esos días da su vida por terminada en este mundo. Ya no es preciso que denuncie con un cierto cuidado los errores religiosos de Israel, para poder seguir vivo un tiempo, cumpliendo su misión profética. No. Ya ha llegado su hora. Y antes de ser ejecutado, por amor a todos los hombres, descubre esta vez plenamente la falsificación enorme que escribas y fariseos han hecho de la antigua Ley de Dios. Es el discurso durísimo que nos recoge San Mateo (Mt 23).

Escribas y fariseos son guías ciegos e hipócritas, que cierran a los hombres el camino del Reino. Ni entran en él, ni dejan entrar. Su proselitismo sólo consigue hacer «hijos del infierno». Cuelan un mosquito y se tragan un camello. Su justicia es exterior, sólo aparente, no interior y verdadera. Son como sepulcros blanqueados, llenos de podredumbre en su interior, aunque tengan apariencia de justicia ante los hombres. Son, como sus padres, asesinos de todos los profetas que Dios les envía. Son serpientes, raza de víboras. También perseguirán a los cristianos: «estad atentos; os entregarán al Sanedrín, seréis azotados en la sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos» (Mc 13,9).

Jesús se manifiesta en estos discursos plenamente consciente del rechazo que sufre de Israel, y de la persecución que también han de sufrir sus discípulos. Sin embargo, no se siente abatido, vencido o fracasado; por el contrario, tiene confianza plena en su victoria final: «aparecerá en el cielo el signo del Hijo del hombre y se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria» (Mt 24,30). Al final de todo, el Hijo del hombre beberá con sus amigos el vino de la alegría «en el reino de Dios» (Mc 14,25).

 

Tercera sesión del Sanedrín contra Jesús, considerando el modo de matarle

«Jesús dijo a sus discípulos: “sabéis que dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del hombre será entregado para que lo crucifiquen”» (Mt 26,2). Este último anuncio de la Pasión se produce el miércoles 12 de marzo (nisan), dos días antes de la Cruz. Y ese día el Sanedrín va a realizar una tercera sesión contra Cristo, no para deliberar su muerte, ya decidida, sino para determinar cómo y cuándo realizarla (Lémann 81-83).

«Se reunieron entonces los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo en el palacio del sumo sacerdote, llamado Caifás, y acordaron prender a Jesús con engaño y darle muerte. Pero decían: “no durante la fiesta, no sea que se arme alboroto en el pueblo“» (Mt 26,3-5; +Lc 22,1-2).

Como se ve, el fervor popular por Jesús, al menos en una cierta manera de fascinación, dura hasta el final de su vida. Todavía en esta fase última de su vida, «todo el pueblo madrugaba por Él, para escucharle en el templo» (Lc 21,38). Pero es precisamente este entusiasmo del pueblo lo que suscita en los jefes de Israel una mayor determinación de matarle, aunque no en la fiesta, «porque tenían miedo al pueblo» (22,3).

Sin embargo, los acontecimientos van a precipitarse. Inesperadamente, Judas, uno de los Doce, se ofrece a los príncipes de los sacerdotes para entregar a Jesús: «¿qué me daréis si os lo entrego?». Treinta siclos de plata es el precio que le ponen al Salvador (Mt 26,14-16).

 

La Cena Pascual de Jesús

La Pascua y los Ázimos eran dos fiestas distintas. El fiesta del Cordero Pascual se celebraba el 14 del mes de Nisán por la noche. Y la fiesta de los Ázimos, que comenzaba el día 15, duraba hasta el 21.

Los evangelios sinópticos parecen indicar que Jesús celebra su última cena con los discípulos el 14; en tanto que San Juan parece señalar el 13. Según parece, el Señor anticipa la comida pascual al jueves, y muere el viernes, el 14 de Nisán, el día en que oficialmente se comía el cordero pascual.  

Sea de esto lo que fuere, Jesús, la noche en que va a ser entregado, se reúne con sus discípulos por última vez para celebrar la cena.

«Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Comienza Jesús la última Cena lavando los pies a los discípulos. En esta celebración litúrgica de la cena va a darnos la revelación plena de su amor a Dios: «conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según me ha mandado el Padre, así hago», dice refiriéndose a su cruz (Jn 14,31). Y al mismo tiempo nos da Jesús la revelación plena de su amor a los hombres: «nadie tiene un amor mayor que aquél que da la vida por sus amigos» (Jn 115,13).

Por eso Jesús, que tanto ha deseado expresar totalmente su amor, dice a los suyos: «he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi Pasión» (Lc 22,15). Ha llegado para Él la hora, preconocida y tan largamente esperada, de consumar plenamente la ofrenda de su vida, para salvación de los pecadores; ha llegado la hora de expresar completamente su amor al Padre y a los hombres; de instituir la Eucaristía; de establecer en favor de todos la Nueva Alianza, sellada al precio de su sangre en el sacrificio redentor; de instituir el sacerdocio cristiano; de quitar el pecado del mundo, comunicando la filiación divina; de entregar su Espíritu a los hombres ofreciendo por ellos en la Cruz su cuerpo y su sangre, es decir, su vida humana. Ardientemente ha deseado siempre llegar a esta hora culminante. El vuelo recto de la flecha de su vida está ya cerca de alcanzar la diana final.

 

Víctima sacrificial

En los sacrificios del Antiguo Testamento la carne es comida o quemada y la sangre es derramada en el altar. Carne y sangre, por tanto, se separan en el momento de la muerte sacrificial (Lev 17,11-14; Dt 12,33; Ez 39,17-19; Heb 13,11-12).

Por eso, cuando en la cena pascual Jesús toma el pan primero y después el cáliz, y dice «éste es mi cuerpo, que se entrega por vosotros», y «ésta es mi sangre, que se derrama para el perdón de los pecados vuestros y de todos los hombres», está empleando un lenguaje claramente cultual y sacrificial; es decir, está ejerciendo conscientemente como sacerdote y víctima; está sellando con su sangre la Alianza nueva, como la antigua fue sellada en el Sinaí con la sangre de animales sacrificados (Éx 24,8). Él, pues, es plenamente consciente de que ha venido, de que ha sido enviado por el Padre, como Redentor, es decir, «para dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28; Mc 10,45).

Escrituristas protestantes, como Joachim Jeremias, acercándose a la unánime tradición católica, estiman que «este sentido sacrificial es el único que cuadra cuando Jesús habla de su carne y de su sangre» (La última cena, Madrid 1980, 246). Jesús, por tanto, va a la muerte como verdadera víctima pascual (cf. J. A. Sayés, Señor y Cristo, EUNSA, Pamplona 1995, 225-226).

Ya en el Sermón Eucarístico, con ocasión de la multiplicación de los panes, habla Jesús de dar su carne en comida y su sangre en bebida (Jn 6,51-58), y el escándalo que sus palabras ocasionan no se hubiera producido si con esos términos solo quisiera expresar la entrega benéfica y fraterna de su «persona» (Sayés 226).

La sangre derramada «por muchos (upér pollon)», o como dice San Juan, la carne entregada «por la vida del mundo» (Jn 6,51), están expresando claramente que la ofrenda total que Cristo hace de sí mismo la entiende como un sacrificio expiatorio en favor de los hombres y a causa de sus pecados. «Entregado, derramada», son las fórmulas pasivas que evocan la Pasión del Siervo de Yahvé, Cristo, que es entregado por el Padre.

«Tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo único» (Jn 3,16) en Belén, en la Cruz, en la Eucaristía. «Dios probó [demostró, sinístesin] su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,8).  Y «nosotros hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1Jn 4,16): perfecta definición del cristiano.  Nosotros somos lo que «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene. Dios es caridad».

 

Últimas profecías de Jesús

–Anuncia su victoria final definitiva, diciendo a los suyos en la última Cena: «ya no la comeré hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios… Ya no beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios» (Lc 22,16-18).

–Anuncia entoncesla traición de Judas Iscariote:

«no todos estáis limpios… Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy… Uno de vosotros me va a entregar». Y volviéndose a Judas: «lo que has de hacer, hazlo pronto» (Jn 13,11.19-17).

–Anuncia el abandono de los apóstoles:

Y lo predice en un momento en que ellos parecen sentirse seguros de su propia fe, pues le dicen: «“ahora vemos que sabes todas las cosas… Por eso creemos que has salido de Dios”. Jesús les responde: “¿ahora creéis? Mirad, llega la hora, y ya ha llegado, en que vosotros os dispersaréis cada uno por su parte, y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,30-32). En efecto, «todos vosotros os escandalizaréis de mí en esta noche, porque está escrito: “heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño”» (Mt 26,31; +Zac 13,7). Simón Pedro le asegura entonces que «aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré… Aunque tenga que morir contigo, no te negaré». Predice entonces Jesús a Simón que lo negará tres veces (26,33-35).

–Anuncia una vez más su Pasión, ya inmediata:

«Os digo que ha de cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: “fue contado entre los malhechores”. Ya llega a su fin todo lo que se refiere a mí» (Lc 22,37; +Is 53,12). Los discípulos entonces, por fin, parecen entender el realismo de las palabras de Jesús, y le dicen: «Señor, aquí hay dos espadas». Pero Él les detiene: «Basta» (Lc 22,38).

–Anuncia la fecundidad de su sangre derramada; la fuerza salvadora que ella va a tener en los discípulos: «el que cree en mí, ése hará obras mayores que las que yo hago» (Jn 14,12).

–Anuncia al Espíritu Santo que va a comunicar: «Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros siempre… No os dejaré huérfanos. Volveré a vosotros… En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (14,16-20).

–Anuncia persecuciones contra sus discípulos:

«Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros… Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros… Os he dicho estas cosas para que no os escandalicéis; os expulsarán de las sinagogas, y llegará un tiempo en que todos los que os maten creerán hacer un servicio a Dios. Y harán estas cosas porque no conocieron al Padre ni a mí» (Jn 15,18-16,3). «En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y gemiréis, mientras el mundo se alegrará… Pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón y nadie podrá quitaros vuestra alegría» (16,20-22).

–Anuncia su Ascensión: «salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre» (16,28).

Pide Jesús por sí mismo: «Padre ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti» (Jn 17,1). Pide al Padre por sus discípulos, para que los mantenga en la unidad y en la santidad (17,6-26). Pide al Padre que puedan ellos ser fieles mártires suyos en el mundo:

«Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad. Tu palabra es la verdad. Como a mí me has enviado al mundo, así yo los he enviado a ellos» (Jn 17,14-18).

 

En el Huerto de Getsemaní

Después de rezar los salmos propios de la celebración pascual, salió Jesús con sus discípulos, según la costumbre, hacia el monte de los Olivos, al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto que se llamaba Getsemaní (Mt 26,30; Jn 26,36). Allí Jesús, acompañado de sus tres íntimos, apartándose un poco de ellos, se entrega a la oración, y en ella «comenzó a sentir pavor y angustia» (Mc 14,33), y «entrando en agonía, oraba con más fervor y su sudor vino a ser como gotas de sangre» (Lc 22,44). «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42).

Por tres veces viene Jesús a sus discípulos, a los tres más íntimos, los tres que fueron testigos de su transfiguración en el monte, de la resurrección de la niña… y siempre los halla dormidos. La tercera les dice:

«¡Dormid ya y descansad! ¡Basta! Ha llegado la hora en que el Hijo del hombreva a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantáos! ¡Vamos! Mirad que está cerca el que me entrega» (Mc 14,41-42).

Aún está Jesús hablando, cuando entra Judas con una turba armada de espadas y palos. Lo besa, para señalarle así a los que han de prenderle… «¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Lc 22,48)… Se identifica Jesús claramente, y al decir «“yo soy”, retrocedieron y cayeron por tierra» (Jn 18,6). Detiene entonces un conato de violencia de uno que trata de defenderle: «¿piensas tú que no puedo invocar a mi Padre y me enviaría en seguida más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo se cumplirían entonces las Escrituras, según las cuales debe suceder así?» (Mt 26,51-54).

En ese momento «la cohorte, el tribuno y los alguaciles de los judíos prendieron a Jesús y lo ataron» (Jn 18,12). Y «todos los discípulos, abandonándole, huyeron» (Mt 26,56). La obscuridad, el espanto, el horror se hacen totales. «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53).

 

Jesús ante el Sanedrín, que ya había decidido matarlo

El Hijo de Dios, el hijo de María Virgen, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Santo, comparece ante el Sanedrín, para ser juzgado por sus setenta y un miembros, agrupados en tres tercios, como ya vimos. Comparece ante sacerdotes, que lo odian desde que purificó violentamente el Templo; ante fariseos y doctores de la ley, que lo odian por las terribles denuncias que de Él han recibido, y además en público, desprestigiándoles ante el pueblo; y ante los ricos y notables, que también lo odian, pues de ellos ha dicho el Nazareno que por sus egoísmos e injusticias muy difícilmente entrarán en el Reino celestial.

El Verbo encarnado, el Hijo del Altísimo, va a ser juzgado por esta asamblea miserable. Ya sabemos, por lo demás, que este mismo Sanedrín, en tres sesiones previas, ha decidido ya la muerte de Cristo. No vamos a asistir, pues, en realidad, sino a una parodia de juicio, como señalan los hermanos Lémann:

«Nosotros ahora preguntamos a todo israelita de buena fe: cuando el Sanedrín haga comparecer ante él a Jesús de Nazaret, como si fuera a deliberar sobre su vida, ¿no se tratará de una burla sangrante, de una mentira espantosa? Y el acusado, por inocente que pueda ser su vida, ¿no será indudablemente condenado a muerte veinte veces?» (Lémann,83).  

Pero de todos modos el proceso homicida va a celebrarse. Primero es llevado Jesús a casa de Anás (Jn 18,13-14), antiguo pontífice; no propiamente para ser juzgado, sino por pura deferencia de su yerno Caifás, sumo sacerdote entonces.

 

Juicio nocturno del Sanedrín

Después, de noche todavía, es llevado Jesús a casa de Caifás. Allí estaban también ya reunidos, a la espera, «los escribas y los ancianos» (Mt 26,57). Ahora es cuando se va a consumar el proceso judicial homicida, en el que el Sanedrín, que ya tiene decidida la muerte de Jesús, infringe sin vergüenza casi todas las principales leyes procesales de la Misná.

El pueblo hebreo, culto y civilizado, regulaba sus procesos judiciales por leyes de alta calidad, procedentes unas veces del mismo Dios, según los libros de la Escritura sagrada, y otras veces elaboradas por la sabiduría de los legisladores judíos. A fines del siglo II de la era cristiana, el Rabí Judá compiló diecisiete siglos de leyes y tradiciones de la jurisprudencia judía en una magna obra, la Misná, que completando y desarrollando la ley primera, el Pentateuco mosaico, era considerada la segunda Ley. El estudio de los hermanos Lémann, al que me remitiré continuamente –aunque sin dar las referencias de los antiguos textos judíos, que ellos consignan en cada caso– muestra con plena erudición documental cómo en el proceso de Jesús se quebrantan casi todas las principales leyes procesales judías vigentes en la época.

El prendimiento y la primera comparecencia de Jesús ante el Sanedrín se produce «de noche». El Maestro sabe bien que esto es ilegal: «diariamente estaba entre vosotros en el Templo y no alzasteis las manos contra mí. Pero ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53). De noche, sí, va a producirse el juicio.

La ley judía ordenaba que el Sanedrín solo podía reunirse «desde el sacrificio matutino al sacrificio vespertino»; que todo proceso con posible pena de muerte «debía suspenderse durante la noche»; que los jueces no han de juzgar «ni la víspera del sábado, ni la víspera de un día de fiesta». Toda norma procesal es ahora atropellada.

«El sumo sacerdote [Caifás] interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina» (Jn 18,19). El mismo Caifás, que, en referencia a Cristo, convenció al Sanedrín –«vosotros no sabéis nada»–, de que era conveniente «que muera un hombre por todo el pueblo, y no que perezca todo el pueblo» (11,49-50), es quien ahora va a dirigir el «juicio» contra Jesús. Hace, pues, al mismo tiempo de acusador y de juez.

Las enormidades antijurídicas son continuas. No comparece Jesús acusado de un «delito» concreto, ni se substancia el proceso con una «causa» señalada previamente. Más bien Caifás interroga a Jesús buscando con preguntas capciosas, un poco a ciegas, alguna causa que permita condenarlo a muerte, apoyándose en el propio testimonio del acusado. Pero la Misná dice: «tenemos como principio fundamental que nadie se puede incriminar a sí mismo». Por eso Jesús le responde: «yo he hablado públicamente al mundo; yo siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo… ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que han oído lo que yo les hablé» (Jn 18,20-21). Es decir: no pretendas condenarme por mis palabras, cosa que la Ley prohibe, sino por el testimonio de quienes me acusen.

Entonces «los sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús para matarlo. Pero no lo encontraron, aunque se presentaron muchos testigos falsos» (Mt 26,59-60). Es obvio: no estamos ante una asamblea judicial, que pretende juzgar rectamente con toda justicia, en la presencia del Señor y participando de Su autoridad suprema sobre los hombres, sino ante un conjunto de asesinos, que pretenden buscar formas legales para cometer el homicidio que hace meses han decidido. Pero tampoco consigue nada el Sanedrín por este lado.

«Los testimonios no eran acordes» (Mc 14,56.59), invalidándose así unos a otros. Pero además eran falsos: nunca, por ejemplo, Jesús había dicho «yo destruiré este Templo» (14,58), sino que, «hablando del santuario de su propio cuerpo» (Jn 2,21), había profetizado que si lo destruían los judíos, él lo reedificaría a los tres días. Crecen con todo esto los abusos procesales: contra toda ley y costumbre, unos y otros testigos –estando, al parecer, juntos, y no separados– acusan al detenido. No era ésa la norma procesal de Israel; por el contrario, como se ve en el caso de los acusadores de Susana: «separadlos lejos uno de otro, y yo los examinaré» (Dan 13,51). 

A pesar de todas estas artimañanas perversas, los intentos de hallar una causa suficiente para condenar a Jesús se muestran inútiles. Y la noche avanza, sin que el proceso adelante un paso. El Sanedrín no consigue su propósito homicida. Se hace, pues, preciso que Caifás intervenga de nuevo. «Levantándose el sumo sacerdote y adelantándose al medio, interroga a Jesús, diciendo: “¿no respondes nada? ¿Qué es lo que éstos testifican contra ti?» (Mc 14,60).

El Sumo Pontífice, el juez supremo en Israel, está provocando al Santo, está buscando su muerte… Si no es posible atrapar a Jesús por las palabras de los acusadores, habrá que intentar cazarlo por sus propias palabras. «Pero Él se mantenía callado y no respondía nada» (14,61). No entraba en aquel juego criminal.

Notemos que es extremadamente raro que un hombre amenazado de muerte renuncie a todo modo de defensa… El silencio de Jesús acusa, pues, con terrible elocuencia la perversidad del Sanedrín. Y ese majestuoso silencio, a medida que se prolonga, espanta aún más a los sanedritas que, conociendo bien las Escrituras, ven en aquella escena el cumplimiento patente de antiguas profecías:

«Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores. Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa» (Is 53, 78). Ninguno de los sanedritas, ninguno sale en defensa del inocente: «todo el Sanedrín» procuraba su muerte (Mt 26,59). Y su silencio, su terrible silencio, se prolonga, cumple más y más las profecías: «me tienden lazos los que atentan contra mí, los que desean mi daño me amenazan de muerte… Pero yo, como un sordo, no oigo, como un mudo, no abro la boca; soy como uno que no oye y no puedo replicar. En ti, Señor, espero, y tú me escucharás, Señor Dios mío» (Sal 37,13-16).  

El Sanedrín se ve ante un callejón sin salida, y el silencio de Cristo le resulta cada vez más angustioso. La causa no avanza, el tiempo nocturno pasa. Hay que buscar una salida, algo que rompa aquella situación insostenible… Caifás entonces, el juez principal, surge otra vez con iniciativa hábil y terrible. De nuevo se levanta e interroga a Jesús personalmente: «te conjuro por el Dios vivo: di si tú eres el Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios» (Mt 26,63; +Mc 14,61).

Con esto se da al juicio un giro procesal completo. Ya se dejan a un lado, por inútiles, los testimonios falsos y contradictorios. Ya se reconoce que no hay modo de hallar un delito claro por el que condenar a muerte a Jesús, muerte que, sin embargo, está decidida con odio unánime. Solo se intenta ahora, en un último intento, atrapar a Jesús –contra toda ley procesal judía– por sus propias palabras auto-incriminatorias. Y la pregunta de Caifás, a este fin, es perfecta: si niega Jesús su identidad mesiánica y divina, será condenado por impostor, pues muchas otras veces ha hecho en público esas afirmaciones; pero si su respuesta es afirmativa, será acusado entonces de blasfemo.

Más aún, Caifás exije que Jesús responda con juramento: «Te conjuro por el Dios vivo que nos digas» (Mt 26,63), algo que la ley procesal prohibía para evitar perjurios y al mismo tiempo para impedir que un acusado pudiera ser condenado por su propio testimonio.

Jesús entiende perfectamente su situación, y sin embargo afirma no solo su identidad personal divina, sino también la inminencia de su triunfo definitivo: «Sí, yo lo soy; y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y venir en las nubes del cielo» (Mc 14, 62). Caifás, gozoso de su triunfo, finge al instante una indignación extrema: «entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras» (Mt 26,65).

¿Qué es esto? ¿Un juez que, en medio del proceso judicial, que él ha de dirigir con toda serenidad y prudencia, deja que públicamente estalle su cólera ante el testimonio del acusado? Y además, el gesto extremo de «rasgar las vestiduras», dado el carácter sagrado de éstas, venía expresamente prohibido por la ley al Sumo Sacerdote (Lev 21,10).

«¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» (Mt 26,65). Otro horror procesal. El presidente del Tribunal supremo, sin examinar previamente las palabras del acusado –sin analizar su sentido exacto, su alcance, su intención–, y sin deliberación alguna de la corte de jueces, adelanta su juicio personal, condenando definitivamente al acusado por su declaración, y condicionando gravemente el discernimiento de los jueces, pues la autoridad del sumo sacerdote era considerada como infalible. Y aún se permite preguntar a los sanedritas: «¿qué os parece?» (Mt 26,66). «Y todos sentenciaron que era reo de muerte» (Mc 14,64).

Completamente en contra de este perverso modo de proceder, la ley procesal judía manda que, tratándose de pena capital, no puede acabar el proceso en el mismo día en que ha comenzado –y recordemos que el día judío transcurría de tarde a tarde (Lev 23,32)–. Prescribe, en efecto, la ley que en la noche intermedia los jueces, en sus casas, reunidos de dos en dos, y guardando especial sobriedad en la comida y la bebida, han de reconsiderar atentamente la causa. Y más aún, dispone que al día siguiente, «los jueces absuelven o condenan por turno», uno a uno, mientras que dos escribas recogen cada testimonio, uno las sentencias de absolución y otro las de condenación.

Bien podía Jesús, en su silencio acusatorio, rezar internamente aquello del salmo: «me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores» (Sal 21,17). Todas las normas procesales, prácticamente todas, han sido pisoteadas por el Sanedrín en aquella noche satánica, en aquella hora de tinieblas.

Y nadie ha defendido la causa de Jesús. Ningún sanedrita ha objetado nada, ni siquiera en cuestiones de procedimiento: «todos lo condenaron» (Mc 14,64). Nicodemo y José de Arimatea, ausentes, no han querido participar de esta asamblea criminal, nocturna e ilegal. Y tampoco ningún judío de buena voluntad, salido de entre el público asistente, cosa autorizada por la ley judía, ha intervenido en su favor.

Y en cuanto a sus más íntimos seguidores, en aquella noche tenebrosa… «todos los discípulos lo abandonaron y huyeron» (Mt 26,56). Simón Pedro, que hasta ahora, aunque a medrosa distancia, ha seguido a Jesús, lleno de pánico al ser preguntado por algunos, llega a negarle tajantemente tres veces: «yo no conozco a ese hombre» (26,74).

Jesús se ha quedado absolutamente solo y abandonado. Ya no le queda sino su oración al Padre: «soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de mis conocidos: me ven por la calle y escapan de mí. Me han olvidado como a un muerto, me han desechado como a un cacharro inútil» (Sal 30,12-3).

Todo es malvado y cruel en aquella noche increíble. En el proceso contra Jesús no solo se infringe toda norma prescrita por la ley, sino también las normas exigidas por la más elemental humanidad. Estamos en un juicio celebrado por Israel, uno de los pueblos más cultos de la historia humana, y en un pueblo civilizado, el acusado queda durante el juicio, antes y después de él, bajo la protección eficaz de sus jueces. Sin embargo, el Sanedrín y su presidente permiten que un guardia «dé una bofetada a Jesús» (Jn 18,22). Y una vez dictada la sentencia criminal, de nuevo dejan que se produzca una escena que avergonzaría a un pueblo degenerado:

«Entonces le escupieron en su rostro y lo abofetearon, y algunos lo golpeaban, diciendo: “profetízanos, Cristo: ¿quién te ha golpeado?”» (Mt 26,63-68). «Y decían contra él otras muchas injurias» (Lc 22,65).

¿Estamos realmente en Jerusalén, en el Sanedrín, en el Tribunal Supremo de Israel? ¿O estamos más bien en el juicio que unos salvajes celebran bajo un árbol en la selva antes de comerse al enemigo extranjero? ¿Estamos quizá en el sótano de unos mafiosos actuales, donde, ateniéndose a sus «leyes» internas, se disponen a ajustar cuentas con un traidor?

Juicio diurno del Sanedrín

Caifás y los sanedritas, temiendo que el proceso nocturno contra Jesús, en el que lo sentenciaron a muerte, pudiera ser nulo por sus graves irregularidades de procedimiento, deciden celebrar una nueva sesión del Sanedrín. «Llegada la mañana, celebraron consejo contra Jesús para poder darle muerte» (Mt 27,1). Esta vez, renunciando a buscar testimonios acusatorios o posibles delitos cometidos por Jesús, van directamente a procurar su muerte, como en la noche pasada, basándose en el testimonio que Él da de sí mismo.

Lo que se pretende con esto es dar una mejor formalidad jurídica a la condena de muerte ya acordada. Pero con esta nueva sesión matutina no consigue el Sanedrín sino reiterar y multiplicar las graves irregularidades acumuladas ya en el proceso. Ahora, en efecto, contra toda ley, en el mismo día grande de la Pascua, se reúne antes del sacrificio matutino, sentencia sin deliberación previa, emiten el voto todos los miembros en conjunto, no uno a uno, y no se difiere la sentencia al día siguiente, al sábado, tratándose de una pena capital.

 «Cuando amaneció, se reunió el Consejo de los ancianos del pueblo, los sacerdotes y los escribas. Y lo llevaron ante su tribunal. Y le dijeron: “si tú eres el Cristo, dínoslo”. Él les respondió: “si os lo digo, ne me creeréis. Y si pregunto, no me responderéis. Desde ahora el Hijo del hombre se sentará a la derecha del Poder de Dios”» (Lc 22,66-69).

Jesús les responde: vuestra pregunta es inútil y malvada, pues ya habéis decidido mi muerte; pero sabed que por la pena mortal que me aplicaréis llegaré al trono de Dios, a la diestra del Poder divino. Con tal confesión grandiosa afirma claramente su propia identidad divina, y así lo entienden los sanedritas.

«“¿Entonces, eres tú el Hijo de Dios?“ Él les dijo: “vosotros lo decís; lo soy”. Ellos respondieron: “¿qué necesidad tenemos de testigos? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca”. Todo el Consejo se levantó» (Lc 22,70-71), clausurando de este modo la sesión bruscamente, y prescindiendo de más deliberaciones. «Y habiéndole atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron» (Mt 27,2).

 

Ante Herodes y Pilato

Como el Sanedrín no podía ejecutar la muerte de Cristo, por eso lo entrega a la autoridad romana. Busca, pues, que Pilato dicte la muerte de Jesús, alegando: «nosotros no tenemos poder de matar a nadie» (Jn 18,31). Pero el Sanedrín, incurriendo en otra irregularidad jurídica enorme, cambia totalmente de pronto la causa jurídica por la que pide la muerte de Cristo, y lo acusa de otras causas que puedan perjudicarle más gravemente ante la autoridad romana:

Y así «comenzaron a acusarle diciendo: “hemos averiguado que éste anda amotinando a nuestra nación, prohibiendo que se paguen los impuestos al César y que se llama a sí mismo  Mesías y Rey”» (Lc 23,2).

Sin embargo, Pilato comprende en seguida que Jesús es inocente, y a pesar de las acusaciones de los judíos, se resiste a condenarle. Después, al saber que es galileo, «lo remite a Herodes, que aquellos días estaba en Jerusalén» (Lc 23,6). Ante Pilato y ante Herodes, Jesús sigue manteniendo su silencio.

Tampoco Herodes encuentra culpa en Jesús, y lo remite de nuevo a Pilato (Lc 23,13-15), que persiste en considerarlo inocente. Lo compara entonces en acto público a Barrabás; pero el pueblo, «persuadido por los príncipes de los sacerdotes y por los ancianos» (Mt 27,20), exige su muerte, concretamente su crucifixión, aquella terrible pena romana, aplicada solo a los infames.

Pilato intenta hasta el último momento salvar a Jesús. Lo manda azotar, permite que lo coronen de espinas, deja que lo golpeen y abofeteen, y lo muestra así al pueblo, humillado y castigado, diciendo de nuevo: «no encuentro en él culpa alguna». Pero la muchedumbre sigue exigiendo a grandes voces su crucifixión. Finalmente Pilato cede, por temor a ser acusado ante el César, y entrega a Jesús a la cruz (Jn 19,1-16).

Y otra vez asistimos con espanto a una escena de increíble barbarie, a cargo ahora de los romanos, tan cultos ellos, los creadores del derecho romano, vigente durante muchos siglos en muchas naciones.

«Entonces los soldados del gobernador metieron a Jesús en el pretorio y reunieron en torno a él a toda la cohorte», entre 500 y 600 soldados; «lo desnudaron, le echaron encima un manto de púrpura», golpeándole y burlándose de Él, en una parodia de homenaje real: «“salve, rey de los judíos”. Y escupían en él, cogían una caña y golpeaban su cabeza… Le volvieron a poner sus vestidos y lo llevaron a crucificar» (Mt 27,27-31).

 

El misterio de la Cruz

«Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado Calvario, en hebreo, Gólgota» (Jn 16,17). «Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él» (Lc 23,27). Llegados al llamado Calvario, lugar del Cráneo, lo crucificaron a la hora de tercia. Y lo primero que hizo Jesús en la Cruz fue pedir al Padre que nos perdonase a todos (Lc 23,34).

Entonces, «se cumplió la Escritura, y “fue contado entre los malhechores”» (Mc 15,28: +Is 53,12). Según lo predicho en las Escrituras, «se repartieron sus vestidos, echando suertes sobre ellos» (Mt 27,35; +Sal 21,19); «eso precisamente hicieron los soldados» (Jn 19,24). Dando también cumplimiento a las Escrituras, «los que pasaban lo insultaban y decían… “Ha puesto su confianza en Dios, pues que él lo libre ahora si lo ama”» (Mt 27,39.43; +Sal 21,9; Sab 2,18-20).

Con ésta y otras ironías, todos se burlaban de Él, también «los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos» (Mt 27,41). En efecto, el Sanedrín en pleno se asocia a la abominable perversidad del pueblo, que se burla ignominiosamente de un inocente que agoniza torturado.

Cumpliendo las Escrituras, dice Jesús: «tengo sed», y le dan a beber vinagre (Jn 19,28; +Sal 68,22). Se apiada el Salvador del malhechor arrepentido, crucificado junto a Él, y le promete el Paraíso (Lc 23,39-43). Y se apiada de nosotros, dando a María por madre a Juan, «el discípulo», que al pie de la Cruz, acompaña a Jesús y a María, la Madre dolorosa, representándonos a todos los discípulos (Jn 19,25-27).

 

–Dando un fuerte grito, entregó su espíritu

El Salvador ha terminado ya en la cruz el via crucis de toda su vida. Todo lo anunciado en las Escrituras se ha cumplido en Él exactamente, hasta en los menores detalles. Por fin ha llegado Jesús a su hora tan ansiada; por fin le es dado consumar la ofrenda sacrificial de su vida, manifestar la plenitud de su amor al Padre y a los hombres, expresar la totalidad de su obediencia filial, y perfeccionar así la salvación del mundo, expiando sobreabundantemente por los pecadores.

Pero no vive Jesús esa hora con gozo espiritual, no. Él quiere descender a lo más profundo de la angustia humana, y hace suya la oración del salmo 21: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). No es éste en Él un gemido de desesperación y menos aún de protesta, sino de puro dolor filial, pues precisamente muere diciendo: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46). «Y Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, entregó su espíritu» (Mt 27,50). «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30).

Jesús descansa en paz y tiembla la tierra

Los soldados quebraron las piernas de los dos malhechores crucificados con Jesús, pero a Él no, porque ya había muerto. Uno de los soldados, sin embargo, le atravesó el pecho con la lanza, «y en seguida salió sangre y agua… Todas estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: “no le quebrarán ninguno de sus huesos”. Y otro pasaje de la Escritura que dice: ”verán a aquel que traspasaron”» (Jn 19,31-37; +Éx 12,46; Sal 33,21; y Zac 12,10).

«Ya ha sido inmolada nuestra víctima pascual, Cristo» (1Cor 5,7), y un estremecimiento de espanto, de esperanza, de gozo, sacude a toda la creación:

«Desde el mediodía hasta las tres de la tarde las tinieblas cubrieron toda la región» (Mt 27,45). «Inmediatamente el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron… El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: “¡Verdaderamente, éste era Hijo de Dios!”» (27,51-54).

–Oración final

Nuestro Salvador descansa ahora en la fría oscuridad del sepulcro. Y el alma viva de Jesús muerto ora en su tumba:

«Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti… Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15,1.8-11).

Éste es el misterio de nuestra fe: que «Cristo murió por los pecados una vez para siempre, el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios. Como era hombre, lo mataron; pero como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida. Llegó al cielo, se le sometieron ángeles, autoridades y poderes, y está a la derecha de Dios» (1Pe 3,18.22). Ahora, a causa de su encarnación, de su muerte y de su resurrección, le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Por eso

«que su Nombre sea eterno, y su fama dure como el sol.

Que Él sea la bendición de todos los pueblos

y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.

Bendito el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas.

Bendito por siempre su Nombre glorioso;

que su gloria llene la tierra. ¡Amén, amén!» (Sal 71,17-19).

 

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

 

 

 

 

6 comentarios

  
Juan Pablo
Padre, gracias por su artículo.
Persevero Gracias a Dios en lo que me dijo.
Gracias a Dios y a usted.
Suplico su bendición. Le quiero.
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JMI.-Abrazo y bendición +
11/02/21 1:11 PM
  
Marina
!Que bién me sientan sus artículos¡Me ayudan a reafirmar mi fe y a desear ser cada vez mejor. Es un excelente tonificante para mi alma.
muchas gracias.
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JMI.-Los tonificantes tienen su precio.
Tendré que cobrarle el mío en Avemarías.
Bendición +
12/02/21 2:01 PM
  
Vicente
En la Cruz está la Vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo.
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JMI.-
En la cruz está el Señor de cielo y tierra - y el gozar de mucha paz, aunque haya guerra. - Todos los males destierra en este suelo - y ella sola es camino para el cielo.
Cada estrofa es una perla, y el conjunto, un collar celestial.

La gran Sta. Teresa de Jesús Magna, doctora de la Iglesia
Bendición +
13/02/21 9:37 PM
  
Marina
No solo avemarías, rosarios enteros.
!Bien merecidos¡
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JMI.- Bendición +
14/02/21 10:59 AM
  
Oscar Alejandro Campillay Paz
Gracias Padre por predicar con tanto amor la "locura" de la cruz.
¡Dios mío, cuánto nos has amado y qué miserable he sido contigo!
Dios le bendiga mucho Padre!
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JMI.-Conocer cuánto nos ama Dios, y qué miserable es nuestra respuesta... Eso es "andar en verdad", como decía Sta. Teresa.
Bendición +
15/02/21 9:22 AM
  
Manuel d
Estimado Padre Iraburu, me sorprende la erudición de sus artículos.
Que el Nuestro Señor Jesucristo le protega para nuestro bien, y el suyo (por supuesto)
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JMI.-Estuve de profesor en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos, treinta años, casi todos enseñando "Teología Espiritual", que antes solía llamarse "Ascética y Mística". Durante esos años, antes y después de ellos, además de la docencia académica, he publicado un buen número de títulos de libros y de artículos. No es, pues, sorprendente que tenga la erudición normal que debe tener todo docente.
Pero si se fija, no suelo citar muchos autores, sino que comunico sobre todo la enseñanza de Escritura, Tradición (Santos Padres, Doctores, Santos) y Magisterio apostólico antiguo y reciente. Son las tres fuentes de la fe y de la espiritualidad que fluye de la fe (cf. Vaticano II, Dei Verbum 10).
Gracias por sus palabras. Bendición +
14/03/21 4:56 PM

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