(631) Espiritualidad, 9. –Jesucristo, en el camino de la Cruz

 

–Lo raro es que no lo hubieran matado antes.

–Jesucristo nuestro Señor manda en las circunstancias de su vida. Si en Caná dijo al principio de su ministerio público: «Mujer, no ha llegado todavía mi hora» (Jn 2,4), en la última Cena, tres años después, dirá: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo» (17,1).

 

El martirio de Jesús se inicia desde que despierta al uso de la razón, y en cierto modo antes, desde que recién nacido es perseguido, y su Madre virginal y San José han de protegerlo huyendo a Egipto. Esta condición martirial, como ya vimos en (625) y en (630), es continua en su vida. En este artículo contemplaré el camino de Cristo a la Cruz a lo largo de su vida pública.

Para ello me he ayudado principalmente con estas obras: la Sinopse des quatre Évangiles, de los dominicos P. Benoit y M.-E. Boismard (Cerf 1965); la Sinopsis de los cuatro Evangelios, del jesuita J. Leal (BAC 124, 1961, 2ed.), y la gran obra Jerusalén en tiempos de Jesús, de Joachim Jeremias (Cristiandad, Madrid 2000, 4ed,). Me he apoyado con frecuencia en el libro de los judíos conversos Augustin y Joseph Lémann, La asamblea que condenó a Cristo (Criterio, Madrid 1999). 

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El bautismo de Jesús y las bodas de Caná

Pasados unos treinta años de vida oculta en Nazaret, inicia Cristo su ministerio público presentándose a su pueblo en el Bautismo de Juan el Bautista en el río Jordán. Allí, en un marco bello y santo, se presenta ante una gente piadosa, que busca la conversión que Juan predica (Mt 3,2). Allí el Bautista declara que Jesús es el Salvador único de los hombres; es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Allí, por primera vez en la historia de la salvación, se revela la Santísima Trinidad en una formidable Epifanía: la voz del Padre, la presencia visible del Hijo, y el Espíritu Santo en figura de paloma (Mt 3,13-17; + Mc y Lc).

A los tres días Jesús, en las bodas de Caná, en un ambiente más reducido, también se manifiesta, transformando el agua en vino. Es el primer milagro testificado por los evangelistas. “Manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos”, presentes con su Maestro en la boda (Jn 2,1-11).

Hasta aquí, todo es santo y hermoso. El via crucis del ministerio público de Jesús comienza en Jerusalén.

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–Primera Pascua

Primer encontronazo con los sacerdotes del Templo

«Estaba cerca la Pascua de los judíos y subió Jesús a Jerusalén» (Jn 2,13). Fue al Templo y arrojó con violencia a cuantos en él compraban y vendían, convirtiendo el lugar santo en «cueva de ladrones» (Mt 21,12-13). Desde entonces los sacerdotes y fariseos lo odian, lo odian a muerte. Y los judíos, espantados, le arguyen: «¿qué señal nos das para proceder así?»… Jesús les asegura que si destruyen su cuerpo, en tres días lo levantará de nuevo (2,18-22). Jesús anuncia: «como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado» (3,14).

Y aunque muchos en esos días creyeron en Jesús, él «no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos» (2,23-24). La rudeza extrema de esta purificación del Templo, muestra que Jesús no pretendía «guardar su vida», y que obraba con tal valor porque ya desde el principio «la daba por “perdida» (Mt 16,25).

Él «ve» el mundo dominado por el diablo, y «prevé» con certeza su porvenir: «la luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra el mal, no viene a la luz, para que sus malas obras no sean reprendidas» (Jn 3,18-19).

Se retira a Galilea

«Muchos iban a él» (Jn 3,26), pero, como hemos visto, Él no por eso se confiaba. Y «cuando oyó que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea» (Mt 4,12; plls. + Jn 4,3). Es su primera retirada prudente. Israel, sus principales, rechazan su ministerio público de salvación.

La campaña de Jesús es en Galilea relativamente pacífica. Predica en muchos lugares, llama para el apostolado a los hermanos Simón y Andrés, Santiago y Juan, realiza muchas curaciones milagrosas, algunas incluso en sábado (Mt 8,16-17 y plls.), sin que ocurra nada en contra. Pero sabe que sigue en peligro, porque la difusión de su fama va siendo muy grande, «de manera que no podía ya entrar públicamente en una ciudad, sino que se quedaba fuera en los parajes desiertos, y venían a él de todas partes» (Mc 1,45). En el campo el peligro para Él es menor que en los centros urbanos.

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–Segunda Pascua

Sube de nuevo a Jerusalén

«Después de esto, venía la fiesta de los judíos, y subió Jesús a Jerusalén» (Jn 5,1). Allí, en la piscina de Betsata, arriesgando su vida, porque era un sábado, sana a un hombre que lleva enfermo treinta y ocho años: «levántate, toma tu camilla y marcha». Esta curación sabatina, en efecto, ocasiona grave escándalo. No olvidemos que la violación del sábado era castigada por la ley de Moisés con la muerte (Éx 31,14; 35,1-2; Núm 15,32-36). Y los judíos se escandalizan aún más al oír cómo justifica su acción: «“mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”. Y por esto los judíos deseaban más todavía matarlo, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios Padre propio, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5,2-18).

Su predicación en Judea se vuelve desde entonces dura y tensa no solo en relación a los sacerdotes, sino al mismo pueblo:

«El Padre, que me ha enviado, ha dado testimonio de mí. Pero vosotros nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su rostro; tampoco tenéis su palabra morando en vosotros, pues no creéis en aquél que él ha enviado… No queréis venir a mí para poseer la vida… Yo os conozco bien: no tenéis en vosotros amor de Dios… Si creyérais en Moisés, creeríais en mí, porque él escribió sobre mí» (Jn 5,37-47).

Nueva retirada. Odio creciente de fariseos y letrados

Seguir en Judea era un peligro. Por eso, «al cabo de algún tiempo, fue de nuevo a Cafarnaúm. Se corrió la voz de que estaba en casa, y acudieron tantos, que no cabían ni junto a la puerta. Y él les explicaba el Evangelio» (Mc 2,1-2). Pero también allí tiene enemigos, especialmente entre los fariseos y letrados de la ley, fanáticos de la observancia del sábado y de los ayunos. Ante ellos, una vez más, Jesús no guarda su vida, y actúa con plena libertad, verdad y amor, fiel a su misión evangelizadora y salvadora.

Así, cuando un día en Cafarnaúm perdona los pecados a un paralítico y en seguida le cura de su enfermedad, no faltan escribas y fariseos que murmuran: «¿pero quién es éste, que blasfema? ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?» (Lc 5,21). Cuando Jesús perdona los pecados de alguien, realiza una acción peligrosísima, porque será acusado de blasfemo. Esta acusación puso a Jesús alguna vez a punto de ser lapidado (Jn 10,31-33), y por ella será, finalmente, condenado a la cruz (Mt 26,65-66).

División de opiniones

En este tiempo de su ministerio, se va produciendo ya una división apasionada de opiniones sobre Jesucristo. Unos creen en Él y lo admiran: «jamás hemos visto cosa parecida» (Mc 2,12), «hoy hemos visto cosas admirables» (Lc 5,26). Pero otros lo odian, como se ve por ejemplo en la vocación de Mateo: «¿por qué come y bebe con los pecadores y publicanos?» (Mc 2,16). Lo acusan también de que mientras «los discípulos de Juan ayunan con frecuencia y hacen oraciones, lo mismo que los de los fariseos», los discípulos suyos «comen y beben». La respuesta de Cristo anuncia veladamente su propia muerte: «ya vendrán días en que se les quite al esposo, y entonces, en ese tiempo, ayunarán» (Lc 5,33-35).

Sin huir de nuevos y graves peligros, Jesús se proclama «Señor del Sábado» (Mc 2,28). Y así un sábado, en una sinagoga, cura a un hombre que tenía la mano seca, y lo hace ante escribas y fariseos, que «lo observaban para ver si curaba en sábado, para acusarle». Él, indignado, les pregunta:

«“¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o matarla?”. Ellos se callaban. Entonces él, mirándoles con ira, entristecido por la dureza de sus corazones, dice al hombre: “extiende la mano”. La extendió y quedó curada. Cuando salieron los fariseos enseguida se concertaron con los herodianos en contra de él para matarle» (Mc 3,4-6).

Sermón del Monte

Jesús eligió muy pronto, al iniciar su predicación, a los doce Apóstoles, y éstos, sin apenas conocer su doctrina, fascinados simplemente por su Persona, responden a su llamada, asistidos por la gracia divina, dejándolo todo y siguiéndolo fielmente. Tan fuerte era el atractivo personal de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. «Toda la gente quería tocarle, porque salía de él una virtud que curaba a todos» (Lc 6,19).

En la mitad de su segundo año de ministerio público predica el Sermón de la Montaña, lleno de luz y de gracia. En él, sin embargo, incluye Jesús la trágica bienaventuranza de la persecución «por causa de la justicia» (Mt 5,10), y la pone como la más alta de las bienaventuranzas, la que culmina su enumeración: «bienaventurados seréis vosotros cuando los hombres os odien, os excluyan, os insulten y proscriban vuestro nombre como infame a causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22).

En el Sermón del Monte se atreve Jesús a decir cosas durísimas sobre los que entonces eran guías espirituales de los judíos: «si vuestra justicia no supera a la de escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Denuncia a los «hipócritas que en las sinagogas y en las calles» hacen ostentosamente sus limosnas, oraciones y ayunos (Mt 6,16-23). Tiene también fuertes avisos acerca de los ricos (6,24-25), y en general sobre todos aquellos que triunfan mundanamente en el presente y que, como los falsos profetas, son aclamados por el mundo (6,26).  Deja claro que es incompatible el culto a las riquezas y el culto a Dios (6,24), y que es angosto el camino que lleva a la vida, y que son pocos los que entran por él (7,13-14).

Jesús tiene ya contra Él a los sacerdotes, a los escribas y fariseos, y también a los ricos. Y no ha hecho nada por evitarlo, pues Él los ama tanto a todos ellos, ama tanto a los pecadores, es decir, a los hombres, que está decidido a predicarles la verdad, que es lo único que puede librarles del pecado y de la muerte, de la opresión del Padre de la Mentira y del infierno. Está Jesús decidido a predicar a los hombres la verdad que los salva, aun perdiendo Él con ello su propia vida. La sangre del Salvador es el precio de la salvación de los hombres.

Subida breve a Jerusalén y retirada

Poco después, quizá en junio, con ocasión de la fiesta de Pentecostés, «cuando estaba por cumplirse el tiempo de que se lo llevaran, Jesús decidió irrevocablemente ir a Jerusalén» (Lc 9,51). La Vulgata traduce la expresión griega (kai autos to prosopon esterisen) por faciem suam firmavit: puso firme su rostro, tomó la resolución valiente de ir a Jerusalén. Decide, pues, entrar de nuevo en la zona más hostil y peligrosa para Él.

El Bautista está entonces en la cárcel de Maqueronte, en la costa oriental del mar Muerto, y apenas le queda medio año de vida. Mucha gente buena y sencilla del pueblo ha recibido su bautismo, «pero los fariseos y los escribas despreciaron el plan de Dios, y no recibieron el bautismo de él» (Lc 7,29-30). Están ciegos: no reconocen a Juan, que ayuna, y tampoco a Jesús, a quien acusan de ser «un hombre comedor y bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (7,31-34).

Prosigue Cristo por otros lugares, fuera de Judea, su ministerio evangelizador, realizando diversos milagros. Increpa duramente a aquellas ciudades, Corazaín y Betsaida, donde han sido testigos de tantos milagros, pero que no por eso hacen penitencia, sino que desprecian al Enviado de Dios (Lc 10,13-16). Por este tiempo, llega a Cafarnaún, «y cuando se enteraron sus parientes, fueron a echarle mano, porque decían que no estaba en sus cabales» (Mc 3,21). Hasta en su famillia tenía adversarios.

Durante estos viajes evangelizadores no faltan los gestos hostiles a Jesús. En una ocasión, «un doctor de la ley para tentarle» le hace una pregunta (Lc 10,25). En otra ocasión son los fariseos quienes lo acusan: «éste echa los demonios por el poder de Belzebul, príncipe de los demonios» (Mt 12,24); y no es la primera vez que lo hacen (9,32-34). En el fondo, con esa interpretación de sus milagros lo acusan de estar endemoniado: «tiene un espíritu inmundo» (Mc 3,30), y de ahí vienen sus milagros.

Otros, por el contrario, le exigen más milagros: «Maestro, queremos ver una señal tuya». Y Jesús», aludiendo de nuevo a su muerte y resurrección, «les respondió diciendo: “esta generación malvada y adúltera reclama un signo; pero no le será dado otro que el del profeta Jonás. Porque así como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el seno de la tierra”» (Mt 12,38-40).

En sus campañas evangelizadoras, Jesús «enseñaba por medio de parábolas muchas cosas» (Mc 4,2). Sirviéndose de breves relatos, cargados de significación, da Jesús una doctrina que resulta inteligible para quienes están abiertos a la gracia de Dios, pero que permanece ininteligible para quienes se cierran en sus propios pensamientos y poderes. «En ellos se cumple la profecía de Isaías… “Oiréis, pero no entenderéis; miraréis, pero no veréis… El corazón de este pueblo se ha endurecido”» (Mt 13,13-15; cf. Is 6,9-10).

Enfrentamientos con fariseos y escribas

A lo largo de su vida pública, Jesús choca cada vez más fuertemente con la soberbia de los intelectuales de Israel, fariseos, saduceos, doctores de la ley y sacerdotes.

Los fariseos, dentro del judaísmo, se caracterizaban por su dedicación al estudio de la Ley (la Torá) y de las tradiciones de los padres (la Misná). Eran laicos devotos, que creían en los ángeles, en la resurrección y en la inmortalidad. Había entre ellos hombres excelentes, pero en general, estaban llenos de soberbia, hipocresía y de formalismos legalistas; exigían el cumplimiento del sábado, la pureza ritual y los diezmos con un rigorismo extremo, que ni ellos mismos cumplían. 

Los fariseos son en tiempos de Cristo los verdaderos guías espirituales del pueblo. Pero fariseísmo y Evangelio son irreconciliables, y esto lo saben desde el principio tanto Jesús como los fariseos. Por eso la cortesía con que a veces los fariseos tratan a Jesús no logra esconder el odio terrible que le tienen. Ellos son los primeros en tramar su muerte (Mc 3,6).

En una ocasión «un fariseo lo convidó a comer» y enseguida se escandalizó porque Jesús «no se lavó antes de la comida», según está exigido por las reglas de la pureza. La respuesta del Maestro es muy dura:

«Vosotros, los fariseos, purificáis el exterior de copas y platos, pero vuestro interior está lleno de rapacidad y malicia. ¡Insensatos!… ¡Ay de vosotros, fariseos, que dais el diezmo de la menta, de la ruda, de toda legumbre, pero dejáis a un lado la justicia y el amor de Dios!… ¡Ay de vosotros, fariseos, que amáis los primeros puestos en las sinagogas y que os saluden en las plazas públicas! ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros que no se ven, y sobre los que pasan los hombres sin darse cuenta!» (Lc 11,37,45). Muchas veces Jesús alertó contra ellos a sus discípulos: «guardáos de la levadura, es decir, de la hipocresía de los fariseos» (Lc 11,45-54).

Los doctores de la ley (maestros, rabinos) son hombres de gran prestigio, que conocen la Ley, la interpretan y la aplican a la vida concreta de cada día. Muchos de ellos son fieles al fariseísmo, y tienen gran influjo en la religiosidad del pueblo, pues al enseñar semanalmente la Torá en las sinagogas, al margen del culto ritual, de hecho, prevalecen sobre la casta sacerdotal.

Un cierto número de ellos están también presentes en el convite aludido. Y «uno de los doctores de la Ley le dijo en aquella ocasión: “Maestro, al decir esas cosas nos ofendes también a nosotros”». Jesús le responde:

«¡Ay también de vosotros, doctores de la Ley, que echáis sobre los hombres pesadas cargas y vosotros no las tocáis ni con uno de vuestros dedos! ¡Ay de vosotros, que levantáis monumentos a los profetas, a quienes vuestros padres dieron muerte!… Ya dice la sabiduría de Dios: “Yo les envío profetas y apóstoles, y ellos los matan y persiguen, para que sea pedida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas derramada desde el principio del mundo”… ¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia, y ni entráis ni dejáis entrar!

«Cuando salió de allí, comenzaron los escribas y fariseosa acosarle terriblemente y exigirle respuesta sobre muchas cuestiones, tendiéndole trampas para poder atraparle por alguna palabra. Entre tanto, los seguidores de Jesús habían aumentado por millares y se estrujaban los unos a los otros.

Los saduceos, en tiempos de Jesús, forman un grupo menor que los fariseos, pero son también muy influyentes, pues muchos de ellos pertenecen a familias sacerdotales, con gran influjo en el Sanedrín.

Son ortodoxos y reconocen la Torá, pero no admiten las «tradiciones de los padres», a diferencia de los fariseos, y mantienen con éstos no pocas disputas en cuestiones rituales, jurídicas, e incluso doctrinales –ellos niegan, por ejemplo, la resurrección–. Alejados de la estricta observancia de los fariseos, y siendo a veces ricos y notables, se implican en la política, y llevan una vida más mundana, más asimilada a la mentalidad helenista o a las costumbres de los romanos.

Los saduceos son poco aludidos en los evangelios, y parece que en un principio tienen menos conflictos con Jesús; pero en sus últimos días (Mt 22,23-34; Lc 20,20-240), uniéndose a escribas y fariseos, lo acosan y persiguen, y es Caifás, sumo sacerdote saduceo, quien da la sentencia de muerte contra Cristo.    

Hostilidad creciente

Sigue Jesús su campaña evangelizadora, predicando y sanando enfermos, arriesgando una y otra vez su vida con obras y palabras, que no pretenden sino salvar la vida de los pecadores. Busca a veces al pueblo en la sinagoga, aprovechando que en ella se reúne los sábados. Y siendo sábado, no evita sus actos de sanación, aunque sabe bien que esto atraerá sobre él grandes hostilidades.

En una sinagoga, cura en sábado a una mujer que estaba encorvada desde hacía dieciocho años. «El jefe de la sinagoga reaccionó encolerizándose, porque Jesús había curado en sábado… “Hay seis días en los que se puede trabajar. Venid, pues, para ser curados en esos días y no en sábado”». Jesús le responde, acusándole de hipocresía con irrebatible lógica. «Y con estas cosas que decía se avergonzaban sus adversarios, mientras que el pueblo entero se alegraba de todas las maravillas que obraba» (Lc 13,10-17).

Estos encontronazos tan fuertes de Jesús, principalmente los que tiene con los fariseos, van a traer sobre Él consecuencias mortales. Pero éstos son efectos que Él conoce y no teme, y que incluso ansía: «Yo he venido a encender fuego en la tierra y ¡cómo deseo que arda ya! Con un bautismo tengo que ser bautizado ¡y qué angustias las mías hasta que se cumpla! ¿Pensáis que yo he venido a traer la paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino más bien división» (Lc 12,49-51ss).

Estas palabras recuerdan lo que de Jesús, recién nacido, había dicho el anciano Simeón: «Éste está puesto para que muchos en Israel caigan o se levanten. Será una bandera discutida, mientras que a ti [María] una espada te atravesará el corazón. Y así quedarán patentes los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35).

Hasta en Nazaret encuentra odios

El odio a Jesús va a encenderse hasta en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, en Galilea. Esto sucede, concretamente, cuando, con ocasión de una visita a su sinagoga, anuncia en su predicación que la salvación de Dios, rechazada por Israel, va a extenderse a muchas naciones.

«Al oir esto, se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose, lo arrojaron fuera de la ciudad, y lo llevaron a la cima del monte sobre el cual está edificada la ciudad, para precipitarle desde allí. Pero él, atravesando por medio de ellos, se fue» (Lc  4,24-30).

No ha llegado todavía su hora. Por eso Jesús no se deja matar aún. Pero, al mismo tiempo, no modifica su predicación, no procura guardarse, sino que sigue poniendo su vida en grave peligro al predicar esa misma doctrina: «habrá llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera» (Lc 13,28).

En una ocasión, «se acercaron a él unos fariseos y le dijeron: “sal y escapa de aquí, porque Herodes quiere matarte”». A esta preocupación hipócrita por su salud, responde Jesús: «Id a decirle a ese zorro: “Yo arrojo los demonios y obro curaciones hoy y mañana y al tercer día debo consumar mi obra. Pero he de seguir mi camino hoy, mañana y al día siguiente, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén”».

Y prosigue con esta lamentación: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina que cubre su nidada bajo las alas, y no quisiste! Vuestra casa quedará desierta» (Lc 13,31-35).

La sombra de la Cruz

Jesús sabe bien que la sombra de la cruz va proyectándose cada vez más sobre su vida. Pero Él no se asusta ni se extraña por eso, e incluso enseña a sus seguidores que sin tomar la cruz nadie podrá ser discípulo suyo.

«Se le juntaron numerosas muchedumbres, y volviéndose a ellas, les dijo: “si alguno viene a mí, y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. El que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”» (Lc 14,25-27).

Jesús no cambia su línea de conducta, y entra cada vez más adentro de una selva de peligros. Sigue haciendo en sábado curaciones, sigue tratando con pecadores y publicanos, a pesar de que «fariseos y escribas murmuraban de él» (Lc 15,2). Sigue alertando sobre el gran peligro de las riquezas, otra doctrina que también escandaliza: «los fariseos, aficionados al dinero, oían todo esto y se burlaban de él». A lo que Él les dice: «vosotros sois los que os proclamáis justos ante los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es para los hombres estimable es abominable ante Dios» (16,3-15). Cristo sabe que, en un ambiente tan hostil, sus discípulos, sobre todo cuando son enviados al pueblo, corren grave peligro, el mismo peligro que a Él le amenaza, y los pone sobre aviso:

«Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Guardáos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os azotarán. Por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y los gentiles» (Mt 10,16-18). «No creáis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino espada… El que busca guardar su vida la perderá, y el que la pierde por mí la encontrará. Quien os recibe a vosotros, me recibe a mí» (10,34.39-40).

Es por entonces cuando llegan noticias de que Herodes, por no desagradar a Herodías y a la hija de ésta, Salomé, ha asesinado en la cárcel a Juan Bautista. Éste, actuando como Jesús y arriesgando su vida gravemente, había denunciado el gran escándalo público del adulterio del rey: «no te es lícito tener la mujer de tu hermano». Y ahora ha pagado con su martirio gloriosamente las consecuencias de su atrevimiento profético (Mc 6,17-29).

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Tercera Pascua

«Se retiró después Jesús al otro lado del mar de Galilea o de Tiberíades. Y le seguía una gran muchedumbre, porque veían los milagros que hacía con los enfermos… Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos» (Jn 6,1-4). Y el apoyo popular en este año tercero de su ministerio es muy grande, en Galilea sobre todo, pero también crece en Judea.

Una primera multiplicación de panes realizada junto al mar, acrecienta el entusiasmo por Jesús: «cuando los hombres vieron el milagro que hizo, decían: “éste es verdaderamente el profeta que había de venir al mundo”. Y conociendo Él que iban a venir para tomarle y proclamarle rey, se retiró nuevamente al monte él solo» (Jn 6,14-15). Nada tiene Él que ver con un mesianismo mundano y triunfal. Él es el Cordero de Dios, que va a quitar el pecado del mundo con el derramamiento de su propia sangre.

Anuncio de la Eucaristía

Sin embargo, ese entusiasmo popular va a decaer bruscamente. En efecto, «al día siguiente», ya en Cafarnaúm, Jesús va a dar a los testigos de la multiplicación de los panes la altísima doctrina de la Eucaristía. Y lo hace sin fiarse nada de su éxito popular reciente:

«Vosotros me buscáis no porque habéis visto milagros, sino porque comisteis de los panes hasta saciaros. Tenéis que trabajar no por el alimento perecedero, sino por el alimento que dura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre: porque él es quien tiene el sello de Dios» (Jn 6,22-27).

Seguidamente, les dice: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá eternamente». Estas palabras provocan en sus oyentes una perplejidad suma: «los judíos discutían entre sí: “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?”». Pero Jesús insiste: «en verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros… Mi carne es verdadera comida, y mi sangre, verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él… Todo esto lo dijo en Cafarnaúm, enseñando en la sinagoga» (Jn 6,51-59).

Grave pérdida de seguidores

Con este anuncio de la Eucaristía, el crédito inmenso que ha ganado Jesús con la reciente multiplicación de los panes lo va a perder bruscamente. No es para Él ninguna sorpresa. Una vez más, ha dado al pueblo una verdad vivificante que va a ocasionar rechazos para Él mortales…«Muchos de sus discípulos, que lo oyeron, dijeron: “dura es esta doctrina; ¿quién puede oírla?”… Y desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y ya no lo seguían» (Jn 6,60.66).

El Maestro, ante esta crisis tan grave, tan brusca, no se ve sorprendido o desmoralizado. Simplemente dice: «“hay algunos de vosotros que no creen”. Porque sabía Jesús desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que había de entregarle» (6,64).

Solo permanecen con Él los apóstoles. Y ni siquiera todos le son fieles. Ya sabe Cristo que uno de ellos lo va a traicionar: «uno de vosotros es un diablo. Se refería a Judas, el de Simón Iscariote; porque éste, uno de los Doce, lo había de entregar» (Jn 6,60-71).

Exiliado por prudencia

«Después de esto, andaba Jesús por Galilea, pues no quería entrar en Judea, porque los judíos lo buscaban para matarle» (Jn 7,1). Se le van terminando al Maestro las posibilidades de evangelizar públicamente: en Judea lo odian a muerte, y en Galilea han disminuido ya su seguidores. Se ve obligado a buscar lugares retirados, a dedicarse a la formación privada e intensiva de los Doce, y a viajar, como exiliado, por tierra de paganos. Pero sus enemigos lo persiguen donde quiera que vaya. No escapa con esa huída a su hostilidad.

«Los fariseos y algunos escribas, llegados de Jerusalén, vinieron adonde él estaba». Esta vez lo acosan porque sus discípulos no se purifican las manos antes de comer. Jesús les replica con fuerza: «vosotros, anulando la palabra de Dios, os aferráis a tradiciones de hombres» (Mc 7,1-13). «Hipócritas, con razón profetizó Isaías de vosotros: “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”» (Mt 15,7-8; cf. Is 29,13).

Son palabras muy fuertes, y los adversarios acusan el golpe. «Entonces, acercándose los discípulos, le dicen: “¿sabes que los fariseos se han escandalizado al oír tus palabras?” Y Él les responde:… “dejadles, son ciegos que guían a otros ciegos”» (Mt 15,12.14).

Jesús entonces, «partiendo de allí, se retiró a la región de Tiro y de Sidón» (Mt 15,21) es decir, a Fenicia, al norte de Galilea, junto al Mediterráneo. Viaja de incógnito, «no queriendo ser conocido de nadie» (Mc 7,24). Pero es reconocido por algunos, como por aquella mujer cananea de humildad tan admirable y de fe tan ejemplar (7,25-30).

«Partiendo nuevamente de la región de Tiro, vino por Sidón al mar de Galilea, a través del territorio de la Decápolis» (7,31). Pasando por el Líbano, y rodeando por el norte el mar de Tiberíades, llega a unas ciudades paganas, helenistas ­–Damasco, Gerasa y otras–, que forman la Decápolis, en la parte oriental del Jordán. También allí hace milagros «y glorificaron al Dios de Israel» (Mt 15,31). Los gerasenos, por el contrario, abrumado por el formidable exorcismo que en su visita hizo Jesús, “le rogaron que se alejara de sus términos” (Mc 5,1-17).

De allá pasó en barca a un lugar de localización incierta: «al territorio de Magadán» (Mt 15,39), «a la región de Dalmanuta» (Mc 8,10).  Y también le alcanza allá la implacable persecución de fariseos y saduceos, que para tentarle, «le piden una señal del cielo». Jesús les rechaza: «¡generación mala y adúltera!», y advierte a los discípulos: «guardáos de la levadura de los fariseos y saduceos» (Mt 16,1-6; Mc 8,11-12). «Y dejándolos, se embarcó de nuevo y marchó hacia la otra orilla» (8,13). Probablemente, la orilla oriental de nuevo.

En todos estos viajes, evita Jesús acercarse a Judea. Va ahora a Betsaida (Mc 8,22), aldea pesquera del norte del lago de Genesaret, en el lado oriental de la desembocadura del Jordán. De allí son los hermanos Simón y Andrés, y también Felipe. «Hacía oración en un lugar solitario y estaban con él los discípulos» (Lc 9,18).

Anuncio primero de la Pasión

Jesús va acercándose a su hora. El Maestro, en varias ocasiones, ha anunciado ya veladamente su muerte a sus discípulos. Será herido el pastor y se dispersarán las ovejas (Mc 14,17-28; cf. Zac 13,7). Él es un pastor bueno, que da la vida por su rebaño (Jn 10,11). Él es el novio que les va a ser arrebatado a sus amigos (Mc 2,19-20). Ha de ser bautizado con un bautismo, que desea con ansia (Lc 12,50). Ha de beber del cáliz doloroso reservado a los pecadores por la justicia de Dios (Mc 10,38; 14,36; Sal 74,9). Como se ve, son muchas las imágenes empleadas por Jesús para ir desvelando a sus discípulos el misterio de su muerte sacrificial y redentora.

Pero ahora ya Jesús anuncia su pasión con toda claridad. «Entonces comenzó a manifestarles que era necesario que el Hijo del hombre sufriera mucho, que fuese reprobado por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, que fuera muerto y resucitara tres días después. Y esto se lo decía claramente» (Mc 8,31).

La reacción de Pedro fue muy dura: «tomándole aparte, comenzó a reprenderle: “¡no quiera Dios, Señor, que eso suceda!”». No menos fuerte fue la respuesta de Jesús: «¡Apártate de mi vista, Satanás! Tú eres para mí un escándalo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,22-23)… Jesús enseña claramente que la salvación de Dios está en la Cruz, y no solo en la suya, sino también en la que han de llevar todos los que quieran seguirle:

«Y llamando a la muchedumbre, juntamente con sus discípulos, dijo: “si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga. Quien quiera salvar su vida, la perderá. Pero quien pierda su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará… Y quien se avergüence de mí y de mis palabras ante esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles”» (Mc 8,34-38).

La Transfiguración

Los apóstoles, ante estos anuncios de la pasión cada vez más claros, comienzan a sentir miedo. Y Jesús quiere confortarles. Por eso se va a un monte con sus más íntimos, Pedro, Santiago y Juan, y allí se transfigura ante sus ojos. Mientras resuena majestuosa la voz del Padre, la presencia de Moisés, a un lado de Jesús, y de Elías, al otro, acredita la condición celestial de su misión. Los discípulos, extasiados, querrían quedarse allí para siempre. Pero la palabra del Señor los vuelve a la dura realidad, anunciándoles una vez más su propia pasión:

«Cuando bajaban del monte, les prohibió decir a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Y ellos guardaron aquella orden, pero se preguntaban entre sí qué significaba aquello de “cuando resucitara de entre los muertos”». Apenas osan preguntarle algo. Y Jesús les dice: «¿no dice la Escritura del Hijo del hombre que padecerá mucho y será deshonrado?» (Mc 9,9-12).

Jesús padece la persecución del mundo que lo rodea, y se ve malentendido, calumniado, acorralado, rechazado. Pero también le hace padecer, y no poco, la ceguera espiritual de los que lo escuchan, y aún más la de sus propios discípulos. Así lo revela aquella exclamación suya: «¡generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?» (Mc 9,14-19).

Anuncio segundo de la Pasión

«Salieron de allí y caminaban a través de Galilea», donde Jesús continúa sus maravillosas predicaciones y milagros. Pero de nuevo, «preparando así a sus discípulos», les predice con toda claridad que va a ser muerto y que resucitará a los tres días. Sin embargo, «ellos no entendían este lenguaje y les daba miedo preguntarle» (Mc 9,30-32).

Por otra parte, ese deambular último de Jesús, siempre lejos de Judea, parece demorar indefinidamente el enfrentamiento directo de sus problemas. Algunos de sus más íntimos están ya impacientes. ¿Hasta cuándo el Maestro va a andar como un prófugo?

«Estaba próxima la fiesta judía de los Tabernáculos, y por eso le dijeron sus parientes: “sal de aquí y vete a Judea, para que vean también allí tus discípulos las obras que haces; pues nadie anda ocultando sus obras, si pretende manifestarse. Ya que haces tales cosas, manifiéstate al mundo”. Jesús les respondió: “para mí todavía no es el momento; para vosotros, en cambio, cualquier momento es bueno. El mundo no tiene motivo para odiaros a vosotros; pero a mí sí me odia, porque yo declaro que sus acciones son malas. Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a esta fiesta, pues para mí el momento no ha llegado aún”. Dicho esto, se quedó en Galilea» (Jn 7,2-9).

Sube a Jerusalén y crece la tensión

Va Jesús, sin embargo, a Jerusalén inesperadamente, hallando un ambiente cada vez más peligroso.

«Después que sus parientes subieron a la fiesta, subió él también, no públicamente, sino de incógnito. Los judíos lo buscaban durante la fiesta, y se preguntaban: “¿dónde está?”. Y había en la muchedumbre muchas habladurías sobre él. Unos decían: “es bueno”. Y otros: “no, engaña al pueblo”. Pero nadie se atrevía a hablar de él en público por miedo a los judíos.

«A mitad ya de la fiesta, subió Jesús al templo y enseñaba en él». Su predicación expresa clara conciencia de que se ve definitivamente rechazado: «¿no os dio Moisés la Ley, y ninguno de vosotros la cumple? ¿Por qué, pues, pretendéis matarme? La turba le responde: “Tú estás endemoniado. ¿Quién pretende matarte?”». La tensión es muy fuerte. Y «algunos de Jerusalén decían: “¿pero no es éste al que buscan para matarle? Habla públicamente y no le dicen nada. ¿Será acaso que realmente los jefes han reconocido que es el Mesías?”»  (Jn 7,10-26). Discuten unos con otros, y todos con él.

«Querían, pues, prenderle; pero nadie le echó mano, porque aún no había llegado su hora. Muchos del pueblo creyeron en él, y decían: “cuando venga el Mesías ¿hará por ventura más milagros de los que ha hecho éste?”. Oyeron los fariseos a la muchedumbre que hablaba acerca de él, y enviaron los príncipes de los sacerdotes y los fariseos unos alguaciles para que lo prendiesen» (Jn 7,30-31). La confrontación es máxima y la situación se hace ya insostenible para el Sanedrín.  «Algunos de la muchedumbre decían: “verdaderamente éste es el Profeta”. Y otros: “éste es el Mesías”» (7,40-41).

«Vuelven los alguaciles a los príncipes de los sacerdotes y fariseos», no traen preso a Jesús, y dan como explicación: «“Jamás hombre alguno habló como éste”. Los fariseos le responden: “¿también vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Acaso ha creido en él alguno de entre los magistrados o fariseos? Pero esa turba, que no conoce la Ley, son unos malditos”». Nicodemo interviene: «“¿por ventura nuestra Ley condena al reo si primero no oye su declaración y sin averiguar lo que hizo?”. Le respondieron: “¿también tú eres de Galilea? Estudia, y verás que de Galilea no ha salido profeta alguno”» (7,45-52).

En este ambiente tan tenso, todavía Cristo llama con fuerza a creer en Él. «En el último día, el más solemne de la fiesta, Jesús, erguido en pie clama: “si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Como ha dicho la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,38). «Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (8,12). Pero el asedio se hace cada vez más fuerte. Cualquier palabra suya suscita contradicción.

«Yo no estoy solo. Está conmigo el Padre, que me ha enviado». Le replican: «“¿dónde está tu Padre?”. Jesús les dice: “no me conocéis a mí, y tampoco conocéis a mi Padre. Si me conocieseis a mí, conoceríais también a mi Padre”. Esto lo dijo en el Tesoro, enseñando en el Templo. Y nadie lo apresó, porque no había llegado aún su hora» (8,16-20).

«Y otra vez les dice: “yo me voy, y me buscaréis y moriréis en vuestro pecado”… “Cuando levantéis al Hijo del hombre, entonces conoceréis quién soy yo y que nada hago por mí mismo, sino que enseño lo que mi Padre me ha enseñado”… “Sé que sois descendencia de Abraham, pero pretendéis matarme, porque mi palabra no cabe en vosotros”… “Ahora pretendéis matarme a mí, que os he dicho la verdad que oí de Dios”… “¿Por qué no comprendéis mis palabras? Porque no podéis admitir mi doctrina. El padre de quien vosotros procedéis es el diablo, y queréis hacer lo que quiere vuestro padre. Él fue homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo, porque es mentiroso y el padre de la mentira. A mí, en cambio, porque digo la verdad, no me creéis… El que es de Dios, oye las palabras de Dios; vosotros no las oís porque no sois de Dios”» (8,21-59).

Palabras durísimas, a las que los judíos responden con odio y con indignación: «“¿no decimos con razón que eres samaritano y estás endemoniado?… ¿Quién pretendes ser tú?”… Les dice Jesús: “en verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, existo yo”. Entonces ellos cogieron piedras del suelo para arrojarlas contra él. Pero Jesús se ocultó y salió del templo» (8,48-59). Tercero, creo, de los atentados frustrados que sufrió Jesús.

Algunos de los milagros realizados por Jesús en esos días son tan clamorosos que se acrecienta en sus enemigos la rabia y el escándalo. Cuando da la vista a un ciego de nacimiento, y la gente argumenta a los fariseos: «¿cómo puede un pecador hacer semejantes prodigios?», ellos le responden con ira irracional, y se revuelven también contra el mismo ciego ya curado: «tú naciste lleno de pecado ¿y tú pretendes enseñarnos a nosotros? Y lo excomulgaron» (Jn 9,1-33).

La hora de Jesús está próxima

Jesús conoce que su hora, la hora de la Cruz, está próxima. Va a cumplirse en Él, y así lo anuncia, el drama de los viñadores desleales y homicidas: «éste es el heredero; vamos a matarlo y así nos quedamos con su herencia. Lo prendieron, lo echaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21,38-39). Ha llegado ya el momento en que Jesús va a entregar su vida por los hombres:

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas… Por esto el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volverla a tomar» (Jn 10,17-18). Llegará, como un relámpago, el día del Hijo del hombre; «pero primero es necesario que padezca mucho y que sea reprobado por esta generación» (Lc 17,24-25).

Mientras tanto, la efervescencia en Jerusalén en torno a Jesús se va haciendo insoportable. Sacerdotes, fariseos y ancianos ven agravarse más y más «el peligro» de que el pueblo reconozca a Jesús como Mesías. Es necesario tomar medidas urgentes. El Sanedrín entiende que ha llegado la hora de dar los pasos decisivos para matar al Maestro de Nazaret.

El Sanedrín

El Sanedrín era el tribunal supremo de los judíos, y fue establecido en Jerusalén al volver del exilio de Babilonia, en la época de los Macabeos, entre los años 170 y 106 antes de Cristo (Lémann 17-18). Se componía de setenta miembros, según el número de los consejeros de Moisés (Éx 24,1; Núm 11,16), más el presidente, que era el sumo Sacerdote en funciones. En tiempos de Jesús constaba el Sanedrín de tres tercios. Y los Evangelios dicen claramente que Jesús fue juzgado y condenado precisamente por el Sanedrín, en sesión plena de sus tres tercios, es decir, por los sacerdotes, los escribas y losancianos (Mt 16,21; Mc 14,53; 15,1; Jn 11,47; Hch 4,5).

El Sanedrín, como tribunal supremo, juzgaba únicamente los casos más graves, los que se referían, por ejemplo, a un falso profeta, a una tribu entera, a un sumo sacerdote, a la declaración de una guerra, a la proscripción e interdicto de una ciudad impía. Éstas eran sus tres secciones:

—Lasección de los sacerdotes era la principal, y estaba formada sobre todo por algunas familias sacerdotales, aristocracia poderosa y brillante, que no tenian ningún cuidado por los intereses y la dignidad del altar, y se disputaban los puestos, las influencias y las riquezas (Lémann 40). Solía haber en esta sección un cierto número, una docena quizá, de sumos sacerdotes, que sucesivamente habían sido puestos y depuestos. A la hora de designar el sumo sacerdote, sobre todo, reinaba un nepotismo descarado.

Varias de las familias representadas en el proceso contra Jesús, las de Anás, Simón Boeto, Cantero, Ismael ben Fabi, son malditas en escritos del Talmud y calificadas como verdaderas plagas. (Lémann 40)A éstos Jesús los había acusado públicamente de haber convertido la Casa de Dios en «cueva de ladrones» (Mt 21,13). Por esto, y porque muchos de ellos profesaban el fariseismo,  odiaban a Jesús, que tan clara y fuertemente había denunciado su codicia, su hipocresía, su dureza de corazón.

—La sección de los escribas, la segunda en prestigio social, estaba constituida por eruditos y doctores de la Ley, que podían ser levitas o laicos. Éstos eran los que discutían sobre el diezmo y el comino, los que colaban un mosquito y se tragaban un camello. Odiaban y despreciaban a Jesús, el iletrado profeta de Galilea, acompañado de discípulos ignorantes, y que se permitía denunciarles a ellos con palabras terribles: «guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con sus amplios ropajes y de ser saludados en las plazas y de ser llamados por los hombres rabbi», que significa «señor» (Mt 23,6-7). Estos títulos de tan alta dignidad no eran tradicionales; aparecieron por vez primera en el tiempo de Jesús. Entre todos ellos, quizá Gamaliel era el único que unía en grado sumo ciencia y conciencia. Él se negó a condenar a Jesús (Hch 5,38-39) y abrazó más tarde el cristianismo.

—La sección de los ancianos, por último, estaba formada por notables del pueblo, sobresalientes a veces por su riqueza. El saduceísmo, que predominaba en las clases ricas de la sociedad judía, infectaba con su materialismo –negaban la resurrección y la existencia de espíritus angélicos (Hch 23,8)– a la mayoría de los ancianos sanedritas. A pesar de todo, siendo el tercio del Sanedrín menos influyente, era quizá más sano que los otros dos. Dos de sus miembros eran favorables a Cristo, pero no parece que estuvieran presentes en la reunión criminal nocturna del Sanedrín. Eran Nicodemo, el discípulo secreto y nocturno de Jesús (Jn 3), que una vez había intentado defenderle sin éxito alguno (Jn 7,50-52), y José de Arimatea, «hombre rico» (Mt 27,57), «ilustre sanedrita, que también él estaba esperando el Reino de Dios» (Mc 15,43); «varón bueno y justo, que no había dado su asentimiento al consejo y al acto de los judíos» contra Jesús, y que le prestó su propio sepulcro (Lc 23,50-53).

Excomuniones y pena de muerte

El Sanedrín tenía, entre otros poderes, el de excomulgar (Jn 9,22), encarcelar (Hch 5,17-18) y flagelar (16,22). En cuanto a la pena de muerte, solamente había una sala, situada en una dependencia del Templo, en la que el Sanedrín había tenido poder para dictar una pena capital: la sala gazit o sala de las piedras de sillería. Sin embargo, veintitrés años antes de la Pasión de Cristo, el Sanedrín judío –como todos los pueblos sujetos a Roma– había perdido el derecho de condenar a muerte (el ius gladii), reservado a la Autoridad romana.

Los escritos rabínicos reflejan que esta restricción se experimentó en Israel como una gran tragedia nacional, y no solamente por la humillación que suponía esta limitación del poder judío, sino por otra razón todavía más grave. La profecía de Jacob, la que hizo el patriarca poco antes de morir, había asegurado a sus hijos: «no se retirará de Judá el cetro ni el bastón de mando de entre sus piernas hasta que venga Aquél a quien pertenece y a quien deben obediencia los pueblos» (Gén 49,10).¨Según esta profecía, la venida del Mesías había de verse precedida de una pérdida de soberanía nacional y de poder judicial.

En ese sentido interpreta el Talmud esta profecía: «el Hijo de David no ha de venir antes de que hayan desaparecido los jueces en Israel». Por eso, si Israel se niega a reconocer a Jesús como Mesías, pero se ve en esa pérdida evidente de autonomía nacional y judicial, ya no queda sino exclamar, como lo hace el Talmud de Babilonia: «¡Malditos seamos, porque se le ha quitado el cetro a Judá y el Mesías no ha venido!».

Se comprende, pues, que la Sinagoga rechaza reconocer a Jesús como el Mesías para impedir o ignorar el cumplimiento de la antigua profecía. De hecho, es evidente que el Sanedrín infringe la ley romana al condenar a muerte a Jesús, e igualmente cuando lapida a Esteban (Hch 6,12-15; 7,57-60)

Por otra parte, las condenaciones del Sanedrín eran temibles. Ya la antigua Sinagoga distingue tres grados de excomunión o anatema: la separación (niddui), la execración (herem) y la muerte (schammata)» (Lémann 77).

La separación condenaba a un aislamiento de treinta días, y podía ser formulada en cualquier ciudad por los sacerdotes encargados de actuar como jueces. El separado podía acudir al Templo, aunque en un lugar aparte. La execración era un anatema que solo podía ser dictado por el Sanedrín estando reunido en Jerusalén; por él se excluía al reo totalmente del Templo y de la sociedad de Israel: el execrado era entregado al demonio. Por último, la condena a muerte, que era pronunciada con horribles maldiciones, solo podía ser decidida por el Sanedrín, aunque, como hemos visto, en tiempos de Jesús únicamente podía penar a una muerte espiritual, siendo solo el poder romano capaz de dictar y ejecutar la muerte física.

Pues bien, antes de que Jesús compareciera el Viernes Santo ante el Sanedrín, éste se había reunido ya tres veces para tramar su muerte, como veremos, Dios mediante, en el artículo próximo.

José María Iraburu, sacerdote

 

5 comentarios

  
Luis López
"Se le llamará Jesús porque salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt. 1, 21).
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JMI
+Que todos los pueblos lo alaben!
Que todos los pueblos lo conozcan, lo amen y cumplan sus mandamientos.
Así sea.
Bendición +
04/02/21 10:22 PM
  
Hispanicus
¡Que Dios le bendiga, padre!. ¡Cuán faltos estamos los católicos de auténticas catequesis!. ¡Qué iluminadora!.
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JMI.
+Cristo es la luz del mundo.
+Y los cristianos somos luz del mundo y sal de la tierra.
En Cristo, claro.
Bendición +
04/02/21 10:58 PM
  
Anaricco
Conocer la vida y obra de Ntro Sr Jesús,
Deja el corazón lleno de amor y agradecimiento,
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JMI.-Así es. Así tiene que ser. Lo dice el Maestro: "Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3).
Verdad hoy bastante ignorada. Una de las causas -una- de la muy escasa evangelización en las misiones.
Bendición +
06/02/21 12:28 AM
  
Jorge Cantu
Gracias padre Iraburu por compartirnos su sabiduría en el Señor. Es Ud. una verdadera escuela de teología andante.

"Jesucristo nuestro Señor... Si en Caná dijo al principio de su ministerio público: «Mujer, no ha llegado todavía mi hora» (Jn 2,4), en la última Cena, tres años después, dirá: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo» (17,1)."

En el vocabulario final de la Nueva Biblia Española, en la entrada acerca de María, el padre Juan Mateos (traductor del Nuevo Testamento) comenta que al expresarle Cristo a Nuestra Señora que "su hora" aún no había llegado, se refería a la hora de su Pasión y Muerte, en la cual, al pie de la Cruz, María recibirá de su divino Hijo la misión de Madre e Intercesora de Sus discípulos.
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JMI.-Gracias por sus amables palabras.
Pero "ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios" (Mc 10,18)

La interpretación del P. Mateo me parece probable.
Bendición +
08/02/21 6:27 AM
  
Manuel d
Gracias estimado padre por este artículo que refleja bien a las claras las difíciles y complicadísimas circunstancias que rodearon a la evangelización de Nuestro Señor Jesucristo. Para mí no se trata de un fracaso, sino más bien la prueba más palpable de nuestra condición pecadora, ya que vino el Hijo del Hombre al mundo y los suyos no le conocieron.

El Señor le bendiga.
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JMI.- Amén.
Bendición +
07/03/21 11:19 PM

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