(605) El Espíritu Santo- 10. El don de consejo

–¿Y cómo se consigue que el don de consejo nos guíe en todas nuestras decisiones?

–Creciendo en la prudencia y en todas las virtudes, venciendo el asimiento a la propia voluntad y otros apegos desordenados, siendo humilde, y sobre todo pidiéndolo al Espíritu Santo: «venga a nosotros tu Reino»

4. El don de consejo

Los lugares de la Biblia, en los que reconocemos al don de consejo, son aplicables en buena medida también a los dones de ciencia, entendimiento y sabiduría. Todos ellos son dones intelectuales, por los que el Espíritu Santo comunica al entendimiento del cristiano una lucidez sobrenatural pasiva, al modo divino,  místico. Cuando la sagrada Escritura habla en hebreo o en griego de la sabiduría de los hombres espirituales no usa, por supuesto, términos claramente identificables con cada uno de estos cuatro dones.

 

–Sagrada Escritura

Dice el Señor por Isaías: «no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos» (55,8). En efecto, la lógica del Logos divino supera de tal modo la lógica prudencial del hombre que a éste le parece aquélla «escándalo y locura», y solamente para el hombre iluminado por el Espíritu Santo es «fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24).

¿Quién, por muy limpio de corazón que fuese, podría estimar la Cruz como un medio prudente para realizar la revelación plena del amor de Dios y para causar la total redención del hombre?… ¿Quién alcanzaría a considerar actos prudentes ciertas conductas de Jesús en su ministerio público?… Hasta sus mismos parientes pensaban a veces: «está trastornado» (Mc 3,21).

Es cierto: como la tierra dista del cielo, así se ve excedida la prudencia del hombre por la sublimidad de los consejos de Dios, «cuya inteligencia es inescrutable» (Is 40,28). En Cristo, lógicamente, se manifiesta esta distancia en toda su verdad. Todo el misterio de redención que Él va desplegando por su palabra, por sus actos, y especialmente por su Cruz, son para judíos y gentiles un verdadero absurdo; y únicamente son fuerza y sabiduría de Dios para «los llamados» (1Cor 1,23-24). Sí, hemos de reconocer que realmente «eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (1,27).

«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!… Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero?» (Rm 11,31-32); «¿quién conoció la mente del Señor para instruirle?» (1Cor 2,16)… Y por tanto, «¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios?» (Rm 9,20).

Siendo, pues, tan inmensa la distancia entre el pensamiento de Dios y el de los hombres, se comprende bien que en las páginas antiguas de la Biblia, especialmente en los libros sapienciales y en los salmos, se hallen innumerables elogios del don de consejo, que hace captar con prontitud y certeza los misteriosos designios divinos, en sus aspectos más concretos. Por eso en la Escritura la fisonomía del hombre santo, grato a Dios, es la del hombre lleno de prudencia y de discernimiento, mientras que la figura del pecador es la del hombre imprudente e insensato:

«El buen juicio es fuente de vida para el que lo posee, pero la necedad es el castigo de los necios» (Prov 16,22; +8,12; 19,8). «El que se extravía del camino de la prudencia habitará en la Asamblea de las Sombras» (21,16).

Por tanto, el buen juicio, que permite orientar la propia vida por el misterioso camino de Dios, sin desvío ni engaño alguno, ha de ser buscado como un bien supremo. Y así el padre aconseja al hijo: «sigue el consejo de los prudentes y no desprecies ningún buen consejo» (Tob 4,18). «Escucha el consejo y acepta la corrección, y llegarás finalmente a ser sabio» (Prov 19,20).

El buen consejo ha de ser pedido a Dios humildemente. Si, como hemos visto, es tal la distancia entre los pensamientos y caminos de Dios y los pensamientos y caminos de los hombres, que la virtud de la prudencia –por falta de informaciones, por malentendidos, por inadvertencias, por tantas otras condiciones diferentes, aunque no sean culpables–, no siempre está en condiciones de conocer exactamente la voluntad de Dios. La virtud de la prudencia necesita para la perfección de su ejercicio el auxilio del don del Espíritu Santo, el don de consejo. Sólo como don de Dios será posible al hombre el discernimiento exacto de lo más conforme con la voluntad de Dios providente. Sólo por la oración de súplica y por la docilidad incondicional al Espíritu divino conseguirá el hombre el buen juicio siempre y en todas las cuestiones:

«No hay sabiduría, ni inteligencia, ni consejo [humanos que valgan] delante del Señor» (Prov 21,30). «Suyo es el consejo, suya la prudencia» (Job 12,13). Por tanto, supliquemos incesantemente: Señor, «envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada» (Sal 43,3). Señor, «yo siempre estaré contigo, tú has tomado mi mano derecha, me guías según tus planes, y me llevas a un destino glorioso» (73,23-24). Me guía, eso sí, el Señor muchas veces por caminos que ignoro, pues, como dice San Juan de la Cruz, «para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes» (Poesía de la ascensión al Monte Carmelo).

El buen consejo ha de ser buscado en la Palabra divina: «lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 118,105); y también en el discernimiento de los varones prudentes. El Señor, por ejemplo, quiso mostrar su designio a Pablo por medio de Ananías (Hch 9,1-6); y lo mismo en tantos otros casos.

El buen consejo es imposible si los ojos del corazón están sucios por el pecado: «si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras» (Mt 6,22-23). Será, pues, el fuego del Espíritu Santo el que purifique y queme toda escoria en nuestros corazones, y el que los ilumine plenamente con la luz del consejo divino. Sólo así, por el don espiritual de consejo, podremos ser «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16).

Un hombre bueno, orante y piadoso, puede incurrir en graves errores concretos, cuando sus virtudes no están todavía perfeccionadas en su ejercicio por los dones del Espíritu Santo, concretamente, por el don de consejo. Todos tenemos de ello numerosas experiencias, que a veces resultan sorprendentes: «Pero cómo no se da cuenta de que…?» Pues no, no lo ve.

El don de consejo, el discernimiento de espíritus, que tanto importa para la conducción de uno mismo, es particularmente importante para el gobierno pastoral y para la dirección espiritual de otros. Y así aparece enseñado ya en los primeros escritos apostólicos.

«Pido [a Dios] que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento y en toda discreción (aísthesis), para que sepáis discernir lo mejor y seáis puros e irreprensibles en el Día de Cristo» (Flp 1,9-10). «Amadísimos, no creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, para saber si proceden de Dios» (1Jn 4,1). Muy pronto el tema adquiere desarrollo en los maestros espirituales, mediante la Escritura y la experiencia. Y así en el siglo II el Pastor de Hermas dedica una considerable atención al discernimiento de los espíritus (Mandamiento VI; XI,7).

 

Teología

El don de consejo es un hábito sobrenatural por el que la persona, por obra del Espíritu Santo, intuye en las diversas circunstancias de la vida, con prontitud y seguridad sobrehumanas, lo que es voluntad de Dios, es decir, lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural.

Entre los vicios opuestos al don de consejo se dan, por defecto, la precipitación, la prisa, la impulsividad, que llevan a hacer algo sin pensarlo suficientemente, es decir, sin consultarlo con Dios y sin aconsejarse del prójimo; y la temeridad, nacida de la autosuficiencia y de la presunción. Por exceso, la demasiada exigencia de seguridad, y también la excesiva lentitud, perezosa o cavilosa con un temor indebido, pues hay acciones que si se demoran en exceso, dejan pasar ocasiones favorables, y llegan a hacerse en su tardanza imprudentes o simplemente imposibles.

Solamente en los dones hallan la perfección las virtudes. Pero esta verdad parece manifestarse con especial evidencia por lo que se refiere a la necesidad del don de consejo para que la virtud de la prudencia pueda llegar a su perfecto ejercicio. Sin el don de consejo ¿cómo podrá el hombre, con la rapidez tantas veces exigida por las circunstancias, a veces muy complejas, conocer con seguridad la voluntad divina, sabiendo distinguirla de sus propias inclinaciones intelectuales o temperamentales o de las presiones ambientales? Si vive sujeto a éstas, queda «entregado a los deseos de su corazón» (Rm 1,24).

El sacerdote, por ejemplo, fuertemente inclinado al estudio y escasamente dotado para las relaciones sociales ¿podrá dedicar a las personas concretas la atención debida, si el Espíritu Santo no le asiste con el don de consejo para hacerle ver y realizar en tan importante cuestión la exacta voluntad de Dios? Y al contrario; el que está fuertemente inclinado al trato social y escasamente afecto al estudio ¿podrá dedicar al estudio lo que realmente le conviene, según el plan de Dios, según la verdad de sus posibilidades personales, si no cuenta habitualmente con el don de consejo? La experiencia propia y la ajena nos muestra que no es posible.

La virtud de la prudencia juzga laboriosamente a la luz de la razón y de la fe lo que en cada momento conviene hacer, teniendo en cuenta cien datos y complejas circunstancias. Pero tantas veces, aunque sea de forma inculpable, su discernimiento prudencial se ve condicionado por el temperamento propio, por informaciones lentas o inexactas acerca de las circunstancias, y es en todo caso discursivo, lento y no poco vulnerable al error.

Por el don de consejo, la persona, por el contrario, iluminada y movida inmediatamente por el Espíritu Santo, intuye en cada caso lo que conviene, con rápido y seguro discernimiento, con toda facilidad, sin apenas discurso. Y entonces, la substancia de su acto procede de la virtud operativa de la prudencia, es cierto; pero la manera de su ejercicio es ya al modo divino por el don de consejo.

Pensemos en tantas decisiones concretas que, con frecuencia, han de ser tomadas rápidamente, en el mismo curso de los acontecimientos, y que pueden tener consecuencias graves. Discute un padre con su hija adolescente, que le pide permiso para asistir a una fiesta de condicion dudosa, y no se ponen de acuerdo. Sin el don de consejo, ¿cómo podrá discernir el padre si conviene aplicar entonces a su hija una severidad exigente, que la conforte en el bien, o si es más prudente una benignidad comprensiva, que más tarde, en cambio, le permita exigirle, es decir, darle más verdad y bien? Es prácticamente imposible que acierte en su decisión, dócil a la voluntad de Dios, si el don de consejo, por obra del Espíritu Santo, no lo libra del influjo de su propio criterio o temperamento, duro o débil.

Pensemos en la confesión o en la dirección espiritual. Muchas veces el sacerdote se ve en la necesidad de ejercitar discernimientos, sobre cuestiones graves, con toda rapidez. Dejar la decisión en suspenso puede ser a veces prudente, pero en otras ocasiones puede ser imprudente callar o no actuar. Y en esos discernimientos y consejos improvisados, ¿cómo será posible neutralizar completamente las inclinaciones personales del carácter, del estado de ánimo circunstancial o del ambiente?…

Conviene señalar aquí que en los cristianos que tienen autoridad –padres, profesores, obispos, párrocos, priores– se da con frecuencia una falsa fe en «la gracia de estado», como si por su cargo y condición fueran infalibles. No tienen temor de sí mismos, ni imploran continuamente al Espíritu, pidiéndole por pura gracia el don de consejo para hacer el bien a los otros o, al menos, para hacerles el menor daño posible. Parecen ignorar, al menos de hecho, que no pocos padres, párrocos, abades, obispos o profesores han causado verdaderos desastres en las comunidades cristianas que el Señor les había confiado. Basta abrir los ojos y mirar la historia o el presente.

Santa Catalina de Siena, por ejemplo, afirma con seguridad y apasionamiento: «de todos estos males y de otros muchos son culpables [principales] los prelados, porque no tuvieron los ojos sobre sus súbditos, sino que les daban amplia libertad o ellos mismos los empujaban, haciendo como quien no ve sus miserias» (Diálogo III,2,125). Es cierto, sí, que las autoridades tienen gracia de estado para servir prudentemente a las personas y al bien común; pero la gracia quiere moverles ante todo a verse a sí mismos con toda humildad, a saberse capaces de grandes atrocidades por acción o por omisión, a dejarse aconsejar por los buenos, y a pedir a Dios siempre el don de consejo para hacer el bien y no causar daños.

Notemos, por otra parte, que basta con que la prudencia no sea perfecta para que la persona, por acción o por omisión, pueda causar en sí misma o en otros –aunque sea involuntariamente– no pequeños males. Los ejemplos ilustrativos podrían multiplicarse indefinidamente.

La imperfección de la prudencia, por ejemplo, puede causar que una persona se case con quien no debe. Toda la familia y los amigos se lo havían desaconsejado, avisándole unánimes de que seria un desastre, como así fue; pero prefirió atenerse a su juicio. Otro caso: una prudencia temerosa, imperfecta, puede demorar indefinidamente la decisión de un cristiano tímido que se sabe llamado por Dios al sacerdocio ministerial, pero que llega a demorar tanto la aceptación de la llamada, que de hecho la transforma en negativa. Al primero le faltaba humildad, y al segundo los dones de consejo y de fortaleza. 

La necesidad del don de consejo resulta muy patente, por otra parte, cuando se dan situaciones en que el orden de la naturaleza y de la gracia se ve profundamente trastornado, y ésta es la situación actual. Incluso dentro de una Iglesia local se dan con relativa frecuencia criterios y decisiones claramente imprudentes. Se acepta, por ejemplo, la moda de considerar progresos las enseñanzas que son contrarias a la Tradición católica, abundan los prejuicios, humanamente insuperables, contra la verdad contraria. Se trata allí con severidad a los buenos y con suma suavidad a los malos; se respira una cultura de rebeldía, alérgica a la obediencia de las autoridades legítimas; se menosprecia la fuerza orientadora de las normas y leyes, etc.. En esa situación concreta tan lamentable, es patente que  para el cristiano es imposible mantenerse en la verdad y el bien sin el auxilio del don de consejo, y mejor todavía si es ayudado por todos los dones intelectuales del Espíritu Santo, consejo, ciencia, entendimiento y sabiduría. Sólo así puede alcanzar ser libre en el mundo y en una Iglesia local descristianizada.

 

Santos

San José. El Evangelio asegura que José es «un varón justo», lo que significa que abundan en él la sabiduría y la prudencia. Y sin embargo, después de mucho pensar y orar, viendo a María encinta, «toma la decisión de repudiarla en secreto». Horror… He aquí un hombre de altísima santidad que, tras muchas reflexiones y oraciones, está a punto de cometer un grave error: «repudiar a su esposa María» (!), es decir, alejar de sí a la santa Madre Virgen, que lleva en su seno al Hijo de Dios. Pues bien, es solamente la acción del Espíritu Santo la que, por mediación de un ángel mensajero, endereza la conducta de José por el camino luminoso de la verdad de Dios (Mt 1,18-25).

Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo pudo el alma humana de Cristo considerar prudente la aceptación de la cruz –esa síntesis siniestra de injusticia, absurdo e ignominia– sin la acción sobrehumana de las Personas divinas en su conciencia? ¿Cómo hubiera podido de otro modo discernir en la horrible cruz el designio del Padre amado? Es por la docilidad al Espíritu divino como Cristo conoce y realiza la extrema obediencia sacrificial de la cruz.

Desde muy antiguo en la historia de la Iglesia, concretamente en el monacato primitivo, se codifica por primera la doctrina del discernimiento de espíritus en orden a la perfección evangélica. Como reacción, quizá, a ciertos excesos procedentes del entusiasmo y de la ignorancia, la discreción de espíritus (diákrisis) viene a ser considerada con suma veneración, y se entiende que es propia del monje espiritual y perfecto. Por eso las reglas para el discernimiento de espíritus son formuladas ya con gran exactitud por los primeros maestros monásticos.

Orígenes (+253) trata largamente del tema en su obra De principiis. San Atanasio (+273), en su obra Vida de San Antonio, escribe que el Padre de los monjes considera que «son necesarias la oración continua y la ascesis para recibir, por obra del Espíritu, el don del discernimiento de espíritus» (22,3). «Si Dios lo concede, es fácil y posible distinguir la presencia de los malos espíritus y de los buenos» (35,3). Y ciertamente Antonio da las señales del discernimiento espiritual positivas –paz, gozo, alegría, etc.– y de muestra libre de las negativas –ruido, inquietud, perturbación, ansiedad– (35-36). Son las señales que, en el siglo V, enseñarán los grandes maestros espirituales, como Diadoco de Fótice o Juan Casiano (Collationes, ocho últimos cap. de I parte y toda la II), las mismas que mucho después da San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios (169-189, 313-336, 346-370).

 

–El Espíritu Santo concede sus dones inmediata o mediatamente

Conviene señalar, por último, que el Espíritu Santo actúa el don de consejo muchas veces con la mediación de varones prudentes, padres, superiores, confesores, directores espirituales, familiares, amigos buenos; pero algunas veces lo hace sin apenas mediación alguna. Lo primero nos muestra que no ha de verse contrariedad alguna entre el impulso exterior de los superiores y la íntima moción del Espíritu Santo, que obra al modo divino por ciertas gracias actuales y por el don habitual de consejo.

Suele recordarse en esto el ejemplo de Santa Teresa de Jesús, que, habiendo recibido tantas y tan altísimas luces del Señor, sometía sus asuntos más íntimos y personales a los confesores, y en caso de conflicto, se atenía más a ellos que a sus luces interiores: «Siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el mismo Señor a decir que le obedeciese. Después su Majestad le volvía para que me lo tornase a mandar» (Vida 26,5). Y si algún confesor le mandaba a Teresa menos-preciar las pretendidas apariciones del Señor, el mismo Jesucristo le mandaba que lo obedeciera sin dudarlo: «me decía que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que Él haría que entendiese la verdad» (29,6). Por eso en adelante, cuando el Señor le mandaba algo, primero lo consultaba al confesor, sin decirle que el Señor se lo había mandado, y sólo actuaba si el confesor lo aprobaba. Era ésta su norma en todo, también en los negocios exteriores, pues, como confiesa, «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (36,5).

Pero veamos, por el otro lado, un ejemplo de cómo a veces el Espíritu Santo actúa sus más preciosos dones sin mediación humana. Santa Teresita del Niño Jesús, por ejemplo, no recibe apenas la ayuda de la dirección espiritual, y sin embargo, sabe conducirse a sí misma y, como buena maestra de novicias, sabe conducir a otras. Lo uno y lo otro, desde luego, sólo es posible «por obra del Espíritu Santo».

Ella es muy joven, y no tiene ni experiencia, ni muchos estudios. Y es que, como ella misma declara, «Jesús no quiere darme nunca provisiones. Me alimenta instante por instante con un manjar recién hecho. Lo encuentro en mí sin saber cómo ni de dónde viene. Creo, sencillamente, que es Jesús mismo, escondido en el fondo de mi pobrecito corazón, quien obra en mí, dándome a entender en cada momento lo que quiere que yo haga» (A76r). Está claro: obra en ella el Espíritu Santo, por el don de consejo: «Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí. Me guía y me inspira en cada instante lo que debo decir o hacer. Justamente en el momento que las necesito [no antes: no hay «provisiones»], me hallo en posesión de luces de cuya existencia ni siquiera habría sospechado. Y no es precisamente en la oración donde se me comunican abundantemente tales ilustraciones; las más de las veces es en medio de las ocupaciones del día» (A83v). Por eso, cuando le confían el cuidado de las novicias, inmediatamente comprende y declara: «la tarea era superior a mis fuerzas» (A20r; ). Pero le pide al Señor que él le vaya dando lo que ella debe dar a estas hermanas suyas pequeñas (A22r-v)..

Desde entonces, dice, «nada escapa a mis ojos. Muchas veces yo misma me sorprendo de ver tan claro» (23r). En una ocasión, una hermana que sonreía, aunque estaba angustiada, se ve descubierta por su santa Maestra, y queda asombrada de ello tanto la novicia como la Maestra: «Estaba yo segura de no poseer el don de leer en las almas, y por eso me sorprendía más haber dado tanto en el clavo. Sentí que Dios estaba allí muy cerca y que, sin darme cuenta, había dicho yo, como un niño, palabras que no provenían de mí sino de él» (26r).

El don de consejo, como vemos, sirve para orientar con sobrehumana prudencia sea la conducta propia o sea la de aquellos otros que están confiados a nuestra dirección. La virtud de la prudencia halla así en el don de consejo una atmósfera, un modo divino, que permite al cristiano discernir la verdad y el bien, por obra del Espíritu Santo, siempre y en todo lugar, con toda seguridad y rapidez, con una certeza de modalidad divina, sin laboriosas y lentas operaciones intelectuales falibles.

 

–Disposicione receptivas

El don de consejo se pide al Espíritu Santo, que es el único que puede darlo; pero también se procura bajo la asistencia de la gracia, especialmente por la virtud de la prudencia, cuyo ejercicio ha de ser perfeccionado por el don de consejo.

1. La oración continua. El que vive en la presencia de Dios es el único que puede pensar, discernir, hablar y obrar siempre desde Él, sean cuales fueren las circunstancias.

2. La abnegación absoluta de apegos desordenados en juicio, conductas, relaciones, actitudes. Los apegos consentidos, aunque sean mínimos, oscurecen necesariamente los discernimientos del alma.

3. La humildad. Ella nos libra de imprudencias, prisas, miedos, temeridades, nos hace capaces de atender a razones, e incluso nos lleva a pedir consejo a Dios y a los hombres prudentes.

4. Leer vidas de santos. Leyéndolas, llegamos a conocer, al menos de oídas y en otros, cómo se ejercita la virtud de la prudencia cuando, por obra del Espíritu Santo, se ve sobrehumanamente perfeccionada por el don de consejo. Eso nos facilita acoger sin dudas y temores las mociones del Espíritu, aun cuando ellas sean estimadas como «escándalo y locura» por nuestro propio hombre viejo malviviente y  por los mundanos.

5. La obediencia. Sin ella no puede actuar el don de consejo, pues la desobediencia frena necesariamente la obra interior del Espíritu Santo.

Es impensable que el Espíritu Santo actúe normalmente el don de consejo en aquél que habitualmente no guarda las reglas a que está obligado, contradice el Magisterio apostólico, menosprecia la disciplina eclesial en la liturgia o en otras cuestiones, nunca pide consejo a personas fidedignas, y actúa a escondidas de sus superiores o en contra de ellos.

El Beato papa Pío IX incluyó en las Letanías lauretanas del rosario la antigua advocación Madre del Buen Consejo.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

 

9 comentarios

  
Manuel Argento
Hablando del don de consejo. Para cuando una entrevista a monseñor Carlo María Viganò?
09/07/20 3:04 AM
  
WALDEMIR GARCIA
Cuánto debemos implorar nosotros los padres al Santo Espíritu este don para guiar a los hijos que El Señor nos ha dado!
Me llegan muchos las citas que hace regularmente de Santa Catalina de Siena. En este caso sobre los prelados, pero que sin duda aplica a los padres de familia con sus hijos.
Dios lo bendiga P. Iraburu.
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JMI.-Santa Catalina, en el Diálogo y en el Epistolario, suele mostrar hacia las miserias de la Iglesia más compasión por los laicos, que reprobación. Y fuertes reprobaciones a los ministros infieles a su misión, incluido "el dulce Vicario de Cristo en la tierra".
Bendición + JMI
09/07/20 7:32 AM
  
PEDRO
Excelente artículo, o más bien estudio. Y voy a ser brevisimo, casi repetitivo. " Los santos o santas, o personas de especial piedad, o los testigos de Dios o lo mártires, jamás lo hubieran llegado a serlo, si el ESPIRITU SANTO no extendiera sobre ellos las gracias necesarias para cumplir con su misión ". Gracias, en todo caso, por exponer un tema necesario e " impresindible" para un buena evangelización "tan urgente" en estos tiempos, cuando muchisima gente se ha apartado de cumplir con palabra de DIOS y de la práctica cristiana.

Ojala, ud. inquiete y haga vibrar el alma de sus compañeros Sacerdotes, para que - aún a pesar de ser cada vez menos - inicien una inmensa evangelización, todo ello unido a la Santa Oración.
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JMI.-Dios lo quiera.
Bendición.
09/07/20 10:02 AM
  
Maricruz Tasies
Muchas gracias
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JMI.- Bendición + Maricruz
09/07/20 1:38 PM
  
Blas Caba
Padre, muy acertado todo lo que dice sobre el don de consejo. Me parece tan importante este tema de los dones del Espíritu Santo, en estos tiempos que los sacerdotes estamos tentados a querer recetas fáciles para situaciones complejas, que requieren mucho discernimiento y muchas veces se nos olvida pedir luz al Espíritu. Pidan y se les dará y a la vez recuerdo que no sabemos pedir. Muchas gracias y le pido sus oraciones por América Latina en este momento de pandemia.
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JMI.-Cinco años en Chile (Talca) y más de veinte viajes a la América hispana en los veranos de aquí (sobre todo Chile, Argentina y México), han hecho que mi amor, recuerdo y oración por aquellas gentes y tierras mantengan siempre su llama encendida. Y la relación diaria, por carta, con ocasión de la Fundación GRATIS DATE (1988-), 32 años hasta hoy. También en la oración con Dios se cumple lo de Cristo: "de la abundancia del corazón habla la boca". Abrazo en Cristo +
10/07/20 5:24 AM
  
Mariano
En el don de consejo es donde se puede apreciar la labor de apostolado a la que todo fiel está llamado a realizar. Muchas gracias por este artículo, P. Iraburu.
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JMI.-Siempre es posible para el cristiano bueno algún modo de apostolado, comenzando por la oración de petición. Pero no siempre para un apostolado personal, si falta el don de consejo. Recuerdo a uno, con mejor voluntad que prudencia, que a otro que andaba angustiado, se lo reprochaba para animarle: "Alegra esa cara, hombre, que un santo triste es un triste santo". Con lo que acababa de hundirlo.
Imagínate que en Getsemaní, sudando sangre Cristo, el ángel consolador trata de animarle con esa misma frase... Horror.
En ese tipo de apostolado personal, hay que reconocerlo, "no todos tienen dedos para el piano" (dicho chileno). Don de consejo.
Bendición + JMI
10/07/20 11:14 AM
  
Diego II
Dice el artículo:

"La necesidad del don de consejo resulta muy patente, por otra parte, cuando se dan situaciones en que el orden de la naturaleza y de la gracia se ve profundamente trastornado, y ésta es la situación actual. Incluso dentro de una Iglesia local se dan con relativa frecuencia criterios y decisiones claramente imprudentes. Se acepta, por ejemplo, la moda de considerar progresos las enseñanzas que son contrarias a la Tradición católica, abundan los prejuicios, humanamente insuperables, contra la verdad contraria. Se trata allí con severidad a los buenos y con suma suavidad a los malos; se respira una cultura de rebeldía, alérgica a la obediencia de las autoridades legítimas; se menosprecia la fuerza orientadora de las normas y leyes, etc.. En esa situación concreta tan lamentable, es patente que para el cristiano es imposible mantenerse en la verdad y el bien sin el auxilio del don de consejo, y mejor todavía si es ayudado por todos los dones intelectuales del Espíritu Santo, consejo, ciencia, entendimiento y sabiduría. Sólo así puede alcanzar ser libre en el mundo y en una Iglesia local descristianizada."

Nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica, tiene orientaciones para guiar a los católicos en tiempos de confusión, perplejidad y rebeldía.

Enseña el Concilio Vaticano I, hablando de la perpetuidad del primado del Romano Pontífice:

"Ahora bien, lo que Cristo Señor... instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos. A nadie a la verdad es dudoso... que el santo y beatísimo Pedro... recibió las llaves del reino de manos de nuestro señor Jesucristo... y hasta el presente y siempre, sigue viviendo y preside y ejerce el juicio en sus sucesores... los obispos de la santa Sede Romana, por él fundada y por su sangre consagrada. De donde se sigue que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según la institución de Cristo mismo obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal." (Denzinger 1824)

De la potestad del Romano Pontífice, enseña el Concilio Vaticano I :

"A esta potestad están obligados por el deber de subordinación jerárquica y de verdadera obediencia los pastores y fieles de cualquier rito y dignidad, ora cada uno separadamente, ora todos juntamente, no sólo en las materias que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en lo que pertenece a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; de suerte que, guardada con el Romano Pontífice esta unidad tanto de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un solo rebaño bajo un solo pastor supremo. Tal es la doctrina de la verdad católica, de la que nadie puede desviarse sin menoscabo de su fe y salvación" (Denzinger 1827)

Con respecto a las enseñanzas que debe seguir un católico, enseña el Concilio Vaticano II:

"Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto.
Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo." ( Constitución "Lumen gentium", n° 25)

En la misma línea, enseña Pío XII:

"Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio.
Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a mí me oye[3]; y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica. Y si los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre los teólogos."

(Pío XII, Encíclica Humani Generis, punto N° 14)

¿Dónde encontrar la auténtica doctrina católica?

Dice San Juan Pablo II:

"El Catecismo de la Iglesia católica que aprobé el 25 de junio pasado, y cuya publicación ordeno hoy en virtud de la autoridad apostólica, es la exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas e iluminadas por la sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio de la Iglesia. Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial."

(Constitución Apostólica "FIDEI DEPOSITUM", por la que se promulga y establece, después del Concilio Vaticano II, y con carácter de instrumento de derecho público, el Catecismo de la Iglesia Católica)

Reconocer, como enseña el Concilio Vaticano I, "que quienquiera sucede a Pedro en esta cátedra, ése, según la institución de Cristo mismo obtiene el primado de Pedro sobre la Iglesia universal" y que " lo que Cristo Señor... instituyó en el bienaventurado Apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos", es, junto con la docilidad al magisterio auténtico de la Iglesia, el camino que permite ser fiel a la voluntad del Señor.

Para esto necesitamos que el Espíritu Santo nos ayude con sus dones.
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JMI.-Su comentario es muy excesivamente largo. Y no se atiene al campo más propio del don de consejo, que como digo en el articulo sirve sobre todo para que "la persona, por obra del Espíritu Santo, intuya en las diversas circunstancias de la vida, con prontitud y seguridad sobrehumanas, lo que es voluntad de Dios [providente], es decir, lo que le conviene hacer en orden al fin sobrenatural".
Y eso no se resuelve remitiendo al primado del Romano Pontífice, o a los Concilios, como el Vaticano I y el II.

¿Cambio de coche, que está ya muy viejo, o sigo con él, y ayudo a mi primo que está en el paro? ¿Me caso o me voy cura? ¿Me caso ya o conviene esperar un año o dos más? ¿Le hago una observación de corrección a tal persona, o sería contra-producente? ¿Acepto el excelente empleo que me ofrece tal empresa, o lo rechazo porque en algunos asuntos morales va desviada, como casi todas?... Es muy fácil errar en estas opciones sin una virtud de la prudencia bien crecida e incluso perfeccionada en su ejercicio por el don de consejo. Por muchos documentos que reúna usted, son cuestiones concretas que ni Papas ni Concilios pueden dar en respuesta a los asuntos concretos del cristiano.

10/07/20 8:10 PM
  
Juan L
Muchas gracias Padre por el artículo.
Me he quedado pensando últimamente en este fragmento: "Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo" (2 Cor 12, 9). Usted colocó esa cita en el artículo sobre el don de fortaleza.
Si he entendido bien (Ud. dígame si en algo yerro), puedo decir entonces que junto a San Pablo me alegro de ser tan débil como soy, para verme obligado a dejar que actúe en mí la única verdadera fuerza, la de Dios, el don de fortaleza del Espíritu Santo. Y del mismo modo, me alegro de ser tan corto de juicio, y de saber que ignoro tantas cosas, para verme obligado a dejar que sea el Espíritu Santo quien me conceda el consejo con el cual conocer la Voluntad de Dios, lo que Él quiere de mí en cada momento.
¡Dios lo bendiga Padre!
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JMI.-Así es, gracias a Dios, que "actúa en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito" (Flp 2). "Sin mí no podéis hacer NADA" (Jn 15).
Las verdades más fundamentales son a veces las menos conocidas.
Bendición +

13/07/20 12:18 AM
  
Ana
Padre siempre aprendo mucho de sus artículos.
Sólo en este estoy confundida en cuanto a lo que menciona de San José: “...es decir, alejar de sí a la santa Madre Virgen, y frenar la encarnación del Hijo de Dios.”
No entiendo a qué se refiere con eso de “frenar” la encarnación, pues ya se había encarnado en el vientre de María.
Soy de otro país entonces tal vez por eso no entienda como se usa en España el término.
Saludos.
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JMI.- Tiene usted toda la razón. Un lapsus mentis mío. Cambio la frase. Gracias.
Bendición +


15/07/20 2:15 AM

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