(572) Evangelización de América 80 -Río de la Plata VI. -Las Reducciones jesuitas 1

 

 –Construcciones impresionantes…

–Las iglesias, las bovedas altísimas cuyos techos, incomprensiblemente, no se hundían, el sonido del órgano, selva sonora, la solemnidad de las celebraciones, las imágenes, los coros, todo era para los indios una revelación de la grandeza de Jesucristo, Dios y hombre, y de la veracidad formidable de la Iglesia Católica.

 

Los jesuitas en el Río de la Plata

Las Constituciones de San Ignacio prohíben terminantemente a la Com­pañía hacerse cargo de parroquias (IV,2; VI,4). Y eso en América ataba las manos de los misioneros jesuitas para trabajar con los indios. Así se lo es­cribía a San Francisco de Borja, entonces General, el provincial Ruiz Por­tillo: «me avise V. P. cómo nos habremos, pues en todas estas Indias es éste el modo que se tiene para convertirlos». A todo esto, el virrey don Francisco de Toledo apremiaba cada vez con mayor fuerza el proceso re­duccionístico.

Alfonso Echánove, al estudiar el Origen y evolución de la idea jesuítica de «Reduc­ciones» en las Misiones del Virreinato del Perú , destaca «la gran obra organizadora» del virrey Toledo, y el mérito de «su actividad en favor de los indios, y concretamente sus eficaces esfuerzos por reducirlos al estado y organización civil que tenían en el período incaico, añadiendo las modificaciones necesa­rias para que espiritualmente el edificio descansara sobre bases cristianas» (108-109). Precisamente fue bajo su iniciativa como los jesuitas, autorizados para ello, comenzaron a trabajar en doctrinas.

Y así en 1570 se hicieron cargo finalmente de dos doctrinas, la de San­tiago del Cercado, en Lima, que venía a ser una reducción urbana, y la de Huarachorí, a cincuenta kilómetros de la capital, que reunía más de se­tenta ayllos o clanes familiares, y que era una reducción más completa, más semejante a las que se harían después.

En 1576 recibieron la doctri­na de Juli, junto al lago Titicaca, y en ésta se ve la primera reducción de los jesuitas, la que había de ser modelo decisivo para las reducciones pa­raguayas que treinta y cinco años más tarde comenzarían a establecerse. El provincial José de Acosta, el más cualificado colaborador de Mogrovejo, el santo Arzobispo de Lima, apoyó de todo corazón esta entrega de la Compañía al servicio misionero de doctrinas y reducciones.

 

–Los jesuitas en la Asunción

En 1586, procedentes del Brasil, llegan a Salta seis jesuitas –los padres Nóbrega, Nunes, Saloni, Ortega y Filds, y el hermano Jácome–, llamados por el primer obispo de Tucumán, el dominico portugués Francisco de Vi­toria, aquel que tanto revolvió en el III Concilio de Lima, como ya vimos. Ortega, Saloni y Filds se quedan en la Asunción, y los otros dos padres parten hacia los indios de Guayrá, donde en un año bautizaron unos 6.500 indios.

Los jesuitas desarrollaron en la Asunción una gran labor religiosa, donde abrieron un colegio en 1585, y edificaron una hermosa iglesia diez años más tarde. Pero pronto, sin embargo, tuvieron graves dificultades con españoles y criollos. El Padre Romero, nuevo superior (1593), renuncia a un terreno porque sólo podría mantenerse con el «servicio personal» de los indios, que él no quiere tener para no dar mal ejemplo.

En 1604 una predicación durísima del padre Lorenzana amenaza con la cólera divina a los pobladores de la Asunción que no dejen libres a unos indios capturados en una razzia. Con éstas y otras cosas, el apoyo de la ciudad a los jesuitas disminuye notablemente y surgen hostilidades y calumnias. No obstante estas dificultades, el padre general Aquaviva erige en 1607 la provincia jesuítica del Paraguay con 8 Padres, que siete años después serán ya 113.

Por otra parte, Ramírez de Velasco, gobernador de Tucumán, escribe por estos años al Rey pidiéndole que acabe con los innumerables abusos a que da lugar la encomienda. Felipe III ordena en 1601 la supresión del servi­cio personal de los indios en todas sus posesiones, y mediante nuevas cé­dulas reales, de 1606 y 1609, sigue exigiendo el desarrollo de las reducciones en las misiones, que ya había sido probado con éxito por fray Luis de Bolaños y sus hermanos franciscanos. Finalmente, el visitador real de la región, don Francisco de Alfaro, sugiere al padre Torres, primer provincial de los jesuitas, que vincule directamente a la Corona las comu­nidades misionales que se van formando, como así se hizo.

En estas acciones combinadas de religiosos mi­sioneros y funcionarios reales comprobamos una vez más que la obra misional de España en las Indias nació de una acción conjunta, protagonizada por los misioneros y apoyada por las autoridades civiles de la Corona, muy atentas a las responsabilidades religiosas implicadas en el Patronato Real.

Recordemos al paso que, junto a Ascensión, hacia 1600, un cristiano guaraní, llamado José, viéndose perseguido por un grupo de indios mbyaes, se escondió detrás de un árbol, y prometió a Dios hacer con aquel tronco una imagen de la Virgen si salvaba la vida. Sus enemigos pasaron de largo, y el indio José talló la imagen preciosa que hoy se venera en el gran Santuario de Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé.

 

–Las reducciones jesuitas del Paraguay

Las reducciones de la Compañía en el territorio que hoy ocupa en su mayor parte Paraguay han merecido un lugar muy especial en la historia de las misiones católicas.

Mapa de Reducciones SJHay una abundante bibliografía sobre las reducciones, y de ella destacaremos sólo al­gunas obras, como la del padre alavés José Cardiel (1704-1781), muchos años misionero en Las misiones del Paraguay; Pablo Hernández, Organización social de las doctrinas guaraníes, obra importante que no he podido consultar; Rai­mundo Fernández Ramos, Apuntes históricos sobre Misiones; Maxime Haubert, La vida cotidiana de los indios y jesuitas en las misiones del Paraguay; Clovis Lugon, La république des Guaranis; les jesuites au pouvoir; Alberto Armani, Ciudad de Dios y Ciudad del Sol; el «estado» jesuita de los guaraníes (1609-1768). Es también muy interesante la obra, más arriba citada, Tentación de la utopía, pues recoge muy variados documentos de los mismos jesuitas protagonistas de las reducciones.

Desde un comienzo, las instrucciones del padre provincial Diego de To­rres, dadas a los misioneros expedicionarios, expresan ya el planteamiento fundamental que va a regir en las reducciones durante siglo y medio. Los misioneros, al hacer las reducciones, deben elegir bien el pueblo, el caci­que, las tierras y lugares más convenientes. Han de asegurar en seguida el desarrollo de los trabajos agrícolas y ganaderos que aseguren el susten­to de la población, que tendrá unos 800 o 1.000 indios.

«Cuanto más presto se pudiere hacer, con suavidad, y gusto de los indios, se recojan cada ma­ñana sus hijos a deprender la doctrina y de ellos se escojan algunos, para que deprendan a cantar, y leer…». Y en fin, «con todo el valor, prudencia y cuidado posible, se procure que los españoles no entren en el pueblo, y si entraren, que no hagan agravio a los indios… y en todo los defiendan [los misioneros], como verdaderos padres y protectores». Tres expediciones de jesuitas partieron inmediatamente con un ímpetu misional formidable. San Roque González, misionero jesuita, criollo de la Asunción, escribiría más tarde en una carta: «Creo que en ninguna parte de la Compañía hubo mayor entusiasmo, mejor voluntad y más empeño» (Tentación 70).

La misión entre los guaycurús, cerca de Asunción, al otro lado del Paraná, fue enco­mendada, la primera, en mayo de 1610, a los padres Griffi y Roque González. Fue un fra­caso, y los dos intentos posteriores, en 1613 y 1626, también lo fueron. Aún habría otros intentos en el XVII, pero finalmente hubo que desistir, porque los guaycurús en modo al­guno aceptaban sujetarse a vivir en pueblos, acostumbrados a su vida en la selva.

La misión entre los guaraníes, en el Paraná, encomendada a los padres Lorenzana y San Martín, a los que pronto se unió Roque González, tuvo buen éxito, y nació en 1610 la pri­mera reducción, la de San Ignacio Guazú (grande), y en seguida Itapúa, Santa Ana, Ya­guapá y Yuti. Los jesuitas visitaron al venerable franciscano Bolaños, que se hallaba en­tonces por aquella zona, y se ayudaron con su experiencia.

La misión entre los guayrás, en la región de Guayrá, en la parte del Brasil que toca con el nordeste del Paraguay actual, arraigó también el Evangelio felizmente. Los padres italianos Catal­dino y Masseta iniciaron en julio de 1610 las dos primeras reducciones, San Ignacio y Lo­reto; en ésta última había ya un cierto número de indios bautizados por los padres Ortega y Filds.

El padre Roque González, por su parte, fundó nuevas reducciones entre los ríos Paraná y Uruguay, como la de Concepción, en 1619, con unas 500 familias, que fue el primer centro misional de la región uruguaya. Poste­riormente nacieron las de San Nicolás de Piratiní, Nuestra Señora de la Candelaria de Ibicuy, San Francisco Javier de Céspedes, Nuestra Señora de los reyes de Ypecú, Nuestra Señora de la Candelaria de Ivahi, Asun­ción, santos mártires del Japón de Caaró. En ésta precisamente fueron martirizados los tres santos jesuitas de los que en seguida hablaremos.

Las poblaciones misionales se multiplicaron con suma rapidez, sobre todo después de la llegada del padre Antonio Ruiz de Montoya, que de 1620 a 1637 dió gran impulso a las reducciones, como superior general de ellas. Él mismo compuso un léxico Tesoro de la lengua guaraní, perfeccionando el vocabulario de Bolaños, y escribió la crónica de la Con­quista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las provincias de Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape.

Hacia el 1700 la provincia jesuita del Paraguay tenía 250 religiosos, de los cuales 73 trabajaban en las 30 reducciones ya fundadas: 17 en torno al río Uruguay, que dependían del obispado de Buenos Aires, y 13 cerca del Paraná, pertenecientes a la diócesis de Asunción. En ellas vivían 90.000 indios, que formaban 23.000 familias. Las visitas episcopales fueron muy raras, sólo siete en 158 años.

 

–Incursiones de los cazadores de esclavos

En los primeros decenios las reducciones hubieron de sufrir graves ata­ques de bandeirantes o mamelucos, es decir, de paulistas procedentes del Brasil –precisamente fue un misionero jesuita, el padre Nóbrega, quien fundó Sao Paulo–, que entraban en los territorios misonales a la caza de esclavos. Particularmente terribles fueron las incursiones sufridas en las reducciones de Guayrá, que dieron lugar a la gran migración de 1631 de­cidida por el padre Ruiz de Montoya, y los ataques de 1636, 1638 y 1639.

Todos estos ataques ponían en peligro la existencia misma de las reduc­ciones, y el padre Montoya viajó a Madrid donde consiguió autorización de armar a los indios. En 1640, en efecto, la Corona concedió permiso de usar armas de fuego a todos los indios de las reducciones, con gran escándalo y protesta de los hispano-criollos. Pronto se organizó y adiestró un poderoso ejército, que no hubo de esperar mucho para mostrar su fuerza.

En 1541 se libró una fuerte batalla en Mbororé, sobre el río Uruguay. En unas 900 ca­noas, se aproximaban 800 bandeirantes, armados hasta los dientes, acompañados por 6.000 indios tupíes aliados suyos, éstos sin armas de fuego. El ejército guaraní, conducido por el cacique Abiaru, era de 4.000 hombres, 300 de ellos con armas de fuego, que llevaban di­simuladas. El padre Rodero hizo la crónica oficial de la pelea. Abiaru, con unos pocos, se adelantó en unas piraguas, y a gritos echó en cara al Comandante paulista la vergüenza de que gente que se decía cristiana viniera a quitar la libertad a otros hombres que profe­saban la misma religión. El Comandante no respondió nada y su flota siguió avanzando. Estalló por fin la lucha, y en el río los paulistas y tupíes sufrieron tal descalabro que hu­bieron de refugiarse en tierra, donde al día siguiente continuó la batalla, con clara victo­ria guaraní.

Con eso se terminaron para siempre las grandes razzias procedentes del Brasil para la captura de esclavos. La fuerza armada guaraní fue tan po­tente que el Virrey del Perú, conde de Salvatierra, la nombró defensora de la frontera hispano-lusa, y de hecho pudo impedir en adelante todos los intentos portugueses por entrar en el Río de la Plata. Pero antes de 1641 las reducciones sufrieron el horror de unos 300.000 indios cautivos. Se cal­cula que solamente entre 1628 y 1630 los paulistas hicieron en las reduc­ciones unos 60.000 esclavos. Cristianos viejos encadenaban a cristianos neófitos para venderlos como esclavos…

 

–Urbanismo de las reducciones

El orden de las diversas reducciones era prácticamente idéntico en todas, también en lo que se refiere al urbanismo. La iglesia, el corazón del poblado, con media docena de campanas al menos, solía ser de piedra, al menos la parte inferior, y sumamente grandiosa, como puede compro­barse hoy al observar sus imponentes ruinas. Su fachada se abría a una gran plaza, de unos 100 por 130 metros, rectangular, rodeada de árboles, con una gran cruz en sus cuatro ángulos, una fuente y la estatua de la Virgen o del patrón alzada sobre columna. Cerraban la plaza los edificios públicos, ayuntamiento, escuela, vivienda de los padres, talleres artesa­nos, graneros y almacenes, asilo y hospital, casa de viudas, y tras la resi­dencia de los padres una huerta y un gran jardín botánico, de mucha im­portancia para la selección de semillas y aclimatación de especies.

De la plaza, trazadas a cordel, salían las calles, y en filas paralelas se ordenaban las casas de los guaraníes, cosa común a las ciudades hispanas de América. Manzanas de seis o siete casas quedaban unidas por pórticos, que protegían del sol y de la lluvia. Por estas galerías podía recorrerse a cubierto toda la ciudad. En parte, este plan de construcción venía inspirado en los proyectos de la literatura utópica-urbanista que se produjo en el Renacimiento europeo.

Los jesuitas, no pocos de ellos procedentes de ilus­tres familias europeas o criollas, hicieron con los indios de albañiles, car­pinteros, tejeros y arquitectos, adiestrándolos en los diferentes oficios. En fin, los visitantes que llegaban a las re­ducciones, después de días de camino por lugares agrestes y selváticos, quedaban realmente asombrados al ver, sobre todo, aquellas iglesias, al­gunas, como la de Santa Rosa o la de Corpus, verdaderas catedrales, los edificios sin duda más hermosos de toda la región del Plata.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

Los comentarios están cerrados para esta publicación.