(556) Evangelización de América (67). Los chibcha de Nueva Granada, I

Andes colombianos

–Salió muy grande la letra de la imagen.

–Es que los Andes son inmensos.

Ya son 67 los artículos que he publicado en este blog sobre la Evangelización de América hispana, siempre convencido de que un florecimiento de la Iglesia Católica en América exige un conocimiento de sus orígenes históricos y una fidelidad renovada a sus primeras raíces.

Expuse en una larga Parte introductoria (1-24) entre los posts (450-481). Una segunda parte la dediqué a México (25-54) entre los artículos (482-525). Una tercera al Perú (55-66) entre (527-555). Y ahora comienzo con Nueva Granada (67), en este número (556) del blog. Deus me adjuvet. Y ayude con su gracia a los pacientes y fieles lectores.

 

–Los diferentes grupos de chibchas

Entre el mundo azteca-maya y el mundo andino de los incas, en el área colombiana y venezolana que los españoles llamaron virreinato de Nueva Granada, vivían los chibchas (término que significa pobladores). Se extendían desde Nicaragua hasta el Ecuador. No formaron nunca un im­perio homogéneo, que hubiera sido un puente cultural entre mayas e in­cas, sino que más bien fueron siempre un mosaico de muchos grupos di­versos, en estado de guerra habitual, con cierta treguas, y separados entre sí por más de cien lenguas diversas. Ni siquiera hay, según parece, acuer­do general sobre qué pueblos pueden ser incluidos bajo el nombre de chib­chas.

Los chibchas más importantes de la zona colombiana eran los llamados muiscas, que vivían en el altiplano de Bogotá, y también en las regiones andinas de Popayán, Antioquía y Cartago. Más al este, los chibchas de las tierras hoy venezolanas se dividían en tres grupos fundamentales, araua­cos, caribes y tupiguaraníes. Estos grupos indígenas alcanzaron niveles culturales bastante diferentes, y según su localización geográfica experi­mentaron influjos del norte maya o del sur incaico. En todo caso, los chibchas mostraron también una cierta cultura propia, al­guno de cuyos rasgos irradió a las regiones vecinas.

Al decir de Krickeberg, los chibchas «aparecen como los maestros por excelencia de la elaboración de objetos de oro y de la aleación de oro y co­bre», de modo que sus obras de orfebrería «superan incluso a las del impe­rio incaico» (347,350).

Pectorales y yelmos, narigueras y grandes discos repujados, colgantes con figuras de hombres o animales, con un realismo a veces extraordinario, causan todavía hoy en los museos especializados verdadera admiración. Los orfebres chibchas descubrieron técnicas avan­zadas, realizaron bellísimas combinaciones de oro y piedras preciosas, y practicaron aleaciones de gran valor. También conocieron una hermosa cerámica y llegaron a construir en algunas partes terrazas para el cultivo, así como calzadas perfectamente empedradas. Apenas tuvieron en cambio edificaciones notables de piedra, fuera de las que se produjeron entre los tairona y los andaqui.

Los muiscas del altiplano de Bogotá –los moscas, de las antiguas crónicas hispanas–, alcanzaron los niveles más altos de la cultura chibcha en lo referente a la vida social y re­ligiosa. Fueron buenos cultivadores y comerciantes, construyeron calzadas con almacenes y alojamientos de trecho en trecho, y usaron vestidos de algodón, al estilo de los incas.

Otro amplio grupo étnico fue el de los caribes, cuyo primer asiento parece haber sido en Brasil, y que pudieron entrar en Colombia por el Orinoco y por el Magdalena. Sus princi­pales pueblos eran los panches, muzos, pijaos, quimbayas, catíos, chocoes y motilones.

 

–Costumbres y religiosidad

Apenas es posible hacer afirmaciones generales sobre un conjunto de grupos indios tan diferentes. Según parece, generalmente los chibcha no conocieron el vestido, fuera de algunos taparrabos, y eran en cambio afi­cionados a los tatuajes, collares y pectorales, orejeras y narigueras. Los je­fes indígenas tenían una gran autoridad, y ellos, lo mismo que los guerre­ros más destacados y la casta de principales, tenían muchas mujeres y muchos esclavos. No eran raros los matrimonios con hermanas o sobrinas, y tampoco lo eran los abortos provocados, pues las casadas no querían cargarse de hijos demasiado pronto.

El claretiano Carlos E. Mesa, colombiano, a quien principalmente se­guimos en su estudio sobre las Creencias religiosas de los pueblos indíge­nas que habitaban en el territorio de la futura Colombia (111-142), se apoya en las informaciones de Gonzalo Jiménez de Que­sada (1510-1579), el conquistador de Nueva Granada, y del santafereño Fernández de Piedrahita (1624-1688), obispo historiador, así como en las antiguas crónicas del dominico Alonso de Zamora y del franciscano Pedro Simón.

Los chibchas tenían cierta idea de un dios superior, invisible y omnipotente, aunque también daban culto al sol, por su hermosura, a la luna, que consideraban su esposa, y a numerosos dioses subordinados, se­ñores de las lluvias y de los fenómenos de la naturaleza. Tenían también memoria de héroes legendarios, que dieron origen a las costumbres y ce­remonias, a los diversos oficios y artesanías.

Quizá el más importante de ellos es el mito de Nemqueteba, hombre blanco de largas barbas, venido del oriente a comienzos de la era cristiana, y que fue una especie de evan­gelizador misterioso, al estilo del Quetzalcoatl mexicano.

Por lo demás, tenían estos pueblos una cierta idea de que la suerte de los difuntos era diversa después de la muerte, según la conducta que habían tenido en este mundo. Julio César García opina que «uno de los aspectos más sobresalientes de la cultura chibcha fue su religión, tanto por sus creencias y concepciones elevadas como por lo formal de su culto» (+Mesa 116). En efecto, la multi­plicidad de sus pequeños adoratorios, así como la importancia de los sa­cerdotes y de las fiestas religiosas, aproximan más la religiosidad chibcha a la de incas o aztecas, que al precario animismo mágico de otras etnias americanas más primitivas.

 

–Sacrificios humanos

«Los chibchas –escribe Carlos Mesa– practicaron los sacrificios huma­nos. En un templo dedicado al Sol en los Llanos orientales le inmolaban mojas o niños cuidados con esmero. Vendidos a los caciques a muy alto precio, los niños desempeñaban en los adoratorios los sagrados oficios y cantaban las divinas alabanzas y al llegar a la pubertad eran sacrificados por los jeques solemnemente.

«“Llegados al puesto del sacrificio –según describe Simón– con algunas ceremonias tendían al muchacho sobre una manta rica en el suelo y allí untaban algunas peñas en que daban los pri­meros rayos del sol. El cuerpo del difunto unas veces lo tenían en una cueva o sepultura, y otros lo dejaban sin sepultura en la cumbre, porque lo comiera el sol y se desenojara. De esta costumbre vino el arrojarle sus ni­ños desde el cerro los indios de Gachetá a los españoles cuando iban en­trando en estas tierras, por entender eran hijos del sol”…

«En Gachetá, ante un gran ídolo, inmolaban cada semana un niño inocente y en Rami­riquí, en una cueva, se hacían ritos semejantes. En las guerras aprisiona­ban niños de las naciones enemigas y sacrificados, los exponían en las cumbres de los cerros para que el sol los devorara. Cuando los caciques erigían mansiones nuevas, en cada uno de los hoyos excavados para los estantillos de las casas arrojaban una niña porque su sangre daría consis­tencia a la nueva habitación y auguraba felicidad a los moradores. Sacrifi­caban también, con frecuencia, esclavos sobre altos palos y los atormenta­ban con flechazos dirigidos al pecho y al rostro. Cuando moría algún caci­que sepultaban con él sus mujeres y los esclavos predilectos. Inmolaban igualmente papagayos y guacamayos. En homenaje al sol quemaban oro y esmeraldas. Y los sacrificios eran precedidos del ayuno» (123-124).

El obispo Piedrahita precisa que si antes del sacrificio «la ventura del moxa ha sido tocar a mujer, luego es libre de aquel sacrificio, porque dicen que su sangre ya no vale para aplacar los pecados» (129).

 

–Antropofagia

Era ciertamente común entre los chibchas la costumbre de comer carne humana, sobre todo la de los enemigos vencidos en la guerra. En 1537, Cieza de León, soldado escritor, conoció cerca de Antioquia al gran cacique Nuti­bara, y pudo ver que «junto a su aposento, y lo mismo en todas las casas de sus capitanes, tenían puestas muchas cabezas de sus enemigos, que ya habían comido, las cuales tenían allí como en señal de triunfo. Todos los naturales de esta región comen carne humana, y no se perdonan en este caso; porque en tomándose unos a otros (como no sean naturales de un propio pueblo), se comen»(Crónica del Perú cp.11).

En esta región gusta­ban especialmente de la tierna carne de los niños, y por eso «oídecir que los señores o caciques de estos valles buscaban de las tierras de sus ene­migos todas las mujeres que podían, las cuales traídas a sus casas, usaban con ellas como con las suyas propias; y si se empreñaban de ellos, los hijos que nacían los criaban con mucho regalo hasta que habían doce o trece años, y de esta edad, estando bien gordos, los comían con gran sabor, sin mirar que era su sustancia y carne propia; y desta manera tenían mujeres para solamente engendrar hijos en ellas para después comer» (cp.12). Esta misma afición por la carne de niños se daba en los indios armas, cer­ca de Antioquia (cp.19).

Parece, sin embargo, que la antropofagia se practicaba sobre todo con los prisioneros de guerra, y que era costumbre, una vez comidos, disecarlos.

Al poniente de Cali pudo Cieza ver un museo de hombres disecados: «Estaban puestos por orden muchos cuerpos de hombres muertos de los que habían vencido y preso en las guerras, todos abiertos; y abríanlos con cuchillos de pedernal y los desollaban, y después de haber comido la carne, henchían los cueros de ceniza y hacían les rostros de cera con sus propias cabezas, po­níanlos de tal manera que parescían hombres vivos. En las manos a unos les ponían dar­dos y a otros lanzas y a otros macanas. Sin estos cuerpos, había mucha cantidad de ma­nos y pies colgados en el bohío o casa grande. De lo cual ellos se gloriaban y lo tenían por gran valentía, diciendo que de sus padres y mayores lo aprendieron»(cp.28; +cp.19).

De los indios gorrones, de la región de Cali, cuenta Cieza también que abundaban en sus ca­sas trofeos humanos disecados, y añade: «Y si yo no hubiera visto lo que escribo y supiera que en España hay tantos que lo saben y lo vieron muchas veces, cierto no contara que es­tos hombres hacían tan grandes carnecerías de otros hombres sólo para comer; y así, sa­bemos que estos gorrones son grandes carniceros de comer carne humana» (cp.26).

Según informaba Alejandro Humboldt, citando la carta de unos religio­sos, todavía a comienzos del XIX duraba esta miseria en algunas regiones de evangelización más tardía: «Dicen nuestros Indios del Río Caura [afluente del Orinoco, en la actual Venezuela] cuando se confiesan que ya entienden que es pecado comer carne humana –escriben los padres–; pero piden que se les permita desacostumbrarse poco a poco; quieren co­mer la carne humana una vez al mes, después cada tres meses, hasta que sin sentirlo pierdan la costumbre» (Essai Politique 323: +Madariaga, Auge y ocaso 385).

 

Santa Fe de Bogotá, Catedral

–Santa Marta y Cartagena de Indias

Las fundaciones hispanas más antiguas de esta región se produjeron cerca del istmo de Panamá, San Sebastián (1509) y Santa María la Anti­gua de Darién (1509), o en el mismo istmo, Nombre de Dios (1510) y Pa­namá (1519).

Poco más tarde se establecieron en la costa, sobre el istmo, Santa Marta (1525) y Cartagena de Indias (1533), y desde estas dos últimas ciudades es de donde partieron las expediciones de conquista ha­cia el interior de la zona.          

Rodrigo de Bastidas, notario sevillano, capituló con la Corona la incorporación de estas regiones, y en 1525 fundó Santa Marta. García de Lerma, como gobernador, llegó de Es­paña en 1529, acompañado de veinte misioneros dominicos, y los indios taironas le infli­gieron graves derrotas. De todos modos, en 1531 se nombró al primer obispo de Santa Marta, el dominico fray Tomás Ortiz, religioso de gran valía, y se erigió la catedral.   

En 1532, el madrileño Pedro de Heredia, autorizado por la Corona, emprende una ex­pedición para conquistar la región occidental de la actual Colombia. Funda Cartagena de Indias en 1533, y tras una incursión por el interior, vuelve a la ciudad al año siguiente con un enorme botín de oro.

 

–Exploración y conquista del interior

Cuando los españoles llegaron a esta parte de América, había en ella tres cacicatos principales, el de Bogotá, gobernado por un jefe titulado Zi­pa, que dominaba sobre dos quintas partes de la actual Colombia, el de Tunja, regido por un Zaque, y el de Iraca, por un Sugamuxi. Junto a esos tres, había otros de menor importancia, como Tundama y Guanen­tá. Durante los primeros años los españoles, faltos de fuerza, se limitaron a vivir en sus asentamientos costeros, realizando escasas in­cursiones por el interior.

En 1535 llegó de España como gobernador de Santa Marta don Pedro Fernández de Lugo, que trajo consigo dieciocho barcos, 1.500 peones y 200 jinetes. Con él venía, como Justicia mayor, Gonzalo Jiménez de Quesada, nacido en Córdoba o Granada, formado como hombre de armas en las campañas de Italia, y jurista después en su tierra andalu­za, el hombre que había de ser conquistador principal de Nueva Granada. Era llegada la hora de explorar y conquistar el interior, siguiendo hacia el sur los cauces de los ríos Atrato, Cauca y Magdalena.

Quesada, enviado por Lugo, se dirige hacia el sur en 1536, por la ruta del río Magdale­na, con una fuerza de 750 hombres. Con él van dos capellanes castrenses, Antón de Les­cámez y Domingo de las Casas. Han de sufrir todos interminables calamidades, ciénagas y caimanes, indios hostiles y hambre, que reducen la expedición a 200 hombres debilita­dos y enfermos. No obstante, con nuevos refuerzos enviados desde Santa Marta, Quesada prosigue en 1537 la expedición, entrando en la alta meseta poblada por los chibchas. Para entonces los españoles han descubierto pueblos bien construidos, panes de sal, esmeral­das y objetos de oro, mantas de algodón bien tejidas, todo lo cual atestigua la existencia de un pueblo culto y rico. Empleando el mismo truco que usaron Cortés o Valdivia para acre­centar su autoridad, renuncia Quesada a su condición de adelantado, y consigue ser ele­gido capitán general.           

En agosto de 1537, entran 160 españoles en Tunja, apresan al Zaque, viejo y gordo, y saquean malamente sus tesoros. El mismo Quesada lo cuenta con ironía: «Era de ver sa­car cargas de oro a los cristianos en las espaldas, llevando también la cristiandad a las espaldas»… Parten luego a la conquista de Iraca, donde conquistan también gran botín, aunque el Sugamuxi logra escapar. De allí los españoles vuelven a Tunja y se dirigen a Bacatá, donde un soldado mata al Zipa Tisquesusa sin reconocerle. El nuevo Zipa trata de eludir con engaños las exigencias de Quesada, y es también muerto. Hasta ahora, los es­pañoles de Quesada, que se han adentrado 800 kilómetros al sur de Santa Marta, no han fundado ni han evangelizado; sólo han conseguido descubrimientos importantes, grandes ri­quezas y conquistas sangrientas.

La expedición de Quesada, procedente del norte, se encuentra entonces con la expedición de Sebastián de Belalcázar, que con licencia de Pizarro sube del Perú para hacer conquistas al norte del virreinato. Belalcázar ha fundado Quito (1534), Santiago de Cali (1536) y Popayán (1538). Y en 1538 es fundada Santa Fe de Bogotá, la ciudad que había de ser cabeza de la Nueva Granada.

Una tercera fuerza, procedente de Venezuela, man­dada por el alemán Nicolás Federman, confluye en 1539 con las de Que­sada y Belalcázar. Finalmente, puede decirse que la organización primera de esta región se completa cuando en 1549 Santa Fe de Bogotá es consti­tuida Audiencia, con jurisdicción sobre Santa Marta y Nuevo Reino de Granada, Cartagena, Río de San Juan y la parte de Popayán no depen­diente de la Audiencia de Quito.

Así las cosas, desde la fundación de Santa Marta, en 1525, hasta el es­tablecimiento de la Audiencia de Santa Fe en 1549, transcurren unos 25 años de luchas y pleitos, intrigas y confusiones, en los que se produce, más mal que bien, la conquista de la región de Colombia.

En el próximo articulo veremos, con el favor de Dios, la primera evangelización de esta gran región de Nueva Granada.

José María Iraburu, sacerdote

 

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