(533) Evangelización de América, 60. Perú. Santo Toribio, III Concilio de Lima (3)

Católicos peruanos de Lima

–¡Qué hombre, qué Arzobispo!…

–Santo Toribio de Mogrovejo es el patrono del Episcopado hispanoamericano.

Lutero enseña que el cristianismo es sola gratia; y que, por tanto en la Iglesia toda ley o norma implica una judaización falsificadora del Evangelio. La Iglesia católica en cambio, siempre y en todo lugar, ha confesado lo contrario. Unas buenas normas disciplinares facilitan mucho el ejercicio de la caridad: estimulan la caridad de los pastores en su servicio a los fieles, señalándoles deberes y límites; y ayuda la unión de los fieles en la caridad, encauzando sus vidas en las normas comunes, propias de toda sociedad organizada. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos… y si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 14,15; 15,10).

En una serie de este blog, La ley de Cristo (80-94) he mostrado la virtualidad santificante de las normas de Cristo y de la Iglesia. Muchos sínodos y concilios, ya desde el tiempo primero de los Apóstoles, terminaron sintetizando en cánones operativos la doctrina que habían confesado. Y así se realizó la gran reforma del Concilio de Trento. Así reformó San Carlos Borromeo la Iglesia local de Milán, aplicando mediante un buen número de sínodos, las doctrinas y normas de Trento. Y eso mismo es lo que poco después logró Santo Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de Lima, en el inmenso Virreinato del Perú, mediante el III Concilio de Lima.

 

–Concilios de Lima

El magno Concilio de Trento se celebra en los años 1545-1563, dando un fortísimo impulso de renovación a la Iglesia. «Publicado en España en 1564 y recibido como ley del reino [1565], Felipe II concibió el generoso proyecto de secundarlo inmediatamente con la celebración simultánea de Concilios provinciales en todas las metropolitanas de España y de sus rei­nos de Europa y de ultramar a lo largo del año 1565» (Rgz. Valencia I,193). En efecto, en 1565 se celebraron Concilios en Compostela, Toledo, Tarragona, Zaragoza, Granada, Valencia, Milán, Nápoles, Sicilia y México. Y en 1567, el Concilio II de Lima.

Continuando, pues, este mismo impulso de renovación eclesial, y en vir­tud del regio Patronato, en 1580 Felipe II encarga al recién elegido Arzobispo de Lima con todo apremio, por real cédula, que reuna un Concilio provincial, y que exija asistencia a todos los obispos sufragáneos, «advirtiéndoles que en esto ninguna excusa es suficiente ni se les ha de admitir, pues es justo posponer el regalo y contentamiento particular al servicio de Dios, para cuya honra y gloria esto se procura».

Sabía el rey las enormes dificultades que llevaba consigo la reunión de un Concilio al que habían de asistir obispos, a veces ancianos, desde miles de kilómetros de distancia. De ahí que su mandato, dado con la autoridad del Patronato Real, sea tan enérgico, reforzando así al Arzobispo metropolitano en su llamada con-vocadora.

 

–Tres ayudas para un Concilio, el III de Lima

La convocación del Concilio no era tarea fácil para Santo Toribio, recién llegado al sacerdocio, al episcopado y a América, y todavía joven entre tantos obispos maduros o ancianos. De todos modos, junto a la autoridad del rey, tuvo no pocas ayudas, de las que debo destacar al­gunas.

Don Francisco de Quiñones. Mucho ayudó siempre al santo Arzobispo su primo segundo y cuñado Francisco de Qui­ñones, casado con Grimanesa. Como administrador general y limosnero, fue quizá una de las personas que mejor se entendieron con el Santo, y su mejor colaborador en todo el tiempo de su ministerio. Como perfecto caballero cristiano, fue el mejor cómplice de las desmesuradas limosnas del Arzobispo, y fue para él también una gran ayuda en los mu­chos asuntos prácticos anejos a la celebración de aquel difícil Concilio. También fue hom­bre de confianza de los sucesivos Virreyes –exceptuando al gobierno de Cañete–, y ocupó cargos de mucha importancia: maese de campo, comandante de la flota del sur, corregidor de Lima, gobernador y capitán general de Chile en 1600, durante la segunda rebelión au­raucana.        

El virrey don Francisco de Toledo fue también un hombre de gran valía, Caba­llero de Alcántara y observador en la Junta de 1568, en la que Felipe II reorganiza políti­camente las Indias y la actuación del Patronato regio, llega al Perú cuando ya la autori­dad de la Corona se había afirmado sobre levantamientos y banderías. Cuatro años agotadores de vi­sitas le dieron un cabal conocimiento del virreinato, y él fue sin duda quien modeló al Perú y al sur de América en su  organización política, social y económica. Pero también su gobierno tuvo gran influjo en lo religioso, pues promovió con gran celo la reducción de los indios a poblados, y por tanto la erección de doctrinas y pueblos; e impulsó desde el Patronato real, de acuerdo con el Arzobispo Loaysa, la celebración de asambleas eclesiásticas. El virrey To­ledo hizo finalmente cuanto pudo para facilitar la celebración del Concilio III de Lima, y para ello esperó «con muchos apuntamientos» al nuevo Arzobispo. Pero hubo de partir de Lima días antes de la llegada de Santo Toribio. Muchas leyes y obras por él impulsadas prepararon el terreno, sin duda, a la normativa eclesial del Concilio. También el virrey don Martín Enríquez, designado para el Perú al mismo tiempo que Mogrovejo, mostró un gran celo misional, y con su gobierno conciliador calmó los ánimos de aquellos que se habían sentido turbados por la impetuosidad de Toledo.

El padre José de Acosta (1540-1600), por último, jesuita, ha de recordarse como el brazo derecho de Santo Toribio en los altos asuntos de la gobernación pastoral de la Iglesia. En el padre Acosta encontró el santo Arzobispo un colaborador inteligente, y un negocia­dor hábil y amable. Falta le hizo, tanto en Lima como en Madrid y en Roma. Castellano de Medina del Campo, hombre polifacético, teólogo y cano­nista, naturalista y poeta, activo y contemplativo, fue autor de la Historia natural y moral de las Indias, y compuso también una obra admirable, De procuranda indorum salute, en la que, llevando a síntesis madura los estudios de autores precedentes, daba respuesta prudente a muchas cuestiones teológicas, jurídicas y misionales. Escrito entre 1575 y 1576, este libro, como dice el padre Francisco Mateos, «fue considerado desde su aparición como un impor­tante Manual de Misionología, el primero de los tiempos modernos» (BAE 73, XXXVII).

 

–Paciencia de santo en un conciliábulo no santo

Convocados por el Arzobispo, fueron llegando por fin a Lima los obispos, ocho en total. Dominicos el de Quito, Paraguay y Tucumán. Franciscanos los dos chilenos, de Santiago y La Imperial, y seculares el Arzobispo y los obispos de Cuzco y Charcas. Con los obispos se reunieron, además del Virrey, unos cincuenta teólogos, juristas, consultores, secretarios, oficiales y los prelados de las Ordenes religiosas. El padre José de Acosta era el principal de aquel equipo amplio de hombres experimentados y prudentes. Los obispos que llegaron tuvieron como primera sorpresa saber que el Arzobispo no estaba en Lima, andaba misionando, y llegó sólo quince días antes de la apertura.

E n este su primer en­cuentro con el Arzobispo Mogrovejo aún tuvieron otra sorpresa. En la catedral de Lima, con el mayor esplendor, se reunió todo lo más distinguido de la ciudad para la consa­gración del obispo del Paraguay, fray Alonso Guerra. En las apreturas de la muchedumbre, una niña murió al parecer asfixiada. Ante los gritos an­gustiados de la madre, el Arzobispo bajó del presbiterio, tomó a la niña en brazos, la llevó hacia el retablo, ante una imagen de la Virgen, y la elevó ante ella, quedándose a la espera de la misericordia de Dios. La niña vol­vió a la vida, y el Te Deum consiguiente resonó en la catedral como un clamor de agradecimiento, potenciado por el fragor del órgano (+Sánchez Prieto 180).

Aquel comienzo feliz era sólo el prólogo de la gran tormenta que se ave­cinaba sobre el Concilio apenas iniciado. Los obispos de Tucumán y de Charcas, que llegaron tarde, fueron la pesadilla en los inicios del Concilio. De ellos decía el Arzobispo al rey: «De cuya ausencia entiendo yo fuera más servido Dios que de su presencia»… El obispo del Cuzco, por cuestio­nes de dinero, venía lastrado por un pleito muy grave, que el Concilio hubo de afrontar antes de entrar en materias propiamente conciliares. El obispo de Tucumán, también complicado en negocios y «granjerías», atizó en el Concilio el fuego de las primeras disputas. Y todo se complicó enton­ces de modo indecible y al margen de los temas propiamente conciliares, de tal forma que el señor Arzobispo se quedó prácticamente solo, única­mente apoyado por el obispo franciscano de La Imperial.

Otra desgracia: murió el virrey Enríquez en marzo de 1983. Tan mal estaba la situación que Santo Toribio, en carta de abril al rey, le decía: «Recibieron tanto de­trimento los negocios del concilio, que, a ser en mi mano, el día de su muerte lo disolviera». La situación se fue deteriorando más y más: hubo sustracción violenta del archivo del Concilio, destrucción de papeles y do­cumentos comprometedores, alegaciones a la Audiencia Real, reunión aparte, en conciliábulo desafiante, de los obispos de Tucumán, Cuzco, Pa­raguay, Santiago y Charcas, excomunión de los prelados rebeldes… Un horror.

El santo Arzobispo le escribe al rey: «Fueron los negocios adelante de tanta exorbitancia, que no bastaba paciencia humana que lo sufriese… Y así muchas veces le pedí a Nuestro Señor me diese la que bastase para poderlo sufrir, no dándoles ocasión para ello la menor del mundo… Porque un día me trataban de descomulgado, y otro me negaban la preeminen­cia… diciendo que no era cabeza del Concilio, y que allí dentro no tenía más que cualquiera de ellos… Otras veces que estaba en pecado mortal… Porque les iba a la mano en sus negocios y se los contradecía» (27-4-1584)… De la prudencia sobrenatural de Santo Toribio, de su humilde pa­ciencia y caridad, quedan en esta ocasión testimonios verdaderamente impresionantes.

El secretario del Concilio, Bartolomé de Menacho: «Hubo muchas controversias y pesa­dumbres… Por la rectitud del señor Arzobispo y freno que ponía en muchas cosas, se le desacataban con muchas libertades, de que jamás le vio este testigo descomponer ni oír palabra con que injuriase ni lastimase a ninguno… Ni después en casa, tratando sobre es­tas materias, le oyó ninguna palabra que pudiese notarse, cosa que le causaba a este tes­tigo admiración… Mostró la gran paciencia y santidad que siempre tuvo con grandísimo ejemplo en sus obras y palabras, tan santas y tan ajustadas».

El prior agustino en el Concilio «dio muestras de mucha virtud y cristiandad, proponiendo cosas muy importan­tes y de mucha reformación para el estado eclesiástico, padeciendo de los obispos muchos agravios y demasías, todo con celo de que el Concilio se acabase y se definiesen». El comi­sario franciscano: «Es persona, por sus muchas virtudes, capaz de todo… Y al fin no pudo nada bastar para desquiciarle de la razón y justicia». Siete capitulares limenses escriben asombrados al rey, por propia iniciativa: el señor Arzobispo Mogrovejo «es tal persona cual convenía para remediar la necesidad que esta santa Iglesia tenía», y es de creer que su elección «fue hecha por divina inspiración» (28-4-1584) (+Rgz. Valencia I,233).

 

Concilio III de Lima–El III Concilio de Lima (1582-1583)

Santo Toribio, durante la Semana Santa, suspendió por el momento el Concilio, y en unos días de mucha oración y sufrimiento hubo de elegir en­tre clausurar definitivamente el Concilio o continuarlo como se pudiere, a costa de su mayor humillación personal. Finalmente, encomendándose a Dios, se decidió a convocar la asamblea conciliar, levantó para ello las censuras, sin haber recuperado los documentos sustraídos, y dejó a un lado los graves desacatos y desafíos que le habían inferido. Era la única manera de salvar un Concilio extremadamente necesario y urgente, y de sacar adelante las normas y proyectos que, bajo su inspiración, las comisiones de peritos habían ido ya preparando con gran eficacia.

Gracias a su paciencia humilde, prevaleció la misericordia de Dios sobre la miseria de los hombres, y marginados los problemas y pleitos persona­les, pudo lograrse una gran unanimidad a la hora de resolver los graves asuntos pastorales del Concilio. «En lo que toca a los decretos de doctrina y sacramentos y reformación, hubo toda conformidad y se procedió con mucho miramiento y orden», escribe el Arzobispo al rey, considerando esto una gracia de Dios muy especial: «Lo cual fue gran merced de Nuestro Se­ñor, que en esto quiso mostrar el favor que hace a su Iglesia, y la asisten­cia suya a las cosas que se hacen en su nombre para el bien del pueblo cristiano» (27-4-1584).

El Concilio dividió su cuerpo canónico en cinco partes o acciones. Y aquí destacaré de él algunos aspectos más notables.

 

El cuidado de los indios. –«La defensa y cuidado que se debe tener de los indios» constituye sin duda el centro en torno al cual gira todo el Conci­lio III de Lima. Ha de exigirse a las autoridades civiles que repri­man todo abuso para que «todos traten a estos indios no como a esclavos sino como a hombres libres y vasallos de la Majestad Real».

El cuidado pastoral de los indios ha de incluir toda una labor de educación social: «que los indios sean instruidos en vivir políticamente», es decir, que  «dejadas sus costumbres bárbaras y salvajes, se hagan a vivir con orden y costumbres políticas»; «que no vayan sucios y descompuestos sino lavados y aderezados y limpios»; «que en sus casas tengan mesas para comer y camas para dormir, que las mismas casas o moradas suyas no parezcan corrales de ovejas sino moradas de hombres en el concierto y limpieza y aderezo».

Esta perspectiva, en la que evangelización y civilización se inte­gran, es la que caracteriza el planteamiento de las doctrinas-parroquias que Santo Toribio, con sus colaboradores, concibió y desarrolló. Formó así un sistema que había de perdurar durante siglos, adoptando formas con­cretas muy diversas, y que tuvo una importancia decisiva tanto en la evangelización de América como en la misma configuración civil de mu­chos pueblos.

Los sacerdotes al cuidado de indios, han de ser muy cons­cientes siempre de «que son pastores y no carniceros, y que como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristiana». Por otra parte, todos los sacerdotes, especialmente los ordenados a título de indios, han de estar prontos a ser enviados a servir en las parroquias de indios, «pues la ley de la caridad y de la obediencia obliga a veces a socorrer al pe­ligro presente de las ánimas, aunque fuese dejando los estudios de las le­tras comenzados».

 

La lengua.El Concilio impone la lengua indígena en la catequesis y la predicación, y prohibe el uso del latín y la exclusividad de la lengua espa­ñola.De acuerdo con las leyes ya establecidas por la Corona, niega la pro­visión de doctrinas a los clérigos y religiosos que ignoren la lengua indí­gena. Y siguiendo también la legislación civil, manda a los curas de indios que tengan gran cuidado de las escuelas, y que en ellas principalmente se acostumbren «a entender y hablar nuestra lengua española». Una igno­rancia indefinidamente prolongada del castellano impediría a la población indígena su progresiva integración en la unidad de la América hispana. Como ya he afirmado varias veces, los Reyes hispanos del XVI nunca consideraron las Indias como colonias, sino como Reinos de la Corona es­pañola.

La mentalidad del Concilio III de Lima era en este tema puede verse expresada en lo que había escrito en 1575 el padre Acosta: «Desde luego, la muchedumbre de los indios y españoles forman ya una sóla re­pública, no dos separadas: todos tienen un mismo rey y están sometidos a unas mismas leyes» y tribunales (De procuranda III,17). La unidad de lengua, en este sentido, había de procurarse como un gran bien común, como un factor determinante del mayor desarrollo de los pueblos del Nuevo Mundo.

 

El Catecismo. –En los primeros cincuenta años de la evangelización del inmenso Perú, a diferencia de lo sucedido en México, la situación de los catecismos fue lamentable, quizá por la extrema diversidad de las lenguas indígenas: eran los catecismos «algunos en latín, muchos en castellano, los menos en len­gua indígena, aunque fueron ya apareciendo los primeros brotes merito­rios de literatura quechua en los misioneros» (Rgz. Valencia I,331). Supe­rar esta situación exigía un empeño enorme, que el Concilio III de Lima se atrevió a intentar.

El texto catequético trilingüe, en español, quechua y aymará, conocido como el Catecismo de Santo Toribio, es quizá la joya más preciosa de este Concilio. Con él se logra unificar el adoctrinamiento de los indios en la provincia eclesiástica de Lima, es decir, en casi toda la América hispana del sur y del centro durante tres siglos, al menos. El Concilio, siguiendo en lo posible el catecismo de San Pío V, y apoyándose en el ya compuesto en quechua y aymará por el jesuita Alonso de Bar­zana, aprueba un texto venerable, «muy conforme con el genio de los na­turales de estos países», que contribuyó decisivamente a la evangelización del sur de América.

El Concilio ordena a todos los curas de indios «so pena de excomunión, que tengan y usen este catecismo, dejados todos los demás». Sínodos dio­cesanos hubo, como los de Yungay y Piscobamba, que mandaron a los cu­ras que «se lo aprendan de memoria». En todas las parroquias, doctrinas y re­ducciones de América meridional, durante muchas generaciones, el Cate­cismo de Lima  grabó en los corazones la verdadera fe católica, lo que hay que creer, lo que hay que orar, y lo que hay que practicar.

        

Las visitas pastorales. –La obligación evangélica de que el pastor co­nozca a sus ovejas y sea conocido por ellas (Jn 10,14) se estableció en el Concilio como un deber canónico urgido con gran firmeza. La norma personal que Santo To­ribio sigue para visitar y conocer a sus fieles –apenas seguida por otros obispos, que hasta entonces se eximían de cumplir ese deber por parecer­les imposible– viene a hacerse norma conciliar para todos los obispos, con la anuencia unánime de éstos. Uno de los documentos conciliares, la Ins­trucción para visitadores, obra personal de Santo Toribio, va a ser en esto gran ayuda.

 

Sacerdotes. –Lamentan los Padres conciliares que el orden canónico es­tablecido en Trento para los que van a ser ordenados sacerdotes «muchas veces se quebranta», y por eso «hombres muy bajos y muy indignos» han sido promovidos sacerdotes, lo que trae muchos daños. Ellos estiman «sin duda mucho mejor y más provechoso para la salvación de los naturales haber pocos sacerdotes y ésos buenos que muchos y ruines».

En este sen­tido, una de las obras principales del Concilo III de Lima es la dignificación del clero, impulsándole a la dedicación pastoral y el adoctri­namiento de los indios, exigiéndole la residencia y la vida honesta. Por otra parte, el Concilio, sumamente celoso en alejar al clero de todo comer­cio, sobre todo con los indios, y de cuanto supiera a simonía, determina suprimir los aranceles en la atención de los indios, de modo que «ni por administrarles cualquier sacramento, ni por darles sepultura se pudiese pedir ni llevar cosa alguna».

Los Padres conciliares, como ya hemos señalado, urgen también mucho en el clero el aprendizaje de las lenguas de los naturales para el servicio del Evangelio y de la catequesis. Aunque con visión realista añaden que a la hora de escoger alguien para atender una doctrina «más importa (sin duda alguna) enviar persona que viva bien, que no persona que hable bien, pues edifica mucho más el buen ejemplo que las buenas palabras».        

Liturgia. –Quieren los Padres que la liturgia se celebre con gran es­plendor y ceremonia, pues «esta nación de indios se atraen y provocan so­bremanera al conocimiento y veneración del Sumo Dios con las ceremo­nias exteriores y aparato del culto divino». Por tanto, en todo esto ha de ponerse gran cuidado, y procurar que haya «escuela y capilla de cantores y juntamente música de flautas y chirimías y otros instrumentos acomoda­dos en las iglesias». De hecho, en cumplimiento de estas normas, vienen a lograrse, por ejemplo, en las reducciones del Paraguay, cultos con grandes coros y a toda orquesta, realmente impresionantes.   

        

Seminarios. –El Concilio impulsa eficazmente el establecimiento de Seminarios según las normas de Trento, en los que se cuide a un tiempo la elección y la formación de los candidatos al ministerio. Así pues, los obis­pos «deben todos primeramente suplicar siempre al príncipe de los pasto­res, Cristo, que tenga por bien de dar pastores a esta manada, que sean según su corazón». Aplicando estas normas, Santo Toribio funda el Semi­nario de Lima, uno de los primeros de América en aplicar el modelo de Trento.

        

Admisión a la eucaristía. –El Concilio I de Lima (1551-2) había restringido en los indios la comunión a casos particulares, y el II (1567-8) manda que comulguen en Pascua; pero en la práctica posterior apenas se introduce la costumbre. El III de Lima (1582-3) explica esa anterior actitud restrictiva alegando que, en efecto, la comunión eucarística requiere «limpia conciencia, a la cual grandemente estorba la torpeza de borracheras y amancebamientos y mucho más de supersticiones y ritos de idolatría, vicios de que en estas partes hay gran demasía». Pero ahora el Concilio, «porque muchos de los indios van aprovechando cada día en la religión cristiana», recomienda vivamente que comulguen, al menos por Pascua, si están bien dispuestos y tienen li­cencia escrita de su cura o confesor.

        

Número de sacerdotes. –Ya el Concilio II de Lima denuncia «el abuso perjudicial que en este Nuevo Orbe se ha introducido de encargarse a un cura de innumerables indios, que a las veces habitan en lugares muy apartados», y establece que haya un sacerdote doctrinante cada cuatro­cientos indios tributarios, es decir, cada «mil trescientas almas de confe­sión».

No siempre se cumple la norma, y el santo Arzobispo escribe al rey –que como Patrono debe sostener económicamente parroquias y doctri­nas–, presentando como «negocio de mucha consideración y digno de ser llorado con lágrimas de sangre», la situación de una parroquia de cinco mil almas de confesión, con cuatro anejos, que estaba a cargo de un solo sacerdote (10-4-1588). Pues bien, acrecentado ya en la provincia eclesiás­tica el número real de sacerdotes, el III de Lima acuerda que «en cual­quier pueblo de indios, que tenga trescientos indios de tasa, o doscientos, se debe poner propio cura». Es decir, cada mil o cada setecientas almas de confesión.

 

Sumario del Concilio de 1567. –Los Padres conciliares acuerdan que las constituciones del Concilio II de Lima, de 1567, sigan en todo vigentes, y para ahorrar «trabajo y pesadumbre» a los curas que han de conocerlo y aplicarlo, disponen que se haga un Sumario, una redacción breve; de lo que se encarga el padre José de Acosta.

 

–Promoción del clero indígena

Al hablar del clero indígena entiendo aquí a criollos, mestizos e in­dios, es decir, a todos los nacidos en las Indias. Era éste en el siglo XVI un problema complejo y delicado. «La solución concreta que dió Santo Toribio en el Concilio III Limense, fue prescindir de toda discriminación racial; no excluir de las Ordenes a grupo alguno de los naturales, sino admitirlos a todos por igual en principio: criollos, mestizos e indios; pero apurar delga­damente las cualidades de idoneidad, y éstas no por otra medida que la dada por el Concilio de Trento» (Rgz. Valencia II,126). Veamos, por partes, la cuestión y sus tratamientos.

Los criollos. A fines del XVI era ya muy elevado el número de sacerdotes blancos, naci­dos en América, y acerca de su admisión al sacerdocio no había discusión. Incluso la norma de la Corona hispana era que «fuesen preferidos los patrimoniales e hijos de los que han pacificado y poblado la tierra», como establece Felipe II en cédula real, «para que con esperanza de estos premios se animase la juventud de aquella tierra» (14-5-1597).

Los mestizos. En las Indias hispanas «se procedió desde un principio a conferir las Or­denes sagradas a estos clérigos y religiosos de color, con mano abierta».Los Obispos «tendieron siempre a un clero nativo afincado en la tierra, y sobre todo, buscaron el medio misional de la lengua indígena como trasmisor del Evangelio» a los indios. Muchos de los mestizos eran de nacimiento ilegítimo, pero los Obispos obtuvieron licencia del Papa en 1576 para poder dispensar de este impedimento, y de este modo «no sólo el sacerdocio se­cular, sino las Ordenes religiosas se nutrieron de mestizos». En este sentido, conviene se­ñalar que «todas las discusiones, las leyes prohibitivas y cautelas… son posteriores al he­cho de la aparición de un clero de color en América»(Rgz. Valencia II,122-123).

En efecto, «los resultados fueron haciendo de día en día más discutida la ordenación de mestizos; no ya en la mesa del misionólogo, sino en el terreno de las realidades y en la mesa de la responsabilidad pastoral» (II,123). Y así, por ejemplo, el Virrey Toledo, al ter­minar su Visita por la región, escribe al rey lamentando que los Prelados «han ordenado a muchos mestizos, hijos de españoles y de indias», con negativos efectos. Atendiendo, pues, el rey numerosas quejas, prohíbe en 1578 la ordenación de mestizos, que también es pro­hibida en el Concilio Mexicano de 1585. La Compañía de Jesús, siguiendo la norma ya es­tablecida en otras órdenes religiosas, decide en congregación provincial de 1582 con voto unánime «cerrar la puerta a mestizos».

Por el contrario, el Concilio III de Lima, en esta cuestión, muy especialmente delicada –que afectaba también a la fama de los numerosos mestizos ya ordenados–, consigue que pueda recibirse de nuevo a los mestizos en el sacerdocio. En efecto, los Obispos de Tucu­mán y de la Plata fueron comisionados por el Concilio en 1583 para gestionar el asunto ante Felipe II, que autoriza la solicitud en cédula de 1588. El Concilio limeño, sin em­bargo, urge mucho los requisitos de idoneidad exigidos por Trento para el sacerdocio, y por eso, en la práctica, Santo Toribio ordenó muy pocos mestizos.

Los indios. El Concilio II de Lima, celebrado por el Arzobispo Loaysa en 1567, dejó esta­blecido que «estos [indios] recién convertidos a la fe no deben ser ordenados de ningún or­den por ahora». Esa última cláusula (hoc tempore) exime la norma del error doctrinal: no se trata de una prohibición definitiva, ni tiene por qué implicar menosprecios racistas; es solamente una decisión prudencial y temporal. Sin embargo, parece más prudente que la Iglesia se limite, simplemente, a exigir la idoneidad para el sacerdocio, con los requisitos tridentinos, y no entre en más distingos de raza o color. Si los indios neófitos no están bien dispuestos para el sacerdocio, que no sean ordenados, pero no por indios, sino por impreparados. En este sentido la Sagrada Congregación romana suplica al Papa «advierta a los Obispos de las Indias que por ningún derecho se ha de apartar de las Or­denes ni de otro sacramento alguno a los indios y negros, ni a sus descendientes» (13-2-1682).

Pues bien, en esta línea se sitúa el III Concilio de Lima, que no prohíbe la ordenación de indios, pero que tampoco la impulsa, pensando que de momento no es viable, al menos en general. Un experto del Concilio, el teólogo agustino fray Luis López, siendo después Obispo de Quito, fundó un Seminario de indios, y explicaba al rey que el motivo principal era «por la esperanza que se tiene del fruto que podrán hacer los naturales más que todos los extraños juntos» (30-4-1601). Al parecer, llegó a ordenar a alguno (Rgz. Valencia II,128-131).

Éste fue el tercer Concilio de Lima, sin duda «la asamblea eclesiástica más importante que vio el Nuevo Mundo hasta el siglo de la Independencia latinoamericana, y uno de los esfuerzos de mayor aliento realizados por la jerarquía de la Iglesia y la Corona española para endere­zar por cauces de humanidad y justicia los destinos de los pueblos de América, como exigencia intrínseca de su evangelización» (Bartra 19).

 

–Impugnaciones y aprobaciones

El señor Arzobispo, después de tantas amarguras, pudo finalmente, con gran descanso, clausurar el Concilio. Sin embargo, no habían de faltar posteriormente graves resistencias a sus cánones y acuerdos. «Algunos hombres –escribe Santo Toribio al Papa– han interpuesto frívolas apela­ciones», de tal modo que «todos nuestros planes se han trastornado» (1-1-1586).

Los Procuradores de las distintas Diócesis formalizaron un recurso de apelación ante la Santa Sede. A juicio de ellos, las sanciones eran excesi­vamente fuertes, concretamente las referentes al clero. Censuras y exco­muniones se fulminaban con relativa facilidad. El padre Acosta justificaba esta severidad con una razón profundamente misionera y pastoral: «Los abusos en que se ha puesto rigor son muy comunes por acá y en muy no­table exceso», por ejemplo, la mercatura de algunos clérigos. «Mas la prin­cipal consideración de esto es que en estas Indias los dichos excesos de contrataciones y juegos de clérigos son casi total impedimento para doc­trinar a los indios, como lo afirman todos los hombres desapasionados y expertos desta tierra» (+Bartra 31). Quizá una Iglesia más asentada tole­rase sin grave peligro tales abusos, pero no era ése el caso de las Indias.

Sometido el Concilio a la aprobación de Roma, hasta allí llegaron quejas, resistencias y apelaciones. Pero también llegaron cartas como la de Santo Toribio al General de los jesuitas, rogándole que apoyara ante el Papa los acuerdos del Concilio: «Y ya que parezca moderar las censuras y excomu­niones en algunos otros capítulos, a lo menos lo que toca a contrataciones y negociaciones, que son en esta tierra la principal destrucción del estado eclesiástico, que no se mude ni quite lo que el concilio con tanta experien­cia y consideración proveyó».

El padre Acosta, una vez más, hizo un servicio decisivo en favor del III Concilio, viajando a España y a Roma para explicarlo y defen­derlo. La Santa Sede moderó ciertas sanciones y cambió alguna disposi­ción, pero dió una aprobación entusiasta al conjunto de la obra. La carta del Cardenal Carafa, lo mismo que la del Cardenal Montalto, al Arzobispo Mogrovejo –«Su Santidad os alaba en gran manera»–, ambas de 1588, expresan esta aprobación y le felicitan efusivamente, viendo en la disci­plina eclesial limeña una perfecta aplicación del Concilio de Trento al mundo cristiano de las Indias meridionales.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

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