(529) Evangelización de América, 56. Perú. Miserias de los incas

 Camino Inca, los Andes

–Perú tiene una geografía impresionante.

–Una geografía y una historia, como núcleo central del Imperio inca y como Virreinato hispano del Perú.

Sin la Revelación divina, hecha a Israel y a la Iglesia, las civilizaciones y religiones carentes de su luz, aunque alcanzaran a veces alturas notables, nunca se vieron libres de terribles pozos negros. También esto ocurrió en el Imperio inca.

* * *

–Sacrificios humanos

El inca Felipe Guamán Poma de Ayala (1534-1617), en su minuciosa obra Nueva crónica y buen gobierno, describe el virreinato del Perú minuciosamente. Y cuando refiere el Calendario cívico-religioso de los in­cas, hace ver que los sacrificios humanos se producían entre los incas –no precisa la época– de forma ordinaria. Así, por ejemplo, en la fiesta Ynti Raymi de junio (N. crónica 247), en la Chacra Yapuy Quilla (mes de romper tierras) de agosto (251) o en la Capac Ynti Raymi (fiesta del señor Sol) (259). El Inca supremo es quien ordenaba las normas de estos sacri­ficios (265, 273), y los tocricoc (corregidores) y michoc incas (jueces) debían ren­dirle cuen­tas de su fiel ejecución (271).

Otros autores estiman que los incas en sus sacrificios religiosos ofrendaban normal­mente víctimas sustitutorias, como llamas. Garcilaso (1491-1536) y el jesuita Blas Va­lera (1548-1598), experto en quechua e historia del Perú, niegan que prac­ticaran sacrificios humanos.

    Sin embargo, como afirma la profesora actual Concepción Bravo Guerreira, investigadora de la América hispana, «numerosas informaciones, corroboradas por estudios arqueológicos, nos permiten afirmar que, aun cuando no fue muy usual, esta práctica no fue ajena a las manifestaciones religiosas de los incas. Las víctimas humanas [copacochas], niños o adolescentes sin mácula ni defecto, eran sacrifica­das con ocasión de ceremonias importantes en honor de divinidades y huacas, y también para propiciar buenas cosechas o ahuyentar desastres de pestes o sequías» (AV, Cultura y religión 290; +271).

Recientemente la arqueología del Perú ha realizado importantes hallazgos, como los conseguidos por Constanza Cerutti o los descritos por William Sullivan (El secreto de los incas). Un equipo de investigadores del Instituto Nacional de Cultura, en una expedición dirigida por Héctor Walde, ha encontrado en una localidad del litoral los restos de un sacrificio humano masivo. «Se trata de los cuerpos de 200 pescadores que fueron inmolados en honor de Ni, el dios de los mares. Los cadáveres se hallaban maniatados y se podía inferir que sus verdugos les hicieron arrodillarse, cara al mar, antes de clavarles las dagas en el corazón» («El Mundo» 16-X-2002).

 

–Antropofagia

    No es posible en algunas cuestiones hacer afirmaciones generales acerca del imperio inca, dada su enorme extensión y la relativa tolerancia que mantenía hacia los cultos y costumbres de las tribus sujetas. Hay, sin em­bargo, «datos suficientes –escribe Salvador de Madariaga– para probar la omnipresencia del canibalismo en las Indias antes de la conquista. Unas veces limitado a ceremonias religiosas, otras veces revestido de reli­gión para cubrir usos más amplios, y otras franco y abierto, sin relación necesaria con sacrificio alguno a los dioses, la costumbre de comer carne humana era general en los naturales del Nuevo Mundo al llegar los espa­ñoles. Los mismos incas que, si hemos de creer a Garcilaso, lucharon con denuedo contra la costumbre, se la encontraron en casi todas las campa­ñas emprendidas contra los pueblos indios que rodeaban el imperio del Cuzco, y no consiguieron siempre arrancarla de raíz aun después de haber conseguido imponer su autoridad sobre los nuevos súbditos».

«Sabemos por uno de los observadores más competentes e imparciales, además de in­diófilo, de las costumbres de los naturales, el jesuita Blas Valera, que aún casi a fines del siglo XVI, “y habla de presente, entre aquellas gentes se usa hoy de aquella inhu­manidad, los que viven en los Antis comen carne humana, son más fieros que tigres, no tienen dios ni ley, ni saben qué cosa es virtud; tampoco tienen ídolos ni semejanza de ellos; si cautivan alguno en la guerra, o de cualquier otra suerte, sabiendo que es hombre ple­beyo y bajo, lo hacen cuartos, y se los dan a sus amigos y criados para que se los coman o vendan en la carnicería: pero si es hombre noble, se juntan los más principales con sus mujeres e hijos, y como ministros del diablo, le desnudan, y vivo le atan a un palo, y con cuchillo y navajas de pedernales le cortan a pedazos, no desmembrándole, sino quitándole la carne de las partes donde hay más cantidad de ella; de las pantorrillas, muslos, asen­taderas y molledos de los brazos, y con la sangre se rocían los varones, las mujeres e hijos, y entre todos comen la carne muy aprisa, sin dejarla bien cocer ni asar, ni aun mascar; trágansela a bocados, de manera que el pobre paciente se ve vivo comido de otros y ente­rrado en sus vientres. Las mujeres, más crueles que los varones, untan los pezones de sus pechos con la sangre del desdichado para que sus hijuelos la mamen y beban en la leche.

“Todo esto hacen en lugar de sacrificio con gran regocijo y alegría, hasta que el hombre acaba de morir. Entonces acaban de comer sus carnes con todo lo de dentro; ya no por vía de fiesta ni de deleite como hasta allí, sino por cosa de grandísima deidad; porque de allí adelante las tienen con suma veneración, y así las comen por cosa sagrada.

“Si al tiempo que atormentaban al triste hizo alguna señal de sentimiento con el rostro o con el cuerpo, o dio algún gemido o suspiro, hacen pedazos sus huesos después de haberle comido las carnes, asadura y tripas, y con mucho menos precio los echan en el campo o en el río; pero si en los tormentos se mostró fuerte, constante y feroz, habiéndole comido las carnes con todo el interior, secan los huesos con sus nervios al sol, los ponen en lo alto de cerros, los tienen y adoran por dioses, y les ofrecen sacrificios”» (Auge y ocaso 384-385).

Escenas se­mejantes describe Cieza de León en 1537, como vistas por él mismo en la zona de Cali y de Antioquia, al extremo norte del imperio incaico (Crónica del Perú cps. 11-12, 19, 26, 28).

Por otra parte, en algunas regiones del imperio inca la antropofagia se hace necrofagia. Cuando Guamán refiere las ceremonias fúnebres propias de los Anti-Suyos, escribe: «son indios de la montaña que comen carne humana. Y así apenas deja el difunto que luego comienzan a comerlo que no le dejan carne, sino todo hueso… Toman el hueso y lo llevan los indios y no lloran las mujeres ni los hombres, y lo meten en un árbol que llaman uitica, allí lo meten y lo tapan muy bien, y de allí nunca más lo ven en toda su vida ni se acuerdan de ello» (N. crónica 292).

 

–Felicidad negativa de los incas

El historiador Louis Baudin (1887-1964), al considerar el estado de ánimo de los incas, habla de una «felicidad negativa. El imperio realizaba lo que D’Argenson llamaba una “cáfila de hombres felices”. No despreciemos demasiado este resul­tado. No es poca cosa haber evitado los peores sufrimientos materiales: el del hambre y el del frío. Rara vez el Perú conoció la carestía, a pesar de la pobreza de su suelo, mientras que la Francia de 1694 y de 1709 sufría to­davía crueles hambres. No es poca cosa tampoco haber suprimido el cri­men, y establecido, al mismo tiempo que un orden perfecto, una seguridad absoluta» (El Imperio Socialista de los Incas 357-358). En efecto, los Incas imperiales, eliminando totalmente la libertad cívica de sus súbditos, en­marcándoles en un cuadro social y religioso totalitario, y sacándoles de la pereza y del hambre, les dieron un cierto grado de paz y prosperidad.

Los mayores y primeros elogios de los Incas proceden de los mismos cronistas españo­les. Según el jesuita padre Acosta (1540-1600) «hicieron estos Incas ventajas a todas las otras naciones de América en policía y gobierno» (Hist. natural VI,19). Y quienes conocieron su régimen concuerdan en que «mejor gobierno para los indios no le puede haber, ni más acertado» (VI,12). Es cierto que «la mayor riqueza de aquellos bárbaros reyes era ser sus esclavos todos sus vasallos, de cuya trabajo gozaban a su contento. Y lo que pone admiración, ser­víase de ellos por tal orden y por tal gobierno, que no se les hacía servidumbre, sino vida muy dichosa» (VI,15). «Sin duda, era grande la reverencia y afición que esta gente tenía a sus Incas» (VI,12).

Más antiguo y valioso es aún el testimonio del soldado cronista Cieza de León (1518-1560), que conoció el Perú en los años caóticos que siguieron a su conquista. Dice así: «Como siempre los Incas hiciesen buenas obras a los que estaban puestos en su señorío, sin consentir que fuesen agraviados ni que les llevasen tributos demasiados», ayudando también a las regiones más pobres, «con estas buenas obras, y con que siempre el Señor a los principales daba mujeres y preseas ricas, ganaron tanto las gracias de todos que fue­ron de ellos amados en extremo grado, tanto que yo me acuerdo por mis ojos haber visto a indios viejos, estando a vista del Cuzco, mirar contra la ciudad y alzar un alarido grande, el cual se les convertía en lágrimas salidas de tristeza contemplando el tiempo presente y acordándose del pasado, donde en aquella ciudad por tantos años tuvieron señores de sus naturales, que supieron atraerlos a su servicio y amistad de otra manera que los españo­les» (El señorío de los Incas 13).

 El Cuzco, Perú

–Un gran imperio con pies de barro

Sin embargo, el totalitarismo del imperio inca, ajeno al mundo circundante, flotando en una cierta intemporalidad, se diría pensado para durar indefinida­mente. Por el contrario, era tremendamente vulnerable. Aquel mundo hierático y compacto, alto y hermoso, mayor que media Europa, y con un ejército perfectamente organizado, tan adiestrado en la defensa como en el ataque, fue conquistado rápidamente por un capitán audaz, Francisco Pi­zarro, con 170 soldados. Parece increíble.

Pero es explicable. Al decir de Pedro Voltes (1926-2009), los españoles tomaron «los mandos del imperio inca como si fuesen los de una locomotora. En el Perú antiguo no se pensaba en otra cosa que en obedecer, y preso y muerto Atahualpa, se siguió obedeciendo a quienquiera que mandara, y así lo hizo el último obrero drogado por la coca, y lo hizo el astrónomo, y lo hizo el cirujano que practicaba trepanaciones y el constructor que levantaba las obras que hoy siguen pasmándonos con sus misterios técnicos insolubles, como, por ejemplo, los que se entrañan en la edificación de Machu-Picchu, en sus picachos de vértigo» (Cinco siglos 68-69).

Analizando El imperio socialista de los Incas, Louis Baudin habla de un «imperio geométrico y frío, vida de unifor­midad y hastío», donde nada se ha dejado al azar o a la creatividad perso­nal. «Ni ambición, ni deseo, ni gran alegría, ni gran pena, ni espíritu de iniciativa, ni espíritu de previsión. La existencia transcurre siguiendo el curso inmutable de las estaciones. Nada que temer, nada que esperar; un camino exactamente trazado sin desviación posible, una rectitud de espí­ritu impuesta sin deformación imaginable; una vida calma, monótona, in­colora; una vida apenas viviente. El indio se deja mecer por el ritmo de los trabajos y de los días, y termina por acostumbrarse a esta somnolencia, por amar esta nada. Su señor es un dios que le sobrepasa infinitamente, y su fin no es sino evitar cualquier sanción» (164).

Esta ordenada masa de hombres lentos, melancólicos y pasivos va a ceder casi sin resistencia ante el impulso poderoso de un pequeño fermento de hombres activos y turbu­lentos, que proceden del mundo cristiano de la libertad. Recordemos cómo sucedió.

Descubrimiento del Perú

A comienzos del siglo XVI, el Perú fue para los hispanos una región adi­vinada, ilusoria, llena de riquezas, buscada desde Panamá y desde el Río de la Plata. Partiendo de Panamá en 1522, el alavés Pascual de Andagoya (1495.1548) no logró costear sino una parte de la actual Colombia, consiguiendo sólo vagas noticias del imperio de los incas (+Relaciones y documentos).

A su regreso, Francisco Pizarro (1475-1541) oye estas referencias, y em­pieza a soñar en la conquista del Incario. Extremeño de Trujillo, llegado a las Indias en 1502 en las naves de Ovando, era Pizarro hombre de muchas y variadas experiencias indianas, adquiridas militando con Ojeda, Enciso, Balboa, Morales, Pedrarias. Obtiene, pues, Pizarro licencia del gobernador Pedrarias, y se asocia con Diego de Almagro y el clérigo Hernando Luque para formar una compañía descubridora.

Las primeras expediciones (1524-1525 y 1526-1528), escasas de conocimientos geográfi­cos, de hombres y de medios, consiguen sólo aproximarse al imperio de los Incas y cono­cerlo mejor, pero pasan por calamidades durísimas, casi insuperables, sufren graves pér­didas, y llegan a una situación límite, en la que parece inevitable abandonar el intento.

Concretamente, en septiembre de 1527, estando refugiados en la isla del Gallo, cuando de­cide Pizarro jugarse el todo por el todo. Traza una raya en la arena de la playa, y dice a sus compañeros: «por aquí se va a Panamá a ser pobre; por allá, al Perú, a ser rico y a lle­var la santa religión de Cristo, y ahora, escoja el que sea buen castellano lo que mejor es­tuviere». Trece hombres, los Trece de la Fama, se unen a su jefe. Esta expedición, la se­gunda, alcanza hasta Túmbez, donde llegan a saber que hay en el Perú una guerra civil, en la que dos hermanos se disputan el imperio de los incas. Regresados todos a Panamá, decide Pizarro viajar a España, para intentar el asalto final con más autoridad y medios.

El emperador Carlos I recibe con agrado las noticias de Pizarro, que ha llegado con un grupo de indios y también con oro, y en 1529 se establece la Capitulación para la conquista del Perú. Pizarro coincide en la corte con el famoso Hernán Cortés, otro extremeño, de Medellín, que le aconsejó según sus experiencias de México. El ahora gobernador Pizarro recoge  a sus hermanos Hernando, Gonzalo y Francisco Martín de Alcántara, y vuelve a Panamá.

 

–Caída del Imperio incaico

La expedición tercera, la de la conquista, se inicia en enero de 1531. Pi­zarro, que tiene entonces unos 56 años, se hace a la mar en tres navíos, acompañado de tres frailes, entre ellos fray Vicente Valverde, 180 solda­dos y 37 caballos. De Panamá llegan después más refuerzos. Tras muchas penalidades, alcanzan Túmbez, donde queda una guarnición. Siguen ade­lante y fundan San Miguel, sitio donde permanecen todavía cinco meses. Ahora sí están en las puertas de un imperio inca, que estaba en grave cri­sis.

En efecto, Huayna Capac, tercero de los Incas históricos, antes de morir en 1523, hace reconocer en el Cuzco como Huáscar Inca, sucesor suyo, a su hijo Titu-Cusi-Huallpa, hijo de reina (coya). Pero deja como gobernador del norte, en la marca septentrional que es­taba sostenida por sus generales, a su hijo Atau-Huallpa, nacido de una india quiteña (ñusta). Atahualpa se alza en guerra contra su hermano y prevalece sobre él… Así están las cosas en el Perú cuando en 1532 llega Pizarro con su hueste mínima. El Inca usurpa­dor recibe en ese tiempo, sin especial alarma, noticias de los visitantes. El 24 de se­tiembre sale Pizarro con sus hombres a su encuentro, hacia Cajamarca. El Inca duda en­tre eliminarlos sin más, o dejarles entrar primero, recibir de ellos noticias y obsequios, y suprimirlos después. Aconsejado por su corte, decide lo segundo.

Conocemos bien los detalles del primer encuentro entre Atahualpa y Pi­zarro, que se produjo en Cajamarca, pues tuvo cronistas, como Francisco de Xerez y Diego Trujillo, testigos presenciales. El Inca, lle­vado en litera, se presentó en toda su majestad ante un grupo deslucido de unos 170 barbudos. El padre Valverde, dominico, inició su discurso reli­gioso, y presentó al Inca su breviario, donde estaba escrita la verdad, pero Atahualpa tiró el libro al suelo, despreciativo. Entonces Pizarro se armó rápidamente de espada y adarga, «entró por medio de los indios, y con mucho ánimo, con solos cuatro hombres que le pudieron seguir, allegó hasta la litera donde Atabalipa estaba, y sin temor le echó mano del brazo, diciendo: “Santiago”. Luego soltaron los tiros y tocaron las trompe­tas, y salió la gente de pie y de caballo…

«En todo esto no alzó indio armas contra español; porque fue tanto el espanto que tuvieron de ver entrar al Gobernador entre ellos, y soltar de improviso la artillería y entrar los ca­ballos de tropel, como era cosa que nunca habían visto; con gran turbación procuraban más huir por salvar las vidas que de hacer guerra» (Xerez, Verdadera relación 112).

De esta manera, después de «poco más de me­dia hora» de combate, el imperio formidable de los Incas, tras un siglo de existencia, quedó sujeto a la Corona española. Era el 15 de noviembre de 1532. Y como había sucedido en México, donde los aztecas creyeron al principio que los españoles eran divinos (teúles), también en el Perú, según afirma el padre Acosta, los incas, sobrecogidos ante el poder nuevo de los españoles, «los llamaron Viracochas, creyendo que era gente enviada por Dios, y así se in­trodujo este nombre hasta el día de hoy, que llaman a los españoles vira­cochas» (Hist. natural VI,22). Por otra parte, los jefes españoles –también a semejanza de lo ocurrido doce años antes en México, con Moctezuma–, tratan cortésmente con Atahualpa, «teniéndole suelto sin prisión, sino las guardas que velaban» (Xerez 114).

En esta situación, Atahualpa sigue ejer­ciendo cierta autoridad sobre el imperio. Rodeado de sus familiares y sier­vos, manda que su hermano Huáscar sea asesinado. Y tres ejércitos incai­cos, en Quito, Cuzco y Jauja, reciben todavía órdenes suyas, en las que más de una vez, como es natural, ordena la eliminación de los españoles…

El historiador Manuel Ballesteros Gaibrois (1911-2002) hace notar que «los españoles estaban en verdad sitia­dos en Cajamarca, y para ellos la situación era realmente de vida o muerte. Los última­mente llegados [de Chile] con Almagro, abogaban por la rápida supresión del monarca indio, aduciendo su traición», que no era tal, sino legítima defensa. «Cada parte tenía ra­zones para actuar como actuaron, pero el proceso carecía de legalidad, y sólo las poderosas razones de la guerra y el espíritu de conservación llevaron a la ejecución de un reo que re­almente no lo era» (AA, Cultura y religión 117).

En la votación, 350 votos contra 50 deci­den la muerte de Atahualpa, y Pizarro cede de mala gana. La ejecución se produce el 24 de junio de 1533, y Carlos I, en carta de 1534, le hace reproches a Pizarro con amargura, sobre todo porque el Inca no ha sido muerto en guerra, sino en juicio: «La muerte de Ata­hualpa, por ser señor, me ha desplacido especialmente siendo por justicia».

Durante unos años, Pizarro consolida la conquista, domina la primera anarquía que se produce al venirse abajo el orden imperial, vence las su­blevaciones indias alentadas por otro hijo de Huayna Capac, Manco Inca, impulsa una primera organización mínima, manteniendo en lo posible las estructuras incaicas ya existentes, y al norte del Cuzco, cerca del mar, funda Lima, en 1535, la que fue llamada Ciudad de los Reyes, por haber sido fundada en el día de la Epifanía.

Jose María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

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