(525) Evangelización de América, 54. México. Franciscanos. San Junípero Serra, gran misionero, evangelizador infatigable (y II)

–Parece alguien superior a lo que es el ser humano.
–Y lo era: había recibido por obra del Espíritu Santo la potencia amorosa del Padre y de Jesucristo.

Viaje a la Corte Virreinal
A pesar de los éxitos iniciales de las misiones franciscanas en California, encabezadas por San Junípero, se fueron presentando pronto una larga serie de contradicciones y problemas. En 1770, fray Rafael Verger, mallorquín, fue elegido Guardián del Colegio misionero de San Fernando. El padre Serra, en una carta, se puso inmediatamente a sus órdenes: «Mándeme lo que fuera de su agrado como a un súbdito (aunque el más imperfecto) el más deseoso de obedecer puntualmente hasta sus más leves indicaciones».
El nuevo Guardián de San Fernando, que veía con cierto recelo el desarrollo de las misiones californianas, le comunicó a fray Junípero que, aun reconociendo la formidable labor que había realizado tanto en Sierra Gorda como ahora en California,

«no obstante, es preciso moderar algo su ardiente celo». A su juicio, le escribe, «esta empresa va sin fundamento, y sin aquella madurez que siempre se ha observado y debe observarse en negocios de esta calidad… Fúndense muy enhorabuena las Misiones; pero sea como se debe, de modo que se verifique lo que significa el verbo fundar, que no es pintar perspectivas».

El palmetazo era evidente. Pero aún hubo más. A petición del obispo de Sonora y California, fray Antonio de los Reyes –antiguo franciscano del Colegio de Querétaro–, los franciscanos hubieron de ceder en 1773 a los dominicos todas las misiones de la baja California, aquellas que el padre Serra había dejado al cuidado del padre Palou. Nueve de ellos, con el padre Palou, pasaron a misionar en la parte alta.
Por estas fechas, el entusiasmo primero por las misiones californianas, y también el apoyo de la administración virreinal, parecían haberse debilitado considerablemente. El comandante Fagés se resistía a dar los medios para nuevas fundaciones, e incluso recriminaba a los franciscanos –quizá por temor a que exigieran más alimentos– que estaban bautizando demasiados indios. Y en fin, el nuevo Virrey, Antonio María Bucarelli y Ursúa, hizo llegar a fray Junípero y a sus frailes una grave amonestación, urgiéndoles «a que todos cumplan y obedezcan sus órdenes»…
Con todo esto, Fray Junípero se vio obligado a viajar a México para reafirmar los apoyos de las misiones de California. Extenuado, tras un viaje tan largo, llegó a la capital en febrero de 1773, y se alojó en su convento de San Fernando, sujetándose en seguida a todas las normas de la vida comunitaria. El padre Serra consiguió entonces del Virrey, en primer lugar, que no se llevase adelante el plan de despoblar San Blas, cuyo puerto era vital para el sostenimiento de las misiones de California. En seguida, le informó de la situación real de las misiones ya fundadas: San Carlos de Monterrey, San Antonio, San Luis, San Gabriel de los Temblores, San Diego:

«Todas tienen sus estacadas, sus pobres edificios, sus principios de siembra, todo poco, y este poco hecho con buenos trabajos». Y añade en su informe: «Las misiones están tiernas, y poco medradas, ya por nuevas, ya por falta de medios, y ya porque no se ha dado o intentado dar paso adelante, sin muchas contradicciones y estorbos. Pero, sin que me lleve pasión alguna, bien puedo asegurar a Vuestra Excelencia, que por parte de los religiosos, así en lo temporal como en lo espiritual, no se ha perdido el tiempo, y que lo poco que hay hecho a cualquiera que supiese o sepa el cómo, le parecerá con razón, bien mucho. El cómo han trabajado y trabajan todos, lo sabe Dios, y esto nos basta».

Añade también el padre Serra algunas quejas contra aquel acompañamiento tan necesario como peligroso, la soldadesca, muchas veces «ociosa, aburrida, mal avenida, mandada por un cabo inútil a quien no tenían respeto ni obediencia, en extremo desvergonzada para los religiosos», y en ocasiones más empeñada en la caza de indias o en abusar de los indios, que en ayudar de verdad los esfuerzos evangelizadores y pobladores de los misioneros. Fray Junípero no quiere que «dijesen que por mi causa quedan las misiones sin defensa», pero propone una asistencia militar mínima: «no apetezco muchos soldados», sino solo unos pocos, bien elegidos.

–Mejora la unión de las misiones con la Corte virreinal
Estos siete meses de fray Junípero en la Corte virreinal dieron grandes frutos. Bucarelli quedó impresionado por el celo misionero de aquel fraile, que había llegado a visitarle «casi moribundo», y que no pensaba sino en volver a su tarea misionera. Y a la luz de esta informaciones verdaderas, no sólo confirmó lo ya hecho, sino que autorizó la fundación de nuevas misiones en San Francisco y en el canal de Santa Bárbara –que hoy son ciudades enormes–.
Por otra parte, también los franciscanos de México quedaron impresionados por la santidad y el celo misionero de fray Junípero, como se refleja en un relato de 1773:

«Es el Padre Presidente Junípero Serra, religioso observante, hombre de ancianidad muy venerable [tenía entonces 60 años], ex catedrático de Prima de la Universidad de Palma que, después de veinticuatro años que es misionero en este Colegio [misionero de San Fernando], nunca ha perdonado ningunos trabajos para la conversión de los fieles e infieles, y que en medio de su larga y trabajada edad tiene las propiedades de un león, que sólo a la calentura se rinde, y que ni los achaques habituales que padece, especialmente de pecho, y sufocación, ni llagas en las piernas, han podido detenerle jamás un punto de sus tareas apostólicas. La temporada que ha estado aquí nos ha pasmado, pues habiendo estado muy malo nunca ha dejado de venir al coro de día y de noche, menos cuando ha tenido la calentura; y tan breve lo hemos visto muerto como resucitado; y si algún tiempo ha atendido a la necesidad de su cuerpo en la enfermería ha sido mandado de la obediencia».

Más dificultades, y primer martirio
Regresando desde México hasta la alta California, tuvo ocasión fray Junípero de ir visitando todas las misiones hasta entonces fundadas en la península, esforzándose sobre todo en dar ánimo a los religiosos, abatidos a veces por el trabajo y por las grandes dificultades que hallaban con frecuencia, tanto entre los indios como entre los españoles. Llegado a San Diego, supo que, a causa de los informes suyos, don Pedro Fagés había sido sustituido por el comandante Fernando de Rivera y Moncada. Esto daba a fray Junípero una cierta pena, y por eso le escribe a Bucarelli:

«Nunca le he querido mal [al comandante Fagés] por la gran bondad de Dios, y puede vuestra Excelencia estar seguro que lo que hube de declarar cerca de su conducta lo hice forzadísimo para que se lograse su remuda». Y añade, queriendo compensarle: «Si lo dicho [de lo realizado en las misiones] es algún mérito en la línea militar, todo por entero lo aplico, lo cedo, y lo renuncio a favor de don Pedro Fagés sin que él sepa nada de esto, ni me haya rogado sobre tal asunto… No sepa el mundo que este inútil religioso ha hecho servicio alguno a la Corona, y repúteselo todo a don Pedro Fagés, como si él propio lo hubiese ejecutado».

Las dificultades, en todo caso, continuaron, pues mientras el sueño de Serra era el establecimiento de nuevas fundaciones, distante una de otra tres días de camino, Rivera y Moncada era cauteloso, se resistía, y no quería dispersar sus pocas fuerzas militares. Así las cosas, dos neófitos indios, al servicio del Maligno, fueron envenenando los ánimos entre los indígenas de las rancherías vecinas a San Diego, se produjo un asalto a la Misión, la incendiaron, mataron al herrero y a un carpintero, y asesinaron a flechazos y golpes de macana al misionero Luis Jaume.

Ante el peligro de desánimo en los religiosos, fray Junípero en seguida los confirmó en la fe y la esperanza: «Gracias a Dios ya se regó aquella tierra; ahora sí se conseguirá la reducción de los dieguinos». Y ante el peligro, mucho más grave, de que la fuerza militar emprendiera campañas de represalia entre los indios, el padre Sierra trató, en carta a Bucarelli, de frenar toda violencia, que tendría consecuencias nefastas para la evangelización:

«Una de las principales cosas que pedí al ilustrísimo Visitador General [Gálvez] en el principio de estas conquistas fue que si los indios, fuesen gentiles, fuesen cristianos, me mataban, se les había de perdonar, y lo mismo pido a vuestra Excelencia y ha sido descuido el no pedirlo más breve». El martirio del padre Jaume era para fray Junípero una gracia muy preciosa. Por eso, sigue en su carta a Bucarelli, «que mientras el misionero viva le guarden y escolten los soldados, como la niñas de los ojos de Dios, es muy justo, y yo no desprecio para mí este favor; pero si ya le mataron, ¿qué vamos a buscar con campañas? Dirán que escarmentarlos, para que no maten a otros. Yo digo que para que no maten a otros, guardarlos mejor de lo que hiciste con el difunto, y al matador dejarle para que se salve, que es el fin de nuestra venida y el título que la justifica. Darle a entender, con algún moderado castigo, que se le perdona, en cumplimiento de nuestra ley, que nos manda perdonar injurias, y procúrese no su muerte, sino su vida eterna».

El indio Carlos, principal causante de la rebelión, que algo sabía del derecho de asilo, en 1776 se refugió en la iglesia del fuerte de San Diego. ¡Hasta qué punto era un dato cierto la misericordia de los frailes!…Y cuando el comandante Rivera, a pesar de los avisos de los misioneros, lo prendió allí, fue excomulgado por éstos, en decisión ratificada por el padre Serra. Sólo fue absuelto de la excomunión, cuando devolvió al indio preso, pero luego los padres hubieron de entregarlo para que fuera juzgado.
La misión de San Diego fue reconstruida, y entre las cenizas del archivo quemado se pudo recuperar el catecismo que el padre Jaume había compuesto para los indios en lengua dieguina. Nada, pues, frenaba el impulso misionero, y en 1776 pudo incluso el padre Serra consolidar la fundación de San Juan Capistrano, iniciada dos años antes, y paralizada por diversas dificultades.
Pero los recelos y malentendidos no cesaban, a pesar de su anterior viaje a México. En efecto, en ese mismo año le llegó del Colegio de San Fernando una humillante patente, en la que se limitaban sus poderes como padre Presidente de las Misiones californianas. Se le prohibía, entre otras cosas, cambiar de destino a un misionero, si éste no lo solicitaba. La reacción del padre Serra, como siempre, fue inspirada por la más humilde obediencia, no exenta de dolor:

«Confieso que [estas letras] me han confundido de manera, viendo cuán lejos estoy de lo que debería ser, que me he sentido muy inclinado a solicitar que por indigno me retiren de tan angelical empleo; pero no lo hago, porque considero mejor remedio el procurar, con el favor de Dios, la enmienda, y dejarme todo a las disposiciones de la divina Providencia y de la obediencia».
Esta humilde y crucificada docilidad pudo salvar no pocos bienes, e impedir mayores males, de modo que años después fueron revocadas algunas de aquellas imprudentes normas.

Fundación de San Francisco y Santa Clara
Los santos preferidos de fray Junípero eran sin duda San Francisco y Santa Clara. Y así, cuando al comenzar sus aventuras californianas, hacía planes con su amigo el Visitador Gálvez, en una ocasión le dijo: «Señor mío, ¿y para nuestro Padre San Francisco no hay Misión?»…
Él siempre soñó con dedicar a sus amados San Francisco y Santa Clara de Asís unas misiones hermosas, dignas de ellos. Por eso su alegría fue inmensa cuando, en 1774, después de hartas gestiones suyas, llegó la ansiada autorización del Virrey Bucarelli, que destinaba en principio treinta soldados, con sus familias, para la fundación de San Francisco.
El sitio y el nombre ya estaban elegidos hacía tiempo, a unos 250 kilómetros al norte de Monterrey, en una inmensa bahía capaz de albergar varias escuadras. A mediados de 1776, la expedición enviada, a la que estaban asignados los padres Palou y Cambón, plantó quince tiendas cerca de la bahía, y poco después fue construyendo la iglesia y los edificaciones fundamentales.
Finalmente, el 17 de setiembre fue el día en que se inauguró el humilde núcleo de la que iba a ser una de las ciudades más grandes del mundo. Se siguió el rito acostumbrado: alzamiento de la cruz, Te Deum, misa, acta correspondiente –«nada sin el escribano», parecía ser el lema de España en América–, aclamaciones, vítores y ondear de banderas, disparo de mosquetones, y también salvas desde los cañones del San Carlos, fondeado en el puerto… Los indios, a todo esto, permanecieron ausentes, cosa rara en ellos, pues solían gustar mucho de estos alardes. Y la razón era que acababan de sufrir un ataque de los indios solsona.
Pero no tardó mucho aquella misión en tener su floreciente núcleo de catecúmenos y bautizados. Cuando fray Junípero pudo celebrar en aquella misión la misa de San Francisco de Asís, el 4 de octubre, tenía el corazón encendido y alegre, y decía con entusiasmo:

«Esta procesión de Misiones está muy trunca; es preciso que sea vistosa a Dios y a los hombres, que corra seguida; ya tengo pedida la fundación de tres en el canal de Santa Bárbara. Ayúdenme a pedir a Dios se consiga, y después trabajaremos para llenar los otros huecos».

En efecto, como «el Señor está cerca de los que le invocan sinceramente» (Sal 145,18), en la misma bahía inmensa de San Francisco nacían en 1777 la misión de Santa Clara de Asís, y junto a ella, la de un pueblo de españoles, que se llamó San José de Guadalupe.
En ese año, Monterrey se convirtió en capital de California, y sede del nuevo Gobernador, don Felipe de Neve. Así sería posible controlar más de cerca la actividad misionera del padre Serra… Y en 1779 las dos Californias quedaron sustraídas del Virreinato de Nueva España, y puestas bajo un Comandante o Gobernador General, don Teodoro de Croix, con residencia en Sonora. El Virrey tuvo la delicadeza de informarle de lo que el padre Serra significaba en aquellas regiones, y el Gobernador General le escribió a éste: «Hallará en mí cuanto pueda desear para la propagación de la fe y gloria de la religión». Pero eran solo palabras.

Despotismo ilustrado
La secularización de la vida social vino impuesta progresivamente en el XVIII por el despotismo ilustrado de unas minorías gobernantes, las aristocracias de las Cortes y la alta burguesía. Este proceso conducirá rápidamente a su lógico término, un liberalismo autó-nomos, contrapuesto a la Iglesia. Primero en Francia, a fines del siglo, con la Revolución Francesa, y en seguida, a lo largo del XIX, en los demás países de antigua raíz cristiana, por medio de la Revolución Liberal, se llegará a afirmar abiertamente en códigos y constituciones lo que antes se decía solamente –y casi nunca antes del XVII– en reducidos grupos de filósofos e iniciados: que la soberanía y origen del poder está en el hombre, y no en Dios; y que, en definitiva, la última instancia para juzgar del bien y del mal es el propio hombre. En esta visión, el único modo por el que pueden los hombres llegar a ser adultos, más aún, dioses, «conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5), es quitándose el yugo oprimente del Reino de Dios.
Por lo que a España se refiere, en los tiempos de Carlos III (1759-1788) no se llega todavía a ese término en la vida política, pero se avanza mucho en esa dirección. La Corona aún se sigue declarando católica, y reconoce todavía, verbalmente al menos, la soberanía de Dios sobre los reinos de las Españas; pero la coherencia y sinceridad de estas profesiones es cada vez menor. Puede advertirse, incluso, que a medida que transcurre el reinado de Carlos III se va haciendo cada vez más patente el empeño secularizador de su ministros, y más claro su propósito de imponer una «revolución desde arriba», en contra de lo que el pueblo piensa y quiere.

En efecto, el pueblo cristiano en España, en el buen sentir católico tradicional, entiende que el hombre debe estar abierto a Dios en todas las dimensiones de su vida, privadas o públicas, viviendo en el respeto de sus leyes, y que la pretendida redención que el despotismo ilustrado trata de imponer no es sino un falso mesianismo, una pseudorredención que fuerza al hombre y a la sociedad a cerrarse sobre sí mismos, a no reconocer más verdad que la que el hombre alcance por las luces de la razón, a no admitir más ley que la establecida por los hombres, y a no reconocer más fuerza para conseguir en este mundo el bien de la humanidad que la de los hombres por sí solos. Es el humanismo autónomo, que ya en el siglo XX apenas halla resitencia alguna en la vida pública, y que cierra ésta herméticamente a todo influjo cristiano.

Misiones frenadas por la Ilustración
La política ilustrada de los ministros de Carlos III –masones, algunos de ellos–, apoyada por la gran difusión de las ideas de la Enciclopedia en la aristocracia española, sujeta a las modas e ideas que venían de Francia, produjo graves daños a la Iglesia en los territorios de España, y muy especialmente en las misiones de América.
Como ya vimos, la expulsión de los jesuitas en 1767 acabó en Hispanoamérica con muchos colegios y universidades, y desbarató reducciones magníficas de indios, que muchas veces habían costado sangre, sudor y lágrimas. Y esos mismos vientos siniestros siguieron soplando en California, en los tiempos de fray Junípero. Concretamente, el nuevo Gobernador, muy próximo a Carlos III, don Felipe de Neves, solamente toleraba las misiones, porque su mantenimiento y desarrollo eran imprescindibles para la causa de la Corona en América, pero no tenía por ellas ninguna estima positiva. Pronto se vió que sus decisiones gubernativas, respaldadas por el Gobernador General, Teodoro de Croix, perjudicaban no poco la actividad de los misioneros.
Así, por ejemplo, el asunto del sacramento de la confirmación. El padre Serra, tras diez años de trámites, había conseguido en 1778 licencia de Roma para ser ministro extraordinario de la confirmación, como Padre Prefecto de las misiones californianas. Aunque estaba ya viejo y gastado, y su pierna estaba cada vez peor, multiplicó entonces sus visitas pastorales, y se entregó a su preciosa misión sacramental con el mayor empeño, sin manifestar cansancio, ni aceptar tampoco descansos más largos que hubieran permitido un tratamiento médico más eficaz.

Pues bien, el Gobernador Neves prohibió al padre Serra que continuara con el ministerio de las confirmaciones, alegando que la concesión papal era inválida, puesto que no había recibido el placet regio. Sólo en mayo de 1781, tras complicadas luchas y gestiones, se impuso la verdad, y pudo el padre Serra continuar confirmando.
Siguiendo la misma política obstructiva, el Gobernador Neves dispuso que bastaba en cada misión la presencia de un misionero. También entonces fueron necesarias muchas y desagradables luchas para conseguir que en cada puesto continuara habiendo dos misioneros.
Por otro lado, alegando el derecho establecido en las antiguas Leyes de Indias, exigió el Gobernador que los indios convertidos, tras cinco años de estar en reducción, asumieran cargos políticos, en tanto que los misioneros quedaran limitados a los ministerios estrictamente espirituales. A pesar de los graves objeciones presentadas por los misioneros, el Gobernador nombró alcaldes y regidores en las cinco primeras misiones…

En estos años, fray Junípero Serra, ya anciano y en medio de una administración política enmascaradamente hostil, todavía consiguió fundar en el canal de Santa Bárbara la misión de Nuestra Señora de los Ángeles (1781) y la de San Buenaventura (1782). No sabía fray Junípero que ésta, su novena fundación, iba a ser la última. En seguida, cuando los franciscanos proyectaban fundar Santa Bárbara, se produjeron nuevas medidas políticas obstructivas, y desde México, el padre Guardián ordenó a fray Junípero que se detuviese hasta nueva orden la fundación de otras misiones.

Catedral de MonterreyUn hombre de oración
En medio de tantos trabajos, dificultades y sufrimientos, fray Junípero mantuvo siempre su corazón tranquilo y confiado, centrado en Dios, en su Providencia amorosa. Nunca se desanimaba, por grandes que fueran las adversidades: «No será la voluntad de Dios todavía, comentaba, no estará de sazón la mies. Dios dispondrá lo que fuere de su agrado».
Este santo fraile mantuvo siempre su corazón firme y en paz porque permaneció en una oración continua y porque se entregó asiduamente a la oración. Lorenzo Galmés escribe:

«Testigos fidedignos aseguran que muchas noches su descanso fue la vigilia y la oración. Era menester ganar ante Dios, impetrando su ayuda, lo que no alcanzaban a ganar las fuerzas humanas. Robaba a la noche las horas que a él le había robado el día, y que estaban consagradas a Dios en exclusiva. Muchos testimoniaron también de sus públicas penitencias, como golpearse el pecho con un duro pedrusco para suscitar la contrición; aplicarse duras y sangrientas disciplinas para hacer resaltar el castigo que se merece a causa de los pecados» (246).

La cruz que purifica y salva
San Junípero, en efecto, llevó siempre una vida sumamente penitente. Vestido con el tosco sayal franciscano, calzado con sandalias de cuero crudo, como las de los indios; sometido, como sus hermanos religiosos, a una dieta sumamente austera –exigida, por otra parte, por las duras condiciones del lugar–, con la salud casi siempre mala, arrastrando su pierna enferma por caminos interminables, aplicándose cilicios y sangrientas disciplinas, se abrazó toda su vida al Crucificado, y en las horas nocturnas de oración encontró siempre su alegría y su fuerza inagotable.
Pero sus mayores sufrimientos procedieron del ardor de su celo apostólico, al tener que soportar en su trabajo misionero interminables dificultades, malignamente creadas por una autoridad civil pretendidamente liberal y progresista. En una ocasión le confesó al padre Palou: «Muchas veces he recelado me acabasen la vida las pesadumbres».

Enfermo confirma
El padre Junípero Serra, en realidad, estuvo enfermo toda su vida, pero nunca prestó a su salud sino una atención mínima, la suficiente para seguir sirviendo a Cristo en sus hermanos. En 1783, ya con setenta años, estaba tan agotado por el asma, el dolor intenso en el pecho, y la hinchazón de la pierna llagada, que apenas podía consigo mismo.
Sin embargo, como en julio de 1784 cesaba su licencia para confirmar, hizo un esfuerzo supremo para administrar el sacramento de la confirmación al mayor número posible de indios neófitos. Cuando visitó San Gabriel, pensaron que ya se moría, pero aún pudo seguir a San Buenaventura, su querida fundación recién nacida. En ésta, su alegría fue tan grande, que pareció cobrar nuevas fuerzas. Los indios acostumbraban poner las manos sobre los hombros de fray Junípero, al que llamaban «el Padre Viejo», y éste correspondía poniéndoles su mano con cariño sobre la cabeza.
Hizo visita pastoral a San Luis y San Antonio y, a comienzos de 1784, regresó a su centro habitual, San Carlos de Monterrey. Aquí pasó la cuaresma, sin ahorrarse los trabajos pastorales y ascéticos en él habituales, y a últimos de abril salió hacia el norte, a San Francisco, donde le recibió su gran amigo el padre Palou. Y llegó todavía a Santa Clara, donde, tras unos días de absoluto retiro, hizo con el padre Palou confesión general de todos los pecados de su vida. Cuando regresó a Monterrey, terminadas ya sus licencias para confirmar, había confirmado 5.307 neófitos en sus misiones californianas.

Monterrey, México

Último despojamiento y muerte
Mediado el año, recibió fray Junípero una noticia muy dura. El obispo fray Antonio de los Reyes pensaba ahora entregar a los dominicos las misiones de la alta California, aquellas fundaciones que habían costado a los franciscanos trabajo y sangre durante años. Fray Junípero estimó injusta e inconveniente la medida, y así lo manifestó con todo respeto; sin embargo, si era preciso beber cáliz tan amargo, la obediencia era en él una actitud absoluta, incondicional:

«Así se hará con el favor de Dios, por mi parte, y procuraré lo hagan todos». En todo caso, sea cual fuera la solución final, las misiones debían seguir siendo atendidas con la mayor solicitud: «aunque sepan cierto que nos han de echar… y mientras hacemos la cosa, hagámosla bien».

Fray Junípero, en este tiempo, seguía en Monterrey su vida misionera con los indios, con una alegría y dedicación que hacían suponer, como pensó Palou al visitarle, una salud mejorada. Pero un soldado que conocía al padre hacía años le hizo pensar de otro modo: «Padre, no hay que fiar; él está malo. Este santo Padre, en hablar de rezar y cantar, siempre está bueno, pero se va acabando».
El 22 de agosto el San Carlos ancló en el puerto, y su cirujano se apresuró a visitar al padre Serra, que le dejó aplicar sus remedios, sin hacer mayor caso de ellos ni quejarse. El 26 pidió que todo el día le dejasen a solas en recogimiento, y por la noche repitió su confesión general. El 27 todavía rezó el Oficio Divino, y para recibir el viático, no quiso permitir que Jesús viniera a él, sino que insistió en ir él a su encuentro. Sostenido por los suyos, se llegó como pudo a la iglesia, y allí cantó el Tantum ergo como si estuviera sano, y recibió al Señor de manos del padre Palou, retirándose después todo el día en oración silenciosa. Por la noche, recibió la unción de los enfermos, sentado en una silla de cañas, de las que hacían los indios, y rezó con sus frailes los salmos penitenciales y las Letanías de los santos. En estos días últimos, fray Junípero mantenía siempre entre sus manos una cruz de madera, de un tercio de vara, la que había llevado siempre consigo en sus viajes misionales. Como Cristo, quiso pasar de esta vida a la otra agarrado a la cruz.
El día 28, después de prometer al padre Palou que si Dios, por su misericordia, le concedía llegar al cielo, desde él había de pedir mucho por los religiosos y los indios que dejaba en las misiones, quedó tranquilo, pero poco después le pidió que rociase la celda con agua bendita: «Mucho miedo me ha entrado, mucho miedo tengo, léame la recomendación del alma, y que sea en alta voz, que yo la oiga». Sentado en la silla de cañas, él fue contestando con toda devoción la oración que rezaban el padre Palou, fray Matías Noriega, el cirujano y la oficialidad del San Carlos.
Al final dijo: «Gracias a Dios, gracias a Dios, ya se me quitó totalmente el miedo; gracias a Dios ya no hay miedo, y así vamos fuera». Salieron todos, volvió él a su libro de rezos, tomó una taza de caldo, y al mediodía, después de decirle al padre Palou: «Y ahora vamos a descansar», se retiró a su celda, y vestido con su sayal franciscano, se tumbó sobre las tablas de su catre, cubriéndose con una manta, abrazado a su cruz. Así se durmió en el Señor.


Fray Junípero Serra, a los setenta años y nueve meses de edad, después de casi cincuenta y cuatro años de franciscano, y treinta y cinco años de misionero, habiendo fundado nueve misiones, bautizado más de siete mil indios, y viajado unos nueve mil kilómetros, muchísimos de ellos a pie, consumó santamente la ofrenda de su vida en Monterrey, con toda humildad. Sus pobres sandalias gastadas, el cilicio de cerdas que solía usar, su escasa ropa, que fue partida en trozos, todo fue distribuído estimándolo como reliquias de un santo, aunque el padre Palou recurrió al truco de decir que aquello era «escapulario y cordón de Nuestro Padre San Francisco».
En los funerales solemnes, mientras las campanas sonaban tristemente, un cañón del buque disparaba cada media hora una salva en su honor, y el cañón del fuerte contestaba con otra. Los religiosos de las misiones vecinas, todos los españoles y unos seiscientos indios, asistían emocionados a la despedida de un santo fraile que en su palabra y en su vida les había manifestado a Jesucristo.
En 1948 se inició en Monterrey el proceso para la beatificación de fray Junípero, declarado venerable en 1958, beatificado por Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988. El papa Francisco lo canonizó en su primer viaje a Estados Unidos (23-IX-2015). San Junípero Serra, ruega por nosotros.

Y la historia sigue
Tras la muerte de fray Junípero Serra, la historia de las misiones por él fundadas está marcada por la evolución general de los acontecimientos políticos. La implantación progresiva de la revolución liberal en la mayoría de las naciones cristianas europeas, con las consiguientes persecuciones religiosas, afecta también a América, e incluso de un modo especial, pues las mismas contiendas de la Independencia, a pesar del indiscutible sentimiento católico de la inmensa mayoría de la población, radicalizan aún más la hostilidad antirreligiosa propia del liberalismo.
En México, concretamente, un gobierno liberal de fuerte connotación masónica decreta en 1827 la expulsión de todos los religiosos. Y el 2 de febrero 1848, tras una guerra lamentable, llena de complicidades políticas, por el Tratado de Guadalupe Hidalgo, México cede a los Estados Unidos una enorme parte de su territorio nacional, la alta California, Nuevo México y Texas, vastas regiones en las que la presencia hispano-mexicana se había afirmado casi exclusivamente por las fundaciones misionales.
Unos días antes, el 29 de enero, en las ruinas del Desierto de los Leones, el general Scott y sus oficiales victoriosos fueron agasajados por un grupo del Ayuntamiento de México, encabezados por el alcalde, un liberal notorio. Estos «patriotas» (léase vendepatrias) pidieron a los norteamericanos que «no salieran de México sin destruir antes “la influencia del clero y del ejército”, y aun hubo quien habló de la anexión nacional a los Estados Unidos» (Alvear Acevedo 258-259)…
El descubrimiento posterior del oro en Sierra Nevada, atrajo una avalancha de aventureros e inmigrantes, que acabó prácticamente con lo poco que quedaba de las misiones, deshaciendo cuanto se había hecho por la población indígena. Los indios, los que no fueron exterminados, se dispersaron y regresaron a su estado primitivo. Y California, concretamente, entró a formar parte en 1850 de los Estados Unidos de América.
Un siglo después de esas fechas, en estos últimos decenios, se produjo en los Estados Unidos una revalorización del legado hispánico, y se restauraron con gran cuidado aquellas históricas misiones franciscanas que, desde su humildad evangélica, dieron origen en la Costa Oeste a grandes ciudades, que hoy están en la vanguardia mundial tanto en técnica y riqueza, como en algunos vicios.
Pero la historia sigue, y «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9). A pesar de la radical política laicista de los gobiernos de México, casi continua hasta hoy desde los tiempos de Juárez (1857-1872), nunca los hombres han podido desarraigar la fe que Dios allí sembró por los misioneros. Por el contrario, si hoy la fe tiene en México tanta vitalidad y pujanza es porque muchas generaciones, resistiendo tan prolongada persecución, la han afirmado en su vida, y también han sabido morir por ella, al grito de ¡Viva Cristo Rey!

José Maria Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía
Bibliografía de la serie Evangelización de América

Post post. –En la gran sala de las estatuas del Capitolio de EE.UU. están reunidas cien imágenes de quienes más destacaron en su historia, entre ellos Fray Junípero Serra. Y por los años 2015 hubo en el Senado quien reclamó que se retirara la estatua de San Junípero, sustituyéndola por una mujer fallecida, astronauta y lesbiana. La iniciativa, creo, no prosperó.

San Junípero Serra -Capitolio, USA

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