(524) Evangelización de América, 53. México. Franciscanos. San Junípero Serra, evangelizador y fundador de California (I)

San Junípero Serra

–Un misionero cojo…

–Si es cojo, pero es santo, anda más que un misionero sano: Dios lo mueve.

 

–Junípero Serra (1713-1784)

En la isla de Mallorca, cristiana y franciscana, en el pueblo de Petra, de unos 2.300 habitantes, en el hogar de Antonio Serra y Margarita Ferrer, nació en 1713 un tercer hijo, que fue bautizado con el nombre de Miguel-José. La familia, de canteros y agricultores, era mo­desta, y el niño fue creciendo más bien débil y enfermizo.

Nos cuen­tan su vida Lorenzo Galmés, Fray Junípero Serra, apóstol de California; Lino Gómez Canedo, De México a la alta California; una gran epopeya misional, y Ricardo Majó Framis, Vida y hechos de fray Junípero Serra, fundador de Nueva California.

Los franciscanos estaban en Palma de Mallorca ya en 1281, y tuvieron figuras de gran relieve, como el beato Raimundo Lulio (+1315), terciario franciscano. En el siglo XVIII, la isla de Mallorca, era muy cristiana. Unos 140.000 habitantes, eran atendidos por unos 500 sacerdotes, en 317 iglesias; y a ello se añadían 15 conventos franciscanos, 11 más de otros religiosos, y 20 casas de religiosas.

El pequeño Miguel-José, ya muy chico, se fue orientando hacia los franciscanos, y aprendió las Florecillas de San Francisco de memoria. En ellas conoció la atrac­tiva figura del bendito fray Junípero. En 1730 pidió el ingreso en la Orden, y co­menzó el noviciado. Con pocas fuerzas físicas, y de poca estatura, valía más para el estudio o para ayudar a misa que para los trabajos más rudos y fatigosos, lo cual le humillaba no poco.

Sin embargo, cuando hizo en 1731 la profesión religiosa, y tomó el nom­bre nuevo de Junípero –Jo fray Miquel-Josep Serra Ferrer fas vot, y promet a Deu omnipotent…–, se le pasaron todos los males, como solía decir, y cobró nuevas fuerzas y salud. Hizo en Mallorca, con notable pro­vecho, los estudios de filosofía (1731-1734) y los de teología (1734-1737). No conocemos cuándo fue ordenado sacerdote, pero lo era en 1737.

 

Profesor y predicador

En 1740, a los 27 años, como lector, se inicia como profesor de filosofía, ministerio que desempeñó durante tres años. En 1742 obtuvo el doctorado en teología, y se dedicó a enseñarla (1743-1749) en la Universidad de Palma. A sus doctas actividades académicas siempre unió el ministerio de la predicación, llevando la Palabra divina a muchas partes de la isla. Lo que queda de su sermonario personal muestra unos esquemas mentales tan sencillos como profundos, siempre centrados en la feliz destinación del hombre al amor de Dios: «A todos nos llama el Señor para que, dejando todo pecado, a El sólo amemos». Después de todo, esto era lo que ha­bía aprendido desde niño en aquella isla cristiana, en la que el saludo po­pular era «Amar a Dios», que él divulgó en California, donde perduró mucho tiempo tras su muerte.

 

Dejando todo, parte a misiones

Un día fray Francisco Palou le hizo a su maestro y buen amigo fray Juní­pero la confidencia de que estaba pensando ir a misiones, y grande fue su alegría cuando oyó esta respuesta:

«Yo soy el que intenta esta larga jor­nada; mi pena era estar sin compañero para un viaje tan largo, no obstante que no por faltar desistiría. Acabo de hacer dos novenas, a la Purísima Concepción de María Santísima y a San Francisco Solano, pidiéndoles to­case en el corazón a alguno para que fuese conmigo, si era voluntad de Dios, y no menos que ahora venía resuelto a hablarle». Por el padre Palou mismo conocemos esta anécdota, y otras muchas, pues él publicó en 1787 la primera biografía de fray Junípero.

Obtuvieron licencia de los superiores, y fray Junípero, por carta y a través de un fraile amigo, se despidió de sus padres, ya muy ancianos. «Si yo, por amor de Dios y con su gracia, tengo fuerza de voluntad para dejarlos –le escribía a su amigo intermediario–, del caso será que también ellos, por amor de Dios, estén contentos al quedar privados de mi compañía». Y a sus padres les anima en la carta a alegrarse, pues con su partida a misio­nes «les ha entrado Dios por su casa», y además «no es hora ya de alte­rarse ni afligirse por ninguna cosa de esta vida».

Su entrega al Señor y a los indios en las misiones fue total y para siem­pre desde el primer momento. En 1773, desde México, escribía a su so­brino fray Miguel de Petra, capuchino: «Cuando salí de esa mi amable pa­tria, hice ánimo de dejarla no sólo corporalmente». Podría, sí, le dice, haber escrito con más frecuencia, «pero, añade, para haber de tener continua­mente en la memoria lo dejado, ¿para qué fuera el dejarlo?». La carta de su sobrino le había encontrado en lugar muy apartado: «Yo recibí la carta de vuestra Reverencia entre los gentiles, más de trescientas leguas lejos de toda cristiandad. Allá es mi vivir, y allá, espero en Dios, sea mi mo­rir». Y ésa fue, en efecto, la voluntad de Dios.

 

–Hacia México

 A fines de agosto de 1749, a los treinta y cinco años, fray Junípero se embarcó para las Indias en Cádiz. Iban en la nave veinte franciscanos y siete dominicos. A mediados de octubre llegaron a San Juan de Puerto Rico, donde varios padres predicaron una misión.

«Cuando predicaba yo –escribe humildemente el padre Serra– no se oía ni un suspiro, por más que tratase asuntos horrorosos y me desgañitase gritando. Con lo que se hizo público para todo el pueblo, para confusión de mi soberbia, que yo era el único en quien no residía aquel fuego interior que inflama las pala­bras para mover el corazón de los oyentes».

Cuando a fin de mes reanudaron la navegación, les esperaba una terri­ble tormenta, y el único de los religiosos que no se mareó fue fray Junípero. Sin embargo, no estaba muy contento de sí mismo: En el viaje, escribía, «no hemos tenido más que unos pocos trabajillos, y para mí el mayor de todos ha sido el no saberlos llevar con paciencia».

Llegados a Veracruz, aunque la Corona costeaba los gastos de caballe­rías y carros para los misioneros, fray Junípero y otro religioso, con el permiso debido, partieron hacia México a pie y mendigando, según la mejor tradición evangélica y franciscana, ya iniciada por los Doce primeros frailes (1524). Cerca ya de la meta, notó fray Junípero que se le hinchaba un pie, quizá por las picaduras de mosquitos, restregadas por la noche, en sueños, e infectadas. El caso es que la he­rida abierta de su pie acompañaría ya para siempre los itinerarios apostó­licos del padre Serra, que nunca dio al asunto la menor importancia.

Una vez en la ciudad de México, el 31 de diciembre, fueron antes de nada a venerar a la Señora dulcísima de Guadalupe, y de allí al Colegio misio­nal de San Fernando. Cuando llegaron a éste, la comunidad rezaba la Hora litúrgica con toda devoción, y fray Junípero le comentó a su compa­ñero:

«Padre, verdaderamente podemos dar por bien empleado el venir de tan lejos, con los trabajos que se han ofrecido, sólo por lograr la dicha de ser miembros de una Comunidad que con tanta pausa y devoción paga la deuda del Oficio Divino».

Al día siguiente de llegar, solicitó del superior un director espiritual, y le fue asignado un santo y veterano misionero, fray Bernardo Puneda.

 

En Sierra Gorda con los pame

Los indios pame, de la familia de los otomíes, vivían en Sierra Gorda, en el centro de la Sierra Madre Oriental, a más de 150 kilómetros de Queré­taro, y el Colegio Misional de San Fernando tenía a su cargo sostener allí las cinco misiones fundadas en 1744, Xalpán, la Purísima Concepción, San Miguel, San Francisco y Nuestra Señora de la Luz.

Estas misiones llegaron a reunir unos 3.500 indios, y estaban protegidas por un capitán al frente de una compañía. El padre Pérez de Mezquía, colaborador en Texas del venera­ble fray Margil, fue quien organizó la estructura catequética y laboral de aquellas misiones, y lo hizo en forma tan perfecta que el modelo fue co­piado en otras misiones.

El clima cálido, húmedo, muy insalubre, de Sierra Gorda producía fre­cuentes bajas entre los misioneros, y cuando el Guardián de San Fer­nando pidió voluntarios para aquellas misiones, se ofrecieron ocho, y los primeros fray Junípero y fray Francisco Palou. Algunos padres sugirieron que varón tan docto como fray Junípero no fuera enviado a un rincón tan bárbaro.

Pero en junio de 1750 los dos amigos mallorquines salieron a pie hacia su destino, y un año después el padre Serra era elegido presidente de aquellas cinco misiones franciscanas. Se empeñó ante todo en apren­der la lengua indígena, en perfeccionar la catequesis, y en sus nueve años de misión, no quedó indio de la zona sin bautizar. Conociendo las disposi­ciones del indio y los modos peculiares de la religiosidad popular, daba a las festividades religiosas el mayor colorido posible, con representacio­nes plásticas, procesiones con cruces, diálogos entre niños indios, echando mano de todos los recursos posibles, capaces de expresar de alguna manera la belleza del mundo de la gracia.

Otra tarea misionera fundamental era despertar en aquellos indios la tendencia natural humana hacia el trabajo, inclinación que en ellos estaba secularmente dormida por el desorden y la desidia. Los indios pame, en efecto, fueron aprendiendo artesanías y oficios, nuevos modos de criar gana­dos y cultivar los campos, y crecían así de día en día en humanidad y cris­tianismo. Pasado un trienio, en 1754, quedó fray Junípero libre de su cargo, y como simple misionero, en Xalpán, pudo dedicarse todo y solo a sus in­dios. En 1759, los padres Serra y Palou fueron llamados a San Fernando para ser enviados a los indios apaches.

 

Predicador desde San Fernando de México

Junto al río San Sabá, afluente del Colorado, los franciscanos habían establecido en 1757 una misión muy peligrosa entre los apaches. Un año después, los padres Alonso Giraldo de Terreros, José Santisteban y Mi­guel de Molina se vieron un día rodeados de unos dos mil indios, que es­grimían arcos y armas de fuego. Terraldo fue abatido de un disparo, San­tisteban fue decapitado, y Molina logró escapar de noche con la mujer de un soldado –que también fue muerto– y con su niño.

Al conocerse la noticia en San Fernando, el Guardián estimó que los dos mallorquines amigos eran los más indicados para ir a aquella misión tan peligrosa. En una carta del padre Pérez de Mezquía, de marzo de 1759, se dice que para aquella misión eran ambos muy dispuestos e idóneos:

«Lo primero son doctos, de manera que el principal, que se llama fray Junípero, era Catedrático de Prima de la Universidad de Mallorca; el otro, que se llama fray Francisco Palou, discípulo del primero, era en su Provincia Lec­tor de Filosofía». Ya se ve, pues, que tan doctos frailes eran los más indi­cados para tratar de evangelizar a los apaches. Conviene señalar la importancia que en la valoración de los misioneros se daba por entonces a la calidad doctrinal.

A última hora, el Virrey de Nueva España prohibió el envío de estos misioneros, en tanto no estuviera pacificada la región. Fray Junípero en­tonces, desde 1759 hasta 1768, vivió como conventual en San Fernando, en México, desempeñando diversas funciones, como la de maestro de novicios, Comisario de la Inquisición, o consejero del superior. Pero se dedicó sobre todo a las misiones populares, que estaban orientadas a la reanimación espiritual de los ya cristianos.

Tanto el Colegio de Misiones de San Fernando como el de Zacatecas tenían su propio «método de mi­sionar», en el que horarios y temas venían cuidadosamente distribuidos, y que incluía cantos y diversos actos de la religiosidad popular. La muche­dumbre de fieles era congregada con cantos religiosos como éste: «Dios toca en esta Misión / las puertas de tu conciencia: / penitencia, penitencia / si quieres tu salvación».

El padre Serra llevó el testimonio de su presencia ascética y de su en­cendida palabra a Mezquital, Guadalajara, Puebla, Tuxpam, Oaxaca, Huateca, y a tantos lugares más. En Zimapán algún enemigo de Cristo en­venenó su vino de misa, y celebrando la eucaristía, cayó desmayado. Quiso un amigo darle a beber una triaca como remedio, pero él la rechazó, y sólo bebió un poco de aceite, con lo que se recuperó en seguida. Y al amigo, que estaba medio ofendido, al ver que había rechazado su bre­baje, fray Junípero le dijo:

«A la verdad, señor hermano, que no fue por ha­cerle el desaire…; pero yo acababa de tomar el Pan de los Angeles, que por la consagración dejó de ser pan y se convirtió en el Cuerpo de mi Se­ñor Jesucristo; ¿cómo quería vuestra merced que yo, tras un bocado tan divino, tomase una bebida tan asquerosa?».

Aquel docto franciscano mallorquín, en estos nueve años, recorrió predicando buena parte de México, anduvo unos 4.500 kilómetros, casi siempre a pie, y siempre cojo.

 

Presidente de las misiones californianas    

Como ya vimos (514), al ser expulsados los jesuitas en 1767, los franciscanos les sustituyeron en varias misiones. Fue así como, en 1768, los francisca­nos entraron en California para ocuparse de las misiones de las que habían sido expulsado los de la Compañía. Don José Gálvez, como Visi­tador General, llegó a México en 1765, para dirigir políticamente esta delicada transición.

Con el acuerdo del Virrey, del Visitador General y del Comisario misional franciscano, unos 45 religiosos, procedentes de los Colegios Misionales de México y Querétaro, y de la Provincia de Jalisco, formaron una expedi­ción con destino a California. Confiados a la presidencia del padre Juní­pero Serra, que tenía entonces 54 años, se reunieron a fines de 1767 en Tepic. En tanto llegaba el momento de embarcarse, misionaron entre to­dos aquellas tierras de Nayarit, y las vecinas de Jalisco, San José, Maza­tán, San Pedro y Guaynamotas. Y cuando por fin hubo barco, partieron del puerto de San Blas en marzo de 1768. Tras dos semanas de navegación, desembarcaron en Loreto, el centro de las antiguas misiones jesui­tas.

En aquella misión de Loreto, con fray Fernando Parrón, fijó fray Junípero su resi­dencia, o mejor, el centro de sus frecuentes viajes, en tanto que todos los religiosos se dirigían a ocupar las diversas misiones. Meses después Gálvez, que había nombrado a Gaspar de Portolá gobernador de la baja California, llegó a Santa Ana, en el extremo sur de la península, a más de 500 kilómetros al sur de Loreto, y allí tuvo un importante encuentro con fray Junípero.

Pronto surgió una amistad profunda entre estos dos hombres, que habían de ser protagonistas de la formación histórica de la alta Cali­fornia. Ambos estimaron que lo más urgente era fundar misión y fuerte en el puerto de San Diego, y también más arriba, en la bahía de Monterrey, para iniciar desde esas bases la población y la evangelización de California.

Para ello se organizaron cuatro expediciones, incluyendo en todas ellas soldados y frailes. Dos irían por mar, cargando en dos buques ganados y semillas, aperos y suministros, y otras dos por tierra. El objetivo de todo este gran empeño venía expresado claramente en las Instrucciones de Gálvez al Gobernador: «extender la religión entre los gentiles que habi­tan el norte de este Península por el medio pacífico de establecer misiones que hagan la conquista espiritual» y el de «introducir la dominación del Rey nuestro Señor».

 

Larga marcha hacia el norte

Por tierra, desde Loreto, partió fray Junípero a fines de marzo. El estado de las abandonadas misiones jesuitas era deplorable. Cada una había quedado al cui­dado de un soldado, que en bastantes casos más que evitar los saqueos, los había controlado en provecho propio. En muchas de las misiones los indios no trabaja­ban, ni acudían a la doctrina, y en otras se habían marchado. En marzo, desde Loreto, el padre Serra emprendió viaje hacia las misiones del norte. El soldado «comisionado», groseramente, le asignó una mula vieja, nin­guna ropa y escasos víveres.

Llegó Serra primero a la misión de San Francisco Javier de Viaundó, y el padre Palou, que allí estaba, viendo en ray Jerónimo el estado lastimoso de su pierna, no quería dejarle seguir, pero no pudo rete­nerle. Visitó también detenidamente San José de Comondu, La Purísima –donde los indios bailaron en su honor–, Guadalupe, San Miguel –allí tuvie­ron la gentileza de cederle como ayudante un muchacho indio ladino, que sabía leer y ayudar a misa–, Santa Rosalía de Mulegé, San Ignacio, Santa Gertrudis, San Francisco de Borja y Santa María de los Ángeles, donde se encontró con el Gobernador Puértolas.

Con éste siguió adelante el padre Serra, y en un lugar favorable, fundó su primera misión californiana, la de San Fernando de Vellicatá. El 14 de mayo de 1769, en presencia del Gobernador, se alzó la cruz, se colgó la campana y se construyó en una choza una iglesita. El Veni Creator y las salvas que los soldados hicieron, solemnizaron, como se pudo, el acto. Fray Junípero se emocionaba viendo al pequeño grupo de indios que se habían acer­cado, y escribe:

«Alabé al Señor, besé la tierra, dando a Su Majestad gracias de que, después de tantos años de desearlos, me concedía ya verme entre ellos en su tierra. Salí prontamente y me vi con doce de ellos, todos varones, enterísimamente desnudos. A todos uno por uno puse am­bas manos sobre sus cabezas en señal de cariño, les llené ambas manos de higos pasos… Con el intérprete les hice saber que ya en aquel propio lugar se quedaba padre de pie que era el que allí veían, y se llamaba Padre Miguel».

Un mes después, ya lejos de allí, supo que más de cuarenta de ellos habían pedido el Bautismo.

 

El incesante caminar de un cojo

Como ya vimos, permitió el Señor que el bendito fray Junípero, lo mismo que el dominico San Luis Beltrán, quedase cojo precisamente al ir a misiones. Y su dolencia se agravaba y manifestaba, como es natural, en los viajes más arduos y largos. En esta ocasión, el Gobernador le dijo: «Padre Presi­dente, ya ve vuestra reverencia cómo se halla incapaz de seguir con la expedición», y propuso que le dejasen reposar en la primera misión. Fray Junípero le contestó:

«No hable vuestra merced de eso, porque yo confío en Dios; me ha de dar fuerzas para llegar a San Diego, y en caso de no convenir, me conformo con su santísima voluntad. Aunque me muera en el camino, no vuelvo atrás, o bien que me enterrarán, y quedaré gustoso en­tre los gentiles, si es la voluntad de Dios».

El padre Serra debió sentirse atormentado no sólo por los dolores de su pierna llagada, sino más aún por sus dudas interiores. Se preguntaría: «¿Cómo el Señor me manda a tan grandes viajes misioneros y me deja tan herido con el mal de mi pierna?». Su ímpetu misionero se veía siempre fre­nado por su miseria física… Un día, no sin encomendarse primero a Dios, tomó discretamente aparte al arriero de la expedición, Juan Antonio Coro­nel.

«Hijo, ¿no sabrías hacerme un remedio para la llaga de mi pie y pierna?». El pobre arriero quedó desconcertado: «Yo sólo he curado las mataduras de las bestias». Pronto contestó fray Junípero tan lógica obje­ción: «Pues hijo, haz cuenta de que yo soy una bestia y que esta llaga es una matadura de que ha resultado el hinchazón de la pierna y los dolores tan grandes que siento, que no me dejan parar ni dormir; y hazme el mismo medicamento que aplicarías a una bestia». Así lo hizo el arriero con unas hierbas y un emplasto, y, siendo obra sobrenatural de Dios o natural de las hierbas, o lo uno y lo otro, el caso es que se vio notablemente aliviado.

Durante estos viajes de misión en misión, con frecuencia eran acompa­ñados a distancia por indios ocultos, que a veces se acercaban en son de paz, e intercambiaban regalos, o que otras veces se aproximaban hostiles, haciendo gestos amenazadores, y dando a entender, sin lugar a dudas, que no debían seguir adelante un paso más. En ocasiones, los indios ha­bían de ser dispersados por los soldados con las embestidas de los ca­ballos y disparos al aire, sin que fuera necesaria mayor violencia.

 

Entusiasmo por la Creación y por la Redención

Cuenta el padre Serra que en una ocasión, unos indios pacíficos estuvieron con ellos, de­jando sus armas en el suelo, y «nos empezaron a explicar una por una el uso de ellas en sus batallas. Hacían todos los papeles así del heridor, como del herido, tan al vivo, y con tanta gracia, que tuvimos un bello rato de recreación. Hasta aquí no había mujer alguna entre ellos, ni yo las había visto de las gentiles, y deseaba por ahora no verlas; cuando entre estas fiestas se aparecieron dos, hablando tan tupida y eficazmente como sabe y suele hacerlo este sexo, y cuando las vi tan honestamente cubiertas, no me pesó de su llegada».

El corazón franciscano de fray Junípero, por entre aquellos caminos que atravesaban panoramas formidables, se dilataba de entusiasmo y de amor al Creador. Abriendo caminos nuevos por aquel mundo nuevo para ellos, nuestro fraile iba poniendo nombres en su Diario a los lugares más atractivos o señalados: Corpus Christi, Álamo solo, San Pedro Regalado, Santa Petronila, San Basilio, San Gervasio…, consignando siempre los si­tios más idóneos para la futura fundación de misiones.

El 20 de junio llegaron al mar, a la bahía de Todos los Santos, donde la actual Ensenada. Días después hallaron un grupo de indios joviales y amistosos, en un lugar que él llamó La Ranchería de San Juan. «Su bello talle, porte, afabilidad, alegría, nos ha enamorado a todos», escribe fray Junípero.

«Nos han regalado pescado y almejas, nos han bailado a su moda. En fin todos los gentiles me han cuadrado, pero éstos en especial me han robado el corazón. Sólo las mulas les han causado mucho asom­bro y miedo… Las mujeres van honestamente cubiertas; pero los hombres desnudos como todos. Traen su carcaj en los hombros, en su cabeza los más traen su género de corona, o de piel de nutria, o de otra de pelo fino. Su cabello cortado en forma de peluquín y embarrado de blanco, verdade­ramente con aseo. Dios les dé el del alma. Amén».

A los pocos días llegaron a un lugar bellísimo –San Juan de Capistrano, en su mapa personal–, bien cultivado, con parras y árboles grandiosos, y unos indios se acercaron a ellos «como si toda la vida nos hubieran cono­cido y tratado, de suerte que ya no hay corazón para dejarlos así». Sin embargo, era preciso seguir adelante. «Yo a todos convido para San Diego. Dios nos los llegue allá o les traiga ministros que los encaminen para el cielo en su propia tierra, ya que se les ha concedido feraz y di­chosa».

El 26 de junio, en otro encuentro amistoso con indios, en un bello lugar que llamaron San Francisco Solano, cuenta fray Junípero:

«Se me sentó en rueda gran número de mujeres y niños, y a una le dio la gana de que le tuviese un rato en mis brazos su niño de pecho, y así lo tuve, con buenas ganas de bautizarlo, hasta que se lo volví. Yo a todos los persigno y santiguo, les hago decir “Jesús y María”, les doy lo que puedo, los aca­ricio como mejor puedo, y así vamos pasando, ya que por ahora no hay forma de mayor labor».

Estos indios se acercaban muchas veces buscando intercambios.

«Comida poco la apetecen, porque están hartos», escribe fray Junípero, «pero por cosa de pañitos o cualquier trapo son capaces de salir de sus casillas y atropellar con todo. Cuando les doy algo de comer, me suelen decir con bien claras señas que aquello no, sino que les dé el santo hábito que me cogen de la manga. Si a todos los que me han propuesto esta su vocación lo hubiera concedido, ya tendría una comunidad grande de genti­les frailes». Otras veces los indios invadían curiosos el campamento, tomando y dejando –no siempre– las diversas cosas, y manifestado es­pecial atracción por los anteojos de fray Junípero.

 

Fundador de misiones, de futuras ciudades

El 1 de julio de 1769, fray Junípero y los suyos llegaron por fin al puerto de San Diego. Allí encontraron los dos navíos de la expedición marítima. En uno de ellos, el escorbuto había matado a toda la tripulación, menos a dos hombres. Fray Junípero, a pesar de la terrible desgracia, y a pesar de la fatiga inmensa del camino, ante la inminencia de fundar misión allí, se sentía con ánimos redoblados.

La tierra es buena y con muchas aguas: «En cuanto a mí, la caminata ha sido verdaderamente feliz y sin especial quebranto ni novedad en la salud. Salí de la frontera malísimo de pie y pierna, pero obró Dios y cada día me fui aliviando y siguiendo mis jorna­das como si tal mal no tuviera. Al presente, el pie queda todo limpio como el otro; pero desde los tobillos hasta media pierna está como antes estaba el pie, hecho una llaga, pero sin hinchazón ni más dolor que la comezón que da a ratos; en fin, no es cosa de cuidado».

El 16 de julio de 1769, con una solemne eucaristía, nació la misión de San Diego. En torno a una plaza cuadrada, construyeron la iglesia y los edificios bási­cos, depósitos, talleres, cuartelillo para los soldados; se alzó una gran cruz, se colgaron las campanas, y se rodeó todo con una valla alta. El desconocimiento de la lengua indígena hacía difícil el trato con los indios. A mediados de agosto, atacaron los indios la misión, y hubo muertos por ambos lados. Días después los indios se acercaron para ser cura­dos…

A los comienzos, sobre todo por falta de bastimentos, parecía imposible continuar allí, pero fray Junípero y sus compañeros se agarra­ban al lugar con tenacidad indecible: «Mientras haya salud, una tortilla y hierbas del campo, ¿qué más nos queremos?». Tiempo después llegó a tener la misión más de mil indios bautizados.

Misión OFM S. Carlos de MonterreyA fines de mayo de 1770, una expedición por tierra y otra por vía marí­tima, en la que iba fray Junípero, descubrieron por fin con gran alegría la bahía de Monterrey. Con la custodia del teniente Pedro Fagés y 19 soldados, se fundó la misión de San Carlos de Monterrey, de la cual fray Junípero fue el alma durante catorce años, haciendo de ella el centro de su actividad misionera. Durante todos esos años, el brazo derecho de fray Junípero en San Carlos fue el padre fray Juan Crespí, que allí trabajó hasta que murió, en 1782. En los tres primeros años, aquella misión ya tuvo 165 bautizados, y al morir el padre Serra, eran 1.014.

La fundación de San Carlos fue seguida inmediatamente, bajo el impulso de fray Junípero, por la de otras misiones, como San Antonio de Padua, San Gabriel, San Luis Obispo. Al sembrar aquellas mínimas semillas de población cristiana, el padre Sierra se veía poseído de un loco entu­siasmo, como si previera que estaban destinadas a ser grandiosas ciuda­des.

Al fundar, por ejemplo, San Antonio, en 1771, apenas levantadas unas chozas, alzada la cruz y colgada la campana de un árbol, fray Junípero no se cansaba de repicar la campana con todas sus fuerzas: «¡Ea, gentiles, venid, venid a la santa Iglesia; venid a recibir la fe de Jesucristo!». Ausen­tes los indios, aunque quizá ocultos y atentos, un fraile le decía que no se cansase con tanto grito y repicar inútil. A lo que fray Junípero le contestó: «Déjeme, Padre, explayar el corazón, que quisiera que esta campana se oyese por todo el mundo, o que a lo menos la oyese toda la gentilidad que vive en esta Sierra».

Con estas acciones misioneras, precariamente asistidas por la adminis­tración del Virrey, sobre la base de tres centros principales, Vellicatá, San Diego y Monterrey, se había extendido el Evangelio y el dominio de la Co­rona en más de mil doscientos kilómetros de la costa del Pacífico. Tenía, pues, el Virrey muchas razones para publicar entonces, vibrante de entusiasmo, una solemne y piadosa crónica, en la que celebraba unos hechos

que «acreditan la especial pro­videncia con que Dios se ha dignado favorecer el buen éxito de estas expediciones en pre­mio, sin duda, del ardiente celo de nuestro Augusto Soberano, cuya piedad incomparable re­conoce como primera obligación de su Corona Real en estos vastos Dominios, la extensión de la Fe de Jesucristo y la felicidad de los mismos Gentiles que gimen sin conocimiento de ella en la tirada esclavitud del enemigo común».

A comienzos de 1771, para asistir las nuevas misiones y establecer otras, fueron asignados veinte franciscanos a la baja California, a las órde­nes de Palou, y diez a la alta California, bajo la guía del padre Serra. Digan ahora los historiadores lo que quieran, pero el dato fundamental y comprobado es que California nació a la Civilización engendrada por el Evangelio de Cristo, predicado por jesuitas y franciscanos.

Seguiré enarrando, Dios mediante, la vida y milagros de San Junípero Serra, franciscano.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

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