(514) Evangelización de América. 50, México. Jesuitas ensanchadores de México (y IV). California

Cruz en California

–Los padres de México fueron sobre todo los misioneros de Cristo.

–Por una vez, y sin que siente precedente, estamos totalmente de acuerdo.

 

6.–Misión de California

 

California inconquistable

Durante casi dos siglos, hasta fines del XVII, Cali­fornia se mantuvo ajena a México, apenas conocida, y desde luego incon­quistable. Ni se sabía si era isla o península. Hernán Cortés fue el descubridor de California, así llamada por primera vez en 1552 por su capellán, el historiador Francisco López de Gómara (calida fornax, horno ardiente).

Dos expediciones organizadas por Cortés, otra conducida por él mismo en 1535, y una cuarta en la que confió el mando a Francisco de Ulloa, sirvieron para descubrir California, pero se mostraron incapaces de poblarla. Aquella era tierra inhabitable, áspera y estéril, en la que no podían mantenerse los que pretendían poblarla, pues a los meses se veían obligados a regresar a México. El Virrey Mendoza intentó de nuevo su conquista, y des­pués Pedro de Alvarado y Juan Rodríguez Cabrillo. Felipe II, ante el peligro que corría Califor­nia a causa del pirata Drake, mandó poblar aquella región. Sebastián Vizcaíno fundó enton­ces el puerto de la Paz, pero en 1596 hubo que desistir de la empresa una vez más. Felipe III da la misma orden, Vizcaíno funda Monterrey, y regresa con las manos vacías en 1603. Años después, en 1615, se da licencia al capitán Juan Iturbi, sin resultados. Ortega, Carboneli y otros fracasaron igualmente en los años siguientes. El impulso que parecía decisivo para po­blar California fue conducido, con grandes medios, por el almirante Pedro Portal de Casanate en 1648, pero también sin éxito.

Carlos II, en fin, ordena un nuevo intento, y en 1683 parten dos naves con­ducidas por al almirante Atondo, y en ellas van el padre Kino y dos jesuitas más. Pero tras año y medio de trabajos y misiones, se ven obligados to­dos a abandonar California. Fue entonces cuando una junta muy compe­tente reunida en México por el Virrey, después de 20 expediciones maríti­mas realizadas en casi dos siglos, declaró que California era inconquis­table.

El padre Baegert, que sirvió 17 años en la misión de San Luis Gonzaga, dice que California «es una extensa roca que emerge del agua, cubierta de inmensos zarzales, y donde no hay praderas, ni montes, ni sombras, ni ríos, ni lluvias» (+Trueba, Ensanchadores 16). En realidad existían en la península de California algunas regiones en las que había tierra cultivable, pero con frecuencia sin agua, y donde había agua, faltaba tierra… Por eso hasta fines del XVII la exploración de California se hacía normalmente en barco, costeando el litoral. Las travesías por tierra a pie o a caballo, con aquel calor ardiente, sin sombras y con grave escasez de agua, resultaban ape­nas soportables.

 

–Los californios

Sin embargo, los indios californios vivían, malvivían, en aquellas tierras. Eran nómadas, dormían sobre el suelo, y casi nunca tres noches en el mismo lugar. Andaban desnudos, las mujeres con una especie de cinturón, y no tenían construcciones. Su alimentación era un prodigio de supervivencia: comían raíces, semillitas que juntaban, algo de pescado o de carne –grillos, orugas, murciélagos, serpientes, ratones, la­gartijas, etc.–, e incluso ciertas materias, como maderas tiernas o cuero curtido.

El padre Baegert cuenta que una vez vió cómo un anciano indio ciego despedazaba entre dos piedras un zapato viejo, y comía laborio­samente luego los trozos duros y rasposos del cuero. Echaban al fuego la carne o pescado que conseguían, sacándolo luego y comiéndolo «sin despellejar el ratón, ni destripar la rata, ni lavar los intestinos del ganado».

Más aún, cuenta que en la época de las pitayas [fruta exótica], que contienen gran canti­dad de pequeñas semillas que el hombre evacua intactas, los indios jun­taban los excrementos, recogían de ellos las semillas, las tostaban y mo­lían, y se las comían. Los españoles apelaban esta operación segunda cosecha o de repaso (Trueba, Ensanchadores 21). Quizá fue en estos indios en los que se inspiró Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) para elaborar el mito del Buen salvaje y de la idílica vida primitiva, en plena comunión con la naturaleza…

Los californios tenían tantas mujeres como podían, en ocasión tomadas de entre sus propias hijas. No tenían organización política o religiosa, y según fueran guaicuras, pericúes, cochimíes u otros, hablaban diversos idiomas. Eran unos cuarenta mil indios en toda la península, normalmente sucios, torpes y holgazanes.

Siendo así la tierra y siendo así los indios, nada justificaba los gastos y esfuerzos enormes que serían necesarios para poblar y civilizar California, empresa que, por lo demás, se mostraba imposible. Aquella tierra presen­taba un rostro tan duro y miserable que solamente los misioneros cristia­nos podían buscarla y amarla, pues ellos no buscaban sino la gloria de Dios y el bien temporal y eterno de los indios. Y así fue que los jesuitas, en 1697, entraron allí para servir a Cristo en sus hermanos más pequeños: «lo que hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Y cuando fueron expulsados en 1767, tenían ya 12.000 indios reunidos en 18 centros misionales.

 

–El padre Juan María Salvatierra (1644-1717)

El apóstol primero y principal de California fue el jesuita Juan María Sal­vatierra, nacido en Milán, de familia noble, en 1644. Llegó a México a los 30 años de edad, en 1675, con otros miembros de la Compañía. A partir de 1680, hizo durante diez años una gran labor misionera en Chínipas. En 1690 fue nombrado Visitador, y al año siguiente visitó la misiones de Sonora, donde habló de California largamente con el padre Kino. Desde entonces el padre Salvatierra hizo cuanto pudo para que se intentase de nuevo la evangelización de California, y siguiendo una inspiración del venerado misionero padre Zappa, hizo pintar el tránsito de la Casa de la Virgen de Loreto por los aires, con los indios californios en actitud de espera y aco­gida.

Por fin, en 1697 consiguió Salvatierra licencia real para intentar la evan­gelización de California, con la condición de no hacer gasto alguno a costa de la Real Hacienda, y de tomar posesión de aquellas tierras en nombre de la Corona. A los misioneros se les concedió como escolta un pequeño número de soldados, que habían de ser mantenidos por la propia misión. El padre Kino, retenido a última hora en la Pimería, no pudo acompañar a Salvatierra, que partió con el padre Francisco María Píccolo, misionero doce años en la Tarahumara.

Señalaré una vez más que en esta misión de California, como en tantas otras, hubo laicos cristianos que con su celo apostólico hicieron posible la empresa, suministrando a fondo perdido los medios económicos necesarios. Alonso Dávalos, conde de Miravalles, y Mateo Fernández de la Cruz, marqués de Buena Vista, juntaron con otros caballeros cristianos 17.000 pesos. El vecino de Querétaro, don Juan Caballero de Ozio, contribuyó con 20.000; la Congregación de los Dolores, de México, con 10.000; y don Pedro Gil de la Sierpe, tesorero de Acapulco, ofreció una lancha grande y una galeota de transporte (Trueba 28). Más adelante ayudó también el marqués de Villa Puente, «cuyos cofres siempre estaban abiertos para la misiones de California y China» (50).

Las misiones lograron en California evangelizar y civilizar, después del fracaso de veinte expediciones civiles o militares, a veces muy potentes. La armada del Señor que había de hacer la conquista espiri­tual de California estaba compuesta por dos jesuitas, cinco soldados con su cabo, y tres indios, de Sinaloa, Sonora y Guadalajara, más treinta va­cas, once caballos, diez ovejas y cuatro cerdos –que, por cierto, hubieron éstos de ser sacrificados, pues inspiraban a los indios un terror invenci­ble–.

 

–Nuestra Señora de Loreto

El 19 de octubre de 1697 desembarcó la expedición misionera en la costa californiana, frente a la actual isla del Carmen, y una vez plantada una cruz y entronizada la imagen de Nuestra Señora de Loreto, establecie­ron lo que había de ser Loreto, la misión central de California.

Los primeros contactos con los indios que se acercaron fueron ambi­guos. A los que se acercaban de paz, les daban de comer diariamente pozole o maíz cocido. A los de guerra, hubo en alguna ocasión que espan­tarlos a tiros, y murió alguno. La intervención del buen cacique de San Bruno, que trece años antes se había hecho amigo del padre Kino, facilitó mucho las cosas. Y en noviembre llegó el padre Píccolo, que había de ser durante 31 años uno de los puntales de la misión.

En seguida iniciaron tareas de construcción y de doctrina. Pero muy pronto vieron que el problema primario eran los abastecimientos. Los misioneros, incapaces de hacerse a la dieta de los indios californios, apenas subsistían con legumbres secas y leche de cabra, con algo de pescado seco en Cuaresma. El mismo padre Salvatierra tuvo momentos de desánimo:

«Escribo esta relación sin saber si la acabaré de escribir, porque a la hora que la escribo nos halla­mos aquí con bastantes necesidades, por falta de socorro; y como cada día van apretando más, y yo soy el más viejo del Real de Nuestra Señora de Loreto, daré el tributo primero, cayendo como más flaco en la sepul­tura» (Trueba 32).

Las solicitudes urgentes a México no recibían normalmente otra res­puesta que la negativa o el silencio administrativo. Muy de tarde en tarde, la llegada de algún barco de socorro –el San José, el San Xavier, el San Fermín–, enviado por los amigos jesuitas o seglares, hacía posible la prolongación de la aventura… En 1699 pudieron los misioneros salir a ex­plorar la tierra, y en lugar adecuado fundaron la misión de San Francisco Xavier.

 

–Prosigue el empeño misional entre grandes dificultades

En 1701 el padre Salvatierra hubo de pasar a México para recabar más ayudas. Fue entonces cuando, con el padre Kino, descubrió que California era una península. Nuevos misioneros se sumaron a la empresa: los padres Manuel Basaldúa, michoacano; Jerónimo Minutuli, italiano de Cer­deña, y sobre todo el gran apóstol Juan de Ugarte, nacido en Honduras de padres vascos. Era éste un misionero de una firmeza apostólica absoluta. En una ocasión realmente desesperada, cuando el mismo Salvatierra proponía ya dejarlo todo, Ugarte se fue a la iglesia, y a los pies de la Vir­gen de Loreto hizo voto de no desamparar la misión como no fuera por mandato de obediencia. Y allí con él siguieron todos…

Un soldado de la escolta tenía autoridad civil sobre los indios, pero el gobierno de éstos lo lleva de hecho el misionero, que nombraba entre ellos gobernador, fiscal de la Iglesia y maestro de escuela. Con enorme paciencia, los misioneros debían enseñar a los indios cali­fornios la doctrina cristiana, las oraciones y los sacramentos. Y lo que resul­taba más difícil, tenían que acostumbrarles a trabajar, cultivar la tierra, criar ganado, construir iglesias y casas, escuelas y almacenes. Además de esto, los misioneros habían de vestir a los indios y cuidarlos si caían enfermos.

El trabajo y las necesidades eran, pues, innumerables. Al principio, los misioneros sustentaban a todos los indios que se reducían al pueblo misional. Una vez reunidos en comunidad estable e instruídos en los trabajos, mantenían sólo a los gentiles que iban a catequizarse. Y los domingos se daba de comer a cuantos acudían a misa. Cuando el suministro alimentario desaparecía, fácilmente los indios abandonaban la misión…

Por lo demás, muy escasas eran las ayudas recibidas de México, aun­que los amigos de la misión formaron un Fondo Piadoso de las Califor­nias, y hubo haciendas en la Nueva España destinadas a la ayuda de la obra misionera. Por eso pronto comprendieron los misioneros que su labor sólo podría prolongarse si lograban una autosuficiencia económica. Soea­mente un trabajo enorme podría sacar adelante aquella aventura misional que parecía imposible.

 

–El padre Ugarte (1660-1730)

En estos trabajos sobresalió el padre Ugarte, que en la misión de San Xavier vino a ser el pro­curador principal de las otras misiones más pobres. Una vez celebrada la Misa, y rezadas las oraciones, daba el desayuno a los indios, y se iba luego con ellos a la fábrica de la iglesia, a los desmontes de terreno, los cultivos y demás lugares de trabajo. Los indios no hacían sino lo que el misionero iba haciendo antes que ellos. O en ocasiones se quedaban viendo a los que trabajaban, riéndose y haciendo bromas, incapaces de ver utilidadalguna a cualquier acción –por ejemplo, hacer adobes– que no diese una ventaja absolutamente inmediata.

Aun siendo las condiciones tan adversas, los indios se fueron acostum­brando al trabajo, y grandes obras se fueron llevando adelante. Se llena­ron precipicios, se llevó tierra donde había agua y se hizo llegar el agua a donde había tierra, se multiplicó grandemente el ganado caballar y lanar. Los indios aprendieron a cardar la lana, hilarla y tejerla. Ugarte mismo fa­bricó las ruecas, tornos y telares, y consiguió que un tejedor de Tepic (Nayarit, México), con sueldo, viniera a enseñar su arte a los indios. Procuró a los indios, además de las tierras comunales, gallinas, cabras, ovejas y sementeras propias, donde cosechaban maíz, calabazas y otros frutos.

El ejemplo de Ugarte en San Xavier fue seguido en las demás misiones californianas. Las misiones jesuitas de California, de 1697 a 1768, subsistieron por sus propios trabajos y por las ayudas particu­lares de buenos cristianos laicos. Y así en 1707, año de gran sequía y es­casez en la Nueva España, el padre Ugarte podía escribir en una carta:

«Gracias a Dios, ya va para dos meses que comemos aquí con la gente de mar y tierra buen pan de nuestra cosecha de trigo, pereciendo los po­bres de la otra banda, así en Sinaloa como en Sonora. ¿Quién lo hubiera soñado? Viva Jesús y la Gran Madre de la Gracia, y su Esposo, obtenedor de imposibles» (Trueba 39).

 

Misión SJ San Ignacio (1728) - baja California–Más Misiones

Nuevas misiones van naciendo, Santa Rosalía de Mulegé, Ligui, Guada­lupe, La Purísima, San Ignacio, San José de Comondú, San Juan… El pa­dre Salvatierra es nombrado Provincial de los jesuitas, pero logra en 1707 liberarse de su cargo y volver a California. Las iglesias, algunas muy her­mosas, se alzan en todas las misiones, cambiando la fisonomía de la pe­nínsula, y ninguna tenía menos de tres campanas, «que no hacen mala música cuando se tira de ellas».

Pronto fueron quedando inútiles los barcos San José y San Fermín, y como único medio de transporte quedó la pobre lancha San Xavier, que en 1709 enca­lló durante una tempestad, fue desmantelada y ente­rrada por los indios seris, y recuperada tras dos meses de grandes traba­jos. Por ese tiempo, una terrible epidemia de viruela diezmó a los califor­nios, especialmente a los niños.

 

–Un barco construido en California

En 1717 murió el padre Salvatierra. Había viajadoa México para tratar asuntos de la mi­sión, y allí desfalleció, en Guadalajara, a los 71 años, agotado y lleno de méritos. Fue sepultado en la Capilla de Loreto que él mismo había edificado. El padre Ugarte le sucedió al frente de las misiones de California.

La dificultad de comunicación marítima entre la península y el puerto de Guaymas, en Sonora, era entonces uno de los problemas más graves y urgentes. Por esas fechas, ya sólo quedaba en servicio la veterana lancha San Xavier, que hacía tiempo que venía pidiendo la jubilación. El padre Ugarte, en la imposibili­dad de conseguir un barco de México, decidió, ante el asombro de mu­chos, armar un barco en California, donde no había maderas ni clavos, jarcias ni brea, ni menos oficiales expertos en la construcción.

Sin em­bargo, él trajo a Loreto constructor y oficiales, y habiendo oído que 70 le­guas al norte había una zona de árboles grandes, allí se fue con su gente, y en cuatro meses de trabajos de tala y arrastre, al tiempo que catequizaba a los indios de la zona, se consiguió la madera precisa. Finalmente, y en breve tiempo, pudo ser botada en 1720 la balandra Triunfo de la Cruz, que sirvió a la misión en 120 travesías durante 25 años.

En ese mismo año, se inició la evangelización de los guaycuros, en la bahía de La Paz, al sur de Loreto, y se fundó la misión de Guadalupe Gua­sinapi, establecida allí donde el padre Ugarte evangelizó mientras se cor­taban troncos. En los años siguientes se fundaron nuevas misiones: Ntra. Señora de los Dolores, Santiago de los Coras, San Ignacio Kadakaamán, Cabo de San Lucas, Santa Rosa de las Palmas, San José del Cabo…

 

–Sangre de mártires

El padre Francisco María Píccolo murió en 1729, a los 79 años, en Loreto, después de 32 años de misión en la península. Y en 1730 falleció el gran padre Ugarte, a los 70 años, y 30 de misión californiana. Pocos años des­pués otros sacerdotes consumaron allí también la ofrenda de sus vidas, esta vez con una muerte martirial. En aquellos años, apenas tenían pro­tección militar los misioneros de aquella zona: en La Paz había dos solda­dos, otros dos en Santa Rosa, ninguno en San José del Cabo…

Así las co­sas, unos mulatos y mestizos, que habían sido dejados por piratas y mari­nos extranjeros en la costa sur, encendieron en las rancherías de los indios pericúes, entre Santiago y San José, el fuego perverso de la rebelión, que fue creciendo hasta hacerse un gran incendio. Cuatro misiones fueron arra­sadas, y estuvieron en grave peligro todas las de California.

A primeros de octubre de 1734, los indios conjurados llegaron un día a Santiago poco después de que el padre Carranco celebrara su misa, ca­yeron sobre él, lo mataron con flechazos y golpes de palos y piedras, profanaron su cadáver y lo quemaron. De allí pasaron a San José, donde hicieron lo mismo con el padre Tamaral. Otro jesuita, el padre Taveral huyó a la Bahía de la Paz, y los asesinos que le buscaban para matarle, desahogaron su frustración matando a 27 cristianos y catecúmenos… To­dos los demás misioneros, por orden del Visitador, se acogieron al fuerte de Loreto a comienzos de 1735.

Avisado el virrey, que era el arzobispo Vizarrón, enemigo de los jesuitas, nada hizo para socorrer las misiones amenazadas. El auxilio vino de la nación yaqui, fiel a los misioneros cristianos. 600 guerreros se ofrecieron para la defensa, pero sólo 60 fueron elegidos para embarcarse y atrave­sar el golfo de California. Con esto se contuvo la rebelión, y más cuando no mucho después el virrey y el gobernador de Sinaloa enviaron tropas que establecieron un fuerte en San José del Cabo. A petición de los indios, los misioneros volvieron entonces a sus misiones, que recuperaron su vida normal, y aún fundaron años después las de Santa Gertrudis (1752), San Borja (1762) y Santa María de los Ángeles (1766).

Después de casi dos siglos de fracasadas empresas civiles y militares, 52 misioneros jesuitas lograron en 72 años (1697-1768) la conquista espiritual y la civilización de la península de California, y con la gracia de Cristo establecieron en ella 18 misiones.

 

–Expulsión de los jesuitas

Por esos años, después de tantos trabajos y sufrimientos, después de tanta sangre martirial, las misiones de la Compañía, también en las regio­nes más duras, como California o la Tarahumara, vivían una paz flore­ciente. Sin embargo, «el tiempo se estaba acabando para los jesuitas es­pañoles en América, así como se había terminado para sus hermanos portugueses y franceses. Expulsados de Brasil en 1759 y de las posesio­nes francesas en América en 1762, los jesuitas de las colonias españolas eran objeto de muchas críticas y de acre enemistad en contra de ellos» (Dunne 321).

Como había sucedido en otras cortes borbónicas, también en la de España los favoritos de la corte y los ministros, masones y liberales, con las intrigas del primer ministro conde de Aranda, determinaron que el rey Carlos III expul­sara a los jesuitas en 1767 de todos los territorios hispanos.

El 24 de junio de 1767 el virrey de México, ante altos funcionarios civiles y eclesiásticos, abrió un sobre sellado, en el que las instrucciones eran ter­minantes: «Si después de que se embarquen [en Veracruz] se encontrare en ese distrito un solo jesuita, aun enfermo o mori­bundo, sufriréis la pena de muerte. Yo el Rey».

Cursados los mensajes necesaruos a todas las misiones, fueron acudiendo los misioneros a lo largo de los meses. Los jesuitas, por ejemplo, que venían de la lejana Tarahumara se cruza­ron, a mediados de agosto, con los franciscanos que iban a sustituirles allí –como también se ocuparon de las misiones abandonadas en California y en otros lugares–, y les informaron de todo cuanto pudiera interesarles. Llegados a la ciudad de México, obtuvieron autorización para visitar antes de su partida el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. La gente se apretujaba a saludarles en la posada en que estaban concentrados. El jesuita polaco Sterkia­nowsky escribía: «Parecía increíble el entusiasmo con que venían a visitarnos desde México. Si tratara de exagerar, no llegaría a hacerlo». Poco antes de Navidad, cuenta Dunne, unidos a otros jesuitas que venían de Argentina y del Perú, «partieron enfermos y tristes, abando­nando para siempre el Nuevo Mundo. Salieron de América para vivir y morir en el destierro, le­jos de sus misiones queridas y de sus hijos e hijas, sus neófitos» (330).

 

–Misioneros ensanchadores de México

Hemos recordado aquí la inmensa labor misionera realizada en México por la Compañía de Jesús con los indios tepehuanes, los de Sionaloa y Chínipas, los de Tarahumara, Pimería y California. Pero los jesuitas lleva­ron adelante, en condiciones de similar dureza, otras muchas misiones en­tre laguneros, acaxees y xiximíes, yaquis, mayas y yumas, los indios del Nayarit y tantos otros.

Por eso hemos de afirmar que todas esas regiones son actualmente México gracias a los misioneros jesuitas, que ensancharon la patria mexi­cana con su grandioso esfuerzo evangelizador. Y de franciscanos, domini­cos, agustinos y otros religiosos hay que decir lo mismo: los misioneros fueron los principales creadores del México actual.

Sin embargo, hoy ve­mos en las ciudades de aquella nación pesadas estatuas, en el más puro estilo del brutal realismo soviético, dedicadas a Juárez, Obregón o Carranza, pero apenas hallaremos ningún recuerdo de estos santos misioneros, los verdaderos padres de la patria mexicana…

Nos conforta saber que la verdad de la historia humana, como queda grabada en el corazón de Dios providente, está escrita con páginas indelebles. Concluimos, pues, con las palabras del mexicano Alfonso Trueba en su obra Ensanchadores de México (66):

«Pensamos en la grandeza moral que encierran las páginas de nuestra historia, de esa historia que el pueblo mexicano desconoce porque se la han ocultado. Y pensamos que México es una nación hecha por santos. Sus destructores han querido y quieren que se la lleve el dia­blo, pero esos santos han de volverla a su antiguo destino, y han de sal­varla. Dios lo quiera».

 

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

 

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