Las crisis de las culturas (Cardenal Joseph Ratzinger)

1. Reflexiones sobre culturas que hoy se contraponen

Vivimos una época de grandes peligros y grandes oportunidades para el hombre y para el mundo, un momento de gran responsabilidad para todos nosotros. Durante el siglo pasado, las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia crecieron de manera realmente inimaginable. Pero su capacidad para disponer del mundo ha hecho que su poder de destrucción haya alcanzado unas dimensiones que, a veces, nos causan verdadero pavor. En ese contexto, surge espontáneamente la idea de la amenaza del terrorismo, esa nueva guerra sin límites y sin frentes establecidos.

El temor de que ese fenómeno pueda muy pronto apoderarse de armas nucleares y biológicas no es, ni mucho menos, infundado; de modo que en el seno de los estados de derecho se ha tenido que recurrir a sistemas de seguridad que en épocas precedentes no existían más que en los regímenes dictatoriales. Con todo, se tiene la sensación de que, en realidad, todas esas precauciones jamás serán suficientes, porque no es posible ni deseable un férreo control sobre toda clase de armamento.

Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades de auto-manipulación que el hombre ha conseguido. Ha logrado sondear los entresijos más recónditos del ser, ha descifrado los códigos más profundos del ser humano y ahora es capaz, por así decir, de «construir» por sí mismo al hombre que, de ese modo, no viene al mundo como don del Creador, sino como producto de una manipulación humana; un producto que, en consecuencia, puede ser seleccionado según las exigencias que nosotros mismos fijamos. Desde esa perspectiva, sobre ese hombre ya no brilla el esplendor de ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad y su inviolabilidad, sino sólo el poder de las capacidades humanas. El hombre ya no es otra cosa que imagen del hombre. Pero, ¿de qué hombre?

Por otro lado, a eso hay que añadir los enormes problemas planetarios: la desigualdad en el reparto de los bienes de la tierra, la pobreza invasora, más aún, el empobrecimiento y la explotación de la tierra y de sus recursos naturales, el hambre, las enfermedades que amenazan al mundo entero, el choque de culturas.

Todo eso demuestra que al crecimiento de nuestras posibilidades no corresponde un desarrollo paralelo de nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido en paralelo al desarrollo de la ciencia, sino que, más bien, ha disminuido, porque la mentalidad técnica ha relegado la moral al ámbito subjetivo, mientras que lo que se necesita es precisamente una moral pública que sepa responder a las amenazas que pesan sobre la existencia de todos nosotros.

El verdadero peligro, el más grave del momento presente, radica en el desequilibrio entre posibilidades técnicas y energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y de nuestra dignidad no puede venir, en último análisis, de los sistemas técnicos de control, sino que sólo puede brotar precisamente de la fuerza moral del hombre. Si falta esa fuerza, o si no es suficiente, el poder del hombre se transformará inevitablemente, y cada día más, en un poder de destrucción.

No se puede negar que hoy día existe una nueva moralidad articulada en torno a palabras clave como justicia, paz, conservación de lo creado, etc.; palabras que hacen referencia a valores morales fundamentales que necesitamos imperiosamente. Pero ese moralismo es demasiado vago, de modo que resbala inevitablemente hacia la esfera política y partidista. Ese moralismo es, ante todo y sobre todo, una pretensión dirigida a los otros, y no tanto un deber personal de nuestra vida cotidiana.

De hecho, ¿qué quiere decir «justicia»? ¿Quién la define? ¿Qué es lo que sirve a la paz? En las últimas décadas hemos visto ampliamente en nuestras calles y en nuestras plazas cómo el pacifismo puede desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia un auténtico terrorismo. El moralismo político de los años setenta, cuyas raíces no están del todo muertas, fue un moralismo que logró fascinar incluso a jóvenes pletóricos de ideales. Pero se trataba de un moralismo con objetivos equivocados, por cuanto carecía de una racionalidad serena y porque, en último análisis, colocaba la utopía política por encima de la dignidad del individuo, mostrando incluso que en nombre de grandes objetivos podía llegar a despreciar al hombre.

El moralismo político, como lo hemos vivido y todavía lo vivimos, no sólo no abre camino a una regeneración, sino que la bloquea. Y en consecuencia, eso mismo vale para un cristianismo y para una teología que reducen el núcleo del mensaje de Jesús, el «Reino de Dios», a los «valores del Reino», identificando esos valores con el gran santo y seña del moralismo político y presentándolos al mismo tiempo como síntesis de las religiones, pero olvidándose de Dios, a pesar de que es precisamente Él el sujeto y la causa del Reino de Dios. Lo que queda, en su lugar, son palabras altisonantes y unos valores que se prestan a todo tipo de abusos.

Esta breve panorámica de la situación del mundo nos lleva a reflexionar sobre la situación actual del cristianismo y, por consiguiente, también sobre los fundamentos de Europa. Una Europa de la que podría decirse que en épocas pasadas fue el continente cristiano por excelencia, pero que también ha sido el punto de partida del nuevo racionalismo científico que, a la vez que nos ha regalado enormes posibilidades, nos ha enfrentado con tremendas amenazas.

Es verdad que el cristianismo no ha surgido de Europa y, por tanto, ni siquiera se puede clasificar como religión europea, la religión del ámbito cultural europeo. Pero ha sido precisamente en Europa donde el cristianismo ha recibido su impronta cultural e intelectual más eficaz, y por consiguiente está vinculado de manera especial a Europa. Por otra parte, también es verdad que esta Europa, desde los tiempos del Renacimiento y de un modo más completo desde la época de la Ilustración, ha desarrollado precisamente esa racionalidad científica que en la época de los descubrimientos condujo a la unidad geográfica del mundo y al encuentro feliz de continentes y culturas, y que hoy día, con más profundidad, gracias a la técnica como fruto de la ciencia, ejerce su influjo sobre el mundo entero, más aún, en cierto sentido, hasta lo configura.

Siguiendo la estela de esa forma de racionalidad, Europa ha desarrollado una cultura que, de un modo antes desconocido para la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, sea negando abiertamente su existencia, o pensando que no se puede demostrar, porque es incierta y, por tanto, pertenece al ámbito de una elección subjetiva.

En cualquier caso, la existencia de Dios es totalmente irrelevante para la vida pública. Ese racionalismo, por así decir, puramente funcional ha traído consigo un trastorno de la conciencia moral desconocido en las culturas precedentes, porque afirma que sólo es racional lo que se puede probar por medio de experimentos. Y como la moral pertenece a una esfera completamente distinta, desaparece como categoría autónoma, de modo que habrá que buscarla por otros caminos, porque en cualquier caso hay que admitir que la moral sigue siendo necesaria.

En un mundo esencialmente calculador, lo que determina qué es lo que hay que considerar como moral es el cálculo de sus consecuencias. De ese modo, la categoría de bien, tal como Kant la había formulado con toda claridad, desaparece completamente. Nada es bueno o malo en sí mismo; todo depende de las previsibles consecuencias que pueda tener una acción concreta.

Si, por una parte, el cristianismo ha encontrado en Europa su manifestación más eficaz, por otra parte hay que decir también que en Europa ha tomado cuerpo una cultura que se presenta como la contradicción absoluta y más radical no sólo del cristianismo, sino también de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad.

De aquí se deduce que Europa está experimentando una auténtica «prueba de resistencia»; y así se entiende también el radicalismo de las tensiones a las que tiene que enfrentarse nuestro continente. Pero precisamente aquí surge, sobre todo, la gran responsabilidad que los europeos tenemos que asumir en este momento histórico. En el debate sobre la definición de Europa y de su nueva forma política no se libra una batalla nostálgica en la «retaguardia» de la historia, sino que está en juego una enorme responsabilidad con respecto a la humanidad de hoy.

Consideremos más de cerca esa contraposición entre las dos culturas que han caracterizado a Europa. En el curso del debate sobre el Preámbulo de la Constitución Europea, esa contraposición se ha manifestado en dos puntos controvertidos: el tema de la referencia a Dios en la Constitución, y la mención de las raíces cristianas de Europa. Se afirma que podemos estar tranquilos, porque el artículo 52 de la Constitución garantiza los derechos institucionales de las Iglesias. Pero eso quiere decir que, en la vida de Europa, las Iglesias encuentran su puesto en el ámbito del compromiso político, mientras en el campo de los fundamentos de Europa, la impronta de su contenido no encuentra ningún espacio.

Las razones que se aducen en el debate público para ese rotundo «no» son totalmente superficiales; y así resulta evidente que más que proponer los verdaderos motivos, se disfrazan. La afirmación de que mencionar las raíces cristianas de Europa hiere la sensibilidad de muchos no cristianos que viven en ella es poco convincente, pues se trata, sobre todo, de una realidad histórica que nadie puede negar seriamente. En buena lógica, esa referencia histórica implica también una referencia al presente, desde el momento en que, con la mención de las raíces, se indican las fuentes restantes de orientación moral que constituyen un factor de la identidad de esa formación que es Europa.

¿Quién podría sentirse ofendido? ¿Qué identidad se vería amenazada? Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios principios básicos. Y tampoco nuestros conciudadanos hebreos se sentirán ofendidos por la referencia a las raíces cristianas de Europa, ya que estas raíces se remontan hasta el monte Sinaí. Los hebreos, que llevan la impronta de la voz que resonó en el monte de Dios, comparten con nosotros las orientaciones fundamentales que el Decálogo ofrece a la humanidad. Y lo mismo vale para la referencia a Dios. Lo que realmente puede ofender a los miembros de otras religiones no es la mención de Dios, sino más bien el intento de construir la comunidad humana prescindiendo de Dios.

Los motivos de ese doble «no» son mucho más profundos de lo que harían pensar las propuestas presentadas. En ellos se presupone la idea de que sólo la cultura radical de la Ilustración, que ha alcanzado su pleno desarrollo en nuestro tiempo, puede constituir la identidad europea. Por eso, junto a ella pueden coexistir diferentes culturas religiosas con sus respectivos derechos, a condición de que respeten los criterios de la cultura de la Ilustración y se sometan a ella.

Sustancialmente, esa cultura se define por el derecho a la libertad, brota de la libertad como valor fundamental, que es la medida de todo: libertad de elección religiosa que incluye la aconfesionalidad del Estado; libertad de expresión de las propias opiniones, a condición de que no se ponga en duda ese principio esencial; ordenamiento democrático del Estado, es decir, control parlamentario de los organismos estatales; libre formación de partidos políticos; independencia de la magistratura; y finalmente, tutela de los derechos humanos y prohibición de cualquier clase de discriminaciones.

En este aspecto, la norma está aún en vías de formación, porque también hay ciertos derechos del hombre que generan conflictos, por ejemplo, el contraste entre el deseo de libertad de la mujer y el derecho del feto a la vida. La discriminación tiene tendencia a ampliarse, de modo que prohibirla puede transformarse progresivamente en una limitación de la libertad de opinión e incluso de la libertad religiosa. Muy pronto no se podrá afirmar que, como enseña la Iglesia Católica, la homosexualidad constituye un desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana. Y la convicción de la Iglesia, de que ella no tiene derecho a conferir la ordenación sacerdotal a mujeres, se considera en ciertos círculos como irreconciliable con el espíritu de la Constitución Europea.

Es claro que este exponente de la cultura de la Ilustración, que no posee –ni mucho menos– carácter definitivo, contiene valores importantes de los que el cristiano ni quiere ni puede prescindir; pero también es evidente que la idea de libertad –mal definida o, de hecho, no definida–, que es la base de esa cultura, implica inevitablemente ciertas contradicciones; y también es manifiesto que, precisamente por su práctica –al parecer, tan radical– comporta limitaciones de la libertad que hace sólo unos años eran inimaginables. Una ideología confusa de la libertad conduce inexorablemente a un dogmatismo que cada día se revela más hostil a la propia libertad.

No cabe duda que aún tendremos que volver sobre el tema de las contradicciones internas que reviste la forma actual de la cultura de la Ilustración. Pero antes habrá que terminar de describirla. En cuanto cultura de una razón que por fin tiene plena conciencia de sí misma, su naturaleza la lleva a presumir de universalismo y presentarse como perfecta en sí misma, sin necesidad del complemento que le pueda venir de otros factores culturales.

Esas dos características se perciben con toda claridad cuando se plantea la cuestión sobre quién puede ser miembro de la Comunidad [Europea], especialmente en el debate sobre la incorporación de Turquía. Se trata de un Estado, o quizá mejor dicho, de un ámbito cultural que no tiene raíces cristianas, sino que está bajo el influjo de la cultura islámica. Atatürk se propuso transformar Turquía en un Estado laico, tratando de implantar en un terreno musulmán el laicismo que había ido madurando en el mundo cristiano de Europa. Se puede plantear la cuestión sobre si eso es posible.

Según la tesis de la cultura ilustrada y laica de Europa, sólo las normas y contenidos de esa cultura pueden definir la identidad europea. En consecuencia, cualquier Estado que haga suyos esos criterios podrá pertenecer a Europa. En definitiva, no importa sobre qué trenzado de raíces se implante esa cultura de la libertad y de la democracia. Precisamente por eso se afirma que las raíces no pueden formar parte de la definición de los fundamentos de Europa, porque se trata de raíces muertas que no forman parte de la identidad actual. Por eso, esta nueva identidad, determinada exclusivamente por la cultura de la Ilustración, implica también que Dios no tiene nada que ver con la vida pública ni con los fundamentos del Estado.

Desde esa perspectiva, todo resulta perfectamente lógico y, en cierto modo, hasta plausible. En realidad, ¿podríamos desear algo más espléndido y reconfortante que el hecho de que en todas partes se respeten la democracia y los derechos humanos? Pero, en cualquier caso, se impone la cuestión sobre si esa cultura ilustrada y laica es realmente la cultura –considerada en última instancia como universal– de una razón común a todo el género humano, una cultura abierta a toda la humanidad, aunque sobre una base histórica y culturalmente diferenciada. Por otro lado, uno se pregunta si, en sí misma, esa cultura es de veras autosuficiente, de modo que pueda prescindir de cualquier clase de raíces ajenas a su propio ámbito.

 

2. Significado y límites de la actual cultura racionalista

Ahora habrá que afrontar esas dos últimas cuestiones. A la primera, es decir, si ya se ha alcanzado la filosofía universalmente válida y plenamente científica en la que pueda expresarse la razón común a todos los hombres, habría que responder que se han hecho adquisiciones importantes que pueden aspirar a una validez universal.

Por ejemplo, el hecho de que la religión no puede ser una imposición del Estado, sino que sólo se puede aceptar en plena libertad; el respeto de los derechos fundamentales de la persona, iguales para todos; la separación de poderes y el control del poder. Sin embargo, es impensable que esos valores fundamentales, reconocidos como universalmente válidos, puedan ponerse en práctica de la misma manera en cualquier contexto histórico. No en todas las sociedades se dan los presupuestos sociológicos para una democracia basada en la existencia de partidos políticos, como ocurre en Occidente. Desde esa perspectiva, la total neutralidad religiosa del Estado deberá considerarse, en la mayor parte de los contextos históricos, como una verdadera utopía.

Y así llegamos a los problemas que suscita la segunda pregunta. Pero antes de nada, habrá que clarificar la cuestión sobre si las modernas filosofías inspiradas en la Ilustración, tomadas en conjunto, se pueden considerar como la última palabra de la razón común a todos los hombres. Estas filosofías se caracterizan por el hecho de ser positivistas y, por consiguiente, anti-metafísicas; y tanto es así que, a fin de cuentas, Dios no puede tener ningún puesto en ellas. Todas se basan en una auto-limitación de la razón positiva, que funciona perfectamente en el ámbito técnico, pero que, si se generaliza, implica una mutilación del hombre. De ahí se sigue que el hombre no admite ninguna instancia moral que esté fuera de sus cálculos y, como ya hemos visto, que el concepto de libertad que a primera vista podría dar la impresión de poseer una expansión ilimitada, termina por llevar a la autodestrucción de esa misma libertad.

No se puede negar que las filosofías positivistas contienen importantes elementos de verdad. Pero esos elementos están fundados en una auto-limitación de la razón específica de una determinada coyuntura cultural –la del Occidente moderno– que, en cuanto tal, no puede ser la última palabra de la razón. Aunque parezcan totalmente racionales, dichos elementos no representan la voz de la razón, sino que ellos mismos están vinculados culturalmente a la situación del Occidente de hoy.

Por eso, no representan en modo alguno la filosofía que un día debería ser válida para todo el mundo. Pero sobre todo habrá que observar que esa filosofía ilustrada y su respectiva cultura son magnitudes incompletas. Es una filosofía que corta conscientemente sus propias raíces históricas y, de ese modo, se priva de las fuentes originarias de las que ella misma ha brotado, es decir, de la memoria fundamental de la humanidad, sin la que la razón pierde su punto de referencia.

En realidad, sigue siendo válido el principio de que la capacidad del hombre es el comienzo de su acción. Lo que se sabe hacer, también se puede hacer. No existe un saber hacer separado del poder hacer, porque iría contra la libertad, que es el valor supremo en absoluto. Pero el hombre, que sabe hacer tantas cosas, siempre sabe hacer más; y si su saber hacer no encuentra su medida en una norma moral, el resultado será inevitablemente, como se puede comprobar, un poder de destrucción.

El hombre sabe hacer hombres; y por eso, los hace. El hombre sabe usar hombres como «banco» de órganos para otros hombres, y por eso lo hace; lo hace porque parece ser una exigencia de su libertad. El hombre sabe fabricar bombas atómicas, y por eso las hace; y en principio está dispuesto también a usarlas. A fin de cuentas, también el terrorismo se basa en esta modalidad de «auto-autorización» que se arroga el hombre, más bien que en los principios del Corán. La separación radical de sus raíces que caracteriza a la filosofía ilustrada no es, en último análisis, otra cosa que un desprecio de las capacidades del ser humano.

Para los portavoces de las ciencias naturales, el hombre, en el fondo, no tiene ninguna libertad; pero eso está en flagrante contradicción con el punto de partida de todo este problema. El hombre no debe creer que es una realidad distinta de los demás seres vivos, por lo que deberá recibir el mismo trato. Así se expresan los representantes más audaces y más avanzados de una filosofía claramente separada de las raíces de la memoria histórica de la humanidad.

Nos habíamos planteado dos cuestiones: si la filosofía racionalista (positivista) es estrictamente racional y, en consecuencia, universalmente válida; y si esa filosofía es completa. Pues bien, ¿se basta a sí misma? ¿Puede, o incluso debe, relegar sus raíces históricas al ámbito del pasado y, por tanto, a lo que puede ser válido sólo subjetivamente? Las dos preguntas sólo admiten como respuesta un rotundo «no». Esa filosofía no expresa la razón total del hombre, sino sólo una parte; y debido a esa mutilación de la razón, no se la puede considerar como plenamente racional. Por eso es también incompleta, y sólo puede recobrar su vigor si restablece de nuevo el contacto con sus raíces. Y es que un árbol sin raíces terminará secándose…

Con estas afirmaciones no se niega lo que esta filosofía encierra de positivo e importante, sino más bien se afirma su necesidad de completar las profundas lagunas de las que adolece. De ese modo nos encontramos una vez más con los dos puntos más controvertidos del Preámbulo de la Constitución Europea. Prescindir de las raíces cristianas no es la expresión de una tolerancia exquisita que respeta todas las culturas de la misma manera, sin privilegiar a ninguna de ellas, sino elevar a la categoría de absoluto unas ideas y unas vivencias que se contraponen radicalmente a las demás culturas históricas de la humanidad.

La verdadera contraposición que caracteriza al mundo presente no es la que se establece entre diversas culturas religiosas, sino entre la emancipación radical del hombre con respecto a Dios y a las raíces de la vida, y por otro lado, las grandes culturas religiosas. Si se llega a un enfrentamiento de culturas, no será por un choque entre grandes religiones –siempre en lucha de unas contra otras, es verdad, pero que siempre han sabido convivir en buena armonía–, sino por el conflicto entre esa emancipación radical del hombre y las grandes culturas históricas.

De esa manera, el rechazo de la referencia a Dios no es expresión de una tolerancia que desea proteger a las religiones no teístas y la dignidad de los ateos y de los agnósticos, sino más bien la expresión de una mentalidad que desearía ver a Dios definitivamente expulsado de la vida pública de la humanidad y relegado al ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado. Y así también, el relativismo, que constituye el punto de partida de esta situación, se convierte en un dogmatismo que se cree en posesión del conocimiento definitivo de la razón y con derecho a considerar todo lo demás sólo como un estadio de la humanidad esencialmente superado y que se puede relativizar de manera adecuada.

En realidad, todo eso quiere decir que tenemos necesidad de raíces para sobrevivir y que no debemos perder de vista a Dios, si no queremos que desaparezca la dignidad humana.

 

3. Significado permanente de la fe cristiana

¿No será todo esto un simple rechazo de la ilustración y de la modernidad? Decididamente, no. Desde el principio, el cristianismo se consideró a sí mismo como la religión del Logos, como la religión según la razón.

En primer lugar, no encuadró a sus precursores en el marco de otras religiones, sino en el iluminismo filosófico que preparó el camino de las tradiciones para dedicarse a la búsqueda de la verdad y orientarse hacia el bien, hacia el único Dios que está por encima de todos los dioses. En cuanto religión de los perseguidos y a la vez religión universal, por encima de los diferentes Estados y pueblos, negó al Estado el derecho a considerar la religión como una parte de la estructura estatal, postulando así la libertad de la fe.

Siempre concibió al hombre, a todos los hombres sin distinción, como creaturas e imágenes de Dios, proclamando en términos de principio, aunque dentro de los límites imprescindibles del ordenamiento social, su propia dignidad. En este sentido, la Ilustración es de origen cristiano y no por casualidad, o a título exclusivo, nació en el ámbito de la fe cristiana, precisamente allí donde el cristianismo, contra su naturaleza, había llegado a convertirse en tradición y religión de Estado (1).

A pesar de que la filosofía como búsqueda de la racionalidad y, por supuesto, de la fe, haya sido siempre patrimonio del cristianismo, la voz de la razón se había visto domesticada en demasía. Fue mérito de la Ilustración, y aún lo es, haber propuesto de nuevo esos valores originales del cristianismo y haber dado voz propia a la razón. El Concilio Vaticano II, en su «Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy», volvió a poner de relieve esa profunda correspondencia entre cristianismo e Ilustración, tratando de llegar así a una reconciliación de la Iglesia con la modernidad, que es el valioso patrimonio que las dos partes habrán de tutelar.

Por todo eso, es necesario que las dos partes reflexionen sobre sí mismas y estén dispuestas a corregir sus fallos. El cristianismo debe recordar continuamente que es la religión del Logos. Y eso quiere decir que deberá tener fe en el Creator Spiritus, en el Espíritu creador, del que dimana toda la realidad. Esto, precisamente, debería constituir hoy en día su fuerza filosófica, porque el problema está en saber si el mundo proviene del ámbito irracional, de modo que la razón no sería más que un «subproducto», quizá incluso dañino, de esa evolución, o si el mundo procede, más bien, de la razón que, en consecuencia, es su criterio y su meta.

La fe cristiana se inclina por esta segunda hipótesis, de modo que, desde el punto de vista puramente filosófico, dispone de las mejores cartas en el envite, a pesar de que hoy en día hay mucha gente que piensa que la primera hipótesis es la única «racional» y moderna. Y es que una razón nacida del ámbito irracional y que, a fin de cuentas, es en sí misma irracional, no es una solución a nuestros problemas. Sólo la razón creadora, que en el Dios crucificado se ha manifestado como amor, puede realmente mostrarnos el camino. En el diálogo, hoy tan necesario, entre laicos y católicos, los cristianos tenemos que estar atentos a seguir siendo fieles a la línea básica de vivir una fe que procede del Logos, es decir, de la Razón Creadora, y por consiguiente está abierta a todo lo que es verdaderamente racional.

En este punto, y en mi condición de creyente, quisiera hacer una propuesta a los laicos. En la época de la Ilustración se procuró entender y definir las normas morales fundamentales desde la afirmación de que tales normas serían válidas etsi Deus non daretur, aun en el caso de que Dios no existiera. En el enfrentamiento de las diversas confesiones, que tuvo como consecuencia la quiebra de la imagen de Dios, se intentó mantener fuera del debate los valores esenciales de la moral, y buscarles una evidencia que los hiciera independientes de las múltiples divisiones e incertidumbres de las diversas filosofías y confesiones. De ese modo se pretendió asegurar las bases de la convivencia y, de un modo más genérico, las bases de la humanidad.

En aquella época se pensó que eso era posible, ya que las grandes convicciones de fondo creadas por el cristianismo resistían bastante bien, hasta el punto de parecer innegables. Pero ahora, ya no es así. La búsqueda de esa clase de certeza tranquilizadora, que pudiera mantenerse firme por encima de todas las diferencias, no tuvo éxito. Ni siquiera el esfuerzo sobrehumano de Kant pudo crear la necesaria certeza compartida. Kant había negado que se pudiera reconocer a Dios en el ámbito de la razón pura, pero al mismo tiempo había presentado a Dios, la libertad y la inmortalidad como postulados de la razón práctica, sin la cual, dentro de su coherencia, no era posible la acción moral.

Pues bien, la situación actual del mundo, ¿no nos llevará a pensar que Kant podría tener razón? En otras palabras, llevar al extremo nuestro intento de comprender al hombre prescindiendo totalmente de Dios nos conduce cada vez más al borde del abismo, o sea, a prescindir completamente del hombre. En ese caso tendremos que dar la vuelta al axioma de los iluministas y afirmar que aun el que no logra encontrar el camino de la libre aceptación de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiera. Ése es el consejo que daba Pascal a sus amigos no creyentes, y ése es el consejo que también nosotros querríamos ofrecer a nuestros amigos no creyentes. De ese modo, nadie se verá limitado en el ejercicio de su libertad, pero todas las cosas encontrarán la razón y el criterio que con tanta urgencia necesitan.

Lo que más necesitamos en este momento de la historia son individuos que, a través de una fe iluminada y vivida, presenten a Dios en este mundo como una realidad creíble. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios mientras vivían de espaldas a Él ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto las puertas a la increencia. Necesitamos hombres que tengan su mirada dirigida a Dios para aprender de Él el verdadero humanismo.

Necesitamos hombres cuya mente esté iluminada por la luz de Dios y a los que el propio Dios abra el corazón para que su inteligencia pueda hablar a la inteligencia de los otros y su corazón pueda abrirse a los demás. Sólo a través de hombres tocados por Dios, puede el propio Dios volver a habitar entre nosotros.

Necesitamos hombres como Benito de Nursia, que, en una época de disipación y decadencia, se sumió en la soledad más extrema y, después de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, pudo volver a la luz y fundar en Montecasino una ciudad edificada en la cumbre del monte que, a pesar de toda su ruina, aunó las fuerzas de las que surgió un mundo nuevo. De esa manera, Benito, igual que Abrahán, se convirtió en «padre de muchos pueblos». Las recomendaciones a sus monjes, que se recogen al final de su Regla, son indicaciones que nos muestran, incluso a nosotros, el camino que lleva a lo alto, lejos de las crisis y los escombros:

«Igual que hay un celo amargo que aleja de Dios y lleva al infierno, hay un celo bueno que aleja de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Éste es el celo en el que los monjes deberán ejercitarse con amor ardiente. Que se superen unos a otros en colmarse de honores, que soporten con suma paciencia sus respectivas enfermedades físicas y morales (…) Ámense unos a otros con amor fraterno (…) Amen a Dios sin olvidar el temor (…) Que no antepongan absolutamente nada a Cristo, que nos conducirá a todos a la vida eterna» (San Benito, La Regla, capítulo 72).

(Conferencia impartida por el Cardenal Joseph Ratzinger en Subiaco el 1° de abril de 2005, en el monasterio de Santa Escolástica, al recibir el «Premio San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa»). (2)

Fuente: http://www.mercaba.org/Enciclopedia/C/crisis_de_las_culturas.htm 

 

Notas del Bloguero:

1) La doctrina católica no rechaza la confesionalidad del Estado, sino la violación de la libertad religiosa (cf. Concilio Vaticano II, declaración Dignitatis Humanae, n. 1).

2) Al día siguiente murió San Juan Pablo II. El Cardenal Ratzinger fue elegido Papa el 19 de abril de 2005 y tomó el nombre de Benedicto [=Benito] XVI.


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3 comentarios

  
Almudena 1
He leído y releído el tercer párrafo de esta presentación. No entiendo nada, me sobrecoje, se me escapa.
¿Y a ese hombre producto del hombre, quien le otorga un alma? ¿La tiene? ¿No es imagen de Dios?
¿Qué se nos está queriendo decir? ¿Qué debemos entender tras esas palabras del dicho tercer párrafo?

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DIG: Estimada Almudena: El tercer párrafo de este excelente discurso del Card. Ratzinger dice lo siguiente:

"Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades de auto-manipulación que el hombre ha conseguido. Ha logrado sondear los entresijos más recónditos del ser, ha descifrado los códigos más profundos del ser humano y ahora es capaz, por así decir, de «construir» por sí mismo al hombre que, de ese modo, no viene al mundo como don del Creador, sino como producto de una manipulación humana; un producto que, en consecuencia, puede ser seleccionado según las exigencias que nosotros mismos fijamos. Desde esa perspectiva, sobre ese hombre ya no brilla el esplendor de ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad y su inviolabilidad, sino sólo el poder de las capacidades humanas. El hombre ya no es otra cosa que imagen del hombre. Pero, ¿de qué hombre?"

El Card. Ratzinger se refiere aquí a las biotecnologías y a la forma amoral en que suelen ser practicadas hoy. Por supuesto, también el ser humano producido mediante técnicas de reproducción artificial o clonación es creado por Dios y tiene un alma humana dada por Dios. Pero Ratzinger describe aquí cómo se ve ese fenómeno desde esa misma mentalidad positivista que ha alimentado una ciencia sin conciencia y una técnica auto-destructora. "Desde esa perspectiva" (una perspectiva falsa, materialista o positivista) "el hombre ya no es otra cosa que imagen del hombre. Pero, ¿de qué hombre?" Lo explica más adelante: de un hombre que es sólo un animal algo más evolucionado y en definitiva no es más que un manojo de átomos, sin verdadera libertad y con una razón muy precaria, que en el fondo es sólo un subproducto accidental de un mundo en el que lo más original y fundamental no es la Razón (el Logos) sino la irracionalidad.
12/11/15 12:30 AM
  
ovejuela
Estupendo. Gracias por compartir estas palabras de Benedicto XVI. Sin embargo, el hombre hoy esta muy distante de sus raices, hasta diria que se avergüenza de ellas. Al final Benedicto menciona a san Benito de Nursia, a quien todos deberiamos imitar dentro de nuestras vidas. Pero, que lejos estamos! Ya no hay hombres buenos, ni quien se acuerde de Dios en una sociedad mas seca y desviada cada instante.

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DIG: Por la gracia de Dios, quedan muchos hombres y mujeres buenos, incluso en medio de la gran crisis moral y espiritual de hoy.
12/11/15 12:36 AM
  
Hortensia
Como todo lo que he leído de él, no tiene desperdicio.
12/11/15 8:47 PM

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