El fin del imperio español en América

Para quienes hemos aprendido la verdadera historia, la que nos enseña que América hispana, desde sus orígenes, intentó mantenerse siempre fiel a España, a la verdadera y no a la que estaba dominada por la política borbónica o por las cadenas napoleónicas, es duro ver cómo, año tras año, al conmemorarse una nueva fecha de las autonomías o las independencias, algunos de nuestros hermanos españoles nos tildan de “traidores", “vendepatrias” o “afrancesados".

Que los hubo por estos lares y que, finalmente, es el “espíritu” que terminó imperando luego de varios años de luchas, nadie lo niega pero que ese fuera el motor y la causa final de los primeros patriotas, que luchaban enarbolando las insignias de Fernando VII en brazos, hoy tampoco, a pesar de los pseudo “carlismos americanos”, como los llamaba el recordado Don Enrique Díaz Araujo (el texto citado Díaz Araujo nunca fue refutado, por cierto).

Con el fin de poner un poco más de luz sobre este tema, reproducimos aquí el prólogo del gran pensador y político francés, Charles Maurras, al excelente libro de Mario André, El fin del imperio español en América, Araluce, Barcelona 1922 (los resaltados nos pertenecen, pdf AQUÍ)

Que no te la cuenten.

P. Javier Olivera Ravasi, SE

 


Por Charles Maurras

LAS FUERZAS LATINAS
I

En este estudio sobre el fin del Imperio español de América, nuestro amigo Mario André ha realizado una empresa osada y grandiosa: ha hecho refulgir la verdad histórica desenmascarando los sofismas que han imperado casi durante un siglo; ha dado a los acontecimientos de esta vasta y larga revolución su fisonomía y carácter propios; ha demostrado que esta revolución no fué ocasionada por el absolutismo de Madrid, sino que estalló al nombre del rey Borbón, a los gritos de viva el rey, contra el parlamentarismo y el liberalismo que fueron las causas auténticas del desafecto y de la separación.

Esta revolución, al prolongarse, convirtióse en guerra civil entre Americanos, en condiciones morales y religiosas, de las que Mario André hace surgir efectos de sorpresa, por no decir de estupefacción, para nuestros ojos de europeos mal reseñados, o informados completamente al revés por la oficial doctrina de la democracia internacional.

¿Es ésta una tesis opuesta a otras? No. Es una rectificación sobrepuesta a las ficciones. Todo francés instruido ha oído hablar de los públicos requerimientos que dirigía Mario André, estos últimos años, a los autores o cómplices de los errores que circulan sobre el mismo asunto. Los ha desafiado a domicilio. Los ha desafiado en los periódicos. Los ha desafiado hasta en presencia de su ministro. No se trataba de discípulos, sino de «maestros». Mario André no rompía lanzas contra modestos compiladores, sino contra historiadores de nota. El principal de éstos, acusado de un número incalculable de errores de hecho en un reducidísimo número de páginas, no ha podido recoger el guante. El desorden de su espíritu está, según se dice, igualado por el de sus fichas. Saldrá del paso encogiéndose de hombros, o con cuchufletas, o con recursos electorales, como en otro tiempo Aulard ante las acusaciones de Cochin y Laurentie. Pero se habrá restablecido la verdad.

Lo verdadero vale por sí mismo. Pero hay verdades amargas y verdades dulces. Las hay útiles y las hay peligrosas. Hay algunas que conviene reservarlas para los discretos y otras que convienen para el sustento de todos. ¿Dónde pondremos, pues, las verdades restituidas por Mario André? ¿Son para la artesa del pan o para la vitrina de los venenos? Verdades favorables al catolicismo, verdades favorables a la idea de organización, a la idea de reacción política, intelectual, moral. ¿Cuál será su repercusión sobre las relaciones de los latinos de Europa? ¿Serán, o no, favorables a la buena inteteligencia del mundo latino? ¿Van a unir o ahondar las separaciones?

Para juzgar del alcance de esta Historia de una Liberación que será en sí misma liberatriz de tantos prejuicios, suplico que retrocedamos un poco. El 12 de julio, los representantes de los pueblos latinos han erigido en el jardín del Palais-Royal el monumento del escultor Magron al Genio de su raza y de su espíritu. No es ésta la primera ceremonia de este género; hay otras en preparación y se multiplicarán. El viaje de un general francés victorioso a través de la América española ha estrechado los lazos y precisado y estimulado las afinidades; los resultados adquiridos por la misión Mangin harán nacer otras, se fundarán sociedades y grupos para velar por ellas, revistas redactadas en París se ocuparán de dirigir el gran interés común. Muy pronto, cuantos hablan francés en el Canadá, Bélgica, Suiza, en nuestras colonias, se sentirán llamados y movilizados para este esfuerzo general de asociación hacia nuestros hermanos de lengua y de inteligencia. Que este esfuerzo sea pujante y duradero, es el voto de todos. Mas para que sea acertado, hay que desearle aún una dirección conforme al orden de las cosas, en el cual están trazadas de antemano las condiciones de todo éxito.

El éxito, que ha tardado mucho, está lejos de ser logrado. Muchas causas lo han detenido o demorado. Para no citar más que dos, el enorme obstáculo material del poderío alemán, el enorme prejuicio intelectual de la primacía alemana se bastaban para inutilizar muchas buenas voluntades. La derrota alemana, la quiebra moral del espíritu germánico disminuyen esta dificultad. Sin creerla desaparecida, podemos probar que es mucho menor que antes.

Sea para anudar alianzas, sea para crecer ellos mismos, nuestros pueblos diversos deben sentir que el camino está más expedito. Tal vez no se haya presentado nunca mejor ocasión para estas antiguas civilizaciones, siempre jóvenes y vivaces que ocupan la magnífica porción del planeta que un gran poeta llama «el imperio del sol».

Pero en la vibrante oda que había dedicado a la raza latina, el noble Mistral le decía:

¿De no estar tú dividida

Quién te impondría la ley?

Sí, todas nuestras flaquezas resultan de nuestras divisiones; la verdad ha sido vista por el poeta sagrado, y la historia reciente confirma sus adivinaciones. Se las puede completar diciendo que nuestras divisiones explican igualmente lo que hubiese de incompleto, desde 1914 a 1919, en nuestra guerra y en nuestra paz. Si nuestra victoria ha sido digna del nombre romano, no puede decirse otro tanto de los tratados que la han precedido y seguido. La guerra hubiese debido realizar la unión completa de la latinidad, pues fué impuesta por la ambiciosa agresión de la barbarie. Francia, Bélgica, Italia, Rumania, Portugal y otras muchas hermanas de América han hecho causa común. Pero en la lista hay lagunas. Estas lagunas son dolorosas. No hemos tenido a nuestro lado el gran pueblo al que Mistral llamaba «España la magnánima». Muchos de sus hijos, catalanes sobre todo, han venido libremente a alistarse bajo las banderas de Roma y de París, su noble idioma ha estado representado cerca de nosotros por los Estados nacidos de su sangre y de su cerebro; pero, oficialmente, ha permanecido neutral, y muy frecuentemente su espíritu y su corazón han vibrado al unísono con el enemigo. Ni me asombré, ni me irrité, ni me quejo; eso sería tres veces indigno de una filosofía política. Advierto un hiato en el fondo de una cadencia hermosa. Este hiato habría podido evitarse.

No digamos que los pueblos siguen el interés mejor que el sentimiento. Porque precisamente, para debatir sus intereses, los pueblos animados de cierta comunidad de espíritu se comprenden más fácilmente que los otros, y esto es un principio de unión. Que nuestros amigos españoles nos lo perdonen por tanto, como a hermanos de civilización y educación: aspiramos a hacer desaparecer nuestras disidencias y a reemplazar la desconfianza por la amistad. Pero el problema para ser bien comprendido debe exponerse ampliamente. Supongamos que esté resuelto: no hablemos de España, ni de América, ni de Francia. Hablemos del mundo latino como de un mismo cuerpo que debe organizarse.

Para los poetas, la idea de un mundo así, evoca esencialmente la comunidad de sangre.

Sí, es la sangre latina la de color más bello.

Pero el autor de este grito entusiasta, Juan Moréas, era griego. Su pensamiento secreto debía aludir a cosa bien diversa de la herencia fisiológica de la raza. Moréas soñaba en el antiguo patrimonio espiritual heredado de Roma y, por Roma, de Atenas. Esta ansia hermosa no es nueva. De ella estuvo penetrada la Edad media. En todas sus selecciones científicas, políticas, morales, la latinidad era tan consciente y predominante, que el mismo César germánico reivindicaba un título de César romano. La reforma religiosa del siglo XVI detuvo toda evolución en este sentido. Desde el momento en que Lutero dividió en dos a Europa, era necesario renunciar al sueño magnífico de prolongar el espíritu romano hasta las fronteras del humano linaje.

Sin embargo, en cierto número de pueblos modernos no cesó esta tendencia a restablecer la paz romana universal. Se transformó, convirtióse en la aspiración a la vida común de los que teman un común espíritu. Esto se advierte muy claramente en los siglos XVII y XVIII; después de las duras y largas guerras entre franceses y españoles, el tratado de los Pirineos y el tratado de Utrecht inclinan hacia la antigua fraternidad unificadora. Más tarde, cuando un gran francés, cuya memoria no se honra suficientemente, el conde de Choiseul, concibe y realiza «un pacto de familia» entre los diversos príncipes de la Casa de Borbón que reinaban en Francia, Italia, España y América, su mirada penetrante, su mano experta conspiran para fundar y preparar un porvenir que hubiese sido tan razonable y bienhechor como posible y realizable parecía. Esta amistad y este parentesco de los tronos expresaba, favorecía y desarrollaba la amistad y conformidad de los pueblos. La Revolución que se llama francesa destruyó esta esperanza.

A pesar de todo la idea sobrevivía. Napoleón la recogió y la adoptó, pero él pasó como un relámpago. Los medios que había empleado no eran seguros y no fueron afortunados: en 1809, España rechazó la amistad francesa ofrecida por él a cañonazos. Pero, en 1823, no fue rechazada otra intervención francesa; es porque era amiga, la bandera blanca de nuestro rey Luis XVIII llevaba a España un apoyo para sus monarcas legítimos. En el mismo sentido, aunque de otro modo las uniones contraídas entre la Casa de Orleáns y los Borbones de Madrid hubieran podido ser fructuosas si nuestros revolucionarios no hubiesen derribado a Luis Felipe algunos meses después de celebrados los «matrimonios españoles». Como se ve, no es sólo durante la última guerra cuando el espíritu revolucionario ha perjudicado a la causa de la amistad franco- española. No creamos que los gérmenes estén destruidos. El pretendiente actual a la sucesión legítima del trono de Francia, Felipe de Orleáns, es, como Luis XIV, hijo de una princesa española; su propia hermana se ha desposado con un infante de España, sus relaciones, sus intereses, sus parentescos son numerosos en Sevilla y Madrid. Los que creen que la restauración monárquica no tiene probabilidad alguna en París, juzgan, muy naturalmente, despreciable este punto de vista. No lo discuto; lo que afirmo y lo que no puede negarse es que si se efectuase la restauración monárquica, sería un lazo de unión entre Francia y los países de lengua española.

Por lo que respecta a Italia, la revolución y Bonaparte le habían ofrecido su amistad en términos más corteses y conciliadores y guardó de ello un recuerdo favorable y profundo. Durante el decurso del siglo pasado, influencias muy diversas intervinieron al otro lado de los Alpes. Si de 1860 a 1870, hubo muchos franceses entre los compañeros de Garibaldi, húbolos aún en mayor número entre los zuavos pontificios. Por consiguiente, el Papado era un vínculo, la Carbonería otro; ésta trabajando en favor de la unidad de Italia; aquél por la defensa del poder temporal. Sin embargo, en 1914 y 1915 las dos tendencias enemigas que dividían a Italia y Francia en torno del Quirinal y del Vaticano se encontraron reunidas alrededor del embajador Barreré para rechazar al invasor de Bélgica y Francia; los pocos clericales y los pocos revolucionarios que se pronunciaron por Alemania quedaron ahogados en el prodigioso movimiento de amistad franco-latina en el que la Casa real de Saboya y el pueblo italiano renovaban su acuerdo antiguo. ¿De dónde ha nacido la división? Del programa democrático internacional de los anglo-sajones.

Estas graves disidencias no borrarán lo esencial de la unión durable. Pero, desde luego, la unión se estrechará en la medida en que tanto en Roma como en París se acentúen y precisen las tendencias reaccionarias y el movimiento patriótico. Por el contrario, la orientación anárquica y cosmopolita alejaría entre sí a los dos países y Berlín les liaría batirse en su provecho.

Así el porvenir de la Unión latina dependerá del progreso del orden en cada uno de los países latinos: el orden es un carácter de la patria común, puesto que es la patria de nuestras inteligencias que no pueden concebir progresos desordenados.

II

Esta afirmación asombrará a ciertas personas de edad avanzada porque a mediados del siglo XIX los promotores de la unión latina pertenecían más bien a los partidos revolucionarios. Mazzini y Víctor Hugo son dos ejemplos fehacientes. Pero en esto precisamente estriba la paradoja. El historiador filósofo se pasmará un día de que tantos oradores y poetas italianos, franceses, españoles y aún valones, hayan podido confundir con el genio de su raza lo que le era más directamente opuesto: no se comprenderá sin dolor que tantos latinos apasionados, algunos eminentes, hayan podido renegar, en nombre del latinismo, lo esencial de las leyes comunes a los latinos.

¿Cómo se compagina, por ejemplo, que durante tanto tiempo latinismo o latinidad se hayan tomado como sinónimos de anticatolicismo, o dicho de otra manera, como admiración del protestantismo? Excepción hecha de la lejana Rumania, la historia dice que pueblos latinos, pueblos católicos. ¿Quién optó por León X contra Lutero? ¿Fué Sajonia, fué Brandeburgo, fué Inglaterra? No: los pueblos latinos. ¿Cómo es que Bélgica, en parte holandesa, se ha separado de Holanda para afirmar su alma, su fe y su nacionalidad? Por su fidelidad al catolicismo. ¿Dónde triunfó por completo la Reforma desde el primer día? En los países germánicos y anglosajones. Los pueblos latinos son aquellos en donde triunfó el Renacimiento, en donde fracasó la Reforma. El Danubio y el Rhin se enorgullecen con numerosas poblaciones católicas; pero Roma había colonizado intensamente estas regiones. El alma de Germania se volvió a otra parte: el Papa Pío X hubo de renunciar a publicar entre sus fieles de lengua y de nacionalidad alemanas, su encíclica contra Lutero. Este hecho es significativo.

En este punto de vista me sitúo para preguntar por qué monstruosa abstracción se puede disociar la historia de los latinos de la historia de la organización religiosa nacida bajo el lábaro de Roma y que aquéllos han defendido tan fielmente contra las infiltraciones y los asaltos extranjeros. La raza no es la religión, la religión no es la raza, pero estos dos términos van frecuentemente unidos. El hecho es que en tierra latina millones y millones de hombres y de mujeres comulgan bajo una misma especie, se confiesan, oyen misa y cantan las vísperas en una lengua antigua y sabia de la que son nietas o sobrinas todas nuestras diversas lenguas. Esas multitudes creen en el Purgatorio, en la Comunión de los Santos, en las Indulgencias, en la primacía del Papa de Roma, en la Virgen María. Y este culto de la Madonna, este fervor por Nuestra Señora es el alma de sus almas y el corazón de sus corazones. No es fácil decirles:—Os amamos mucho, somos vuestros hermanos de sangre y de raza, ¡pero nos horroriza cuanto de más delicado, y profundo hay en vuestra vida superior, vuestras creencias, vuestros ritos, vuestra sensibilidad, vuestra religión!

Se ha probado a decir eso a España y se ha sufrido un fracaso. Y a fe mía, que si este fracaso no hubiese sido demasiado lamentable en sus consecuencias inmediatas, sería necesario poder atreverse a decir, por el honor de la lógica y del buen sentido, que estaba bien empleado. Toda la tentativa de unión latina que lleve en sí el odio o el desprecio del espíritu católico está condenada al mismo natural fracaso.

Hablo de esto con tanto mayor libertad cuanto que no tengo ni la honra ni la dicha de contarme entre los creyentes del catolicismo. Mas independientemente de la fe, nada puede hacer que no hayamos nacido en el catolicismo. Nuestras costumbres espirituales y morales se han formado entre el baptisterio, la Sagrada mesa y el altar católicos. Este puede variar de hombre a hombre; pero el término medio de nuestras poblaciones, se ha formado así y no de otro modo, pues eso no depende de nadie, ni aún de nosotros mismos.

Dícese que esta estructura nos hace inferiores. ¿Desde qué punto de vista? ¿Comercial, industrial? Mirad a la Argentina, mirad a Bélgica. ¿Desde el punto de vista militar? Mirad a Francia y a sus generales victoriosos, la mayor parte de ellos discípulos de los Jesuitas. ¿Desde el punto de vista artístico, literario, científico? Dejémonos de niñerías y vayamos a los hechos, y los hechos son que, habida cuenta de todos los matices, el Occidente religioso se distribuye entre los pueblos que se separaron de Roma en el siglo XVI y entre los que han permanecido fieles. La fidelidad a esta tradición fue la herencia de los latinos. Cese esta fidelidad y perderán uno de sus caracteres, el carácter sobre el cual es posible que se cimente su unión.

Este carácter puede constituir una gran ventaja. Desde el momento que el catolicismo ha guardado como órgano ritual nuestra lengua madre común, bástanos su empleo, acentuándolo convenientemente, para reconocernos y entendernos a pesar de las diferencias dialectales de cada uno. Por otra parte, nuestros pueblos de lengua y de costumbres más diversos siguen a jefes espirituales que conservan el empleo corriente de los signos de su comunidad primera. Sus obispos y sus sacerdotes poseen así un medio natural de comunicación. ¡Esto es muy de apreciar cuando se trata de confederar o de federar naciones! Se puede ser latinista más o menos fuerte en país no católico, esto es cuestión de saber personal; pero que en la catolicidad haya perdurado el latín como lengua viva, usual, de los cantos litúrgicos, de la oración, de una parte de la enseñanza, he ahí lo que para nuestros países representa un medio permanente de comprensión recíproca: no han de crear ya su ido ni su esperanto.

Esta lengua antigua común a multitudes creyentes está puesta al servicio de las afinidades del espíritu: sirve de natural vehículo a literatura, filosofía, ideas y doctrinas cuyos rasgos comunes pueden aparecer claros y dignos de amor. Extenso patrimonio indiviso sobre el cual el hombre incorporándose al hombre, como en el coro ateniense de Sófocles, le saluda sin dificultad por sus atributos más generales.

Suprimid el catolicismo, como lo desean singulares amadores de la latinidad, y desorganizaréis, descompondréis este agente de inteligencia profunda y rápida. Al cabo de algunas generaciones, sus semillas de unión y de fraternidad universal habrán dejado campo a un espíritu de disidencia estimulado por fuerzas centrífugas que nada podría compensar, Hablemos clara y terminantemente: el catolicismo está ideal y moralmente organizado; la latinidad, no. El catolicismo está formado; la latinidad, no. Para vivir o revivir la latinidad puede aprovecharse de la organización católica, pero no puede suplirla. Por tanto, lo que el catolicismo pierda, lo perderá también la latinidad. Tal es la verdad práctica. Invito a todo espíritu político y toda alma verdaderamente humana a reflexionar sobre esto. No nos destruyamos nosotros mismos, ni destruyamos el vehículo de las fuerzas que nos unen; ésta es la primera condición de nuestro progreso.

No me forjo este consejo. Está implícitamente contenido en la doctrina del mayor filósofo que el mundo latino haya producido después de Descartes. Oriundo del Langüedoc francés, separado tanto como es posible, por el pensamiento, de la metafísica y de la teología católica, Augusto Comte había buscado la alianza de los Jesuítas de Roma. La deseaba, es cierto, muy quiméricamente, para su doctrina. Pero la quería también contra una anarquía y una barbarie cuyos asaltos presentía sin haber previsto ni su violencia ni su extensión, ni su duración. Cuanto ese gran agnóstico ha dicho en el sentido de unirse al papado contra el desorden universal, es hoy aún más verdadero que cuando lo dijo. Pero sus contemporáneos estaban ofuscados por los prejuicios contrarios; el amor y el respeto de la Reforma luterana considerábanse como el primer signo de la libertad del espíritu en los filósofos latinos.

III

Está de moda otro signo de libertad: la pasión por ideas revolucionarias. Mistral, tan superior en política a toda su época, hace una concesión al espíritu del tiempo en su famosa Oda en el pasaje en que cumplimenta a la raza latina por haber “derrocado cien veces a sus reyes", este puede entenderse de los reyes extranjeros como los Césares de Alemania. Pero puede aplicarse también a los reyes indígenas, a reyes nacionales, tales como nuestros reyes de Francia, que no tuvieron otro objeto que la felicidad de los pueblos, la paz y la independencia de los hombres, como la muestra el ejemplo de uno de los últimos, el infortunado Luis XVI, que se endeudó y comprometió para emancipar a Norteamérica.

No predico la monarquía en América… Monarquía, República, no son más que medios, como la libertad o la autoridad. Cada uno vale lo que vale para dar a los pueblos el orden, y el progreso, la justicia, la prosperidad y la paz. Países hay en que la República es una necesidad nacional. Hay otros donde, como lo ha observado nuestro Renán, esta palabra es sinónimo «de cierto desarrollo democrático malsano», y en ellos significa estímulo, excitación a la anarquía. En estos últimos países, la monarquía es autóctona. En ellos la monarquía ha salvaguardado durante largo tiempo la seguridad, la fuerza, la influencia y el honor. Este es el caso de Francia, donde el espíritu de la llamada Revolución francesa ha sido importado; llegó de Suiza con Rousseau, de Londres con Montesquieu, de Prusia con Mirabeau; procedió más hondamente de la influencia perturbadora desarrollada desde el siglo XVI por el espíritu político de la Reforma.

Estas observaciones de historia recogidas o bien suscitadas por Augusto Comte eran muy ignoradas en Francia hace veinte años. Desde entonces se han abierto paso y continúan su camino: se propagan por el efecto natural de la verdad que manifiestan y también por su virtud de explicación luminosa; lo que era ininteligible se ha esclarecido, y han quedado resueltas cuestiones que permanecieron sin solución mientras el espíritu revolucionario mantuvo el pavés en alto.

Por ejemplo, cuando se enseñaba que las ideas revolucionarias son esencialmente ideas francesas o ideas «latinas», toda la historia de los latinos se convertía en impenetrable misterio: ¿cómo es que las épocas de mayor prosperidad política, intelectual y moral de Francia, España, Portugal e Italia, no conocieron estas ideas o las combatieron con energía? ¿Cómo es que no se las encuentra en la herencia greco- romana? El espíritu político de las repúblicas de la antigüedad era sumamente aristocrático; esto ya no se discute lealmente después de Fustel de Coulanges. Aparte de su lengua y de su religión, Roma nos ha legado, con su lógica y su moral, la idea de dominación civilizadora.

Tu regere imperio populos, Romane, memento.

Hac tibi erunt artes, pacisque imponere morem;

Parcere subjectis, et debellare superbos.

He aquí el legado romano. Mas nuestra madre Roma no nos ha legado el anarquismo ni el individualismo liberal su sosie. La Edad media ha exaltado y practicado magníficamente las ideas de jerarquía y de subordinación. Aun su mismo amor cortés estaba fundado en los principios de fidelidad, de homenaje, de servicio.

El Renacimiento y sus héroes llevaron al colmo el sentimiento de desigualdad entre los vivientes. ¿Individualismo? Si se quiere, pero al alcance de los menos. Luego restringido a algunos. Luego de ningún modo general. Luego mal nombrado: las terminaciones ismo, ista implican lo universal. El Renacimiento dice: ¡Libertad soberana, pero de algunos individuos a los cuales se circunscribe la vida del género humano! Humanum paucis vivit genus, había profesado para sí mismo el estoicismo latino, ese padre putativo del Kantismo. La idea contradictoria del reinado de todo el mundo, la utopía engañosa que dice a cada hombre: «tú eres el príncipe, o, dicho de otra manera, el primero de todos» y que, desde entonces, lo pone en fatal lucha contra todos sus semejantes, esos sueños falsos y sanguinarios son extraños al Renacimiento grecolatino. Las señorías y las monarquías sostenidas por fuertes libertades privadas, los reinos dotados de fueros, crearon, defendieron, enriquecieron, elevaron por encima de los otros y de ellos mismos los pueblos de Italia, de España y de Francia. Después ninguna asamblea elegida, ningún régimen electivo les ha hecho subir a comparables alturas. Sus grandes siglos son los de los grandes papas y de los grandes reyes: León X, Luis XIV. Su decadencia comenzó o se aceleró en la medida que las ideas revolucionarias se apoderaban de su espíritu público o de su gobierno.

Por causas históricas y geográficas, la Inglaterra de Cromwell y del Covenant ha encontrado el medio de vivir y de durar contemporizando con la anarquía y el parlamentarismo: ¿qué pueblo latino ha salido con bien del rotativismo, de la revolución, del gobierno de los partidos? Dos grandes reinados: Leopoldo I, Leopoldo II han organizado y fortificado a Bélgica, la iniciativa del rey Alberto la ha salvado. Italia, el más revolucionario en apariencia de los pueblos latinos (pero que hoy se muestra violentamente reaccionaria), nuestra vieja madre italiana necesitó de una dinastía, muy antigua en Europa, para llevar a término la gran obra de su unidad.

Antes de la Revolución, Francia igualaba a Inglaterra en todos los mares. Hace ciento treinta años que ha debido cederle el paso en espera de caer en la última categoría de las naciones marítimas. Las grandes guerras declaradas por los republicanos de 1792 la habían dejado exhausta en el Continente. En el siglo XIX le fué impuesta una más corta pero mucho más cruel por la insuficiencia de su organización militar, hija de la democracia. La prosperidad moderna de su rival alemana data de la Revolución y del Imperio francés, que contribuyeron a ella con ceguedad y anarquía constantes. En nuestros días, los partidos radicales y revolucionarios franceses, responsables de la impreparación política, son los mismos que habiendo estado a punto de hacer perder la guerra, han logrado que aborte la paz.

De un modo análogo, la República de 1873 estuvo en un tris de sepultar a España: la nación se salvó por las energías que no retrocedieron ante la restauración por las armas del trono de Alfonso XIJ; ¿pero le proporcionó tanta fuerza y bienestar la importación inglesa del régimen parlamentario?

En ningún sitio como en la Europa latina se han estrellado de manera más completa los errores de la democracia revolucionaria. Esto ocurre tal vez porque son producto germánico y no representan en ella nada de natural de espontáneo, de indígena. Por esto tal vez nuestras poblaciones son demasiado sensibles a la palabra de los tribunos que las conmueven y las revuelven: las instituciones de un pueblo no deben corresponder únicamente a sus defectos, sino que deben equilibrarse por la disciplina de sus virtudes.

Por esta razón o por otras es cierto que la democracia plebiscitaria o parlamentaria, armada o civil, no ha dado hoy entre nosotros mejores resultados que cuando las legiones romanas fabricaban con su voto emperadores. El fondo inteligente, bueno y fuerte de nuestras razas reacciona naturalmente cuanto puede contra ese vicio del estado. Pero los resultados continúan inferiores al esfuerzo. La mayor parte de este esfuerzo se dilapida y pierde para igualar el déficit de instituciones extranjeras y para corregirlas medianamente. He aquí porqué, desde hace veinte años, tanto franceses, y también italianos, belgas, suizos romanos, sueñan para su país lo que Julio Lemaitre, para Francia: instituciones que en vez de pervertir a los individuos acudan en socorro de debilidad. He aquí por qué tantos latinos anhelan, los unos una monarquía menos supeditada a los parlamentos, los otros la supresión del régimen republicano. He aquí por qué en 1889, el último gran sobresalto popular francés rugió contra el parlamentarismo y por qué Italia, en 1915, ambiciosa de su destino, se volvió hacia su Rey para realizarlo. Esto se comprenderá poco a poco y cada vez mejor cuando se haya explicado bien. Mediante estudios como los de Mario André, el sentido crítico y la inteligencia efectúan su obra de rectificación, las verdades esenciales se dibujan en los espíritus. Cuando sean claras para todos, el mundo latino, restituido a su ser, recuperará su acción vital en medio de los pueblos.

Su decadencia se ha detenido ya porque él se ha percatado de la asechanza y del peligro: el anticlericalismo destruiría la matriz de su unidad futura, las ideas revolucionarias amenazarían de disociación interior a cada una de las naciones que le componen. El se pregunta: ¿en provecho de quién? ¡Y lo ve perfectamente!

*

* *

Veinte años antes de la guerra, los franceses que me honraban leyéndome conocían el axioma de «la revolución viene de Alemania». Dividiendo a Francia por el régimen de los partidos, haciendo fracasar la Restauración monárquica entre 1871 y 1875, Bismarck nos había condenado a cinco años de pataleo, de inercia y de querellas: imponiéndonos la manía anticatólica, nos separaba moralmente de nuestros hermanos de raza o de cultura, los españoles, los canadienses, los belgas y aun de parientes desavenidos con quien hubiéramos podido entendernos, como los austríacos, los húngaros, y algunos alemanes del Sur. Guillermo II siguió la política de Bismarck: restableció en su país la paz religiosa y la concordia económica; los agentes de la revolución religiosa y social convirtiéronse en sus emisarios para el exterior, exportó el desorden de los discípulos de Marx y de los discípulos de Lutero. En el Congreso de Amsterdam, en 1904, Bebel hacía la apología de la monarquía para Alemania; en 1914, Muller, Legien, Sudekum eran los mensajeros de la unificación imperial; pero, como Bebel, predicaban a los pueblos la lucha de clases, la desorganización del trabajo, la incoordinación de las almas y del Estado…

Qué lección de cosas! Oigamos a Mario André. Sus verdades son tan buenas como nociva era la ficción alemana. Oigámoslas. Instruyámonos. Entremos en el país del orden como entra un propietario en su dominio.

Carlos Maurras.

 

7 comentarios

  
SS
A pesar de que la masonería, tiene los estados, los organismos, el dinero, etc.
Aún queda la sociedad civil, que intuye la gran nación, que es la hispanidad, católica, por supuesto.
Olvidemos de los lacayos de la plutocracia, esos jamas nos dejaran, quedemonos con el amor de hermanos , que el cielo es la meta,

Un abrazo, Hispanoamerica.
24/05/23 6:03 AM
  
FJL
Denominar “amiga” la intervención francesa de 1823 en España, es echarle mucha imaginación.
Hasta los propios “libertadores” se quedaron horrorizados al ver lo que habían hecho, existen testimonios de ello.
La camarilla de Fernando VII, por lo demás, un traidor que felicitaba a Napoleón cuando masacraba a los españoles en una batalla, fue el gobierno más corrupto e ineficaz de nuestra historia reciente.
Si eso es la “monarquía tradicional” que usted propone, pues viva la guillotina.
24/05/23 11:33 AM
  
Masivo
Llamar gran reinado al de Leopoldo II de Bélgica causa escalofríos.
24/05/23 1:57 PM
  
Tamayo
No se puede retorcer la historia.
Nadie se cree a menos que se autoengañe, que cuando las naciones americanas se hicieron independientes fue para preservar lo mejor de España.
Entendiendo "lo mejor de España" la monarquía católica.
Como si se hubieran constituido en repúblicas a su pesar, en espera de que al regreso de una buena monarquía en España ellas volverían a la madre patria.
Los movimientos independentistas americanos fueron liberales, republicanos en influidos por la masonería, por más que se quieran maquillar.
San Martín, Belgrano, O'Higgins, Miranda, eran masones. Probablemente también Bolívar.
Briceño y Bolívar ordenaron lo que fue un auténtico genocidio, el decreto de guerra a muerte, para matar a todos los españoles, militares o civiles, hombre o mujeres, copiando la revolución haitiana de unos años antes.
Cualquiera que viviera en Venezuela y que hubiera nacido en la península ibérica o las Canarias, era reo de muerte.
-------------------
Ni San Martín ni Belgrano eran masones.
PJOR
24/05/23 2:10 PM
  
Cos
"... en 1809, España rechazó la amistad francesa ofrecida por él (Napoleón) a cañonazos"
Ejem..
24/05/23 8:29 PM
  
Santi Casanova
En general los historiadores apuntan a que el masonazo del General San Martín, traidor a España, a Roma y a la Iglesia, pertenecía a la Logia Lautaro, Grado 33.

El General San Martin fue perniciosísimo para los intereses de la Iglesia, como también lo fueron los liberales (casi todos masones). Sin ir más lejos, la Iglesia y España perdieron casi dos tercios de su patrimonio cultural e histórico con la desamortización de Mendizabal. Conventos, iglesias, y otros edificios católicos, hasta ese momento conservados por la Iglesia, fueron expropiados y vendidos a precio de salgo (de amigo) a particulares que ni siquiera se dignaron en conservan el patrimonio artístico y cultural.

Lo mismo hizo San Martín, por orden propia, desde la logia. Primero se inició en logias españolas y más tarde, en América Latina, en la Logia Lautaro, sociedad secreta en la alcanzó el máximo puesto, el llamado Grado 33. El propio Papa Francisco, que conoce bastante bien los entresijos de la masonería y su relación con los gobiernos y la Iglesia, además de perfecto conocedor de la historia, a pesar de reconocer algunos méritos al General San Martín -pocos-, también ha señalado su masonería militante.
---------

Estimado: tengo más de un artículo en mi sitio y en Infocatolica sobre el tema. Ya ningún historiador serio repite ese mito de Bartolomé Mitre sobre la "masonería" de San Martín por haber pertenecido a la Logia Lautaro: https://www.quenotelacuenten.org/2014/08/15/san-martin-mason-desmitificando-los-enemigos-de-san-martin/
24/05/23 9:19 PM
  
Juan Pablo B.
No se puede estudiar la historia ( y pretender conocer ) desde una óptica SOLAMENTE Español .
25/05/23 1:41 AM

Dejar un comentario



No se aceptan los comentarios ajenos al tema, sin sentido, repetidos o que contengan publicidad o spam. Tampoco comentarios insultantes, blasfemos o que inciten a la violencia, discriminación o a cualesquiera otros actos contrarios a la legislación española, así como aquéllos que contengan ataques o insultos a los otros comentaristas, a los bloggers o al Director.

Los comentarios no reflejan la opinión de InfoCatólica, sino la de los comentaristas. InfoCatólica se reserva el derecho a eliminar los comentarios que considere que no se ajusten a estas normas.