Leído para Ud.: “Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel”. Por el Dr. Jordán Abud (1-3)
Publicamos aquí, por pedido de su autor, el Dr. Jordán Abud, un comentario al libro del biólogo argentino, Diego Golombek titulado “Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel” donde desde el punto de vista materialista se insiste en la “creación” de Dios a partir de las neuronas.
Por lo extenso del trabajo, hemos decidido publicarlo en tres entradas.
El presente estudio forma parte de un trabajo que acaba de salir a la luz.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
LAS NEURONAS DE DIEGO
A propósito del libro Las neuronas de Dios. Una neurociencia de la religión, la espiritualidad y la luz al final del túnel, de Diego Golombek. Siglo veintiuno Editores, 2014
Por el Dr. Jordán Abud
Por si de algo sirviese esbozar los motivos que justifican la recusación de un libro presentado como “científico” intentaré dar sólo un par de ellos -finalmente entrelazados-, a los cuales considero suficientes para exponer aquí mi disconformidad.
Primero, porque el autor, parapetado entre los oropeles de los lauros científicos y los diplomas de la más variopinta procedencia, selecto representante de la comunidad de neurocientistas argentinos, catedrático respetado por la “elite pensante” argentina, titular indiscutido de la pantalla estatal, este autor -digo-, no ha titubeado en meterse -y de la peor manera- con Dios, con la Santa Iglesia Católica y con el depósito de la Fe, ninguno de ellos producto de la secreción glandular o de una eventual combinación química, mal que le pese a los ideólogos de la neurona.

Los negacionistas del Holodomor lo tienen fácil porque no hay registros, ni fotos, ni documento alguno. Los soviéticos se ocuparon de borrar el rastro de tal manera que los historiadores actuales tienen que hacer cálculos a base de las estadísticas de años anteriores y posteriores al suceso, de ahí que las cifras bailen entre cuatro o seis millones de personas. Tampoco la desclasificación de la documentación después de la Caída de la URSS ha arrojado mucha más luz porque si Krushev -que fue uno de los enviados a Ucrania para sustituir a las depuestas autoridades- dice que no los contaron es que no lo hicieron, lo que podría tener relación con el famoso censo de 1937, que costó la vida a los integrantes del Instituto de Estadísticas, porque no salían las cuentas al gusto del Politburó. No lo pusieron fácil para que se supiera la verdad y es asombroso como desparecen millones de personas de un censo sin que nadie las eche en falta.
Esta cárcel y estos hierros, en que el alma está metida son a veces duros y crueles. Y no sólo por razón del cuerpo -con perdón del platonismo teresiano- sino también por la misma realidad que cruelmente se nos impone.
Nunca sabremos cuántos campesinos ucranianos murieron en las hambrunas de Stalin de principios del decenio de 1930. Como recordó Nikita Khrushchev más tarde “nadie llevó la cuenta”. En un escrito de mediados de los años 80, el historiador Robert Conquest nos da una tasa de mortalidad de alrededor de seis millones, un cálculo no tan incompatible con una investigación posterior (los escritores del Libro Negro del Comunismo (1999) estiman un total de cuatro millones solo en 1933).
