Camino de Pentecostés
La Semana Santa ha pasado. Cristo ha resucitado y está sentado a la derecha del Padre. Nos ha abierto la puerta al cielo, nuestro hogar eterno, pero todavía no es el tiempo de nuestra partida. Queda mucho por hacer acá abajo, porque si en verdad creemos que la voluntad del Señor ha de hacerse así en la tierra como en el cielo, sus hijos hemos de ser agentes activos que trabajan porque se cumpla dicha voluntad en el mundo. Hasta que lleguen los nuevos cielos y la nueva tierra, somos embajadores del Reino de Dios entre la humanidad que todavía no ha vuelto sus pasos hacia el Creador.
Mas bien sabe Dios que todavía somos débiles y por eso dispuso enviarnos al Consolador, al Espíritu Santo que es el Dios que procede del Padre y del Hijo, del amor divino que se profesan. El Padre nos ama tanto que no sólo envía a su Hijo para salvarnos, sino también al Espíritu Santo para santificarnos, para que seamos partícipes de su naturaleza, para que podamos ser templos vivos de la divinidad. Como la Shekinah guió al pueblo elegido por el desierto, el Espíritu Santo habita en el corazón del creyente para guiarle en el camino hacia la tierra prometida de la santidad. La Ley ya no está escrita en tablas de piedra sino en corazones de carne. Pero es necesario que cada cual se libre de su propio becerro de oro, pues Dios sigue siendo un Dios celoso, que odia el pecado y disciplina a sus hijos, no para destruirlos sino para purificarles. Mal Padre tendríamos si su santidad no rechazara nuestro pecado y su ira fuera destructora.