Evangelización, conversión, santificación, paciencia
Dios tiene mucha paciencia con los pecadores. No solo les ofrece el perdón y les perdona cuando ellos lo piden, sino que también sabe esperar a que su gracia produzca los frutos de la liberación del pecado y de la santidad. ¿Quién mejor que Él conoce el tiempo que necesita cada alma para verse libre de vicios, situaciones de pecado, necias autojustificaciones, etc.? ¿Acaso es igual Juan que Antonio? ¿O Margarita que Sonia?
De hecho, ¿no lo vemos en nuestras propias vidas? ¿Acaso no hemos arrastrado —o arrastramos— situaciones de pecado que parecen enquistadas? Por más propósito de enmienda que hagamos, caemos una y otra vez. Y cada vez que caemos y pedimos perdón, Dios nos perdona. Por pura gracia, acaba dándonos la libertad para dejar atrás esos pecados que parecen eternos. No desesperemos. Pidamos esa gracia. Y, como dice la Escritura, si pedimos algo conforme a la voluntad de Dios, el Señor nos lo concederá. ¿Cómo no va a darnos el verdadero arrepentimiento —el que produce un cambio de vida— y la santidad, si precisamente eso es lo que le pedimos?
Hablaba estos días con un buen sacerdote a quien el Señor ha mostrado, precisamente, la necesidad de tener paciencia con aquellos que llevan una vida entera hundidos en el fango del pecado. Si Dios nos da tiempo a nosotros, que ya estamos más o menos ejercitados en vivir por gracia, ¿cómo no se lo va a dar a quienes se acercan por primera vez al trono de la gracia, al encuentro personal con Cristo, a la fe, al Credo, a la Iglesia y a Aquella que hizo del «fiat voluntas tua» el motor de su vida?
Tener paciencia con el pecador no significa ocultar la verdad, ni rebajar las exigencias, ni permitir que se use la gracia como ocasión para pecar. El llamado a la santidad —sin la cual nadie verá a Dios— es para todos. No hay cristianos de primera, de segunda y de tercera. No a todos se nos concede la gracia de la santidad en grado sumo, pero sí la suficiente como para alejarnos del pecado y alcanzar la salvación. Es un asesino de almas quien dice «Dios te ama tal como eres» como si no necesitaras cambiar lo que eres. La conversión no es una opción: es el único camino seguro hacia la vida eterna. El adúltero tiene que dejar de serlo. El corrupto tiene que dejar de serlo. Quien usa la lengua —o un teclado— como si fuera un arma de destrucción masiva contra los sentimientos ajenos, tiene que dejar de usarla. Y si no lo hacen, se condenan.