Lo de Notre-Dame puede ser una oportunidad inmejorable
Cuando los responsables de la Universidad católica de Notre-Dame decidieron conceder el honoris causa al presidente Obama, no se imaginaban que la ola de indignación entre los obispos norteamericanos creciera hasta convertirse en un tsunami que puede acabar llevándoselos por delante. Pocos espectáculos tan impresionantes, y a la vez edificantes, se han visto en la iglesia norteamericana como el de la catarata de condenas, lamentos y peticiones de rectificación por parte de decenas de obispos a las autoridades de esa universidad. Pero puede que la guinda del pastel sea la que acaba de poner el obispo, monseñor John M. D’Arcy, de la diócesis, Fort-Wayne-South Bend, donde está alojada Notre-Dame.
Si ya de por sí el nombre de la diócesis nos trae aromas del Far West y las películas de John Wayne -por cierto, converso al catolicismo en su lecho de muerte-, la aparición de monseñor D´Arcy se asemeja a la de esos buenos sheriffs que, contoneándose mientras mostraban las culatas de sus revólveres, avisaban de su intención de limpiar el pueblo o la ciudad de forajidos. Ya sé que esa no es una imagen especialmente evangélica, pero a mí me hace gracia.
Hablando ya en serio, las preguntas que el obispo de Forte-Wayne hace a los mandamases de Notre-Dame son absolutamente pertinentes y deben ser hechas a todas las instituciones educativas católicas del mundo. Las repito:
“¿Cuál es la relación de la universidad católica con el obispo local? ¿Ninguna relación? ¿El obispo es alguien que, ocasionalmente, celebra la Misa en el campus? ¿Alguien que se sienta en el estrado en una graduación? ¿O el obispo es el docente en la diócesis, el responsable por las almas, incluyendo las almas de los estudiantes – en este caso, los estudiantes de Notre Dame? ¿Acaso la responsabilidad del obispo de enseñar, gobernar y santificar termina en la puerta de la universidad?”

“Non serviam” es la frase atribuida a Satanás y sus ángeles como muestra de su rebeldía ante Dios. No pocos hombres han seguido sus pasos. El “no” a Dios es un “no” a la vida y un “sí” a la muerte, pero los hay que han elegido pasar la eternidad separados de la vida a morir a sí mismos para vivir siempre en el Señor. La rebeldía está en la raíz de toda perdición. El aceptar que no tenemos la última palabra o, mejor dicho, que esa última palabra no depende de nuestros deseos sino de la autoridad de alguien por encima de nosotros, es lo que separa al hombre del abismo. Y si eso es cierto para todos, en mayor medida lo es para quienes han sido iluminados por el Espíritu de la verdad. Un pagano incrédulo tiene los ojos cerrados ante la luz que puede conducirle hacia la vida eterna, pero el cristiano tiene ojos para ver, oídos para oír y piernas para andar por el camino de la salvación. No hemos recibido una ley escrita en piedras y pergaminos sino al Espíritu Santo que nos conduce hacia la verdad completa, hacia Cristo nuestro Salvador. Por tanto, no tenemos excusa para rebelarnos contra la autoridad divina.








