El transatlántico

El viejo transatlántico llevaba tanto tiempo surcando los mares que parecía haberse fundido con ellos. Había sobrevivido a galernas descomunales, a tormentas que habrían hecho zozobrar a cualquier otra nave, y siempre había logrado mantenerse a flote. Pero un día, cuando nada hacía presagiar el desastre, un estruendo estremeció las entrañas del océano. Las aguas se abrieron como desgarradas por un cuchillo invisible, y de aquel desgarrón brotó un abismo de fuego que devoraba cuanto se acercaba.

Lo lógico habría sido virar en dirección contraria, poner rumbo hacia aguas seguras. Sin embargo, el capitán, con gesto desafiante, ordenó dirigirse de frente hacia aquel infierno marino. «Hay que ser audaces, atrevidos, intrépidos», proclamó. Parte de la tripulación lo vitoreó con entusiasmo; el resto, con el rostro desencajado por el miedo, permaneció en silencio. En el pasaje, unos pocos alcanzaron a comprender el peligro y trataron de alertar a los demás, pero solo recibieron burlas y desprecio: «Confiamos en nuestro capitán. Por algo está al mando. Si no os gusta, saltad al agua y nadad en dirección contraria».

Al día siguiente, algunos tripulantes reunieron valor para advertir que aquel rumbo los llevaba a la destrucción. La respuesta fue inmediata: fueron apartados de sus funciones. Y como si no bastara, el capitán ordenó a los maquinistas poner los motores a toda potencia. El transatlántico, enloquecido, aceleró hacia el abismo.

Cuando el resplandor del fuego empezó a reflejarse en la proa, el capitán se desplomó víctima de un infarto fulminante. En el puente, los oficiales eligieron con urgencia a un sucesor. Pero mientras deliberaban, el barco seguía inexorablemente su curso hacia la perdición.

El nuevo capitán asumió el mando con aparente sensatez. Ordenó detener los motores y pronunció palabras de aliento a la tripulación, que ya temblaba de miedo. Pero nada más. No corrigió el rumbo, no ordenó dar marcha atrás. Y aunque la nave redujo su velocidad, la inercia la empujaba sin remedio hacia el precipicio de lava.

Entretanto, la vida a bordo parecía un espejismo de normalidad. En el salón principal resonaba un concierto para jóvenes, las zonas de ocio estaban abarrotadas, y cada vez más pasajeros acudían a las piscinas para aliviar el calor sofocante provocado por aquel mar embravecido. A los pocos que aún gritaban «¡Vamos al abismo!» se les confinó en sus camarotes, tachados de conspiranoicos peligrosos.

¿Cómo terminará esta historia? ¿Reaccionará el capitán a tiempo? ¿Ocurrirá un milagro que rescate la nave y a todos los que viajan en ella? ¿O tal vez alguien dará la voz desesperada de «¡Todos a las lanchas!» cuando ya sea imposible salvar el barco?

Luis Fernando Pérez Bustamante