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5.11.10

Viene nuestro dulce Cristo en la tierra

Recuerdo nítidamente el día en que, al poco de regresar a la fe católica, leí en un foro evangélico una crítica al catolicismo por considerar que el Papa, tal y como dijo Santa Catalina de Siena, es nuestro “dulce Cristo en la tierra". Todavía influenciado por mi pasado anticatólico, dije que tal tratamiento me parecía una barbaridad y que no era lo mismo ser Cristo que ser su Vicario. Gracias a Dios, tuve que tragarme mis necias palabras cuando otros hermanos católicos me mostraron un simple versículo de la Escritura. Está en el libro de Gálatas. Según testimonia San Pablo, los cristianos de aquella iglesia local le recibieron tal que así: “Pues vosotros sabéis que a causa de una enfermedad del cuerpo os anuncié el evangelio al principio; y no me despreciasteis ni desechasteis por la prueba que tenía en mi cuerpo, antes bien me recibisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús” (Gal 4,13-14).

Al fin y al cabo, ya había dicho Cristo que “el que a vosotros recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió” (Mt 10,40). Por tanto, mañana los católicos debemos recibir a Benedicto XVI como si viniera el mismísimo Cristo. Todo lo que hagamos por mostrarle nuestro cariño y nuestro afecto será poco.

Además, como sucesor de Pedro y, por tanto, pastor del rebaño del Señor, el Papa viene a confirmarnos en la fe. Pero no en una fe cualquiera, ni en una fe hecha a imagen y semejanza de los valores de un mundo que está alejado de Dios. No, señores, no. La fe en la que Benedicto XVI nos confirma es la fe católica, la fe de la Iglesia, la fe de aquella que es “columna y baluarte de la verdad (1ª Tim 3,15). Una fe que no tiene nada que ver con la que profesan aquellos que aprovechan la llegada del Papa para confirmarse en sus heterodoxias. Y es que de la misma manera que la visita del Papa nos es de bendición a los que somos fieles al magisterio, su presencia parece excitar la rebelión espiritual y eclesial de quienes ni siquiera tienen el valor y el coraje suficiente como para dejar una Iglesia cuya fe no comparten. Opera en ellos el mismo espíritu que anidaba en Coré y los suyos cuando se enfrentaron a Moisés (léase Num 16 y Jud 11 y ss).

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