Quien se sabe salvo por gracia no presume de nada
Llevamos tiempo escuchando la idea de que hay una serie de cristianos que se creen más santos que nadie, más perfectos que el resto y que, instalados en esa presunción, se dedican a acusar a los que se arrastran por el fango del pecado.
Demos por hecho que existen cristianos así. No creo conocer a ninguno, pero acepto que los hay. Son unos pobres miserables. Lo son por dos razones:
1- No tienen nada que no se les haya dado. No hay un gramo de santidad en sus vidas, si es que lo hay, que no sea puro don. Hasta sus méritos personales, de tenerlos, son fruto de la gracia operante de Dios en sus vidas. Por tanto, ¿de qué presumir? ¿de qué gloriarse? Como dijo San Pablo:
¡Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo! (Gal 6,14)
2- Todos, absolutamente todos, han pasado y/o pasan por un proceso en el que han estado enfangados en el pecado. Ciertamente estamos llamados a la santidad, pero quienes por pura gracia han avanzado más en el camino que otros hermanos en la fe, deben ser mano tendida en el proceso de esos hermanos y no dedo acusador.
Ahora bien, esa mano tendida que han de ofrecer los que han progresado en su camino de santidad no puede consentir en pretender que quienes están atados a un cristianismo carnal y esclavizados todavía por graves pecados sigan en esa situación, como si la misma fuera invencible o incluso deseable. Quien vive en santidad es fuente de gracia para los demás, es prueba viva de que el pecado no tiene la última palabra. No puede haber orgullo espíritual. La soberbia es quizás el pecado más peligroso y no puede formar parte de quienes andan guiados por el Espíritu Santo.
Dice también san Pablo:
vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí. (Gal 2,20)
La santidad tiene como fuente a Cristo, que es quien vive en el cristiano si éste en verdad se deja habitar por el Señor.
El principal drama que vive el catolicismo hoy -de hecho desde hace algunos siglos, pero hoy más- no es la existencia de fariseos orgullosos y pecadores derrotados incapaces de crecer en santidad. No, el principal drama es que no se predica suficientemente sobre la gracia de Dios, la manera en que opera en el alma y la libertad que trae a quienes andan en ella.
Muchos fieles viven prisioneros de la trampa del pelagianismo y semipelagianismo, que convierten la vida cristiana en un páramo de desesperación ante la incapacidad de la carne de vencer al pecado, y a muchos se les está ofreciendo como salida la trampa de un solafideísmo que convierte el sacrificio de Cristo en un mero documento legal por el que el elegido para la salvación es justificado sin que exista una necesidad imperiosa de que su alma sea transformada de gloria en gloria por los senderos de la santidad.
Pues bien, aquí, hoy y siempre, es hora de predicar la sana doctrina sobre la gracia. Es hora de derribar el muro de los errores doctrinales que convierten a los cristianos en inválidos espirituales. Somos salvos por gracia, no por nuestras obras ajenas a la misma. Y no somos salvos para seguir caminando en el pecado, sino para realizar las obras que Dios nos ha preparado para que andemos en ellas, de tal manera que quien no obra conforme a lo que cree, está perdido. Y es Dios mismo quien obra en nosotros tanto el querer como el hacer, de forma que aunque esas obras son también, propiamente hablando, nuestras, la gloria es siempre suya.
Que la Madre de Dios, monumento glorioso de la gracia divina, interceda por nosotros, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.
Luis Fernando Pérez Bustamante