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6.08.22

(692) Un Evangelio sin juicio final no es el de Cristo; es falso, no vale, no salva

–¿Y usted cree que hoy es posible predicar que hay una eterna salvación o condenación después de la muerte?

–Cuanto menos se predica una verdad revelada por Dios, más difícil se hace predicarla, porque si se ha silenciado mucho, es que en la práctica se ha negado mucho. Jesucristo quiere que «todo» el Evangelio se predique a todas las naciones. Falsifican gravemente el Evangelio quienes evitan sistemáticamente, por ejemplo, su dimensión soteriológica. Y casi es seguro que silencian también otras grandes verdades de la fe.

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31.10.18

(518) Apocalipsis (I). «Vengo pronto» – «Nuevos cielos y nueva tierra»

 Cristo - Río de Janeiro, 1931

–Todo eso ya lo he leído en su blog.

–[Qué hombre…] En 9 años llevo más de 500 articulos, y hay varios en los que he tratado del Apocalipsis en algún subtítulo. Pero esta vez, tal como está el patio, quiero exponer más ampliamente la Revelación de Jesucristo, uno de los libros más grandiosos del N. T., y quizá el más ignorado.

    En la prensa diaria se dan sobre todo noticias malas de cosas ya pasadas,relativas a este mundo que es pasando. Resulta abrumador, deprimente, engañoso. Se entiende, pues, que León Bloy dijera: «Cuando quiero saber las últimas noticias, leo el Apocalipsis»: un libro luminoso, confortador, lleno de esperanza; hoy especialmente necesario en la Iglesia, entre tantos males y tantas falsificaciones de la verdadera realidad. Aten­damos, pues, a la invitación del ángel: «sube aquí, y te mostraré lo que va a suce­der después de esto» (Ap 4,1).

* * *

–De Cristo o del mundo

    El Apocalipsis de San Juan Evangelista, el último libro del Nuevo Testamento, es al mismo tiempo una profecía y una explicación de la historia de la Iglesia. No hay libro que revele más claramente cómolos cristianos se perfeccionan, se santifican en Cristo, sufriendo al mundo con fidelidad y pa­ciencia.

Ya lo dijo nuestro Señor Jesucristo: «Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os he elegido sacándoos del mundo, por esto el mundo os odia… Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,19-20; +Mt 5,11-12). Y San Pablo: «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14).

Hoy no pocos cristianos estiman que debemos hacernos amigos del mundo, conciliándonos con él, cuanto sea posible, en «pensamientos y caminos» (cf. Is 55,8). Como si fuera posible. Pero la tesis es falsa, es mentira, y por tanto, es diabólica. Nuestra fe, directamente fundamentada en la Palabra de Dios, enseña y manda justamente lo contrario: «Adúlteros… Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).

Estas doctrinas chocan de frente contra la ideología hoy predominante en gran parte de la Iglesia: ustedes lo ven hace ya décadas. Pero siguen siendo verdaderas, y eso es lo único que nos vale. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). «Sabemos que somos de Dios, mientras que el mundo todo está bajo el Maligno» (1Jn 5,19), que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44).

(Cf. José María Iraburu, De Cristo o del mundo, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2013, 3ªed., 233 pgs.)

 

–Apocalipsis de Jesucristo

    Compuesto hacia el año 68, el libro de la Revelación de Jesucristo fue escrito como libro de Consolación y de exaltación del martirio. En efecto, para confortar a las Iglesias primeras, que estaban padeciendo ya los pri­meros zarpazos de la Bestia imperial ro­mana, y animar al martirio, mostrándolo como la gran victoria de Cristo en sus fieles. Ahora bien, siendo así que el mundo perseguirá siempre a la Iglesia, el Apocalipsis fue escrito para asistir y orientar en las pruebas de la historia a todas las Iglesias del pre­sente y del futuro, también a las de hoy (+Ap 2,11; 22,16.18).

    «El Apocalipsis es claramente un Evangelio», «un quinto Evangelio» (J-P, Charlier, OP, II,131. 224). Es una Buena Noticia que a los cristianos perseguidos les da Juan, «vuestro hermano y com­pañero de la tribu­lación, del reino y de la paciencia, en Jesús» (Ap 1,9). Por eso las biena­venturanzas jalo­nan este maravilloso texto revelado.

    Son bienaventurados los que leen y guardan las palabras de este libro (1,3; 22,7), los que permane­cen vigilantes y puros (16,15), los que mue­ren por el Señor (14,13), los que son in­vitados a las bodas del Cordero (19,9), y así entran para siempre en la Ciudad celeste con limpias vestiduras limpias (22,14).

Aunque no pocos puntos de este libro misterioso tienen difícil interpretación, sus revela­ciones fundamentales son muy claras, y sumamente importantes a la hora de situarse en el mundo según la fe, buscando la santidad, la perfección evangélica, con la fuerza y alegría de la esperanza. El mensaje fundamental del «Apocalipsis de Jesucristo» (1,1) es éste:

Desde la victoria de la Cruz, hay una opo­sición permanente y durísima entre Cristo y el Dragón infernal, entre la Iglesia y la Bes­tia mundana (Vat. II, GS 13b,37b), a la que ha sido dado poder en el siglo para perse­guir  a la descendencia de la Mujer coronada de doce estrellas. No debe, sin embargo, apode­rarse de los cristianos el pánico. La victoria es ciertamente de Cristo y de aquéllos que, en la fe y la paciencia, guardan su testimo­nio, si es preciso con el martirio.

   

–La Bestia del mundo moderno

    Si los intérpretes del Apocalipsis han reconocido generalmente los rasgos de la Bestia mundana en el Im­perio romano y en otros poderes mundanos semejantes de la época o posteriores, ¿cómo los cristianos de hoy no reconoceremos la Bestia maligna en los actuales Imperios ateizantes,que se empeñan en construir la Ciudad  del mundo sin Dios y contra Cristo?

    El Imperio romano era para los cristianos un perro de mal genio, con el que se podía con­vivir a veces, aunque en cualquier mo­mento podía morder, comparado con el tigre del Blo­que comunista o más aún con el león poderoso de los Estados occidentales após­tatas, cifra­dos en la riqueza y en una liber­tad humana sin Dios y sin Cristo, abandonada a sí misma por el liberalismo (+Ap 13,2.11). Para hacerse una idea de la ferocidad de cada una de las Bestias citadas, basta apre­ciar la fuerza histórica real que cada una de ellas ha mostrado para combatir y llevar a los cristianos a la apostasía. «Por sus frutos los conoceréis»

Es curioso. Los primeros apologistas cristianos –Justino, Atenágoras, Tertuliano–, en el mero he­cho de componer sus apologías, todavía manifiestan una cierta esperanza de que sus destinatarios, el em­perador a veces, atiendan a razones y depongan su hostilidad. Y es que los poderosos del mundo eran entonces paganos, pero no apóstatas. Los actuales, por el contrario, vienen de vuelta del cristianismo, y saben bien que gracias a que no creen o a que callan en la política su fe en Cristo, evitan la persecución y están donde están, en el poder mundano

    Hoy la Bestia mundana, comparada con sus primeras encarnaciones históricas, es in­comparablemente más poderosa y seductora, más inteligente en la persecu­ción de la Iglesia, tiene muchos más cóm­plices, también dentro de la Iglesia, y está mucho más determinada en hacer desaparecer de la tierra a los cristianos y toda huella de cristianismo.

 

–Una Bestia herida de muerte

    «¡Ay de la tierra y del mar! Porque el Diablo ha bajado a vosotras con gran furor, sa­biendo que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). En efecto, la Bestia secular, a pesar de su aparente prepotencia, está siempre conde­nada a una muerte más o menos próxima. No es Casa edificada sobre la roca, como la Iglesia en Cristo, sino sobre la arena, y está destinada por tanto a un derrumbamiento inevitable (Mt 7,26-27).

    El Cristo glorioso del Apo­calipsis se manifiesta en cambio sereno y domi­nador, siempre imponente y victorioso. Resucitado, vencedor del pecado, del mundo y del diablo, asciende al Padre, y con Él y el Espíritu Santo «vive y reina por los siglos». En la visión de Juan,

    «sus pies pa­recían como de metal precioso acrisolado en el horno; su voz como voz de grandes aguas; tenía en su mano derecha siete estre­llas [todas las Iglesias], y de su boca salía una espada aguda de dos filos» (1,15-16). En los momentos que su providencia elige, Cristo por sus ángeles o por sí mismo de­rrama las copas de la ira, hiere a los pa­ganos con la espada de su boca, captura a la Bestia, quiebra sus pies de arcilla, y la enca­dena por un tiempo, o la suelta por otro tiempo, o bien la arroja definitivamente con el falso pro­feta al lago de fuego inextinguible.

    Desde los sucesos de la Cruz y la resurrección, la Bestia diabólica, a pesar de todas sus prepotencias y prestigios mundanos, está condenada a muerte, y lo sabe: avanza inexorable­mente hacia ese abismo de absoluta condena. Sabe bien que a Cristo le «ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Y que Él, como Rey del mundo, actúa conti­nuamente como Salvador en la historia de la humanidad, obrando directamente o a través de sus ángeles y san­tos, o bien por la permisión providente de una cadena de causas malvadas, que son dejadas a su propia inercia siniestra.

 

La maldad da muerte al malvado

    En este mundo, el bien tiene ser, bondad y belleza, y por eso es durable. El mal, en cambio, a pesar de su aparato fascinante, apenas tiene ser, bondad ni au­téntica belleza, y está destinado necesariamente a la muerte: nihil violentum durabile. El mal por su propio pensamiento y paso camina a la ruina. «La maldad da muerte al mal­vado» (Sal 33,22).

    El Imperio comunista, por ejemplo, tan colosal y coherente en sí mismo, tan «irreversiblemente» instalado en el poder, tan capaz de durar para siempre y de apoderarse del mundo entero, tenía –como toda Bestia diabólica– los pies de hierro y barro, y no fue abatido a cañona­zos o por la invasión de fuerzas extranjeras o por la irrupción de ejércitos celestiales, no. Duró solamente «hasta que una piedra se desprendió, sin intervención humana, y chocó contra los pies de hierro y barro de la estatua, haciéndola pedazos» (Dan 2,33-34.41-42; +Ap 2,27). Esto sucedió en el año de gra­cia de 1989, reinando, como siempre, nuestro Señor Jesucristo. Y sin que ningún kremlinólogo lo hubiera previsto. A fines del 87, por ejemplo, invitados por Gorbachov, visitaron la Unión Soviética tanto fray Betto como Leonardo y Clovis Boff, grandiosos profetas del progresismo, que no queriendo ser los últimos cristianos, vinieron a ser los últimos marxistas. Pues bien, para los hermanos Boff aquélla era «una sociedad libre, limpia, donde uno no se siente perseguido» (sic). Si tardan un poco en salir de su pasmo admirativo y no abandonan la región, se les cae encima todo el Sis­tema comunista en su auto-derribo. Tuvieron suerte.

Lo mismo ha sucedido con todos los Imperios bes­tiales del mundo. Y lo mismo sucederá al monstruoso Le­viatán de las actuales democracias liberales, potentes propugnadoras del Nuevo Orden Mundial. Cuando la manipulación política y la permisividad liberal, cuando la confusión y el desorden de una sociedad partida en partidos, en facciones sistemáticamente hostiles entre sí; cuando el abuso, la corrupción, la destrucción del orden natural, la lujuria y la falta de hijos, lleven a ciertos límites la degradación de las na­ciones antes cristianas, y cuando a pesar de éstas y otras plagas que hoy apenas podemos imaginar, los hom­bres persistan en sus pecados y, más aún, «blasfemen contra Dios a causa de sus dolores y llagas, pero sin arrepentirse de sus obras» (Ap 16,11; +16,9.21), entonces la Gran Babilonia se verá con­sumida en el incen­dio de sus propios vicios.

Y todos los que la admiraban llorarán su ruina, eso sí, pru­dentemente, «desde lejos», llenos de estupor al ver cómo «de golpe» (18,21), «en una hora, ha sido arruinada tanta riqueza» (18,17). Allí una Bestia marxista, consumida por la miseria, se de­rrumbó en una hora; y aquí la Otra liberal y apóstata, podrida por las riquezas, la mentira y los peores vicios, que ahora son su orgullo, caerá también en una hora. Es igual. En uno y otro caso, la maldad da muerte al malvado.

 

–La victoria definitiva está próxima

    A Cristo resucitado y vencedor –que es «el que nos ama» (Ap 1,5), «el alfa y el omega, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso» (1,8)– le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, y todo está sujeto a su im­perio irresistible. No se escandalicen, pues, los fieles, despreciados y humillados por el mundo; no pierdan el ánimo ante las per­secuciones de la mala Bestia miserable, infiltrada incluso en la «Iglesia». Por el contrario, resistién­dose a la seducción de los Poderes y presti­gios mundanos, asistidos por la Santísima Trinidad y la Mujer de las doce estrellas, venzamos al mundo por la fe y la paciencia, guar­dando fielmente la Pala­bra divina y el testimonio de Jesús. Y por misericordia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, después de la muerte y de la última purificación necesaria, seremos conducidos a la Casa del Padre.

«Estos son los que vienen de la gran tribulación, y lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero… Ya no tendrán hambre, ni sed, ni caerá sobre ellos el sol, ni ardor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a las fuentes de agua de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos» (7,14-17; +21,3-4). «Éstos son los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17).

La vic­toria final de Cristo está próxima. Bienaventurados, dichosos los fieles, llamados a las bodas del Cordero (19,9), pues en la Ciudad santa de Dios ya no reina la mentira y el pecado, ya no hay muerte ni llanto (21,3-4), ya que el Dios lumi­noso de la vida ha venido a ser todo en todas las cosas (1Cor 15,28).

Pronto, muy pronto, Cristo vencerá total y definitivamente al mundo. Es uno de los mensajes principales del Apocalipsis: «Revelación de Jesu­cristo… para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto» (Ap 1,1; +22,7; 2,16). «Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu co­rona» (3,12). «Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). «Sí, vengo pronto» (22,20).

«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron… Y oí una voz fuerte que decía desde el trono:… “Mira, hago nuevas todas las cosas”» (Ap 21,1.5). Es la misma voz fuerte del Señor Dios, que dijo al principio: «Hágase la luz, y hubo luz» (Gen1,3)… Sólo el Creador del mundo puede ser su Salvador.

José María Iraburu, sacerdote

 Índice de Reforma o apostasía

 

22.11.15

(349) Cristo Rey, venga a nosotros tu Reino

Carl Bloch, 1890

–Tengo la impresión de que alguna vez leí en su blog un artículo como éste.

–Y no se equivoca. Con algunos retoques, es el mismo que publiqué hace unos siete años (29) 31-VII-2009 en este mismo blog.

Los poderes de este mundo buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la Iglesia. «No queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Lo tienen muy claro. Pero ignoran que donde se expulsa a Cristo Rey, entra el reinado del diablo. Éstos «son enemigos de la cruz de Cristo, tienen por dios su propio vientre y ponen su corazón en las cosas terrenas»; en cambio los cristianos nos reconocemos «ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3,19-21). Y a lo largo de los siglos, por obra del Espíritu Santo, permanecemos en la súplica permanente del Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino».

«Cristo, ¿vuelve o no vuelve?» Así se titula un libro (1951) del padre Leonardo Castellani (1899-1981), grandísimo escritor, traductor y comentador de El Apokalipsis de San Juan (1963). Pocos autores del siglo XX han hecho tanto cómo él para reafirmar la fe y la esperanza en la Parusía. Se quejaba él con razón de que el segundo Adviento glorioso de Cristo, con su victoria total y definitiva sobre el mundo, estuviera tan olvidado en el pueblo cristiano, tan ausente de la predicación habitual, siendo así que esa fe y esa esperanza han de iluminar toda la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «No se puede conocer a Cristo si se borra su Segunda Venida. Así como según San Pablo, si Cristo no resucitó, nuestra fe es vana; así, si Cristo no ha de volver, Cristo fue un fracasado» (Domingueras prédicas, 1965, III dom. Pascua).

Comencemos por recordar que hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.

No tienen verdadera esperanza

aquéllos que diagnostican como leves los males graves del mundo y de la Iglesia. O están ciegos o es que prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como están muy débiles en la esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente –más optimista– decir «vamos bien».

Tampoco tienen esperanza verdadera aquellos que se atreven a anunciar «renovaciones primaverales» de la Iglesia, estilos pastorales profundamente mejorados, si no insisten suficientemente en el reconocimiento humilde de los pecados presentes y en la conversión y penitencia que nos libran de ellos.

Falsa es la esperanza de quienes la ponen en medios humanos, y reconociendo a su modo los males que sufrimos en la Iglesia, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas doctrinales, litúrgicas y disciplinares «más avanzadas que las de la Iglesia oficial», que no temen romper con tradiciones mantenidas durante veinte siglos. Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la tradición católica, los dogmas, la autoridad apostólica. Éstos una y otra vez intentan conseguir por medios humanos –grupos de presión, nuevos métodos y consignas, organizaciones y campañas, una y otra vez cambiados y renovados–, aquello que sólo puede lograrse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser des-esperantes.

No esperan de verdad la victoria «próxima» de Cristo Rey aquellos que  pactan con el mundo, haciéndose cómplices de sus ideologías vigentes, aquellos que ceden o que incluso están de acuerdo con los Poderes mundanos que las imponen, dóciles a los grandes Organismos Internacionales empeñados en establecer un Orden Nuevo sin Dios y contra Cristo. Por ejemplo, no viven ciertamente esa esperanza de la Parusía inminente de Cristo aquellos políticos cristianos, que aunque aparenten oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, en el fondo ceden ante ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor, van llevando al pueblo, un pasito detrás de los enemigos del Reino, a los mayores males.

No tienen esperanza quienes no creen en la fuerza de la gracia del Salvador, y por eso no llaman a conversión, como no sea en fórmulas muy leves, que excluyen por supuesto la posibilidad del infierno. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: que el pueblo en su gran mayoría deje de ir a Misa los domingos, que profane normalmente el matrimonio con la anticoncepción, que dé su voto a partidos políticos abortistas, etc. No piensan siquiera en llamar a conversión a los propios cristianos –mucho menos aún a los paganos–, porque estiman irremediables los males arraigados en el presente. «¿Cómo les vas a pedir que?»…. Al fallarles la esperanza en Dios, la esperanza en la fuerza de su gracia, y en la bondad potencial de los hombres asistidos por Cristo, ellos no piden nada, y por tanto, no dan el don de Dios a los hombres, a los casados, a los políticos, a los feligreses sencillos, a los cristianos dirigentes, a los no-creyentes. No llaman a conversión, porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. Ven como irremediables los males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados y derrotistas, mantienen la esperanza verdadera!

Tienen verdadera esperanza

los que reconocen los males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y, más aún, a decirlos. Porque tienen esperanza en el poder del Salvador, por eso no dicen que el bien es imposible, y que es mejor no proponerlo; por eso no enseñan con sus palabras o silencios que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».

Los que tienen esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conversión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del Dios vivo y verdadero, de la arbitrariedad rebelde a la obediencia de la disciplina eclesial.

Se atreven a predicar así el Evangelio porque creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt 3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la omnipotencia misericordiosa de Cristo Rey, único Salvador del mundo, procuran evangelizar no solamente a los paganos, sino a los mismos cristianos paganizados, lo que exige de Dios un milagro doble.

–Tienen esperanza aquellos que esperan la venida gloriosa de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (Flp 3,20-21), los que saben que «es preciso que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies», sometiendo a su autoridad en la Parusía a todo lo que existe, a todo poder mundano y toda realidad, y sujetándolo al Padre celestial, de tal modo que «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,15,25-29).

* * *

«Todos los pueblos, Señor, vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,4). El «Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia. ¿Está viva de verdad esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy? Son muchos los que dan por derrotada a la Iglesia en la historia del mundo. ¿Cuáles son las esperanzas de los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan poderoso y cautivante, y qué esperanzas tienen sobre aquellas Iglesias que están profundamente mundanizadas?…

Nuestras esperanzas no son otras que las mismas promesas de Dios en las Sagradas Escrituras. En ellas los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.). El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).

Siendo ésta la altísima esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de inferioridad, no nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni ponemos nuestra esperanza en los Grandes Organismos Internacionales que gobiernan el mundo, ni tenemos miedo a sus persecuciones que, sin hacer mucho ruido, van realizando cada vez más fuertemente contra la Iglesia: son zarpazos de la Bestia mundana, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). Sabemos con toda certeza los cristianos que al Príncipe de este mundo ha sido vencido por Cristo, y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación de establecer complicidades oscuras con este mundo de pecado.

«Estas cosas os las he dicho para que tengáis paz en mí. En el mundo habéis de tener combates; pero confiad: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). «Vengo pronto, mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (Ap 3,12). «Vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). «Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» (22,20).

* * *

Una vez más son hoy los Papas principalmente quienes mantienen vivas las esperanzas de la Iglesia. Son ellos los que, fieles a su vocación, «confortan en la fe a los hermanos» (Lc 22,32). Especialmente asistidos por Cristo, son fieles a las Escrituras, a la fe y a la esperanza de la Tradición católica. Y mantienen la fe en las promesas de Cristo con muy pocos apoyos de los predicadores y autores católicos actuales.

León XIII enseña: «Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste es el mayor de nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser colmadas del nombre sagrado de Jesús… No faltarán seguramente quienes estimen que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más para desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y absoluta confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, recordando bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este mundo… Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia, en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma benignidad el cumplimiento de aquella divina promesa de Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo Pastor» (epist. apost. Præclara gratulationis, 1894).

San Pío X, de modo semejante, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «“se han amotinado las gentes contra su Autor y que traman las naciones planes vanos” (Sal 2,1). Parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: “apártate de nosotros” (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno, y que no se tenga en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado. Más aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente.

«Quien reflexione sobre estas cosas, ciertamente habrá de temer que esta perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que hemos de esperar para el último tiempo; o incluso pensará que “el Hijo de perdición, de quien habla el Apóstol, ya habita  en este mundo”  (2Tes 2,3)… Se pretende directa y obstinadamente apartar y destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Ésta es la señal propia del Anticristo, según el mismo Apóstol. El hombre mismo, con temeridad extrema, ha invadido el lugar de Dios, exaltándose sobre todo lo que se llama Dios, hasta tal punto que… se ha consagrado a sí mismo este mundo visible, como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándo como si fuese Dios (ib. 2,4).

«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios… El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la cabeza de sus enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey del mundo” (46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres” (9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (enc. Supremi Apostolatus Cathedra, 1903). 

* * *

Cristo vence, reina e impera. Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin apenas enterarnos de ello– que Cristo «vive y reina por los siglos de los siglos. Amén». No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y misericordiosa, y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá algún creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la realidad del actual gobierno providente del Señor y sobre la plena victoria final del Reino de Cristo sobre el mundo?

Reafirmemos nuestra fe y nuestra esperanza. La secularización, la complicidad con el mundo, el horizontalismo inmanentista, la debilitación y, en fin, la falsificación del cristianismo proceden hoy en gran medida del silenciamiento y olvido de la Parusía. Sin la esperanza viva en la segunda Venida gloriosa de Cristo, los cristianos caen en la apostasía. En el Año litúrgico de la Iglesia la solemnidad de Cristo Rey precede a la celebración gozosa de su Adviento: del primero, que ya fue en la humildad y la pobreza, y del segundo, que se producirá en gloria y en poder irresistible.

José María Iraburu, sacerdote

 

Añado como apéndice un formidable texto de Orígenes (185-253), gran teólogo alejandrino, que mientras la Iglesia sufría, y él con ella, la durísima persecución del emperador Decio, escribía este texto tan lleno de esperanza, que hoy reproduce la Liturgia de las Horas como lectura para la solemnidad de Cristo Rey (Sobre la oración, cp. 25).

«Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros, pues la palabra está cerca de nosotros, en los labios y en el corazón, sin duda, cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a él y haremos morada en él.

«Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.

«Con respecto al reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la luz con las tinieblas, ni la justicia con la maldad, ni pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo, así tampoco pueden coexistir el reino de Dios y el reino del pecado.

«Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en nosotros y fructifiquemos por el Espíritu. De este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que y en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.

«Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe vestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección».

Índice de Reforma o apostasía

 

4.08.09

(21) La victoria final de Cristo: Parusía –y II

–Perdone, ¿y eso de la Parusía qué es?
–La venida de Cristo al fin de la historia, que puede darse ya en cualquier momento.

La Parusía ha sido falsificada en una visión secularista, como puede apreciarse en Teilhard de Chardin. Escribe Leonardo Castellani: «Telar Chardín tomó esta idea que tiene sus raíces en Spencer, el doctor del Evolucionismo o Darwinismo; y en Hegel, el doctor del Panteísmo emanatista. No hay una sola idea original en Telar Chardín, hay sólo una terminología nueva, bastante pedante: “la biósfera”, “la antropósfera”, “la noósfera”, “el Punto Omega” –que es el fin de la Evolución y es Dios […] San Pablo en 1 Timoteo 4,1-2.7 [afirma que] “el Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe entregándose a espíritus engañadores y a doctrinas diabólicas… Rechaza las fábulas profanas y los cuentos de viejas» (Domingueras prédicas, 1966, dom. 17 post Pentec.). «Evidentemente hay una apostasía parcial o un comienzo de apostasía en todo el mundo» (ib. 1961, dom. 19 post Pentec.).Y sigue:

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31.07.09

(20) La victoria final de Cristo: esperanza –I

–Bueno, parece que esto se anima un poco.
–Todo lo que voy tratando, sea lo que sea, es siempre «causa nostræ letitiæ» porque se funda en la palabra de Dios. Por tanto, alegráos, alegráos siempre en el Señor. Servid al Señor con alegría. Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Enséñame a cumplir tu voluntad, y a guardarla de todo corazón. Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo.

«Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Así rezamos cada día en la Misa. Están perdidos aquellos que viven «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Por el contrario, Simeón era un anciano «justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25), y también Nicodemo era un hombre de fe, que «esperaba el reino de Dios» (Mc 15,43). Ahora los cristianos, en la plenitud de los tiempos, vivimos «esperando la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Y ésa es la fe y la esperanza que nos identifican. La frase viene de San Pablo, cuando contrapone a los que «son enemigos de la cruz de Cristo, tienen por dios su propio vientre y ponen su corazón en las cosas terrenas», con los cristianos, que somos «ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3,19-21).

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