(668) Traditionis Custodes. ¿Obediencia o resistencia?
–Es mucho tema. Diga conmigo: Dios mío, ven en mi auxilio.
–Señor, apresúrate a socorrerme.
La Traditionis Custodes. ¿Obediencia o resistencia?
El papa Francisco publicó la Carta Apostólica, como motu proprio, Traditionis Custodes (16-07-2021) sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma de 1970, en la que puso fin a la Summorum Pontificum de Benedicto XVI, afirmando la Misa nueva postconciliar como la única «lex orandi del Rito Romano».
Esta determinación ocasionó dentro de algunos sectores de la Iglesia una fuerte controversia, que prosiguió cuando la Congregación del Culto divino publicó once Responsa ad Dubia (4-12-2021) atendiendo a las consultas que se le habían hecho sobre la aplicación de la Traditionis Custodes.
Los fieles más afectados son aquellas personas, comunidades e institutos que, con aprobación de la Autoridad correspondiente, celebraban la Misa según el rito antiguo. Siendo católicos «tradicionales», y profesando en consecuencia con firmeza la obediencia al Papa, se supone con toda probabilidad que obedecerán las disposiciones de la Santa Sede. Pero lo que escribo ahora, más que convencerles de lo que ya bien conocen y reconocen, intenta confortar su obediencia, pues no faltan algunos que aconsejan resistir.
Un caso. Un buen religioso y buen teólogo que inició a fines del siglo pasado una asociación, más tarde aprobada como congregación clerical por decreto de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, afirmaba hace poco que la Traditionis Custodes es una invitación a «rechazar la forma que Dios quiere para hacernos santos»…
El término «resistencia» con frecuencia viene a ser un eufemismo del término «desobediencia». Pero ciertamente puede tener una significación lícita, que por principio ha de presumirse en muchos casos. Es justo, equitativo y saludable que, sobre todo, aquellas Sociedades e Institutos que, con aprobación canónica de la Iglesia, integran en sus Estatutos la práctica habitual de la Liturgia antigua, y que con la TC se hallan en una posición difícil, intenten resolverla buscando con la Santa Sede una solución conveniente. Pero esto no es resistir en el mal sentido del término las órdenes del Papa. Los católicos que hacen su navegación espiritual hacia Dios en un barco «tradicional» saben bien que han de llevar siempre la obediencia en la proa y en el mástil, que tiene forma de Cruz.
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Dos aclaraciones previas
–Todos los católicos somos «tradicionales». Si no lo fuéramos, no seríamos católicos. El Vaticano II enseña que la fe de los cristianos ha de fundamentarse siempre en «la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia» (Dei Verbum 10). Por tanto, todos los realmente católicos somos tradicionales, bíblicos y magisteriales, es decir, dóciles al Magisterio apostólico.
Conviene distinguir entre católicos tradicionales, especialmente unidos a la Tradición católica, de aquellos otros, que pasando a extremos inadmisibles, son bien llamados tradicionalistas. Aunque a veces se emplea en buen sentido, como tradicionales.
–En este artículo me dirijo sobre todo a aquellos católicos «tradicionales», personas o comunidades, que viviendo la Liturgia antigua, tienen dificultad para aceptar la Traditionis Custodes. Lean con paciencia lo que sigue.
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La primacía de la obediencia en la historia de la salvación
La historia de la salvación, desde Abraham hasta nuestros días, respira siempre el espíritu de la obediencia. La suma Autoridad de Dios (auctor, auctoritas, augere: acrecentar) es una fuerza sobrehumana que el hombre recibe por la virtud de la obediencia. Obedecer a Dios (Auctor) acrecienta (augere) al obediente, pues hace suya la voluntad de Dios. La obediencia, por tanto, vivifica a todos los cristianos, en todas las vocaciones, a cada uno en sus modos propios. Su dignidad y potencia se muestra en que la misma caridad, la reina de todas las virtudes, la que da valor y mérito a todas las demás, ha de debe regirse en su ejercicio concreto por la virtud de la obediencia, pues lo que se obra contra ella, no es caridad.
Respiremos el genuino espíritu de obediencia contemplando su grandeza en la historia de la salvación.
–En el AntiguoTestamento
Abraham (siglo XIX a.Cto), llamado por Dios, obedece su mandato, y dejándolo todo, ya anciano, sale hacia una tierra desconocida, fiándose absolutamente de Yahvé (Gen 12,1-4). Su obediencia era tan perfecta que, cuando Dios le mandó que sacrificara a su único hijo Isaac, aceptó el mandato sin resistencia alguna (Gén 22).
En la Liturgia mencionamos a Abraham con máxima veneración, tanto el Canon Romano de la Misa, «el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe», como diariamente en el Magnificat, con María, y en el Benedictus, con Zacarías (Lc 1,55; 1,13) Abraham, «contra toda esperanza, creyó», esperó y obedeció, y así llegó a ser padre de muchas naciones, «convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (Rom 4,20-21). La fe del que escucha a Dios y le cree (obaudire) hace posible la obediencia (oboedire). Y a veces la esperanza en la obediencia sólo puede afirmarse «contra toda esperanza» (Rm 4,18).
Moisés (siglo XIII a.Cto), cuando en el desierto veía resistida su autoridad y la de sus colaboradores, decía: «No van contra nosotros vuestras murmuraciones, sino contra Yavé» (Ex 16,8). El santo Patriarca se reconocía a sí mismo como re-presentante de Yavé, como máximo participante de la Autoridad divina sobre el pueblo de Israel. La salvación se alcanzaba, pues, por la obediencia a los precepto de la Alianza establecida por Dios con él. Recordemos, por ejemplo, el Salmo 118, que en todos y cada uno de sus 176 versículos –es el más largo del Psalterio– canta las maravillas de la obediencia al Señor.
–En el Nuevo Testamento
La Iglesia vive en Cristo gracias a la obediencia de María: Fiat (Lc 1,37), gracias a la obediencia de San José, que recibió a María encinta por esposa, «porque era justo» y el Señor se lo había mandado por un ángel (Mt 1,24); y gracias a Jesús niño, que obedecía a José y María, y «les estaba sujeto» (Lc 2,51). Pero por encima de todo, es para los hombres decisiva la obediencia de Cristo en la cruz, «voluntariamente aceptada», siendo como era la cruz un homicidio conseguido de la Autoridad romana por la Sinagoga judía. Rompe así todos los esquemas mentales del hombre viejo y carnal, e inaugura en este mundo la lógica del Logos divino.
Jesús obedeció al Padre en la cruz, «contra toda esperanza», sintiéndose abandonado. Fue «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). No se le ocurrió desobedecer, objetando como infinitamente injusto el mandato. Y así debemos nosotros, los cristianos, obedecer a Dios, a la Iglesia y a nuestros superiores: esperando en Dios nuestro Señor, cuya providencia todo lo gobierna. Y pone su obediencia crucificada como modelo para sus discípulos: «no resistáis al mal» (Mt 5,38), «al que te quita el manto, déjale tomarte la túnica» (Lc 6,29).
Los Apóstoles no se avergonzaron de su ejemplo y doctrina, sino que comunicaron su espíritu a los fieles. San Pedro: Agrada a Dios que soportemos las ofensas injustamente inferidas, «pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos (ver 1Pe 2,18-25). San Pablo: «¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no el ser despojados?» (ver 1Cor 6,1-8). «Preferís»… Los santos no temen la Cruz injusta, ni la más ignominiosa, para en sí mismo participar más «en los sufrimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,26). «O padecer o morir» (Sta. Teresa, y otros también).
En suma definitiva:
«Por la desobediencia de uno solo [Adán] muchos fueron hechos pecadores, y así también por la obediencia de uno solo [Cristo] muchos serán hechos justos» (Rm 5,19). Tal es la potencia santificadora de la obediencia. Hasta la caridad, reina de todas las virtudes, deja de ser virtud cuando en algo se ejercita contra la obediencia. La Carta a los Hebreos canta en un capítulo entero la extremada excelencia de la fe, recordando la santidad y la fecundidad de los grandes y de los pequeños «fieles» que en toda circunstancia msntuvieron su obediencia a Dios.
Esta visión bíblica y primitiva de la obediencia pasa en la Iglesia evidentemente a la tradición de los maestros espirituales.
–En la historia de la Iglesia
Los Apóstoles siempre obedecieron a Cristo en todo. Lo recuerdo ahora citando sólo la obediencia de San Pedro en la pesca milagrosa. Después de pasar una noche pretendiendo pescar en el lago, sin conseguirlo, Jesucristo le manda:
«Boga mar adentro y echad vuestras redes para la pesca». Pedro no inquiere, no duda, no pide explicaciones, ni arguye en contra: «¿Cómo tú, que procedes de la carpintería y de un pueblo sin mar, nos quieres enseñar a nosotros, que tantos años llevamos trabajando de pescadores?»… Sin ninguna vacilación Pedro responde al punto: «Toda la noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada; pero porque tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,1-8). Y obtiene una gran pesca.
San Ignacio de Antioquía (+107), afirma con gran fuerza el espíritu de obediencia que debe inspirar toda la vida de las Iglesias:
«Seguid todos al Obispo como Jesucristo al Padre, y al Colegio de los Presbíteros como a los Apóstoles. Que nadie, sin contar con el Obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. El que honra al Obispo es honrado por Dios. El que a ocultas del Obispo hace algo, rinde culto al diablo» (Esmirniotas 8-9).
San Basilio (+379), gran maestro espiritual de la Iglesia católica oriental. Viene a ser con sus monjes, los basilianos, el San Benito de la Iglesia Oriental. Tratando de la pedagogía monástica, emplea una imagen, que, mutatis mutandis, vale también para la obediencia de los fieles a la Iglesia.
«Aun allá en el mundo, cuando uno quiere aprender un oficio mecánico, vemos que se pone con un maestro como aprendiz, y le está mirando las manos, y obedeciéndole en todo lo que le dice, sin contradecirle, ni juzgarle en cosa alguna, ni pedirle razón de lo que manda. Y de esa manera sale buen oficial» (Constituciones monásticas 20).
San Jerónimo (+420), en un tiempo de muchas controversias dentro de la Iglesia.
«Mira que no trates de juzgar, ni examinar los mandamientos y ordenaciones de los superiores, por qué mandaron esto o aquello, y si fuera mejor de otra manera que de ésta, porque eso no pertenece al súbdito, sino al superior» (Cta. 4 ad Rusticum). Hay una diferencia real, querida por Dios, entre la Iglesia docente, y la discente.
San Benito (+547): «La obediencia que se presta a los mayores, a Dios se presta» (Regla 5,15). Cerca del final de la Regla, da una norma muy preciosa: «Cuando a un hermano le manden alguna vez obedecer en algo penoso para él o imposible, acoja la orden que le dan con toda docilidad y obediencia.
«Pero, si ve que el peso de lo que le han impuesto excede totalmente la medida de sus fuerzas, exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su imposibilidad, excluyendo toda altivez, resistencia u oposición. Pero si, después de exponerlo, el superior sigue pensando de la misma manera y mantiene la disposición dada, debe convencerse el inferior de que así le conviene, y obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios» (Regla 68,1-4).
Guillermo de Saint-Thierry (+1148), abad benedictino 25 años, luego monje cisterciense, amigo de San Bernardo, escribe en la Epistola ad Fratres de Monte Dei (c.6), mucho tiempo atribuida a San Bernardo:
«Especialmente a los comienzos, importa mucho acostumbrarse uno a obedecer de esta manera, a ciegas y sin inquisición alguna: porque es imposible , moralmente hablando, que pueda durar en la Religión el que desde luego quiere ser muy prudente y saber de todo. Entonces ¿qué ha de hacer? ¿Cómo se ha de haber? Ha de hacerse tonto y necio para ser sabio. Y ésta ha de ser toda su discreción, que en las cosas de la obediencia no tenga ninguna discreción ni juicio, porque eso del discernir y mirar las razones, por qué y para qué, es propio del superior; y del buen súbdito no es sino abrazar con mucha humildad, simplicidad y confianza lo que ordenare el superior. La discreción ha de estar en el superior; en el súbdito, la ejecución». Y fundamenta lo escrito en Abraham, en Cristo, en San Pablo.
San Bernardo (+1153), monje cisterciense, abad de Claraval, Doctor de la Iglesia, fundándose en la palabra de Cristo, «El que os oye me oye, y el que os desprecia, me desprecia» (Lc 10,16), predica a sus hermanos:
«¿No declara esto nuestra Regla [San Benito, c.5] cuando dice que la obediencia se da a los superiores como se da a Dios mismo? Por eso, todo cuanto el superior nos mande de parte de Dios, y mientras no nos conste manifiestamente que es contrario a lo ordenado por la divina Majestad, debe ser obedecido con tanta sumisión como si Dios mismo lo hubiera mandado. Porque ¿qué importa que Dios nos manifieste su voluntad por sí mismo o por sus ministros, ya sean ángeles, ya sean hombres?… Es preciso, pues, escuchar como a Dios mismo, en las cosas que no son abiertamente contra Dios, a quien para nosotros tiene su lugar» (Trat. del decreto y la dispensa c.9,21). «Supla en nosotros, hermanos míos, en lugar de la discreción la virtud de la obediencia; de modo que nada más, nada menos, nada diferentemente hagáis de lo que está mandado» (Serm. Del tiempo – En la Circuncisión del Señor 3).
San Francisco de Asís: (+1226). Escribe San Buenaventura cómo respondió San Francisco en una consulta sobre la obediencia. La respuesta fue ésta:
«“El súbdito no debe considerar en su Prelado a un puro hombre, sino a Aquel por cuyo amor quiso someterse al yugo de la obediencia; pues cuanto más despreciable es por sí mismo el que manda, tanto más agradable es a Dios la sumisión del que obedece”… Y satisfizo la pregunta al proponer como ejemplo el símil de un cadáver. “Tomad un cadáver y ponedlo donde queráis. Veréis como no rehusa ningún lugar, como no se queja de estar completamente solo”» (San Buenaventura, +1274; Leyenda de San Francisco, 6,4).
Santa Catalina de Siena (+1380) dedica en la parte V de El Diálogo, 7 capítulos a la grandiosa virtud de la obediencia. «Es obediente el que es humilde, y humilde en la medida en que es obediente» (V,1). «Si es un verdadero obediente, está muerto» (V,3,1), muerto a su propia voluntad, vivo y floreciente en Cristo, que le dice a Catalina:
Por la obediencia «tú te configuras al Verbo de mi Hijo encarnado. Subes a la santísima cruz, dispuesta a sufrir antes que quebrantar la obediencia del Verbo y apartarte de su doctrina» (V,2,1) .«Al verdadeero obediente no le daña la imperfección del superior malo, antes bien algunas veces le ayuda, porque con la dureza y las cargas pesadas indiscretamente dispuestas, por la obediencia adquiere y crece en esta virtud y en su hermana la paciencia» (V,6,1). «Para demostrar cuánto me agrada, hago que la tierra obedezca al obediente… Acuérdate de lo que has leído de aquel discípulo que, habiendo recibido de su superior un leño seco, diciéndole por obediencia que lo plantara en la tierra y lo regara todos los días, él, obediente, por espíritu de la fe, no empezó a decir: “¿Cómo es posible esto?”. Mas, sin querer saber de la posibilidad de lo que le mandaba, obedeció. Y por el mérito de la obediencia y de la fe, el leño seco reverdeció e hizo fruto» (V,6,2).
San Ignacio de Loyola (+1556). en las Constituciones de la Compañía de Jesús, afirma de cuantos quieren vivir en obediencia, que ésta ha de darse
«negando con obediencia ciega todo nuestro parecer y juicio contrario en todas cosas que el superior ordena, donde no se pueda determinar (como es dicho) que haya alguna especie de pecado, haciendo cuenta que cada uno de los que viven en obediencia se debe dejar llevar y regir de la divina Providencia por medio del Superior, como su fuese un cuerpo muerto, que se deja llevar donde quiera y tratar como quiera» (Constituciones p.VI, cp.1 [547]).
Hay que obedecer «no mirando nunca la persona a quien se obedece, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece. Pues no porque el superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido» (Cta. 83,1-2). «Obedecer como una cosa muerta» (Carta 144).
Santa Teresa: (+1582) «Estate siempre preparado al cumplimiento de la obediencia, como si te lo mandase Jesucristo en tu prior o prelado» (Avisos 2,6). ¿Y entonces, podríamos decirle, para qué Dios nos ha dado la facultad de la razón, que ha de discernir lo que conviene?
Responde la Doctora: «Las personas que van atentando en las cosas, que conforme a razón se pueden hacer, parece que me acongojan» (Relaciones 1,14). Le entusiasmaba la obediencia: «¡Oh, virtud de la obediencia, que todo lo puedes!» (Vida 18,7). «No hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia» (Fundaciones 5,10). Siendo ella devotísima de la Eucaristía, decía de una mujer que comulgaba diariamente, pero que no quería sujetarse a la dirección de un confesor: «Quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión» (Fundaciones 6,18).
San Juan de la Cruz (+1591), gran Doctor de la Iglesia, en los caminos de la perfección evagélica, enseñaba:
«Más quiere Dios de ti el menor grado de obediencia y sujeción, que todos esos servicios que le piensas hacer» (Avisos 13). Preguntado una vez cómo se llegaba a la alta contemplación, «respondió que negando su voluntad y haciendo la de Dios, porque éxtasis no es otra cosa que un salir el alma de sí y arrebatarse en Dios, y esto hacía el que obedecía, que es el salir de sí y de su propio querer, y aligerado, se anegaba en Dios» (ib. 158). Y también: «Dios prueba al alma fingiendo trabajo [penalidades] en el precepto; de allí a poco le hará sentir el bien y ganancia» (Grados de perfección 14).
San Roberto Belarmino (+1621) considera el caso moral de la obediencia que debe darse a un mandato dudosamente lícito:
«Según la doctrina común, para que alguien no esté obligado a obedecer, es preciso que el abuso de poder del superior sea cierto, notorio y en cosa esencial. Es universal esta regla que San Agustín formuló y que todos los demás han adoptado después: El súbdito debe obediencia no sólo cuando está cierto de que el superior no le manda nada contra la voluntad de Dios, sino también cuando no está cierto de que lo mandado se opone a la voluntad de Dios. En la duda, hay que conformarse al juicio del superior mejor que al propio» (Risposta ad un libretto de Gersone: Opera omnia 1873, VIII, 64).
La supresión de la Compañía de Jesús (1773) fue promulgada por el papa Clemente XIV en el breve Dominus ac Redemptor, en el que decretaba además la conversión de los jesuitas en miembros del clero secular. Fue convencido de la necesidad de tal decreto por la presión que ejercieron sobre él los principales monarcas católicos. Cualquiera, jesuita o laico informado, entendía que tal mandato del Papa constituía un inmenso atropello. Pero el Papa fue obedecido por los jesuitas sin protestas ni resistencias fuertes y persistentes. La obediencia de la Compañía al funesto breve del Papa es uno de los ejemplos comunitarios más grandiosos de la historia de la Iglesia, digno de los discípulos de San Ignacio de Loyola.
Algunos de los jesuitas encontraron refugio en el reino de Prusia y en el Imperio Ruso, donde fueron acogidos por sus respectivos soberanos, que se negaron a acatar el breve papal. En esos dos Estados los jesuitas pudieron sobrevivir precariamente hasta su restauración en 1814.
–En el siglo XX
Beato Charles de Foucauld (+1916), sacerdote retirado en lo soledad del desierto de Tamanraset, en el Sahara argelino. Su canonización está fijada para el 15 de mayo del año 2022:
«La obediencia es el último, el más alto, el más perfecto grado del amor, aquél en el que uno mismo cesa de existir, y se aniquila, y se muere, como Jesús murió en la cruz, y se entrega al Bienamado un cuerpo y un alma sin vida, sin voluntad, sin movimiento propio, para que El pueda hacer con ello todo lo que quiera, como sobre un cadáver. Ahí está, ciertamente, el más alto grado del amor. Es la doctrina de todos los Santos» (Cta. a P.Jerôme 24-I-1897).
San Pablo VI (+1978) señalaba acerca de la obediencia debida por los religiosos a sus superiores:
«Hecha excepción de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del Instituto –en cuyo caso la obligación de obedecer no existe–, las decisiones del superior se refieren a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada aparezca objetivamente como menos buena, que ella es ilegítima y contraria a la conciencia, significaría desconocer, de manera poco realista, la obscuridad y la ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común… Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo “que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia”» (Heb 5,8)» (exh.apost. Evangelica testificatio 29-VI-1971, 28).
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En la primera mitad del siglo XX, fundamentándose en los grandes Maestros espirituales de la tradición católica, como los ya citados, floreció la Teología Espiritual (la Ascética-Mística – la Espiritualidad), como ciencia teológica de un modo admirable.
Entre 1900 y 1965, autores de diferentes escuelas teológicas, como Garrigou-Lagrange, Royo Marín, Gardeil, Arintero, Huerga, de Guibert, Bernard, Crisógono de Jesús Sacramentado, Moretti y muchos otros, continuaron y desarrollaron en sus obras, también en lo referente a la obediencia, la tradición espiritual siempre homogénea expresada en diecinueve siglos por los Santos Padres, los santos, los Doctores de la Iglesia, los grandes maestros de la ascética y la mística.
Esa fidelidad tradicional aseguró que entre todos esos autores modernos hubiera una profunda coincidencia, fuera de matices propios de cada escuela teológica. Así, partiendo de profundos estudios, llevaron la Teología Espiritual a un grado tan alto de perfección sistemática y académica, que fue integrada en las Facultades de Teología y en los Seminarios como una asignatura más.
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En los años posteriores al Vaticano II disminuyeron, en cambio, grandemente en número y calidad los estudios de Teología Espiritual, como consecuencia, creo yo, de una frecuente ruptura con los principales autores espirituales de los veinte siglos anteriores, que fueron ignorados y no pocas veces contradichos. Todavía se produjeron excelentes monografías y tesis doctorales, obras leídas por muy pocos, como es normal. Pero bajó mucho el nivel cristiano y católico de las obras más difundidas en libros, catequesis y predicaciones sobre la espiritualidad.
Son muchas las Iglesias locales, las Facultades, Seminarios y noviciados, los nuevos movimientos laicales, las parroquias, que viven una espiritualidad muy pobre, porque integran escasamente en sus formulaciones la gran Tradición espiritual antigua de la Iglesia, siempre fiel a la Sagrada Escritura. Queda la doctrina tradicional en espiritualidad silenciada, ignorada, como si hubiera sido superada en nuestro tiempo. E incluso a veces combatida, como ocurre con frecuencia en no pocos textos sobre la obediencia, el diablo, la mortificacion…
Sólo un ejemplo. A fines del siglo pasado, una Editorial de máximo prestigio –bien ganado– publicó un manual de Teología Espiritual de más de 400 páginas, en el que no se enseñaba en ningún capítulo o subtítulo la acción del diablo como enemigo principal de la vida espiritual (Ef 6,1-18), con la carne y el mundo como aliados (Mt 13,1-23). La omisión resulta tan clamorosa que venía a significar una negación. Era algo así como si en un Manual de estrategias militares se dedicaran amplios desarrollos a las diversas armas de combate, pero sólo se aludiera a la aviación –el arma más fuerte y decisiva– en una notita breve, en letra chica a pie de página, en unas pocas líneas. Increíble.
En ese marco tan pobre de doctrina espiritual algunas personas e institutos, impecablemente católicos y «tradicionales» –me figuro que pocos–, se han preguntado sobre la Traditionis Custodes: ¿«obedecer o resistir»?… Se da el caso, incluso, como el del fundador que he citado, de que altos y excelentes Pastores sagrados han aconsejado o insinuado la segunda opción.
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–Consideraciones finales
*Varias de las citas que he hecho de Maestros espirituales tratan de la obediencia en monjes y religiosos. Pero son citas perfectamente válidas, mutatis mutandis, para los católicos de todas las vocaciones. Y esto es así porque monjes, religiosos y pastores sagrados, han de ser «modelos» para todos los cristianos. Son normas que valen directamente para las comunidades tradicionales de hoy; pero también, mutatis mutandis, para sacerdotes y laicos seculares.
San Pedro a los presbíteros: «convertíos en modelos del rebaño» (1Pe 5,3). San Pablo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). San Francisco de Asís funda su orden para procurar la santidad de sus frailes, pero también la de muchos seglares que van a ser ejemplarizados por ellos (Vida II, Tomás de Celano 70). Santa Clara, fundadora de las clarisas: «el mismo Señor nos ha puesto como modelos para los demás… para que sean espejo y ejemplo ante quienes viven en el mundo» (Testamento 3).
*Las citas dadas sobre la obediencia muestran la continuidad homogénea de la espiritualidad católica sobre los grandes temas de la espiritualidad, tanto en Oriente como en Occidente, y en todos los siglos de la historia de la Iglesia, hasta mediados del siglo XX. Algunas «palabras» –obediencia ciega, como un muerto, como cadáver– hoy son absolutamente rechazadas, aunque muchos y excelentes maestros católicos las emplearon. Los autores bíblicos, tradicionales y magisteriales que hoy tratamos de la espiritualidad no nos avergonzamos de ellas, aunque no las usamos; pero comunicamos –lo intentamos– el mismo espíritu que expresaban cuando estaban en uso.
*Los sacramentos y los superiores, recibidos con fe, unen con Dios inmediatamente. Podría decirse que la obediencia no se presta al mandato, ni tampoco al superior, sino que se presta in-mediatamente a Dios. El superior viene a ser un cuasi-sacramento que comunica al súbdito la Voluntad divina.
Estos casos lo confirman: La comunión dada por un ministro en pecado santifica al que comulga de buena voluntad, e igualmente el mandato –que en sí sea lícito– dado por un superior malo o inepto, aunque fuere muy objetable, es santificante para el que obedece con fe y amor, porque así hace bajo la gracia un acto (a veces heroico) de obediencia a la autoridad del Señor.
Por eso cuando los superiores no mandan –por hacerse simpáticos, por no llevarse disgustos, por adaptarse al espíritu del mundo igualitario o por otros motivos–, cuando no ejercitan realmente su autoridad en los consagrados que le han sido confiados, están privándolos de innumerables gracias, porque les han despojado prácticamente de la obediencia. Es ésta una de las causas principales de la grande y persistente disminución de vocaciones religiosas. Siempre se ha entendido que de los tres votos clásicos, la obediencia es el principal, el que tiene la mayor fuerza santificante.
*En la duda, hay que obedecer. La obediencia a Dios, que en su providencia todo lo gobierna, suscitándolo o permitiéndolo, así como la procuración del bien común, exigen que la presunción de acierto se conceda al superior, que también el súbdito puede equivocarse. Por otra parte, quien está dispuesto a la obediencia sólo en lo que estima ciertamente bueno, casi nunca estará dispuesto a obedecer, pues el mandato suele versar normalmente sobre cuestiones opinables.
*Audacia valerosa en la obediencia. Muchas veces la obediencia hace patente que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27), pues por ella realizamos con éxito acciones que nunca habríamos acometido por iniciativa propia. En la obediencia hay que estar preparado para todo, sin excluir nada, como no sea el pecado: para todo lo que la Providencia divina ordene o permita. Estando Santa Teresa agobiada de trabajos, nos cuenta ella, «me dijo el Señor: “Hija, la obediencia da fuerzas”» (Fundaciones prólogo 2).
José María Iraburu, sacerdote
San Juan apóstol y evangelista (27-XII-2021)
Post post.–Sobre la Traditionis Custodes publiqué yo varios artículos en mi blog: (653) Elogio y defensa de la Misa de S. Pablo VI (11-08); (654) Elogio y defensa de la Misa de S. Pío V (18-08) ; (655) Traditionis Custodes. La Misa antigua y la Misa nueva (26-08); y (656) Misas.–Dos errores.(1-09).
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