Virgen de los Siete Dolores

Nuestra Señora de la Soledad, Zamora

 

HOMILÍA

Padre Pedro Pablo Silva, SV

15 septiembre 2021

Virgen de los Siete Dolores

 

Celebramos hoy día la fiesta de la Virgen de los Siete Dolores. Como dice san Pablo, “sé de un hombre que fue arrebatado hasta el tercer cielo” (cf. 2 Cor 12,2). Se podría decir, mutatis mutandis: “sé de un hombre que, cuando era pequeño y veía llorar a su madre, él lloraba instantáneamente y lo que quería era ir a consolarla.

En este día de la Virgen de los Siete Dolores lo que nace espontáneamente es el deseo de ir a consolar a la Santísima Virgen, de reparar sus dolores. Y he aquí que en Tercia la antífona como que contraría ese deseo nacido del amor: Recédite a me, amáre flebo, nolíte incúmbere, ut consolémini me: Alejaos de mí, dejadme llorar amargamente, no busquéis consolarme.

Realmente, cuando he rezado el Oficio de Tercia me he quedado como paralizado. Es como si a un hombre se le viniera un inmenso dolor encima y cuando queremos ayudarlo a soportar ese sufrimiento nos dijera: “Déjenme, yo tengo que sufrir esto”. Esto es propio de una persona de una gran madurez espiritual, de una plena madurez, que acepta la voluntad de Dios asistida por la gracia divina.

No es lo común. Lo propio, y especialmente en los momentos de sufrimiento, es buscar el consuelo ajeno; incluso entre las personas, cuando ven que se les viene la muerte piden algo muy legítimo que son los cuidados paliativos. Tal vez nosotros mismos los pidamos en su momento. Pero la Santísima Virgen ha visto en su propia vocación que Dios la llamaba a asociarse, como ninguna otra persona en el mundo, a los dolores de su Hijo para co-redimir a la humanidad y también para dar a luz una nueva humanidad: la Iglesia, la comunidad de los hijos redimidos.

El sufrimiento siempre constituye un misterio para el hombre, porque a nadie le agrada en sí mismo sufrir. Y, sin embargo, parece que no hubiese otra cosa, una medicina mejor preparada para liquidar el amor propio y humillarnos que el sufrimiento. Según la medida en que Dios nos lo dé, va como el agua horadando la piedra, la roca dura de nuestro corazón, para que esa roca se quiebre y pueda penetrar la gracia divina.

Dios ha querido redimirnos por el sufrimiento. Pero lo propio de nosotros, y lo propio de la inmadurez espiritual y humana, es recibir todo lo que hay y todo lo que uno vive en función de uno mismo. Yo estoy sufriendo, entonces necesito que me consuelen, necesito que me ayuden, necesito que se ocupen de mí, necesito que…: todo es hacia mí. En cambio, la persona madura espiritualmente, asistida por la gracia, vive lo que Dios le da y lo vive para los demás, saliendo de sí misma. No vive en función de sí, sino de los demás. Y ese darse, que es propio de la madurez, es lo que realmente nos plenifica y nos hace feliz. Pensar poco o nada en nosotros mismos, pensar en los demás, darnos enteramente a los demás por amor al Señor que nos amó hasta hacerse pecado para salvarnos: esto nos hace plenos, sin que haya lugar para depresiones o tristezas egoístas.

La vida de la Virgen María fue de tal manera un darse a los demás que se transformó en co-redentora, en la nueva Eva. Aquella, asociada al nuevo Adán que es Cristo, da a luz un mundo redimido, un mundo transfigurado por la gracia. Que así sea.