El arte de mantenerse en la verdad durante la tentación

San Antonio Abad, Diego Velazquez

La vida monástica, desde sus mismos orígenes, ha colocado en el centro de su itinerario espiritual el combate contra los pensamientos o logismoi. La renuncia a los pensamientos malignos es la renuncia monástica por excelencia, incluso por sobre la ascetismo físico de los ayunos y las vigilias. A veces este combate constituye un auténtico martirio espiritual, el cual es propio de aquellos que siguen una vocación solitaria. Como se lee en uno de los Apotegmas: “también los filósofos ayunan y viven en castidad; solo los monjes vigilan sus pensamientos”.

En efecto, el paso desde el hombre carnal al estado del cristiano espiritual perfecto, implica un combate en un doble frente, los cuales están unidos entre sí: el de las pasiones desordenadas arraigadas en el fondo del corazón humano, y el de los demonios. La guerra que los monjes deben sostener es una guerra interior, espiritual, inmaterial, una guerra invisible, que por lo mismo que combate a enemigos que no se dejan ver, es la más ruda y peligrosa de todas las guerras. Esto, y no otra cosa, es lo que se vive en la soledad de los monasterios.

El arma que habitualmente usan los demonios son los “pensamientos”, a veces buenos en sí, pero en general malos y perversos. El demonio no da la cara sino que se esconde detrás de los malos impulsos que están dentro del hombre -y aun detrás de los buenos- y se sirve de ellos insidiosamente para llevarlo a su ruina. Así, apenas San Antonio Abad deja el mundo y marcha al desierto, el Enemigo busca apartarlo de su propósito recordándole los bienes que ha dejado, el cuidado que debe tener de su hermana, sus afectos familiares, los placeres de la vida y la dificultad de la virtud. Al no ser pensamientos objetivamente malos, resultan más peligrosos. En el caso de los principiantes y aquellos que tienen menos purificadas sus pasiones, se sirven los demonios de otras tentaciones más manifiestas, contenidas en los ocho logismoi o vicios capitales, como los llamará Juan Casiano.

Decía San Jerónimo que los que han de ir a la guerra preparan con cuidado su armadura. De hecho, esta armadura espiritual es la única cosa que el monje debía llevar consigo al abandonar el mundo. Este arsenal está compuesto por todas las armas que indica San Pablo, el cinto de la verdad, la coraza de la justicia, el escudo de la fe, la espada de la Palabra de Dios, etc. A los que se agrega la oración, el ayuno, la sobriedad, la invocación del Nombre de Jesús, el discernimiento de espíritu, entre otras armas mencionadas en los escritos de los padres del monacato.

Los monjes estaban convencidos de que su combate espiritual contra los demonios no tenía por única finalidad la de salvar sus propias almas; ellos se insertaban en la guerra cósmica entre Dios y sus huestes, por una parte, y Satanás y sus demonios por otra. Dice Evagrio Pontico: “Toda la creación inteligente se divide en tres partes: una está luchando, otra corre en auxilio de la que lucha, la tercera combate contra la que lucha y le hace violenta guerra. Ahora bien, no es a causa de la potencia del enemigo ni a causa de la negligencia de las tropas auxiliares, sino por culpa de la cobardía de los mismos combatientes por lo que desfallece y languidece en nosotros la contemplación de Dios”. Esta era una convicción del monacato antiguo: si somos derrotados, es porque queremos; el enemigo no es tan fuerte como parece, y los ángeles de Dios nos ayudan poderosamente.

Pero el monje tiene todavía un auxiliar más poderoso y excelso que los mismo ángeles: Jesucristo. Existía en ellos la íntima convicción de que Cristo luchaba con ellos y luchaba en ellos. Decía San Jerónimo: “Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una espada, y siempre avanza delante de nosotros y lucha por nosotros y vence a los adversarios”. En realidad, nosotros participamos del mismo triunfo de Jesucristo.

El punto más difícil de este combate, a la vez que el más necesario, lo constituye el arte de discernir entre los buenos y malos espíritus. Esto no se limita a distinguir el pecado de lo que no lo es, ya que en la medida que el monje avanza en su camino, más el demonio busca perderlo disfrazado de ángel de luz, y utilizando como trampa pensamientos buenos en apariencia, pero que siempre esconden un engaño sutil. Como dice nuestro Padre San Benito en su Regla: “Hay caminos que a los hombres parecen rectos, pero que conducen a lo profundo del infierno”. Es decir, repetimos, que no se trata de un discernimiento puramente moral entre el bien y el mal, sino entre los pensamientos que proceden de Dios y los que, a pesar de su apariencia de bondad y santidad, provienen del demonio.

Los monjes que no poseían aún el don de este discernimiento espiritual, tenían la práctica de consultar sus problemas con los ancianos que ya lo habían recibido. Es decir, que tenían necesidad de dirección espiritual. Este fue un punto en el cual se insistió mucho entre los maestros del monacato primitivo. Para que la dirección del padre espiritual fuera efectiva, era necesario manifestar no solo las faltas y caídas, sino sobre todo los pensamientos, las inclinaciones, las sugestiones y los impulsos interiores. Cuando el logismoi ha repercutido en un acto externo u obtenido el consentimiento de la voluntad, la manifestación del alma llega demasiado tarde. Es preciso, por el contrario, atacar el enemigo en cuanto empieza a manifestarse; hay que aplastar la cabeza de la serpiente apenas asoma, matar a los hijos de Babilonia apenas nacidos, extirpar los malas hierbas antes de que empiecen a echar raíces. Decía San Antonio: “He visto monjes que, después de muchos años de trabajos, cayeron y llegaron hasta la locura por haber contado con sus propias obras y no haber aceptado el mandamiento de Dios que dice: Interroga a tu padre y te lo enseñará”.

Los Apotegmas nos permiten vislumbrar como se realizaba esta dirección. Se nos habla simplemente de una visita, una pregunta y una respuesta. Todo transcurría en pocas palabras, como conviene a la austeridad y despojamiento de la misma condición monástica. Siempre subsistía la mirada de fe en que las palabras de los ancianos eran verdaderamente inspiradas por el Espíritu Santo.

Otras de las herramientas del monje para salir vencedor de esta guerra espiritual era la vigilancia, también llamada atención y guarda del corazón. Entendemos por esto el estado de una inteligencia dueña de sí misma, prudente y ponderada, lo cual va unido al silencio interior. Gracias a esta actitud, el monje está despierto y atento a las posibles sorpresas, lo cual permite repeler al adversario desde el instante en que intenta aproximarse. Porcario, abad de Lerins, decía: “Observa siempre la cabeza de la antigua serpiente, estos es, el inicio de los pensamientos”. Es preciso montar en guardia a la puerta del corazón y preguntar, como Josué, a cada uno de los pensamientos que se presentan: “¿Eres de los nuestros o de los enemigos?” Y no franquearle la entrada sin estar bien seguros de su identidad.

San León Magno, en el conocido exorcismo que redactó después de su impactante visión del ataque del infierno a la Iglesia y al mundo, llama al demonio “inventor y maestro de toda mentira” (inventor et magister omnis fallaciae). Es decir, que a través de medios muy diversos, a veces más directos y brutales, otras veces solapados y sutiles, el Enemigo del género humano quiere introducir en nuestras mentes el efecto oscurecedor y perturbador de una mentira mental que nos atrape. Su fin, es siempre nuestra perdición, el alejamiento progresivo de Dios y de su santa Voluntad. Salir victoriosos de este combate es lo más importante de nuestra vida. Las armas de los antiguos monjes o padres del desierto son válidas para todos los cristianos, según el don de Dios para cada uno y las condiciones del propio estado de vida. La oración continua (por supuesto, antes que nada, la vida Sacramental intensa), la vigilancia interior, la humildad que implica la dirección o acompañamiento espiritual con personas experimentadas, y agregaremos un medio infalible, aunque no mencionado por ellos: la oración suplicante y confiada a la Santísima Virgen María, el rezo del Santo Rosario y la consagración a Ella.