¿Quién comprende el misterio que encierra una comunión sacramental?

En este día del Corpus Christi, ofrecemos para la meditación de nuestros lectores un texto seleccionado de las obras del beato Dom Columba Marmion (1858-1923), quien fue monje, sacerdote y tercer abad de la Abadía de Maredsous. Gran maestro espiritual y autor de obras de notable influencia como fueron “Jesucristo, vida del alma”, “Jesucristo ideal del sacerdote”, “Jesucristo ideal del monje” y “Jesucristo en sus misterios”, de la cual tomamos el texto de este post (la traducción directa del original francés es nuestra, así como las negritas y cursivas). Dom Columba fue beatificado el año 2000 por el Papa Juan Pablo II.

A modo de brevísima introducción, vale la pena considerar este aspecto a menudo olvidado que señala dom Columba: el hecho de que recibiendo la comunión sacramental, nosotros aceptamos, por decirlo de este modo, que Cristo imprima y reproduzca en nosotros sus misterios, misterios que como sabemos son de gozo, de cruz y de gloria. La humillación de su anonadamiento, su ocultamiento, su martirio por la verdad, su obediencia al Padre, su caridad inmolada hacia los hombres, su muerte ignominiosa tras un juicio humano falso e injusto, su resurrección de entre los muertos, su eterna gloria… todo aquello deviene la impronta bendita de su vida en nosotros. 

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De la obra de Dom Columba Marmión, Jesucristo en sus misterios, Capítulo XVIII En memoria mía (Fiesta del Corpus Christi).

De todas las propiedades que la Escritura Santa atribuye al maná, hay una que es particularmente remarcable. El maná era “un alimento que se acomodaba a los deseo y necesidades de aquél que lo tomaba”.

En el pan celeste que es la Eucaristía, nosotros podemos encontrar también, si yo puedo decirlo así, el gusto espiritual de todos los misterios de Cristo y la virtud de todos sus estados. Nosotros no consideramos más aquí la Eucaristía como memorial sino más bien como fuente de gracias. Hay ahí un aspecto fecundo del misterio eucarístico en el cual deseo detenerme con ustedes algunos instantes. Si nosotros lo dejamos penetrar en nuestras almas, sentiremos aumentar en nosotros el amor y el deseo de este alimento celestial.

Ustedes lo saben: Nuestro Señor se dona en alimento para sostener en nosotros la vida de la gracia; más aún, por la unión que este sacramento establece entre nuestras almas y la persona de Jesús, él permanece en Mi y yo en él (Jn 6,57), por la caridad que esta unión alimenta, Cristo obra esta transformación que hacía decir a san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2,29). Tal es la virtud de este inefable Sacramento.

Pero esta transformación comporta para nosotros muchos grados y diversas etapas. Nosotros no podemos realizarla en un instante; no es sino poco a poco que ella se producirá, a medida que nosotros penetremos más en el conocimiento de Cristo Jesús y de sus estados, pues su vida es nuestro modelo, y su perfección el ejemplar de la nuestra.

La contemplación piadosa de los misterios de Jesús constituye uno de los elementos de esta transfiguración. Cuando, por una fe viva, nosotros nos ponemos en contacto con Él, Cristo produce en nosotros, por la virtud siempre eficaz de su santa humanidad unida al Verbo, esta semejanza que es el signo de nuestra predestinación.

Si esto es verdad de la simple contemplación de los misterios, ¡cuando más profunda y más extensa será en este dominio la acción de Jesús cuando Él habita en nuestras almas por la comunión sacramental! Esta unión es la más grande y la más íntima que nosotros podemos tener aquí abajo con Cristo: la unión que se realiza entre un alimento y aquél que lo toma. Cristo se dona a nosotros para ser nuestro alimento; pero, a la inversa de lo que ocurre en el alimento corporal, somos nosotros los que somos asimilados a Él, Cristo deviene nuestra vida.