Sobre la lucha de la carne y del diablo contra el hombre espiritual y sobre la utilidad de la oración

San Bernardo (1090-1153), De los sermones de Cuaresma, sobre los tres modos de oración,

El amor que os tengo, hermanos, me obliga a hablar. Apremiado por él, os hablaría con más frecuencia, sino me lo impidiesen mis múltiples ocupaciones. No es nada extraño que me preocupe de vosotros, pues también encuentro en mí mismo muchos motivos y ocasiones de preocuparme. Cuando advierto mi propia miseria y mis muchos peligros, me asalta la tristeza. Mi desvelo por vosotros no puede ser menor si os amo como a mí mismo. El que sondea los corazones sabe muy bien cuántas veces mi diligencia por vosotros prevalece en mi corazón a mi propio cuidado.

Es normal que me desvele e inquiete tanto por vosotros, al veros en tanta miseria y envueltos en tantos peligros. Nosotros mismos, como sabemos, llevamos la trampa. Doquier vayamos, llevamos nuestro propio enemigo: la carne, nacida y nutrida en el pecado; demasiado corrompida en su origen y mucho más viciada por las malas costumbres. Por eso lucha tan cruelmente contra el espíritu; murmura con tanta frecuencia y no soporta la disciplina; sugiere lo malo, no se somete a la razón ni la asusta temor alguno.

A ella se une y ayuda la astuta serpiente, y se sirve de ella para atacarnos. Su único deseo, su empeño y su propósito es derramar la sangre de las almas. Trama continuamente la maldad, instiga los deseos de la carne, alimenta el fuego natural de la concupiscencia con sugestiones ponzoñosas, inflama los movimientos ilícitos, prepara las ocasiones de pecar y no cesa tentar el corazón del hombre con mil artes dañinas. Nos ata con nuestro propio cinturón y –como suele decirse- nos apalea con nuestro propio bastón, para que la carne que se nos dio como ayuda se convierta en perdición y en lazo.

¿Qué aprovecha indicar el peligro, sino se da un consuelo ni se pone un remedio? Vivimos en gran peligro y en una lucha sin cuartel contra nuestro huésped. Con el agravante de que nosotros somos peregrinos y él ciudadano. El habita en su patria, nosotros somos desterrados y peregrinos. Tenemos, además, una gran desventaja frente a las engañosas y frecuentes astucias del diablo: no podemos verlo. Su naturaleza sutil y el largo ejercicio de su malicia lo ha hecho sumamente astuto.

A pesar de ello, en nuestras manos está no dejarnos vencer. Ninguno de nosotros será abatido contra su voluntad. Tus deseos, hombre, dependen de ti y puedes dominarlos. El enemigo es capaz de despertar el impulso de la tentación; pero, si quieres, tú puedes dar o negar el consentimiento. Si quieres, eres capaz de reducir a servidumbre a tu enemigo y que todo coopere a tu bien. Cuando el enemigo encienda tu apetito de comer, te sugiera pensamientos de vanidad o de impaciencia, o te excite la lascivia, tú simplemente no consientas. Cuantas veces resistas, tantas serás coronado.

No puedo negar, hermanos, lo molestas y peligrosas que son estas cosas. Pero en la misma lucha, si resistimos con valor, sentimos una paz que proviene de la buena conciencia.

Creo además que, si no nos entretenemos en estos pensamientos y, tan pronto como los advertimos nuestro espíritu lucha enérgicamente contra ellos, el enemigo se retirará confundido y no volverá tan presto. Pero ¿quiénes somos y con qué fuerza contamos para resistir tantas tentaciones? Esto es lo que busca Dios y quiere que nos convenzamos: al palpar nuestra flaqueza y comprobar nuestra incapacidad, acudamos con toda humildad a su misericordia. Por eso os pido, hermanos, que tengáis siempre a mano el refugio inexpugnable de la oración. Recuerdo que os dije hace poco que os iba a hablar de ella al final de este sermón.

Siempre que hablo de la oración, me parece oír en vuestro corazón ciertas palabras inspiradas en criterios humanos. Las he oído más de una vez y también yo las he experimentado en mi corazón. ¿Cómo se explica que, aunque no dejemos nunca de orar, apenas nadie de nosotros parece experimentar el fruto de la oración? Como entramos en la oración, así salimos. Nadie nos responde una palabra, nadie nos da nada, parece que trabajamos en balde. Pero ¿qué dice el Señor en el evangelio? No juzguéis por impresiones, juzgad según justicia. El juicio de la fe es el único justo. El justo viven de la fe. Guíate por el juicio de la fe, no por tu experiencia, porque la fe es veraz, y tu experiencia engañosa. ¿Cuál es la verdad de la fe? ¿No es la que prometió el hijo de Dios? Cualquier cosa que pidáis en vuestra oración, creen que os la concederán y la obtendréis.

Hermanos, no despreciéis vuestra oración. Os digo que aquel a quien oramos, tampoco la desprecia. Antes de que salga de vuestra boca, ya la mandó escribir en su libro. Podemos esperar, sin duda alguna, una de estas dos cosas: nos dará lo que pedimos o lo que él sabe que nos conviene. Nosotros no sabemos a ciencia cierta lo que debemos pedir. Él se compadece de nuestra ignorancia y acoge con bondad de nuestra oración. Pero no nos da algo que no nos conviene o no tiene por qué dárnoslo tan pronto. Mas la oración nunca es infructuosa.

Así será si hacemos lo que el salmo nos dice, esto es, sí nos complacemos en el Señor. Dice el Santo David: sea el Señor tu delicia, y Él te dará lo que pide tu corazón. ¿Por qué, ¡oh profeta!, nos invitas tan rotundamente a poner nuestras delicias en el Señor, como si dependiera de nosotros este gozo? Conocemos los gozos del comer, del dormir, del descanso y las demás satisfacciones que tenemos en la tierra. Pero ¿qué gozos tiene Dios para regocijarnos en él? Hermanos, los seglares pueden hablar así; nosotros, no. ¿Hay alguno entre vosotros que no haya gustado muchas veces la dicha de la buena conciencia, el gozo de la castidad, de la humildad y de la caridad? Éste no es el placer de la comida ni de la bebida, ni de cosa parecida. Pero es un placer, y mucho mayor que todos aquéllos. Es divino, no carnal. Si ponemos nuestra delicia en ellos, también la ponemos en el Señor.

Quizá muchos replican que pocas veces se experimenta ese amor deleitable y más dulce que la miel y el panal, porque en esta vida nos combaten las tentaciones, y debemos resistir con todas nuestras fuerzas. Practicamos las virtudes, pero no por el gozo que se siente, sino por las virtudes mismas y por agradar a Dios con toda el alma, aunque sin sentir el afecto. Quien vive esta situación cumple, sin duda, el consejo del profeta: el Señor sea tu delicia. Aquí no se habla de afecto, sino de ascesis. El afecto es propio de la bienaventuranza; la ascesis, de la virtud. El Señor sea tu delicia; es decir, lánzate y esfuérzate en que el Señor sea tu delicia, y te dará lo que pide tu corazón. Pero considera que habla de los deseos del corazón aprobados por la razón.

No puedes quejarte, sino dedicarte con todo tu afectó a la acción de gracias. Tu Dios cuida tanto de ti, que siempre que pides algo inútil por ignorancia, no te escucha, sino que lo cambia por un don más grande. También un Padre, cuando su niño le pide pan, se lo da con gusto; pero, sí le pide un cuchillo, que no necesita, no se lo da. El mismo le parte el pan que le había dado o manda a un sirviente que se lo parta, para evitar el peligro y el esfuerzo.

Creo que las peticiones de nuestro corazón son tres, y no creo que otra cosa deba pedir un elegido. Dos pertenecen a esta vida; son los bienes del cuerpo y del alma; la tercera es la bienaventuranza de la vida eterna. No te extrañe si digo que hay que pedir a Dios los bienes del cuerpo, porque de él proceden todos los bienes corporales y espirituales. A él los debemos pedir y esperar de él para mantenernos en su servicio. Pero por las necesidades del alma debemos orar con más frecuencia y fervor, para obtener la gracia de Dios y las virtudes. Y por la vida eterna debemos orar con toda nuestra devoción y todas nuestras ansias, porque allí está la plena y perfecta felicidad del alma y del cuerpo.

Para que estas tres peticiones broten del corazón, debemos puntualizar tres cosas. En la primera suele introducirse la superfluidad; en la segunda, la impureza; y en la tercera, la soberbia. Alguna vez se suele buscar lo temporal como fuente de placer, y la virtud por ostentación. Algunos buscan también la vida eterna no con humildad, sino fiándose de sus méritos. Es cierto que la gracia recibida da confianza para orar, pero no es conveniente apoyarse en esa gracia para pedir. Los primeros dones capacitan únicamente para esperar, de la misericordia que nos los dio, otros mayores. La oración que se hace por cosas temporales, limítese sólo a las necesarias. La oración que se hace por las virtudes del alma, esté libre de toda impureza y dirigida exclusivamente a la voluntad de Dios. Y la que se hace por la vida eterna, este empapada de humildad, y confíe tan sólo en la misericordia divina, porque así debe ser.