Pensamientos de soledad: el silencio

«Tibi silentium laus» (para Ti, el silencio es alabanza)

Si algo caracteriza al mundo actual es la falta de silencio. Hay ruido en todas partes, sin interrupción. En las calles, en las casas, en la forma de hablar de las personas. Al entrar en cualquier tienda o local comercial, en un hospital o en un tren, en los aviones o buses, ahí está la pantalla difundiendo ruido… Es muy difícil encontrar en la mayoría de esos ambientes una música serena, una película que ayude a reflexionar y que no estimule los sentidos cuando no las pasiones invitándolas a desbocarse, un juego que no inyecte una cuota de violencia en los jóvenes de hoy.

El hombre post-moderno está prisionero del ruido. Casi uno se atrevería a pensar que se tiene miedo del silencio. Que huye del silencio porque huye de sí mismo, porque huye de enfrentarse cara a cara con su propia conciencia.

El ruido del mundo actual manifiesta de alguna manera el vacío de los hombres de nuestro tiempo –cosa también visible por la pobreza del arte y de la cultura en sus diferentes manifestaciones. Los supuestos «progresos» de nuestra civilización han llevado a la pérdida de la riqueza interior, la vida divina que nos viene de Cristo, a través de la Iglesia, por los sacramentos. La palabra humana que no nace del silencio interior es «insubstancial», se multiplica como queriendo transmitir lo que no tiene en sí misma. Son muy pocas hoy día las personas que usan bien la palabra humana, que dicen mucho usando las palabras justas y necesarias.

Se huye del silencio porque no se tiene a Dios, porque no se quiere encontrar a Dios, porque se teme confrontar la vida con el código inscrito en nuestra naturaleza que se llama ley natural, porque no se está dispuesto a humillarse ante quien es nuestro Rey y Soberano y aceptar su dulce yugo.

La purificación de los sentidos, en el camino de la perfección espiritual, va a ir permitiendo un mayor silencio interior que desvelará las riquezas que hay en nuestra alma cuando vive en gracia de Dios: la inhabitación de la Santísima Trinidad en nosotros. Dios ha querido venir a nosotros para que estemos con Él, habitemos en Él y gustemos de Él.

Sin silencio interior, silencio de la mente y de la voluntad, silencio de los sentidos y de la lengua, -vividos según el estado de cada cual- no es posible tener una vida espiritual seria y profunda. No es posible descubrir los caminos por los cuales el Espíritu Santo nos quiere conducir y las maravillas que desea realizar en nosotros. No es posible penetrar en los tesoros que la Iglesia nos regala en la Sagrada Litúrgica. No es posible una oración personal profunda y estable.

He aquí por último algunos textos para la lectio divina y la meditación personal:

San Benito, nuestro Bienaventurado Padre, destina un capítulo de su Regla a tratar de este tema. Dice:

 «Hagamos lo que dice el Profeta: “Yo dije: guardaré mis caminos para no pecar con mi lengua; puse un freno a mi boca, enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun cosas buenas” (Sal 38,2s). El Profeta nos muestra aquí que si a veces se deben omitir hasta conversaciones buenas por amor al silencio, con cuanta mayor razón se deben evitar las palabras malas por la pena del pecado… Porque está escrito: “Si hablas mucho no evitarás el pecado” (Pr 10,19), y en otra parte: “La muerte y la vida están en poder de la lengua” (Pr 18,21). Pues hablar y enseñar le corresponde al maestro, pero callar y escuchar le toca al discípulo».

«Por encima de todo, ama el silencio –dice San Isaac el Sirio. Es por la guarda del silencio por lo que nacerá en ti aquello que te conducirá al silencio. Que Dios te conceda sentir lo que nace del silencio» (Tratado Ascético, 34).

San Juan de la Cruz dice: «Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta Palabra habla en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» (Puntos de amor (Avisos), 21).

Un cartujo ha escrito en una oportunidad: «El lugar de la oración es el alma, y Dios que la habita. En ese santuario reservado, nuevo cielo y reino de Dios, la soledad y el silencio deben reinar, y Dios es solo con ella. Las personas divinas no llegan a alcanzar esta soledad: ellas la constituyen».

San Gregorio Nacianceno: «Oh Tú, El Más allá de todo, ¿Cómo llamarte con otro nombre? ¿Qué himno cantarte? Ninguna palabra puede expresarte. Único, Inefable, todo lo que se dice ha salido de Ti. Único, Incognoscible, todo lo que se piensa ha salido de Ti… El deseo universal, el gemido de todos aspira hacia Ti. Todo ser eleva hacia Ti un himno de silencio… Tú eres el Único, ten piedad ¡Oh Tú, el Más Allá de todo!»

San Gregorio Magno, en el libro VI de los Diálogos dice que el Hijo pródigo reinicia su camino de retorno al Padre cuando entra en sí mismo. El texto latino dice: «In se autem reversus» (Lc 15, 17), esto es: volviendo en sí. Es la humillación extrema a la que llegó este joven –luego de lapidar la herencia familiar, cuando comenzó a desear hartarse de la comida que caía de la boca de los cerdos (animal inmundo para los judíos)–, la que hizo posible que entrara y volviera en sí mismo. Una vez dentro de sí ya pudo escuchar la voz de un susurro, como de un agua viva que le ha dicho: ¡Ven al Padre! (cf. San Ignacio de Antioquía, Rom 7,2). Humildad y silencio van juntos.

Si amas la verdad, sé amante del silencio. Él te unirá al mismo Dios.