Sacaréis aguas con gozo… ¿del New Age?

¿Puede el New Age salvar al hombre contemporáneo de sus angustias?

   Es un error frecuente hoy en día el pensar que el conjunto de prácticas diversas que caen bajo el título genérico de «New Age» son simples métodos de relajación aptos para obtener la tranquilidad interior y el equilibrio sicológico, los cuales vienen en auxilio de las grandes tensiones perturbadoras del hombre contemporáneo. La verdad es que todas estas prácticas conllevan un fuerte trasfondo filosófico-religioso, incompatible con los principios fundamentales de la fe, la espiritualidad y la moralidad católicas. Esto es algo bastante urgente de comprender si queremos, en medio de la confusión que caracteriza nuestros tiempos, dar un aporte luminoso a este problema.

   Es manifiesto que este conjunto variado de «espiritualidades orientales» viene muy bien al hombre occidental contemporáneo, esencialmente individualista. Entrar en el mundo del new age no implica ingresar en ninguna iglesia institucionalizada, con “fronteras dogmáticas definitivas”, con credo, con rito oficial, con sacerdocio o jerarquía, con una autoridad suprema como lo es el Papa en la Iglesia. No implica sobre todo, y quizás sea esto lo más decisivo, una CONVERSION de la forma de pensar que conlleva un cambio de convicciones, de vida, una regulación de la propia conducta según unas normas morales objetivas e invariables, un reconocimiento, sobre todo, de la herida más profunda que cada hombre porta dentro de sí: su propio pecado. Todo lo contrario. Las espiritualidades orientales (en su adaptación propia al uso occidental) no plantean ningún serio cuestionamiento a las convicciones habituales del hombre moderno, que puede tranquilamente compatibilizar su nueva «espiritualidad» con toda su antigua forma de pensar, de juzgar y de vivir.

   En este post, nuestro compromiso y amor por la verdad nos lleva a ofrecer a nuestros lectores algunos pasajes seleccionados del documento Jesucristo, portador del agua de la vida: una reflexión cristiana sobre el new age, del Consejo Pontificio de la Cultura y Consejo Pontificio Para el Diálogo Interreligioso (año 2003). No es nuestra intención, en absoluto, abordar la complejidad del problema en su conjunto. Sin embargo, pensamos que estos breves textos seleccionados, para quien no le sea posible la lectura completa del texto, pueden servir de primera orientación. Tampoco queremos negar que en estos temas sean muchos los católicos que, buscando saciar la sed de encuentro espiritual y místico con Dios, se acercan a estas prácticas movidos por ignoracia. Dejando al margen la problemática de los casos concretos, queremos ascender al nivel de los principios y desde ahí, poner como en lo alto de un monte las luminosas directrices de la Iglesia (cf Mt 5,14). Los destacados en negrita son nuestros, los cuales van señalando aquellos elementos que nos parecen se encuentran en el núcleo mismo del problema a fin de facilitar la lectura de los textos.

 «Desde el punto de vista de la fe cristiana, no es posible aislar algunos elementos de la religiosidad de la Nueva Era como aceptables por parte de los cristianos y rechazar otros. Puesto que el movimiento de la Nueva Era insiste tanto en la comunicación con la naturaleza, en el conocimiento cósmico de un bien universal –negando así los contenidos revelados de la fe cristiana–, no puede ser considerado como algo positivo o inocuo. En un ambiente cultural marcado por el relativismo religioso, es necesario alertar contra los intentos de situar la religiosidad de la Nueva Era al mismo nivel que la fe cristiana, haciendo que la diferencia entre fe y creencia parezca relativa y creando mayor confusión entre los desprevenidos» (n.4).

 «La clave estriba en descubrir qué o quién creemos que nos salva. ¿Nos salvamos a nosotros mismos por nuestras propias acciones, como suele ser el caso en las explicaciones de la Nueva Era, o nos salva el amor de Dios? Las palabras claves son realización de uno mismo, plenitud del yo y auto-redención. La Nueva Era es esencialmente pelagiana en su manera de entender la naturaleza humana» (n.4).

 «Para los cristianos, la salvación depende de la participación en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, y de una relación personal directa con Dios, más que de una técnica cualquiera. La condición humana, afectada como está por el pecado original y por el pecado personal, sólo puede ser rectificada por la acción de Dios: el pecado es una ofensa contra Dios, y sólo Dios puede reconciliarnos consigo. En el plan salvífico divino, los seres humanos han sido salvados por Jesucristo, quien, como Dios y hombre, es el único mediador de la redención. En el cristianismo, la salvación no es una experiencia del yo, una inmersión meditativa e intuitiva dentro de uno mismo, sino mucho más: el perdón del pecado, el ser levantado desde las profundas ambivalencias del propio ser, el apaciguamiento de la naturaleza mediante el don de la comunión con un Dios amoroso. El camino hacia la salvación no se halla sencillamente en una transformación autoprovocada de la conciencia, sino en la liberación del pecado y de sus consecuencias, que conduce a luchar contra el pecado que hay en nosotros mismos y en la sociedad que nos rodea» (n.4).

 «En la Nueva Era no existe un verdadero concepto de pecado, sino más bien el de conocimiento imperfecto. Lo que se necesita es iluminación, que puede alcanzarse mediante particulares técnicas psicofísicas. La autoridad se ha trasladado de Dios al interior del yo. Para la Nueva Era, el problema más serio es la alienación respecto a la totalidad del cosmos, en lugar de un fracaso personal o pecado. El remedio consiste en lograr estar cada vez más inmerso en la totalidad del ser. En la perspectiva cristiana, “la realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutualmente” (CEC 387)» (n.4).

 «La verdad para la Nueva Era tiene que ver con buenas vibraciones, correspondencias cósmicas, armonía y éxtasis, experiencias placenteras en general. Se trata de encontrar la propia verdad en función del bienestar. La valoración de la religión y de las cuestiones éticas obviamente está relacionada con las propias sensaciones y experiencias» (n.4).

 «Las prácticas de la Nueva Era no son realmente oración, pues suelen tratarse de introspección o de fusión con la energía cósmica, en contraste con la doble orientación de la oración cristiana, que comprende la introspección pero que es, sobre todo, un encuentro con Dios. La mística cristiana, más que un mero esfuerzo humano, es esencialmente un diálogo que implica una actitud de conversión, un éxodo del yo del hombre hacia el Tú de Dios. El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia» (n.4).

 «Las técnicas y métodos que se ofrecen en este sistema religioso inmanentista, que carece del concepto de Dios como persona, proceden “desde abajo”. Aunque implican un descenso hasta las profundidades del propio corazón o de la propia alma, constituyen una empresa esencialmente humana por parte de la persona que busca elevarse hasta la divinidad mediante sus esfuerzos. Con frecuencia es un “ascenso” del nivel de conciencia hasta lo que se entiende como una percepción liberadora del “dios interior”. Por el contrario, el elemento esencial de la fe cristiana es que Dios se abaja hacia sus criaturas, particularmente a los más humildes, a los más débiles y menos agraciados según los criterios del “mundo”. Hay algunas técnicas espirituales que conviene aprender, pero Dios es capaz de soslayarlas e incluso de prescindir de ellas. Para un cristiano su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica, en el sentido estricto de la palabra. Eso iría en contra del espíritu de infancia exigido por el Evangelio. La auténtica mística cristiana nada tiene que ver con la técnica: es siempre un don de Dios, cuyo beneficiario se siente indigno» (n.3,4).

 «Para los cristianos, la vida espiritual consiste en una relación con Dios que se va haciendo cada vez más profunda con la ayuda de la gracia, en un proceso que ilumina también la relación con nuestros hermanos. La espiritualidad, para la Nueva Era, significa experimentar estados de conciencia dominados por un sentido de armonía y fusión con el Todo. Así, “mística” no se refiere a un encuentro con el Dios trascendente en la plenitud del amor, sino a la experiencia provocada por un volverse sobre sí mismo, un sentimiento exaltante de estar en comunión con el universo, de dejar que la propia individualidad se hunda en el gran océano del Ser (sin duda, no entendido en un sentido tomista sino panteísta)» (n.3,4).

 Hasta aquí los textos citados.

   Cuando uno ve una gran multitud de hijos de la Iglesia acudir ávidos y sedientos a beber las aguas de la espiritualidad oriental en sus más variadas formas (reiki, yoga, biomagnetismo, meditación trascendental, etc), no puede menos de sentir una profunda congoja. Como dice el Profeta Jeremías refiriéndose al pueblo de Israel y sus tentaciones continuas de idolatría: «Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jr 2,13). Bien podría el Señor hacernos hoy este reproche. ¿Es que acaso no somos templos de la Santísima Trinidad, llamados a una comunión de vida y de amor con aquél Único que es nuestro gozo, nuestra luz y nuestra paz? ¿No poseemos en los siete Sacramentos todas las gracias necesarias que nos vienen del misterio pascual de Cristo para la redención y sanación intrínseca de nuestro pecado, VERDADERA fuente de todos nuestros males personales y sociales? ¿No es la vivencia profunda y fiel de la vida de la gracia, en comunión con Dios, con la Iglesia y los hermanos el camino más pacificante de todos? ¿No tenemos en la escuela maravillosa de la oración litúrgica y personal, bajo el magisterio de los grandes maestros de la oración cristiana un camino verdadero, sólido y seguro para llegar a la plenitud de nuestra vida interior? ¿Qué tenemos que hacer, nos preguntamos, buscando en unas pseudo-religiones precristianas, reaparición de los antiguos gnosticismos, el agua viva que solo Cristo puede darnos, y la plenitud de verdad que subsiste en nuestra Santa Iglesia? Las palabras del Profeta son aquí del todo oportunas: «¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y vuestro jornal en lo que no sacia? Hacedme caso y comed cosa buena, y disfrutaréis con algo sustancioso» (Is 55,1).

 



«Porque en él (en Cristo) quiso Dios que residiera toda la plenitud.

Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:

los del cielo y los de la tierra,

haciendo la paz por la sangre de su cruz » (Col 1, 15-20).

 




Que la Virgen Inmaculada, Madre de la Verdad, vuelva hacia nosotros sus ojos misericordiosos: «illos tuos misericordes oculos ad nos converte!» (cf. Salve Regina).