24.12.12

20.12.12

(201) Apostasía –4. La fealdad del arte moderno sinCristo

SFMOMA

–Reconozco que de arte yo no sé absolutamente nada.

–Esa ignorancia es hoy común. Pero no es común el confesarla. Y eso le honra. Cosa rara.

La estética de la fealdad es el rasgo propio del mundo sinCristo.El mismo espíritu que en Occidente rechaza Dios y a su Cristo, es el que malea la vida social y política, rompe las familias, reduce extremadamente la natalidad, vacía la filosofía de toda verdad, desprecia la tradición cultural por principio, deshumaniza a los pueblos, y lógicamente, degrada todas las artes, hundiéndolas en la fealdad. Es un mismo impulso descendente. Va todo junto.

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14.12.12

(200) Apostasía –3. El mundo sinCristo no cree en la razón, ni en la libertad

(200) De Cristo o del mundo -XLII. Apostasía -3

–Perdone, pero yo tengo pleno uso de razón y soy totalmente libre.

–Se ve que no ha hecho usted muchas lecturas de filósofos modernos.

En el artículo anterior, describiendo los horrores de un mundo sinCristo, enumeraba muchos de ellos, los principales; no todos, por supuesto. Pero quiero fijarme hoy en dos horrores-errores actuales del mundo: la negación de la razón humana y la negación de la libertad personal. Describiré la primera muy brevemente, pues es tema que exigiría unos análisis del pensamiento moderno, en sus autores principales y escuelas, que desborda las posibilidades del abajo firmante y de este blog. Un poquito más me detendré en la segunda.


***

La irracionalidad del pensamiento filosófico actual ha sido descrita en muchos estudios, e incluso ha sido afirmada por no pocos filósofos como una tendencia común de la filosofía reciente. Los descendientes de los que rechazaron la fe y dieron culto a la diosa Razón, han venido a rechazar también la razón. Y este auge del irracionalismo en las filosofías de Occidente va acompañado por una correspondiente atracción hacia el esoterismo, las filosofías orientales, la New Age, etc. Pero al referirme ahora al pensamiento filosófico actual hablo ante todo de aquel pensamiento post-cristiano de quienes han desconectado con la tradición filosófica de Occidente, que ellos rechazan, perdiéndose en la niebla del agnosticismo, el relativismo, el nihilismo (La náusea, Jean-Paul Sartre, 1938). El filósofo actual «no sabe, no contesta». Puede ser un catedrático que en realidad no enseña filosofía, sino historia de la filosofía, o que expone con moderado entusiasmo, ante la indiferencia de sus oyentes, una síntesis mental propia absolutamente nueva; o puede ser un presunto filósofo, que en realidad es más bien un literato y un activista; sin más. Si se dice que el pensamiento moderno es un pensamiento débil, no les cuento nada acerca del pensamiento post-moderno.

Rechazaron la fe, y perdieron el uso de la razón. «Alardeando de sabios se hicieron necios» (Rm 1,22). Vale para ellos lo que se dice en el Nuevo Testamento de los que resistían al Evangelio o lo falsificaban. «Saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente» (Mt 24,11). «Resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2Tim 3,8). «En realidad no saben lo que dicen ni entienden lo que tan rotundamente afirman» (1Tim 1,7).

Algunos libros recientes pueden ilustrar estas consideraciones. Georges Suffert, Los intelectuales en “chaise longue” (Magisterio Español, 1976); Paul Johnson, Intelectuales (Javier Vergara editor, 2000); Alan Sokal-Jean Bricmont, Imposturas intelectuales (Paidós 1999). La génesis de esta última obra es muy curiosa. Sokal realizó un experimento no ortodoxo: envió «una parodia del tipo de trabajo que ha venido proliferando en los últimos años a una revista cultural norteamericana de moda, Social Text, para ver si aceptaban la publicación. El artículo, titulado “Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”, estaba plagado de absurdos, adolecía de una absoluta falta de lógica y, por si fuera poco, postulaba un relativismo cognitivo extremo: empezaba riduculizando el “dogma”, ya superado, según el cual “existe un mundo exterior, cuyas propiedades son independientes de cualquier ser humano individual e incluso de la humanidad en su conjunto”, para proclamar de modo categórico que “la ‘realidad física’, al igual que la ‘realidad social’, es en el fondo una construcción lingüística y social” […] El resto del texto era del mismo tono. Pese a todo, el artículo fue aceptado y publicado» (pgs. 19-20). Poco más tarde Sokal se encargó de desvelar la broma. Aquella parodia increíble «coló» pacíficamente, porque si en el campo estrictamente científico el control es muy estricto, la capacidad crítica en el campo «filosófico» es ilimitadamente amplia, sobre todo si, como en este caso, el «filósofo» hace uso de la venerable jerga científica. Vale todo. Como en el arte moderno.

La filosofía moderna afirma un riguroso racionalismo científico, pero niega la fuerza de la razón en cuestiones metafísicas y éticas. Ignora todo en relación a las cuestiones fundamentales de la filosofía –el ser, Dios y el mundo, realismo o idealismo, criatura y contingencia, libertad, culpa y mal, muerte e inmortalidad, tiempo y eternidad–, que con frecuencia son temas que ni siquiera estudia. Esta filosofía, en cuestiones éticas concretamente, sin experimentar cortocircuitos cerebrales, puede admitir como un derecho el aborto y el matrimonio homosexual, y sin sufrir calambres en las neuronas, puede asegurar que la naturalidad del acto sexual gay o lesbiano es igual a la del matrimonio heterosexual, y que por eso la unión homosexual estable debe tener idéntica regulación en las leyes. Hoy se cumple de modo sobreabundante aquello que dijo Descartes, «no hay nada absurdo o increíble que no haya sido afirmado por algún filósofo». Y a este agnosticismo sobre el poder de la razón para llegar a la verdad objetiva, ha de añadirse el agnosticismo sobre la libertad del hombre y, consiguientemente, en relación a todo el mundo de la moral. ¿El hombre es libre?… No consta. Vaya usted a saber. Casi seguro que no.


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La negación de la libertad humana fue muy común en los pensadores antiguos, inclinados con frecuencia a diversos modos de determinismos fatalistas. Por el contrario, y como gran excepción, el mundo judeo-cristiano, educado por Dios y sus profetas, siempre creyó en la libertad-responsabilidad del hombre. En la historia de la Iglesia antigua se da el error solitarios de Lúcido, según el cual «después de la caída del primer hombre, quedó totalmente extinguido el albedrío de la voluntad» (473, concilio de Arlés: Denz 331). Pero ese enorme error fue doctrina central de Lutero (De servo arbitrio, 1525), que logra difundirla por primera vez en el mundo cristiano: confesemos que la libertad del hombre se perdió por la corrupción primera de la naturaleza humana y por la sujeción a Satanás; pues además, si el hombre fuera libre, la redención de Cristo sería superflua. Lógicamente, el mismo Lutero que negaba la libertad del hombre, negaba por los mismos argumentos la capacidad de la razón para conocer la verdad: «la razón es la puta del diablo».

Esta negación de la libertad humana es hoy común en la mayor parte de psicólogos y de filósofos, y parte, por supuesto, de explicaciones deterministas muy diferentes a los principios luteranos. Puede decirse que actualmente es una convicción de la cultura general, que afecta sin duda a los cristianos mundanizados: la persona, el ser humano, no es libre, y sólo posee una conciencia ilusoria de la libertad de sus actos. La negación de la libertad del hombre, o el agnosticismo al menos sobre el misterio de esa libertad, invade el mundo de la filo­sofía moderna: está presente en el determinismo físico-matemático, en el positivismo filosófico, en el evolucionismo y la filosofía del progreso, en el historicismo dialéctico marxista. Y tampoco las es­cuelas de psicología hoy más vigentes –psicoanálisis, conductismo, antropología neurofisiológica o endocrinológica– están exentas de un fondo determinista y mecanicista, que les lleva a negar la liber­tad del hombre, o a mantenerse escépticas respecto de ella. Ya se ve, pues, que la incredulidad filosófica y religiosa moderna no cree en Dios, pero tampoco cree en el hombre, en cuanto ser personal racional y libre.

Como señala Giorgio Piovene, «entre la diversidad de las filosofías actuales se descubre una constante: ninguna se presenta como una filosofía de la liber­tad. Se intenta sobre todo establecer los mecanismos por los que el hombre está condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la estructura del lenguaje o de la situación histórica en que vive. En la visión científica del hombre actual estos determinismos tienen como meta ideal la ocupación total del cuadro del comportamiento humano, de tal modo que la persona como sujeto está en vías de desaparecer, para venir a ser un trámite, un instrumento, un centro de combinaciones» (Elogio della libertà, dir. D. Porzio, Milán 1970, 287).

El mundo moderno afirma y niega al mismo tiempo la libertad del hombre. Queda así hundido nuestro tiempo en una inmensa contradicción, que aun siendo tan patente, pasa inadvertida para muchos. Por un lado, se afirma incesantemente que «el hombre no es libre», no es responsable de sus actos, sino un ser absolutamente condicionado; de tal modo que cualquier sentimiento de culpabilidad es algo morboso y sin sentido. Y por otro lado, al mismo tiempo, se afirma con igual énfasis que «el valor primario del hombre es vivir libre», o se habla de «la libertad de nuestra época»… ¿Cómo explicar tal contradic­ción patente? Manteniendo un pensamiento irracional. Necesariamente ha de haber ahí un equívoco, un uso simultáneo de la palabra libertad en dos sentidos completamente inconciliables. Y eso es lo que sucede, en efecto.


La libertad verdadera es la que corresponde al concepto tradicional cris­tiano, que viene enseñado también por la recta filosofía natural. La libertad es una capacidad original de la persona humana para autodeter­minarse hacia el bien entre diversas opciones posibles, ninguna de las cuales es por sí misma determinante. La libertad se per­fecciona eligiendo el bien, y se deteriora y esclaviza ejercitándose en el mal, sobre todo cuando hay reiteración en la culpa. Por otra parte, el bien es anterior a la elección de la voluntad hu­mana, y no viene producido por ésta. Y ningún bien creado, ninguna criatura, tiene capacidad de atraer necesariamente el querer libre del hombre, que ontológicamente está abierto al bien en general. Ésta es la libertad humana verdadera.

La libertad falsificada por el pensamiento moderno es otra, muy dis­tinta. En realidad el sentido nuevo de la libertad humana, manteniéndose siempre en el equívoco, pasa inadvertido para la mayoría y sólo es cons­cientemente conocido por una minoría de iniciados, que recuerda los miste­rios esotéricos de la Antigüedad. Este sentido nuevo-falso de la libertad está explícitamente formulado por los pensadores más significativos de la modernidad. Filósofos como Spinoza, Fichte, Hegel, Marx, Engels o Freud –y tantos otros– no han tenido ningún miramiento a la hora de afirmar que el hombre no es libre, en el sentido de que no tiene capacidad real para au­todeterminarse. Y al mismo tiempo han afirmado que el único sujeto en el que radica la libertad, y que determina absolutamente el pensamiento y la conducta de los hombres, es aquello que, siendo inmanente al mundo, es algo divino, y ha de ser concebido como lo absolutamente incondicionado: la Naturaleza para Spinoza, la Idea para Hegel, un dinamismo que se des­pliega dialécticamente en la historia; la Lucha de clases para Marx, en su materialismo dialéctico…

Según esto, la diferencia radical entre una y otra libertad, o al menos una de las diferencias más decisivas, está en que el sujeto de la libertad nueva-falsa no es ya el hombre personal, sino Algo inmanente al mundo, que se concibe como absolutamente incondicionado y absolutamente condi­cionante del pensar y del obrar de los hombres. La persona humana, el hombre singular concreto, no es libre, sólo posee una conciencia ilusoria de ser libre. Pero, en realidad, son libres «las ideas que debe tener el hombre actual», libres son «los tiempos en que vivimos», «la ética médica sin prejuicios», libre es «el sexo sin tabúes», «la moral creativa y abierta», «la autoeducación», «la soberanía popular», «la voluntad mayori­taria», «el matrimonio libremente disoluble», «el aborto libre», «la libre prefe­rencia hetero u homo sexual»….

Todos estos principios de pensamiento y acción son libres, en el sentido de que no están sujetos a nada, a ninguna ley divina o humana, ni siquiera a la pretendida realidad natural de las cosas. Y al mismo tiempo son prin­cipios que deben imponerse a todos y cada uno de los hombres, en el nombre precisamente de la libertad, esto es, para hacerlos libres. Por tanto, estos son principios libres en cuanto que, al erigirse a sí mismos en absolutos, niegan a un tiempo la soberanía de Dios sobre el mundo y la libertad real de la persona humana.

Según, pues, lo señalado, hay que concluir que la incredulidad moderna no cree en Dios, ni en su acción de gracia, ni tampoco en la libertad del hombre. Es decir, no cree ni en Dios ni en el hombre. De quienes comenzaron negando a Dios cabía esperar con seguridad que acabarían negando al hombre, que es su imagen. Estas negaciones debilitan o simplemente matan la fe de los cristianos mundanizados.


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La Iglesia Católica cree en el hombre como ser personal, racional y libre. Los mismos que niegan al Creador, niegan a la criatura humana, en su dignidad personal, en el poder real de su razón y de su libertad. Y una vez más ha de cumplir la Iglesia su misión en cuanto defensora de los valores humanos naturales, que se ven amenazados por el error o el pecado. Cuando el mundo ha negado el poder de la razón para un conocimiento objetivo, la Iglesia lo ha afirmado siempre. Cuando ha negado la libertad humana, la Iglesia la ha afirmado siempre. Y cuando la razón se oscurece en el conocimiento de ciertos aspectos de la ley natural, como, por ejemplo, en la maldad intrínseca de la anticoncepción, la Iglesia acude en su ayuda desde la fe, pues Cristo constituyó a los Apóstoles y a sus sucesores «intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural» (Pablo VI, enc. Humanæ vitae 25-VII-1968, 4).

La Iglesia sabe que la libertad humana puede ser conocida por la misma razón, y da tres pruebas de ella en su filosofía perenne. –Prueba metafísica: la voluntad es una potencia racional de querer, cuyo objeto es el bien en general. De ahí esa ontológica indeterminación del querer voluntario, en el que se fundamenta la libertad, pues todos los objetos de su elección son bienes limitados y parciales, y ninguno por sí mismo puede atraer necesariamente la elección de la voluntad. –Prueba psicológica: todos somos conscientes de nuestra capacidad de deliberación, y de nuestro dominio, aunque sea imperfecto, de nuestros actos, que hubieran podido ser otros, aún dentro de las mismas circunstancias. –Prueba moral y social: reconocemos la objetividad de las responsabilidades y de las obligaciones, que son para nosotros vínculos reales, no ilusiones morbosas. Todas las culturas han conocido los premios y los castigos. Es tan absurda la negación de la libertad, que incluso quienes la profesan siguen tratando en la práctica a los hombres –por el mandato, el reproche, el elogio, el consejo– «como si fueran libres».

La Iglesia conoce la realidad de la libertad humana ante todo por la Revelación divina. La Biblia resultaría ininteligible si el hombre no fuera libre. «Dios hizo al hombre desde el principio, y le dejó en manos de su albedrío» (Sir 15,14). Por eso, porque el hombre es libre, el Señor le exhorta, le corrige, le anima, le amenaza (Is 5,4-5; Sal 7,12-13). Si el hombre no fuera libre, la Biblia entera sería una colección de textos absurdos.

Dios llama a conversión, pone a prueba a los hombres (Gén 22,1-19; Ex 15,25; 16,4; 20,20). El Señor premia a los fieles (Sant 1,12; Ap 3,21), reprocha a los pecadores, a los que resisten al Espíritu Santo (Hch 7,51), anuncia castigos a los malvados (Mt 23;25). ¿A qué todo eso, si no es libre el hombre? ¿Qué sentido puede haber en esos modos del obrar de Dios si el hombre está determinado en su línea conductual, y no tiene poder de libertad sobre ella?

Verdad es que la libertad del hombre admite muchos grados de perfección, y que no en todos es igual. Los no-creyentes, aunque sea a veces de modo imperfecto, son libres, pues poseen luz de razón y conciencia moral (Rm 2,14-16; Vat. II, LG 16). Los pecadores tienen la libertad disminuída por sus vicios, y sujeta en algún grado al Maligno (Jn 8,44; Rm 6,11; Gál 4,21-31; 2 Pe 2,19). Los justos son libres, pero no gozan de absoluta libertad (Rm 7,15-19), sino que, con firme esperanza, se saben llamados a «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (8,21; cf. Jn 8,36; Gál 5,1.13).

Hoy la Iglesia católica afirma ella sola la libertad del hombre, como hubo de hacerlo entre los pueblos paganos al comienzo del cristianismo. Afirma una libertad negada por el luteranismo, y rechazada o considerada con un escepticismo agnóstico, más bien inclinado a la negación, por las diversas escuelas filosóficas y psicológicas del pensamiento moderno.

Pablo VI decía: «Cuando se hace la relación de los motivos [que influyen en la voluntad] se ve que son tan irrefutables y numerosos que constituyen una especie de jaula, que no permite a la voluntad humana moverse como quiere, sino que la obligan, casi sin saberlo ella, a decidir mecánicamente de una forma concreta, y no de otra. Admitamos la existencia y la importancia de los motivos que solicitan la voluntad a orientarse en un sentido determinante, y que su efecto puede asemejarse a un resultado mecánico. Existe [sin embargo] en el hombre un margen, un amplio margen, su verdadero Yo, de indeterminación, que él solo resuelve en una decisión autónoma propia. Por restringida, por asediada e ilusa que sea, existe la libertad psicológica y moral del hombre» (16-VIII-1972).

Hoy la Iglesia afirma la libertad humana verdadera ante un mundo que habla de libertad a todas horas, pero que no cree en ella. Hoy los hombres no son pecadores, sino enfermos mentales, entes mal socializados, sujetos al condicionamiento insuperable de tantos factores sociales y culturales, genéticos y educativos. Los ladrones son cleptómanos, los incendiarios son pirómanos, y los fornicarios y adúlteros, simples compulsivos sexuales. Es inútil llamarlos a conversión, palabra demasiado fuerte para la moderna filosofía de la libertad. Esa conversión pretendida no es posible en tanto no cambien los condicionamientos aludidos.

Que no cuenten con nosotros, los cristianos, decía Pablo VI, para afirmar una libertad entendida como «individualismo, irresponsabilidad, capricho o anarquía». Pero si se habla de libertad «considerada en su con­cepto humano y racional, como autodeterminación, como libre arbitrio, estaremos entre los primeros para exaltar la libertad, para reconocer su existencia, para reivindicar su tradición en el pensamiento católico, que ha reconocido siempre esta prerrogativa esencial del hombre. Baste recordar la encíclica Libertas, de 1880, del papa León XIII. El hombre es libre, porque está dotado de razón, y como tal, es juez y dueño de las propias acciones. Contra las teorías deterministas y fatalistas, tanto de carácter interno y psicológico, como de carácter externo y sociológico, la Iglesia ha sostenido siempre que el hombre normal es libre y, por ello, responsable de las propias acciones. La Iglesia ha aprendido esta verdad no sólo de las enseñanzas de la sabiduría humana, sino también y sobre todo de la Revelación; ella ha reconocido en la libertad una de las señales primitivas de la semejanza del hombre con Dios. Cada uno ve cómo de esta premisa se deriva la noción de responsabilidad, de mérito y de pecado, y cómo a esta condición del hombre está vinculado el drama de su caída y de la redención reparadora. Así pues, la Iglesia católica ha sostenido que ni siquiera el abuso inicial que el primer hombre hizo de su libertad, el pecado original, ha comprometido en sus infelices herederos de modo total, como defendió en otro tiempo la reforma protestante, la capacidad del hombre de obrar libremente» (9-VII-1969).

Pobre, entenebrecido y debilitado mundo sinCristo, que no cree en la razón humana, ni en la libertad personal. Acudamos en su ayuda, llevándole a Cristo por la oración, el apostolado, la penitencia, la actividad política, educativa y cultural. Él es «el salvador de todos los hombres» (1Tim 4,10), de todas las culturas, de todas las naciones.

José María Iraburu, sacerdote

Post post.- Un comentario a este artículo (15.12.12 - 02:44) alude con razón a la importancia decisiva del lenguaje en el pensamiento. No he tocado apenas el tema aquí, pero añado ahora, a modo de ejemplo, algunas luces que sobre esta cuestión filosófica pueden dar tanto el psicoanálisis como la matemática moderna. Lo haré copiando un texto muy interesante de Julia Kristeva (1941-), filósofa nacida en Bulgaria, experta también en matemáticas, psicoanálisis y semiología. Enseña actualmente en Nueva York y París. Nada menos que Roland Barthes aseguraba ya en 1970 que «su trabajo es completamente nuevo, exacto». En su artículo Du sujet en linguistique la Kristeva dice así:


«En las operaciones sintácticas posteriores al estadio del espejo, el sujeto está ya seguro de su unicidad: su fuga hacia el “punto ∞” en la significación se ha detenido. Pensamos, por ejemplo, en un C-0 sobre un espacio usual R-3, en el que para toda función F, continúa en R-3, y para todo entero n > 0 el conjunto de puntos X, donde F(X) es mayor que n, está acotado y las funciones de C-0 tienden a 0 cuando la variable X retrocede hacia la “otra escena”. En estos topos, el sujeto situado en C-0 no alcanza ese “centro exterior del lenguaje” del que habla Lacan y donde se pierde como sujeto, una situación que traduciría el grupo relacional que la topología designa como anillo» (cursivas de la autora. Al transcribir yo el texto, he escrito C-0 y R-3 por falta del signo gráfico exacto, como quizá el lector haya adivinado: la autora añade el 0 a la C en número chico y como índice bajo; y lo mismo hace en R-3).

Genial. Formidable. ¿A que nunca ustedes lo habían pensado?… Pues ahí tienen.

Índice de Reforma o apostasía

8.12.12

(199) Apostasía –2. Los horrores del mundo sinCristo

(199) De Cristo o del mundo -XLI. Apostasía -2. Los horrores del mundo sinCristo

–Hoy celebramos la Inmaculada Concepción de María, y nos viene usted con estos temas.

–No podríamos ver y reconocer el pecado del mundo con paz y esperanza, si no fuera por María, la Llena-de-gracia, la Aurora del «Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,78-79).

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30.11.12

(198) Apostasía –1. La denigración del pasado cristiano

(198) De Cristo o del mundo -XL. Apostasía -1. La denigración del pasado cristiano

–Ya me temía que hubiera abandonado la serie.

–Sus temores son morbosos. Quizá fuera bueno que le vieran.

En esta serie De Cristo o del mundo he expuesto ya cómo se da esa relación en los primeros siglos de la Iglesia (159-177), en la Cristiandad (178-185), en el Fin de la Cristiandad (186-194), en la Descristianización (195-197), y comienzo a estudiar el tema en la Apostasía de los tiempos más recientes.

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