(749) Iglesias descristianizadas (31) por antropocentrismo semiarriano y semipelagiano. Cristo es el Salvador del mundo

 

Comprenderemos mejor la crisis actual de la Iglesia, si recordamos la crisis arriana y la pelagiana del siglo IV y siguientes. Intentaré hacerlo ahora en breve.

Al principio de InfoCatolica.com y de mi blog (2009) escribí ampliamente sobre el pelagianismo (57-60) y el semipelagianismo (61-67), renovado en nuestro tiempo. Recuerdo ahora en síntesis lo expuesto, para mejor conocer la doctrina católica sobre la relación gracia – libertad.

 

–1) Arrio y Pelagio

La Iglesia logra en el siglo IV la libertad civil. El emperador Galerio (311, edicto de Nicomedia) y los emperadores Constantino I y Licinio, en occidente y en oriente (313, edicto de Milán), no solamente ponen fin a las persecuciones sufridas por la Iglesia en sus tres primeros siglos, sino que van creando una situación en la que ser cristiano trae consigo muchas ventajas para la vida social en el Imperio. Se bautizan los emperadores –Constantino, antes de morir–, y con ellos los altos magistrados. Teodosio I, cristiano fiel, prohíbe ya los cultos paganos supervivientes y establece el cristianismo como religión oficial del Imperio (391).

Por una parte, un tiempo nuevo favorable se inicia en ese siglo para la Iglesia, en el que florecen Concilios y grandes teólogos, la liturgia, la catequesis, la construcción de templos y basílicas, la institución del domingo, de la monogamia… Es una época en la que no pocas normas cristianas se hacen leyes civiles, al mismo tiempo que la Iglesia hace suyas muchas instituciones y leyes romanas.

Pero es a la vez un tiempo de grandes rebajas del cristianismo. La Iglesia, por decirlo así, se ve invadida por muchos paganos conversos. Y sucede lo previsible, lo que testifica con asombro San Jerónimo (347-420): «después de convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha disminuido en virtud» (Vita Malchi 1). Efectivamente, el heroísmo del pueblo cristiano, generalizado en los tres primeros siglos de persecuciones, va dando paso con frecuencia a una mundanización creciente.

El monacato

Para superarla, la Providencia divina suscita, justamente en ese siglo IV, el monacato, cuyo crecimiento es sorprendentemente rápido y benéfico. En la cristiandad de Egipto, por ejemplo, había unos cien mil monjes y unas doscientas mil monjas… Una relativa mundanización de las comunidades cristianas ocasiona el movimiento de muchos fieles que, buscando vivir plenamente el Evangelio, se salen del mundo secular y se van con Cristo a los desiertos, «dejándolo todo» (Lc 5,11).

Esta opción tan radical tuvo no pocos impugnadores en un principio. Y el obispo San Juan Crisóstomo (349-407) hubo de defender la santa vocación naciente, que él mismo había vivido, en su obra Contra los impugnadores de la vida monástica… Los grandes conflictos internos de la Iglesia en ese tiempo, aún más que en el campo de la vida moral, se dan en el nivel doctrinal. Es un tiempo de grandes herejías. Y también de grandes Concilios, que van definiendo la fe católica en Cristo, la Trinidad y la gracia. Recordemos el criterio de San Pablo: “Oportet hæreses esse” (1Cor 11,17-19). Es Providencia divina permitir ciertos errores, para que al ser combatidos con su gracia, se haga más precisa y luminosa la verdad.

 

Arrianismo y pelagianismo surgen, pues, como una versión naturalista del cristianismo. Muchos nuevos cristianos «necesitaban» un cristianismo no sobre-natural, el propio del arrianismo y del pelagianismo. Un cristianismo mucho más conciliable con la mentalidad del Imperio; una versión del Evangelio que sobre todo en el orden doctrinal no sobrevolase tanto por encima del nivel de la naturaleza. Tengamos en cuenta que todavía gran parte del pueblo cristiano seguía viviendo según «los pensamientos y los caminos» de los hombres, tan distantes de los pensamientos y caminos de Dios como el cielo de la tierra (Is 54,8-9). Es entonces cuando muchas rebajas vitales del pueblo cristiano hallan en Arrio y en Pelagio caminos doctrinales y prácticos atrayentes.

–1) El arrianismo

Nace Arrio en Libia (246-336), y es ordenado presbítero en Alejandría. En la cristología que él difunde el Logos no existe desde toda la eternidad; es una criatura sacada por el Padre de la nada. Por tanto Cristo no es propiamente Dios, sino un hombre, una criatura… Enormes herejía, ya anticipadas más o menos en el monarquismo adopcionista de Pablo de Samosata (+272), patriarca de Antioquía: En Dios hay solo una persona. Cristo es una criatura, un hombre, aunque perfectamente unido a Dios. Error inmenso, que rebaja así infinitamente la fe católica en el Verbo encarnado, y que la hace, por decirlo así, más asequible al racionalismo natural mundano.

Como escribió José Antonio Sayés, «el arrianismo es el fruto del racionalismo frente a la originalidad cristiana». «No es el Verbo el que se hace hombre, sino el hombre el que, por gracia divina, queda divinizado» (Señor y Cristo. Curso de cristología, Palabra, Madrid 2005, 218-219). Por tanto, no hay encarnación del Hijo divino eterno; no es el Verbo encarnado quien muere en la cruz, en un sacrificio de expiación infinita. Cristo es sin duda el ejemplo perfecto de unión con Dios, pero no es propiamente causa eficiente, «fuente de salvación eterna para cuantos creen en él» (pref. I común de Misa).

El arrianismo tuvo una difusión muy grande. Algunos emperadores lo favorecieron , e incluso combatieron a los Obispos católicos. Como también persiguieron a los mayores defensores de la fe católica, como a San Hilario (+367) y San Atanasio (+373), con deposiciones y exilios. Gran parte de los Obispos orientales admitieron el arrianismo, activa o al menos pasivamente. De ahí el lamento de San Jerónimo: «ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est» (gimió el orbe entero, al comprobar con asombro que se había vuelto arriano: Dial. adv. Lucif. 19). Si esta cristología herética hubiera prevalecido, la Iglesia Católica se habría reducido a una secta insignificante. Posteriormente se formularon también herejías que negaban la encarnación de un Hijo divino eterno, como el adopcionismo de Elipando de Toledo (+802).

La Iglesia, pronto y repetidamente, afirmó la fe católica en Cristo contra el arrianismo, aunque no sin grandes polémicas y prolongadas resistencias. El concilio de Nicea (325); el Papa Liberio (352-366), a instancias de San Atanasio; el concilio I de Constantinopla (381); el Sínodo de Roma (430); el concilio de Éfeso (431), presidido por San Cirilo; San León Magno, en el formidable Tomus Leonis (449); el concilio de Calcedonia (451); el II de Constantinopla (553), aseguraron en la Iglesia la verdad de Cristo, la fe católica que confesamos a lo largo de los siglos.

La verdad que el propio Cristo enseñó de sí mismo, confesándose anterior a Abraham; capaz de perdonar los pecados, resucitar muertos, calmar tempestades del mar y del viento; uno solo con el Padre, mayor que el Sábado… “¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?… A lo menos, creedlo por las obras” [sobrehumanas que hago] (Jn 14, 11). Nosotros hoy, enseñados por la Iglesia, “sacramento universal de salvación” (Vat. II, Lumen Gentium  9; Catecismo 776),

CREEMOS «en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre»… (Conc. I Constantinopla, 381: Denzinger 150).

El arrianismo, sin embargo, a pesar de tan numerosas y solemnes definiciones de la Iglesia, pervivió largamente, sobre todo entre los godos y otros pueblos germánicos. En España perduró hasta el III Concilio de Toledo (587), cuando Recaredo I, rey de los visigodos, y su pueblo profesaron la fe católica.

En todo caso, los esquemas arrianos en cristología tienen hoy no escasa vigencia, también entre los católicos, aunque estén concebidos en claves mentales y verbales muy diversas. Con no poco fundamento, puede suponerse que muchos cristianos católicos “no practicantes” y algunos teólogos progresistas, son más arrianos y pelagianos que católicos.

Pero vamos con la otra gran rebaja del cristianismo católico.

 

–2) El pelagianismo

En el siglo IV, cuando la Iglesia se ve invadida por multitudes de neófitos, surge en Roma un monje de origen británico, Pelagio (354-427), riguroso y ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo muy optimista sobre las posibilidades naturales éticas del hombre.

Estos planteamientos de Pelagio resultan muy aceptables para el ingenuo optimismo greco-romano respecto a la naturaleza humana. Y él mismo así lo declara:

«Cuando tengo que exhortar a la reforma de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el valor de la naturaleza humana, precisando la capacidad de la misma, para incitar así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtudes. Pues no podemos iniciar el camino de la virtud si no tenemos la esperanza de poder practicarla» (Epist. I Pelagii ad Demetriadem 30,16).

En otras palabras: Somos libres, propiamente no necesitamos gracia. No hay un pecado original que, hiriendo la misma naturaleza humana, nos haga nacer “pecadores” (como ya lo sabían los judíos, ansiosos de un Salvador: “pecador me concibió mi madre”; Salmo 50,7).

San Agustín resume así la doctrina pelagiana,

que combatió con gran fuerza: «Opinan que el hombre puede cumplir todos los mandamientos de Dios, sin su gracia [Querer es poder. Si no puedes es porque no quieres]. Dice [Pelagio] que a los hombres se les da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice “más fácilmente” quiere significar que los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les sea más difícil.

La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien meritorio de la vida eterna, es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos desvirtúan las oraciones [de petición] de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que los niños nacen sin el vínculo del pecado original» (De hæresibus, lib. I, 47-48. 42,47-48).

No hay, pues, según los pelagianos, un pecado original, profundo maleador de la misma naturaleza del ser humano, que en realidad estaría san, y capaz por sí mismo de hacer el bien y de perseverar en él. Cristo, por tanto, ha de verse más en cuanto Maestro, como causa ejemplar, que en cuanto Salvador, como causa eficiente de salvación por su Evangelio, Cruz y Gracia. La oración de petición, la virtualidad santificante de los sacramentos, que confieren gracia sobre-natural confortadora de la naturaleza humana,… todo eso carece para ellos de necesidad y sentido… Actualmente en el Occidente descristianizado no pocos de los “católicos no practicantes”, e incluso de los practicantes, en realidad son más pelagianos o semipelagianos que católicos.

La Iglesia afirma la verdad católica de la gracia muy pronto. Cristo dijo claramente: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Aunque las doctrinas de Pelagio, aparentemente piadosas y estrictas, fueron en principio aprobadas por varios obispos y Sínodos, debido a informaciones insuficientes y malentendidas, pronto la Iglesia rechazó el pelagianismo con gran fuerza en cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas, sobre todo a través de las enseñanzas de los pelagianos Celestio y Julián de Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547, Errores Pistoya 1794: Denz 238-249, et 371, 1520ss, 2616). Gran fuerza tuvieron en la lucha contra el pelagianismo varios santos Padres, como San Jerónimo, el presbítero hispano Orosio, San Próspero de Aquitania y sobre todo San Agustín de Hipona. Fueron mártires de la verdad de Cristo, porque se atrevieron a combatir unos errores de su propio tiempo, que a veces estaban apoyados incluso por aquellos Emperadores que fueron arrianos.

La Iglesia sabe bien que «es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). «Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por Él podemos algún bien, y “sin Él no podemos nada” (Jn 15,5)» (Indiculus cp. 6). Y por la gracia, «por este auxilio y don de Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera» (ib. cp. 9). «Cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, can. 9). Es Cristo mismo el maestro de esta verdad: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, con sobrehumana elocuencia, son enseñanzas continuas de esta verdad católica.

 

Las Iglesias descristianizadas han llegado a su agónica situación por influjos más o menos neoarrianos y neosemipelagianos, insuficientemente combatidos por los católicos que, conociendo bien la fe católica, la que enseña la Iglesia, siendo ellos de mentalidad liberal mundana, ven con automática condena todo lo que suene a “enfrentarse al mundo", reconocer la “necesidad de la fe” y del “combate por la fe” (2Tim 4,1-5).

Lex orandi, les credendi

Tu gracia, Señor, inspire nuestras obras, las sostenga y acompañe siempre; para que todo  nuestro trabajo brote de ti, como de su fuente, y tienda a ti, como a su fin. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén (Or. Jueves después de Ceniza).

 

El Segundo Adán, Jesucristo, es «todo» para nosotros

 Jesucristo inicia y vivifica en los cristianos una raza nueva de «hombres celestiales». «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre [Jesucristo] fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (Col 15,45.47-48). Jesucristo es, pues, por su gracia el transformador del hombre adámico en hombre cristiano. Cristo es para nosotros siempre todo:

Amor: «Si alguno me ama, mi Padre le amará, vendremos a él, y en él haremos morada» (Jn 14,23).

Pastor que nos, alimenta, guarda y guía, el que en el sacrificio de la cruz dio su vida por sus ovejas, para que tengan “vida nueva, y la tengan en abundancia” (Jn 10,1-30).

Vid santa, en la que vivimos como sarmientos, y de la que recibimos savia y fruto (Jn 15,1-8). Israel ya era la Viña plantada y cuidada por Yavé (Jer 2,21; Ez 15,6; 19,10-14; Os 10,1; Sal 79). Y la Iglesia es ahora la Nueva Vid, mantenida por Cristo.

–«Cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Col 1,18): Él es «la Cabeza, por la cual el cuerpo entero, alimentado y trabado por coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino» (2,19; +Ef 1,23;5,23-30; 1Cor 12). Los que somos de Cristo (1Cor 15,23), hemos sido «creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos» (Ef 2,10).

–«Roca viva, rechazada por los hombres, pero elegida y preciosa a los ojos de Dios» (1Pe 2,4), sobre la cual edifica Cristo nuestras vidas como «piedras vivas».

–«Médico» que vino a curar todas las enfermedades del hombre, causadas por el demonio, el mundo y la carne. «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17).

–«Camino» (Jn 14,6). Sin él, estamos perdidos, extra-viados, a merced de las ganas y circunstancias, siempre cambiantes. Perdidos por caminos de perdición.

–«Resurrección y Vida» (Jn 11,25). Él es la fuente de nuestra vida temporal y eterna, inmortal y sobrehumana, celestial. Y sigue San Juan:

–«Luz del mundo: Yo soy  la luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (8,12). Creer en Cristo y seguirle es pasar de las tinieblas a la  Luz.

–«Pan vivo bajado del cielo» (6,51), Pan nuestro deificante, que nos concede nuestro Padre cada día, y que nos da la vida eterna.

 Agua viva, que quita la sed: «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (7,37; +4,10).

Vino que alegra el corazón: «bebed todos, que ésta es mi sangre» (Mt 26,27).

Alegría que necesitamos para vivir: «alegráos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegráos» (Flp 4,4).

 El Señor y Salvador Jesús es TODO para nosotros: Amor, cabeza y pastor, vida y luz, pan y vino, médico, agua y roca, camino, alegría y resurrección final. Por eso: «Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Sal 17,2-3).

 Oremos con Tomás de Kempis (+1471): «Dame, oh dulce y bondadoso Jesús, alegrarme en ti sobre todas las cosas creadas, sobre toda salud y belleza, sobre toda gloria y honor, sobre todo poder y dignidad, sobre toda ciencia y sabiduría, sobre toda riqueza y arte, sobre toda alegría y encanto, sobre toda dulzura y consuelo, sobre toda esperanza y promesa, sobre todo merecimiento y deseo, sobre todos los dones que tú puedes dar y repartir, sobre todo gozo y satisfacción que pueda sentir el corazón, por encima también de ángeles y arcángeles y sobre la corte del cielo, por encima de todo lo visible e invisible, por encima, Dios mío, de todo lo que no seas tú» (Imitación de Cristo, III,23).

 

–Vivamos, pues, «por Cristo, con Él y en Él» (doxología final de la Plegaria Eucarística)

Ahora, pues, los cristianos vivimos en Cristo (Rm 16,12; 1Cor 1,9; Flp 4,1-7), por Él (1Tes 5,9), con Él (Rm 6,4;8,17; Gál 2,19; Ef 2,5-6; 2Tim 2,11-12), revestidos de Él (Rm 13,14; Gál 3,27), imitándole siempre (Jn 13,15; 1Cor 11,1; 1Tes 1,6; 1Pe 2,21). Pero imitándole no como si fuera un modelo exterior a nosotros, sino con una docilidad constante a la íntima acción de su gracia, que no menosprecia nuestra miseria, sino que la sana y levanta, transfigura y salva. Porque Cristo está en nosotros (Rm 8,10), se va formando día a día en nosotros (Gál 4,19), habita en nosotros (Ef 3,17). Y esto es así porque el Padre nos envió a su Hijo «para que nosotros vivamos por él» (1Jn 4,9; +Jn 5,26; 6,57). Por tanto, el ideal de todo cristiano será aquello de San Pablo: «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

Ésa es la vida cristiana que las Iglesias descristianizadas necesitan recuperar, la que han de predicar y recibir, celebrar y guardar.

 

—El Segundo Adán, Jesucristo, es «engendrado» en nosotros

Por gracia de Dios engendramos a Cristo en nosotros, y venimos a ser madres de Cristo: «Quien hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mt 12,50). Somos madres de Cristo, concebido en nosotros en el bautismo por el agua y el Espíritu Santo, y lo somos como en María: «por obra del Espíritu Santo» (Lc 1,35).

«Cristo habita por la fe en nuestros corazones» (Ef 3,17): por la fe y el amor, por la oración y los sacramentos, por la gracia y las virtudes. Vive en nosotros en la medida que, incondicionalmente, con toda nuestra atención y docilidad, le dejamos –pensar en nuestro pensamiento –querer-amar en nuestra voluntad y afectos –sentir en nuestros sentimientos, –obrar en nuestras acciones –hablar en nuestras palabras –recordar en nuestra memoria, tan extraviada. Todo lo cual es imposible si por su Pasión, muerte y resurrección, no somos capacitados para –morir al hombre viejo y carnal, renaciendo al hombre nuevo.

Estamos, pues, embarazados de Cristo, que vive en nosotros para que vivamos de Él. Hemos de evitar, pues, todo lo que pueda matar, lesionar o disminuir su vida en nosotros: pecados mortales o veniales, por leves que sean. Su Presencia viva y operante arda en nosotros como una llama, que ha de ser pedida, recibida, protegida, alimentada –actos de amor, lecturas, oraciones, sacramentos, buenas obras–, adorada, manifestada y comunicada a los demás.

 

Cuidar en el alma a Jesús niño, para que vaya creciendo en nosotros, y se haga plenamente hombre

Y así «alcancemos todos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, como varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, para que ya no seamos niños» (Ef 4,13-14), «niños en Cristo» (1Cor 3,1-3). Es el empeño apasionado de San Pablo: «Tendréis diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres; que quien os engendró en Cristo, por el Evangelio, fui yo» (1Cor 4,15). «¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gal 4,20).

Cualquier pecado disminuye en nosotros a Cristo ¡o lo mata, si es mortal! Enfados ante una ofensa, sin sentir pena por el ofensor, sino rabia persistente. Gastos inútiles de tiempo, de dinero, de atención. Gestiones y obras realizadas por amor propio, por ambición, por falta de confianza en Dios, o simplemente: por propia voluntad y capricho. Todo lo que sea egoísmo, vanidad, orgullo, falsedad, impureza… todo eso es debilitar o matar la vida de Cristo en nosotros. Y ése es el mayor horror del pecado: no dejarle a Jesús vivir plenamente en nosotros.

«Conviene que Él crezca y que yo disminuya», dice Juan el Bautista (Jn 3,30). Acallemos nuestros pensamientos, planes, deseos, voluntades propias fijas, proyectos, temores, dudas: son basura muerta; todo eso no vale para nada. Y en cambio, dejémosle vivir a Cristo en nosotros siempre, en todo momento. «El espíritu [de Jesús] es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (Jn 6,63).

Silenciado y muerto el hombre viejo-carnal, con todas sus continuas efervescencias de pensamientos, voluntades y sentimientos, atracciones y repugnancias, podremos decir: «estoy crucificado con Cristo; y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carnevivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó se entregó por mí» (Gal 2,19-20). Es lo que Santa Teresa en Vuestra soy pide al Señor: «Esté callado o hablando / haga fruto o no le haga… / esté penando o gozando / sólo Vos vivid en mí. / ¿Qué mandáis hacer de mí?».

 

–Amigos de Jesucristo

 «Ya no os digo siervos, os digo amigos» (Jn 15,15). Los cristianos somos los amigos de Cristo, elegidos por Él (15,16). Toda la vida cristiana ha de entenderse como una amistad con Jesucristo, con todo lo que ésta implica de elección libre, conocimiento personal, mutuo amor, relación íntima y asidua, colaboración, unión inseparable, voluntad de agradarse y no ofenderse. Esa es la amistad que nos hace vivir en Cristo, por obra del Espíritu Santo, como hijos del Padre.

Santa Teresa de Jesús enseña con gran pasión que la amistad personal con Jesucristo es el camino principal de la espiritualidad cristiana. En su tiempo, algunos pseudo-místicos, proponían una oración al estilo del zen, pensando que «apartarse de lo corpóreo», ¡de la humanidad de Cristo!, era condición indispensable para llegar a la plena contemplación y unión de Dios uno y trino.

Contra esto la Santa arguye con energía que «no ha de entrar en esta cuenta la sacratísima Humanidad de Cristo» (Vida 22,8). Ya lo dijo Jesús: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Que nosotros adrede y de propósito nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre –y pluguiese al Señor que fuese siempre– esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien, y que es andar el alma en el aire, porque parece que no trae arrimo, por mucho que le parezca anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» (22,9).

«Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da fuerza, nunca falta, es amigo verdadero. Y yo veo claro que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad que se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que, Señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (Vida 22,6-7).

 

El Sagrado Corazón

En este mismo sentido nos enseña la Iglesia que el culto al sagrado Corazón de Jesús «se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (Pío XII, enc. Haurietis aquas 1956, 29). Por otra parte, tantas veces Jesucristo ha sido y es odiado, calumniado, menospreciado u olvidado, que, como dice Pío XI, «el espíritu de expiación y reparación» tiene justamente «la primacía y la parte más principal en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús» (enc. Miserentissimus Redemptor 1928, 9).

Pablo VI declaró también la excelencia de este culto y devoción, relacionándolos profundamente con el misterio de la Eucaristía (cta. apost. Investigabiles divitias Christi 6-II-1965). Y ésta sin duda ha sido siempre la espiritualidad de los santos: conocer y amar a Jesucristo. “Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3)-

 

–Rasgos de la amistad con Cristo

Nos decimos amigos de alguien cuando le conocemos personalmente, cuando tenemos con él trato, trato íntimo, le ayudamos y colaboramos, no le ofendemos, le queremos y nos acordamos de él, y en él hallamos confortación y alegría.

Conocerle, personalmente, no sólo de oídas- Y para ello, oración, meditación, sacramentos, Palabra de Dios, verle en prójimos, pobres, etc. ¡Lo más importante de los Evangelios! Para eso han sido escritos (Jn 20,30-31).

Amarle, quererle, recordarle, «traer de él memoria continua» (San Hipólito, +236,Traditio apostolica), y procurar que también otros le amen. La acción apostólica nace de una gran amistad con Cristo.

Trato asiduo, no de ciento a viento, o solamente en las situaciones de angustia y necesidad. La gratuidad y la asiduidad son notas propias de la verdadera amistad. Los amigos procuran estar juntos siempre que pueden: «son inseparables». Es la oración, la oración continua, la que da fuerza para el apostolado.

Intimidad amistosa. Con-vivencia. También la tienen a veces funcionarios, colegas, etc. Pero no: la amistad real, auténtica, implica intimidad amistosa, facilidad para la consulta, la petición, el desahogo, el comentario.

Servir al amigo, co-laborar en sus empeños. En la amistad con Cristo, para glorificar al Padre y salvar a los hombres. Dios nos ha elegido, llamado y consagrado como «compañeros y co-laboradores» (Mc 3,14). Para vivir con él y para él.

No ofenderle ni disgustarle en nada. Procurar que no le ofendan, sufrir por los que le ofenden: «arroyos de lágrimas bajan de mis ojos por los que no cumplen tu voluntad» (Sal 118,136).

Confortación. El amigo de Cristo busca también en Él su consuelo y alegría, y en las criaturas sólo lo pretende en segunda instancia. En principio, tendamos a buscar toda luz y confortación en Cristo mismo.

 

—Final

Dios «nos libró del poder de las tinieblas y nos hizo entrar en el Reino de su Hijo muy querido, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados. El es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra, los seres visibles y los invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades: todo fue creado por él y para él. El existe antes que todas las cosas y todo subsiste en él. El es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. El es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,13-20)..

 

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o Apostasía
 

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