(738) Iglesias descristianizadas (22) por silenciar los «novísimos» (1). La muerte
In memoriam +Fernando Iraburu Bonafé
La tradición catequística de la Iglesia católica ha llamado «novísimos» a su doctrina sobre muerte, juicio, purgatorio, cielo e infierno. «Antes» la predicación se centraba bastante en estos temas. Pero «Ahora» más bien son normalmente silenciados, en parte como reacción a ciertos excesos anteriores, y en grandísima parte por mera falta de fe.
Con ello se desfigura el Evangelio y la Tradición, y el remedio es peor que la enfermedad. Silenciar los novisimos es un grave mal, que lógicamente produce Iglesias descristianizadas.
Cristo, venciendo a la muerte, ha resucitado, para salvarnos de ella, dándonos renacer por el agua y el Espíritu Santo a una vida nueva y sobrehumana. Y si Dios quiere, a la luz de esta Cincuentena Pascual, voy a tratar sucesivamente de esos temas, para confortación gozosa de cristianos, y para llamada a conversión de los descristianizados y de los infieles.
* * *
–El enigma indescifrable de la muerte
«Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre» (Vat. II, GS 18). Es un misterio que la mente del hombre, reducida a sus facultades naturales, no alcanza a conocer.
Las religiones paganas, tan diversas entre sí, intuyen a veces que después de la muerte hay algún modo de supervivencia del ser humano. Pero lo que enseñan carece de certezas, son ideas que se mueven entre nieblas y tinieblas.
La reencarnación (metempsicosis: meta, después–psiche, espíritu) es una de las creencias más difundidas en las religiones, sobre todo en las orientales –hinduismo, budismo, taoismo, shinto– y en sus múltiples versiones y derivaciones. Pero también se hallan sus intuiciones en religiones de África, América y Oceanía. El espíritu, después de la muerte, pasa a otros cuerpos, también mortales, en encarnaciones sucesivas.
Los filósofos desfallecen ante el enigma de la muerte, incapaces de descifrarlo. Los más grandes de la antigüedad, como Platón (el Fedón), llegaron a conocer la inmortalidad del alma, pero no la de los cuerpos, cuya corrupción definitiva en la muerte parece evidente.
Narra San Lucas que el Apóstol, en uno de sus viajes misioneros, predicó en el Aerópago de Atenas. Y que «cuando oyeron lo de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reir, y otros dijeron: ‘’Ya te oiremos sobre esto en otra ocasión'’. Así salió Pablo de en medio de ellos» (Hch 17,32-33). Y nunca volvió a Atenas, numerosa en «sabios»…
Los filósofos y científicos modernos no suelen tratar de la muerte, ni aventuran ideas sobre el enigma. Renuncian a hablar de lo que consideran incognoscible, pues su estudio experimental es imposible. Teósofos, espiritistas y otros, que no son filósofos ni científicos, sí hablan, pero hablan de lo que ignoran, falsamente. Sólo el Cristianismo, por revelación de Dios en Cristo, que resucitó muertos, y por su propia resurrección, tiene un conocimiento verdadero y cierto de la muerte, de su origen y de los posibles estados post-mortem.
–El pensamiento y la predicación sobre la muerte en la Tradición católica han estado siempre muy presentes: en los catecismos y en la predicación; en el memento de difuntos de todas las Misas, así como en la última de las preces de Vísperas; en los libros de espiritualidad para los fieles –Preparación para una santa muerte–; en la piadosa visita de los cementerios; en los encargos de Misas ofrecidas por el eterno descanso de los difuntos; en las oraciones, como al final del Rosario: por las benditas almas del purgatorio (sí, son ya benditas); en el toque parroquial de las campanas –difícil hoy en las ciudades–, que todos los días, mañana y tarde, invitaban a la feligresía a recogerse un momento para orar por los fieles difuntos. La Iglesia Madre siempre ha promovido una caridad fraterna católica, es decir, universal, que ruega no sólo por los vivos, sino también por los difuntos.
–La predicación oral o escrita de la Iglesia ha tenido siempre una dimensión soteriológica central. Es lógico que quienes pensaban con frecuencia en la deseada salvación eterna, tuvieran muy presente la muerte, pues ella es la puerta que da acceso a la vida plena y perdurable.
Cuando el cristianismo se va haciendo antropocéntrico, los fieles están atentos a la vida presente, olvidados de la vida eterna; y no piensan en la muerte, ni quieren que se hable de ella, pues la consideran la mayor de las desgracias posibles. Por el contrario, cuando el cristianismo se mantiene teocéntrico, en su verdad propia, los fieles pretenden ante todo vivir cristianamente y alcanzar así una santa muerte, que les lleve al cielo, aunque tengan que pasar por el purgatorio.
Los cristianos que en la vida presente viven la esperanza del cielo, piensan en su final, en su muerte. Y por eso muchos de ellos dejan en sus testamentos mandas para que se celebren Misas por el eterno descanso de sus almas en Dios. Entienden que en este vida son «peregrinos y forasteros» (1Pe 2,11), camino de su propia patria celestial. San Pablo le dice: «Si fuisteis resucitados con Cristo [ya en el bautismo], buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,1-2).
También conviene recordar que, cuando la duración media de los hombres en la tierra era de menos de 40 años, se pensaba en la muerte mucho más que ahora, cuando la media está en más de los 80 años. Esta razón psico-sociológica es verdadera, sin duda. Pero mucho más importantes son las razones de la fe antes señaladas.
–Doctrina cristiana sobre la muerte
+«En la muerte el alma se separa del cuerpo. Y cuando vuelva Cristo, en la Parusía, [el alma del difunto] se reunirá con su [propio] cuerpo el día de la resurrección de los muertos» [Catec. 1005],
+«La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida» [ib. 1007].
+El hombre se hace mortal a causa del pecado. Dios no hizo la muerte, cuando creó al hombre a su imagen y semejanza. Pero por eso mismo lo creó libre, y su libertad creada es falible. Y dijo al hombre y a la mujer sobre el árbol que hay en medio del paraíso: «No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir» (Gén 3,3). Pero Adán y Eva, engañados por el diablo, comieron del fruto prohibido, y al separarse de Dios por la desobediencia, siendo Dios la fuente de la vida, se hacen mortales ellos y toda su descendencia. «El hombre se habría liberado de la muerte temporal si no hubiera pecado» (Vat. II, GS 18).
«Dios no hizo la muerte, ni se goza con la pérdida de los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia e hizo saludables a todas sus criaturas, y no hay en ellas principio de muerte, ni el reino del Ades impera sobre la tierra. Porque la justicia no está sometida a la muerte» (Sab 1,13-15), «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres» (Rm 5,12). «La paga del pecado es la muerte, mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 6,23).
+El Hijo de Dios quiso hacerse mortal al encarnarse. Y así, muriendo por nosotros en el sacrificio de la Cruz, venció a la muerte, y resucitando, restauró la vida. «Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren. Porque como por un hombre [Adán] vino la muerte, también por un hombre [el nuevo Adán] vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados» (1Cor 15,20-22).
Cristo «es la imagen de Dios invisible, primogénto de toda criatura, porque en El fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra… Él es el principio, el primogénito de los muertos [resucitados], para que tenga la primacía sobre todas las cosas» (Col 1,13-20).
+«La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (Mc 14,33-34; Heb 5,7-8), la asumió en un acto de sometimiento al Padre totalmente libre y voluntario. De este modo la obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (Rm 5,19-21)» [1009].
+Los que mueren en la gracia de Cristo participan en su muerte, y también en su resurrección. «Con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección… Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él» (Rm 6,4-8).
+La muerte es «el último enemigo» del hombre que será vencido (1Cor 15,26).«Dios erigirá su tabernáculo entre los hombres, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. Y dijo el que estaba sentado en el trono: ‘’He aquí que hago nuevas todas las cosas’’» (Apoc 21,3-5).
+«Creemos que en el último día hemos de ser resucitados por Él en esta carne en que ahora vivimos» (fin de s.V: Fe de Dámaso, Denz 72).
* * *
–La unción de los enfermos
La unción de los enfermos es un verdadero sacramento, al que se alude en el Nuevo Testamento (Mc 6,13; Sant 5,14-15; +Trento 1551: Denz 1716, 3448). Sus efectos posibles vienen indicados en la oración que reza su ministro:
«Te rogamos, Redentor nuestro, que por la gracia del Espíritu Santo, cures el dolor de este enfermo, sanes sus heridas, perdones sus pecados, ahuyentes todo sufrimiento de su cuerpo y de su alma, y le devuelvas la salud espiritual y corporal, para que, restablecido por tu misericordia, se incorpore de nuevo a los quehaceres de la vida» (Ritual 144).
Cuando Cristo estaba en la tierra, «todos cuantos tenían enfermos de cualquier enfermedad los llevaban a él, y él, imponiendo a cada uno las manos, los curaba» (Lc 4,40). Ahora, con el enfermo grave o moribundo, también Cristo va en su ayuda, pues el sacerdote del sacramento de la Unción obra «in persona Christi». Por eso, como decimos que «cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza», podemos decir lo mismo de Cristo resucitado y glorioso. -El, Salvador del hombre, cuando la muerte se aproxima al enfermo grave o moribundo, por medio del sacerdote ministro, le comunica su ayuda invisible por en la Unción sacramental, curándolo o confortándolo en el tránsito a la otra vida.
–Entre la vida y la muerte
Los cristianos hemos recibido el bautismo para irnos configurando por la gracia a Cristo hasta la plena unión con Él. «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gl 2,20). Y para ello los santos son para nosotros modelos absolutos. San Pablo, con toda sencillez, aconseja, y más bien mandaba: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1).
La muerte es terrible para «los que tienen puesto el corazón en las cosas terrenas» (Flp 3,19). Pero la muerte se acerca a los fieles en la paz. Se muestra como una puerta abierta por Cristo para que entremos en el cielo. Y los que somos «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), los que vivimos como «extranjeros y forasteros» en este mundo (1Pe 2,11), nos alegramos cuando nos llega «la hora de pasar al Padre» (Jn 13,1), y decimos en el Espíritu Santo: «¡Qué alegría cuando me dijeron ‘’Vamos a la casa del Señor»!’’» (Sal 121,1). Veamos algunos ejemplos.
Santa Catalina de Génova (+1519): «Muerte dulce, suave, graciosa, bella, fuerte, rica, digna». Y añadía, «muerte cruel», porque tardaba en venir (Vita della Bta. Ca-therina Adorni da Genova, Venecia 1615, 27-29).
San Francisco de Asís (+1226) cantaba: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal» (Cánt. criaturas 12). Y decía que hemos de considerar «amigos nuestros» a quienes nos dan «martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1Regla 22,3-4). Porque así creía, tuvo valor para ir a predicar el Evangelio a los moros mahometanos.
A veces los santos oscilan entre el deseo de morir y el de seguir viviendo para servir en el mundo a Cristo y a sus miembros. Así San Pablo: «Para mí vivir es Cristo y morir ganancia. Por otra parte, si vivir en este mundo me supone trabajar con fruto, ¿qué elegir? No lo sé. Las dos cosas tiran de mí» (Flp 1,21-23; +Santa Teresa, 6Moradas 3,4; 4,15).
Sin embargo, finalmente prevalece en los santos el ansia de morir. Así en San Pablo: «Sabemos que mientras el cuerpo sea nuestro domicilio, estamos desterrados del Señor, porque caminamos en fe y no en visión. A pesar de todo, estamos animosos, aunque preferiríamos el destierro lejos del cuerpo y vivir con el Señor» (2Cor 5,6-8). «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23).
Se ve que en los santos la necesidad biológica de morir coincide con la necesidad espiritual de pasar al Padre. O dicho en otras palabras: cuando el crecimiento en la gracia llega en esta vida a su relativa plenitud, produce normalmente en los santos el deseo de morir.
San Ignacio de Antioquía (+107) decía, próximo al martirio: «Ahora os escribo con ansia de morir. Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia. Sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo más íntimo me está diciendo: ‘’Ven al Padre’’» (Romanos 7,2).
Esta actitud es muy común al final de la vida de los santos (Santa Catalina de Siena, Diálogo II,4, art.3,2,10. Puede verse, por ejemplo, en la Liturgia de las Horas, en el Oficio de lecturas: San Martín de Tours, +397: 11-XI; Santa Mónica, +387: 27-VIII; San Beda el Venerable, +735: 25-V).
Santa Teresa de Jesús confiesa: «Yo siempre temía mucho» la muerte (Vida 38,5). Pero una vez convertida al amor de Cristo, que es la Vida, comprendió que «la vida es vivir de manera que no se tema la muerte» (Fundaciones 27,12).
Y se burlaba con gracia de ese temor: «Algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio, sino a no morirnos; cada una lo procura como puede… Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada» (Camino Perf. 10,5; 11,4). Ella de sí misma dice: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero» (Poesías 2). El ansia de morir le producía a veces un dolor insufrible (Exclamaciones 6; 17).
Sin embargo, el mismo amor a Dios que a Santa Teresa le hacía desear la muerte, causaba también en ella amar la vida presente: «Querría mil vidas para emplearlas todas en Dios» (6Moradas 4,15). Y así oscilaba entre un deseo y otro: «Ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y de que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años… Verdad es que, algunas veces [el alma] se olvida de esto, tornan con ternura los deseos de gozar de Dios y desear salir de este destierro» (6Moradas 3,4).
** *
San José es Patrono de la buena muerte, porque murió en brazos de María y de Jesús. ¿Y la Virgen María? Y aún es más la Patroncita, que «ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o Apostasía
Los comentarios están cerrados para esta publicación.