(578) Evangelización de América, 84. Brasil, 1- Portugal, nación misionera

 Cristo Redentor, Río de Janeiro

–La evangelización del Brasil parece un milagro.

–Y lo fue. Hubiera sido imposible sin muchas intervenciones de Dios extraordinarias.

–Portugal, potencia misionera

Bastante antes que España, Portugal había concluido la reconquista de sus territorios ocupados por los árabes. Y, antes también que los españo­les, logró formar un gran imperio, extendido a lo largo de diversos mares por «la ruta de las especias».

En efecto, desde comienzos del siglo XV hasta las primeras décadas del XVI, los mari­nos portugueses lograron abrir la ruta marina hacia la India, sólo alcanzada en aquella época por tierra, en interminables viajes de caravanas, que habían de atravesar desiertos y peligrosas tierras de musulmanes y tártaros. Las naves portuguesas descubrieron los archipiélagos de Madera, Azores y Cabo Verde, así como las costas del Sáhara y del Sene­gal. Poco después alcanzaron el golfo de Guinea y la costa del Congo. Finalmente en 1488, Bartolomé Díaz rodeaba el cabo de Buena Esperanza, y abría así por el sur de Africa la navegación hacia el Oriente. Diez años después, Vasco de Gama arribaba a la India.

Después del descubrimiento de la ruta al Oriente, los portugueses con­quistaron varios puestos estratégicos, para asegurar el paso de sus mari­nos y el abastecimiento de las factorías. Árabes y egipcios perdieron así su tradicional hegemonía sobre el comercio de las especias. Y en 1506, al derrotar los portugueses a la flota egipcia, quedaron como dueños únicos del Índico. Pudieron así establecerse en Goa y Malaca, arribar a las Molu­cas –las Islas de las especias– y a las costas del Mar de la China.

Esta epopeya marinera de los portugueses, junto al espíritu de aventura y de lucro, reveló también su formidable espíritu apostólico y misionero, encarnado sobre todo en los miembros de la Orden de Cristo. Bajo el reinado de Juan I, su hijo Enrique el Navegante (1394-1460), Gran Maes­tre de esta Orden militar, fundó en Segres la primera escuela naval del mundo, y alentó a la Corona y a su pueblo en los viajes y descubrimientos, así como en la difusión misionera de la fe y en las luchas contra el Islam invasor. Desde su convento de Thomar, abierto al Atlántico, en directa dependen­cia del Papa y sin mediación de ningún obispo, Enrique rigió las iglesias locales de todos los territorios descubiertos y evangelizados.

 

–Entre España y Portugal

Siendo también España un pueblo de gran empuje navegante, se hizo pronto necesario regular las empresas marítimas hispanas y lusitanas, de manera que no hubiera interferencias enojosas. Así fue como el Tratado de Alcaçovas-Toledo, de 1479, establecido entre el rey lusitano Alfonso V y los Reyes Católicos, reguló las exploraciones de los navegantes ibéricos por el Atlántico central, dejando bajo el dominio de Portugal las Azores, Ma­deira, Cabo Verde y las islas que se encontrasen «de Canarias para abajo contra Guinea», y reservando para Castilla las Canarias «ganadas o por ganar». Nada se establecía en el Tratado respecto de eventuales navega­ciones hacia el oeste.

Por eso, cuando Colón regresó de su primer viaje a las Indias occidentales, los Reyes Católicos se dieron prisa, como sabemos, en conseguir del Papa Alejandro VI las Bulas Inter cætera, de 1493, que concedían a Castilla las islas y tierras que se descubriesen más allá de una línea norte-sur trazada 100 leguas al oeste de las Azores. Los portugueses, que deseaban más espacio para su ruta a la India y que pretendían también extender su dominio sobre el Brasil, negociaron laboriosamente, hasta conseguir con los Reyes de Castilla en 1494 el Tratado de Tordesillas, que alejaba la línea referida bastante más allá, a 370 leguas de las Azores. En términos actuales, esta línea partía verticalmente el Brasil por el meridiano 46º 37′, es decir, dejaba en zona española por el sur Sao Paulo, y por el norte Belém.

Pocos años después, en 1500, una expedición portuguesa conducida por Cabral, al desviarse de la ruta de las especias, arribó a las costas del Brasil. Era la primera vez que los portugueses llegaban a América. Pero la tarea de colonización paulatina no se inició hasta el 1516.

 

–El Padroâo

Las originales atribuciones que Enrique el Navegante tenía como Gran Maestre de la Orden de Cristo pasaron a la Corona portuguesa, desde que en 1514 el rey era constituido Gran Maestre de dicha Orden. De este modo, aquella antigua y curiosa forma de gobierno pastoral de las nuevas iglesias pervivió durante siglos, sin mayores variaciones, en el sistema del Patronato regio. En efecto, la Santa Sede romana advirtió desde el primer mo­mento que las audaces navegaciones portuguesas entrañaban inmensas posibilidades misioneras. Y por eso encomendó a la Orden de Cristo, de antiguo encargada de proteger la Cruz y de rechazar el Islam, la misión de evangelizar el Oriente y el nuevo mundo americano que se abría para la Iglesia.

El Patronato que Calixto III concedió al Gran Maestre Enrique el Navegante implicaba un conjunto de deberes y derechos. Por una parte, Portugal asumía la obligación de en­viar misioneros y mantenerlos, financiar la erección de parroquias y obispados, y otras obligaciones, nada pequeñas, que los reyes lusitanos supieron cumplir. Por otra parte, los Papas concedían al rey de Portugal unos privilegios que iban mucho más allá de los de un patronazgo ordinario, pues al rey cristiano se encomendaba la misión de evangelizar y de administrar eclesiásticamente todos los territorios nuevos alumbrados a la fe.

De hecho, la Corona portuguesa fue la impulsora de un gran movi­miento misional. Entre 1490 y 1520 envió misioneros a fundar en el Congo un reino cristiano. En 1503 envió franciscanos al Brasil, recién descu­bierto –Frey Henrique fue quien celebró allí la primera misa–. Y cuando en 1542 arribó San Francisco de Javier a Goa, base portuguesa en la In­dia, llegó como legado del rey lusitano.

Pues bien, en coherencia a esta situación histórica, el Papa León X, en la Bula Præcelsæ Devotionis (1514), concedió al rey de Portugal una autori­dad semejante a la que el rey de Castilla había recibido por la Bula Du­dum siquidem (1493) para la evangelización de América.

 

–Primera organización de Brasil

El Brasil era un mosaico de cientos de tribus diversas, aunque puede hablarse de algunos grupos predominantes. Los indios de la cultura tupí-guaraní se extendía a lo largo de la costa occidental. Los tupís practicaban con frecuencia el canibalismo, y también la eugenesia, es decir, mataban a los niños que nacían deformes o con síntomas de subnormalidad. Con algunas excepciones sangrientas, no ofrecían a los avances portugueses especial resistencia. Los indios de la cultura ge ocupaban la meseta cen­tral, los arawak se asentaban al norte, y los feroces caribes en la cuenca del Amazonas. De otros grupos indígenas particulares iré dando noti­cia más adelante.

El primer modo de presencia portuguesa en este mundo indígena innu­merable fueron, hacia 1515, las factorías –Porto Seguro, Itamaracá, Igua­raçu y San Vicente–. En ellas los comerciantes, con la debida licencia de la Casa da India y bajo ciertas condiciones, establecían por su cuenta y riesgo enclaves en la costa. Las factorías fueron un fracaso, pues apenas resultaban rentables y no tenían intención colonizadora, de modo que Juan III decidió sustituirlas por Capitanías.

En 1530 se estableció, con amplísimos poderes, el primer Capitán, don Martim Afonso de Souza. Bajo su autoridad, y por medio de «cartas donatarias», se esta­blecieron capitanías hereditarias, en las que un hidalgo, a modo de señor feudal, y con derechos y deberes bien determinados, gobernaba una re­gión, sin recibir de la Corona más ayudas que la militar.

También este sistema resultó un fracaso por múltiples causas, y el rey estableció en 1549 un Gobierno General, en la persona de don Tomé de Souza, bajo el cual una organización de funcionarios públicos vendría a suplir la red incipiente de autoridades particulares. Sin embargo, las antiguas divisiones territoriales se mantuvieron, y aquellos capitanes concesiona­rios que habían tenido algún éxito en su gestión retuvieron sus prerroga­tivas. 

Cuando la España de Felipe II conquistó pacíficamente Portugal, se estableció en 1580 un dominio hispano sobre el Brasil, que duró hasta 1640, año en que se restauró el régimen portugués.

 

–Primeras misiones en un medio muy difícil

A diferencia de España, que estableció muy pronto poblaciones en el in­terior de sus dominios americanos –lo que fue decisivo para la conversión de los pueblos indígenas–, Portugal, que era un pequeño país de un millón doscientos mil habitantes, y que se encontraba al frente de un imperio inmenso, extendido por África, India, Extremo-Oriente y ahora Brasil, apenas pudo hacer otra cosa que establecer una cadena de enclaves en las costas. Pero esto limitó mucho a los comienzos las posibilidades de la misión. En realidad, perduró largamente una frontera invisible, una línea próxima a la costa, más allá de la cual unos 2.431.000 indios de cien etnias diversas –según cálcu­los de John Hemming (AV, Hª de América latina, 40)–, se distribuían en un territorio inmenso y desconocido, con fre­cuencia casi impenetrable.

Por otra parte,el Padroâo portugués sobre los asuntos eclesiásticos ve­nía ejercido directamente por el rey lusitano, a diferencia de lo que ocurría en los dominios españoles de América, donde los Virreyes hispano-americanos actuaban como vice-patronos del Patronato Regio hispano.

Todo esto explica que, en comparación a la América española –que en siglo y medio, para mediados del XVII, tenía ya varias decenas de obispa­dos, miles de iglesias, y que había celebrado varios Concilios–, «la Iglesia en Brasil fue desarrollándose en modo mucho más lento y en proporciones infinitamente más modestas» (Céspedes, América hispánica 245). Así, por ejemplo, hasta 1676 no hubo en Brasil otro obispado que el de Bahía, fun­dado en 1551.

 

–La actividad misionera en Brasil

Después de la visita de franciscanos en 1503, la evangelización se inició propiamente cuando en 1516 llegaron dos franciscanos a Porto Seguro, y otros dos a San Vicente (1530). A estas pequeñas expediciones se unieron varias otras a lo largo del XVI. Pero sin duda alguna, fue la Compañía de Jesús, desde su llegada al Brasil en 1549, la fuerza evangelizadora más importante. En efecto, con el gobernador Tomé de Souza llega­ron seis jesuitas, entre ellos el padre Manuel de Nóbrega, y el navarro Juan de Azpili­cueta, primo de San Francisco de Javier. Ya en 1553 pudo establecer San Ignacio en el Brasil la sexta provincia de la Compañía, nombrando provincial al padre Nóbrega, gran misionero. En esta provincia brasileña, a lo largo de los años, hubo jesuitas insignes, como San José de Anchieta, Cristóbal de Acuña, el brasileño Antonio Vieira o Samuel Fritz, de los que he de hablar en seguida.        

Los carmelitas llegaron al Brasil en 1580, y en dos decenios se establecieron en Olinda, Bahía, Santos, Río, Sao Paulo y Paraíba. Los benedictinos, que llegaron en 1581, funda­ron su primer monasterio en Bahía, y antes de terminar el siglo también se establecieron en Río, Olinda, Paraíba y Sao Paulo. Capuchinos y mercedarios contribuyeron también a la primera evangelización del Brasil.

Entre aquellos cientos de tribus –casi siempre hostiles entre sí, de lenguas di­versas, y dispersas en zonas inmensas, difícilmente penetrables–, apenas era posible una acción evangelizadora si no se conseguía previamente una reducción y pacificación de los indios. Por eso el sistema de aldeias misio­nales o reducciones fue generalmente seguido por los misioneros, e incluso exigido por la ley portuguesa.

Eso explica que a los misioneros del Brasil correspondió siempre no sólo la evangelización, sino también la pacifica­ción y organización de los indios, así como su educación y defensa. Ellos, en medio de unas circunstancias extraordinariamente difíciles, desarro­llaron una actividad heroica, bastante semejante a la que hubieron de realizar los misioneros del norte de América para evangelizar a los pieles rojas. La historia dura y gloriosa de las misiones brasileñas, inseparable­mente unida a la aventura agónica de la conquista de la frontera, se desa­rrolló en cuatro zonas diversas: sur, centro, nordeste y Amazonas.

Las iremos estudiando, Dios mediante, una a una.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

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