Fellay pretende imponer sus tesis a toda la Iglesia
Cuando Juan XXIII sorprendió a la Iglesia y al mundo convocando el Concilio Vaticano II, pocos pensaban que uno de las consecuencias más amargas del mismo sería el cisma más importante que ha sufrido la Iglesia desde la Reforma protestante. Efectivamente, 21 años después de la clausura del Concilio se producía la excomunión de Monseñor Marcel Lefebvre, arzobispo francés fundador de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X (FSSPX). Juan Pablo II no tuvo más remedio que dar ese doloroso paso ante la desobediencia abierta del prelado francés, que se empeñó en ordenador obispos en contra del mandato del Vicario de Cristo.
Aunque la causa “canónica” de la excomunión fue esa ordenación no autorizada, lo que de verdad estaba en el alma del cisma era el rechazo del Vaticano II por parte de Lefebvre y sus seguidores. Ellos creían que la Iglesia había alterado sustancialmente una serie de doctrinas fundamentales, posibilitando a su vez una reforma litúrgica que creían poco menos que una aberración. Lo cierto es que el marasmo postconciliar, que llevó a Pablo VI a asegurar que el “humo de Satanás” había entrado en la Iglesia, ayudaba muy poco a convencer a los tradicionalistas de lo erróneo de sus planteamientos.
Con todo, la crisis obvia en la que la Iglesia se vio sumida tras el concilio nunca podía ser resuelta desde la rebeldía abierta contra el legítimo sucesor de San Pedro y contra un concilio ecuménico. Lefebvre equivocó el camino. En nombre de la Tradición, atentó contra la misma separándose de la comunión con el Obispo de Roma y el resto de obispos del orbe católico. En efecto, asestó un golpe casi definitivo a la causa del tradicionalismo, pues los tradicionalistas que permanecieron fieles al Papa tuvieron que soportar el estigma de ser considerados como cuasi-cismáticos por buena parte del resto de la Iglesia. Hoy no ocurre tal cosa y de hecho el tradicionalismo católico ha recibido con gozo el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, que permite el uso más amplio de la forma extraordinaria del Rito romano de celebración de la Misa.
Muerto Lefebvre, sus seguidores han decidido seguir el camino de la división y el enfrentamiento con Roma. El cisma tiene ahora como cabeza visible precisamente a uno de los obispos que ordenó el arzobispo francés, y que igualmente fue excomulgado por el Papa Juan Pablo II. Me refiero a Monseñor Bernard Fellay. Este hombre pretende que la Iglesia se desdiga de lo que dictaminó el Concilio Vaticano II en documentos tan importantes como la constitución dogmática Lumen Gentium. Este hombre pretende que él y sus fieles, y no el Obispo de Roma y los obispos en comunión con él, es el verdadero intérprete de la doctrina católica tradicional. Este hombre se rebela, pues, contra el magisterio católico tal y como ha sido ofrecido a los fieles en las últimas cuatro décadas. Este hombre, pues, es un cismático y aunque dice querer llegar a un acuerdo con Roma, no está dispuesto a ceder lo más mínimo en sus posicionamientos. Quiere que sea Roma quien vaya a él, en vez de ser él quien vaya a Roma. Pues lo lleva claro él y los que están junto a él.
Como enseña la Escritura, el buen pastor sale a buscar la oveja perdida. Desde que se produjo el cisma, el Papa Juan Pablo II hizo lo que estuvo en su mano para atraer al rebaño que Cristo encomendó a Pedro a los que se habían alejado del mismo. Y Benedicto XVI está igualmente deseoso de que se ponga fin a esta herida abierta que tiene la Iglesia. Pero una cosa es que el pastor salga en búsqueda de la oveja y otra que la oveja se niegue a volver al rebaño, o que sea ella quien pone las normas en las que ha de producirse su regreso. Si Fellay y sus seguidores quieren permanecer fuera de la comunión con la Iglesia de Cristo, nada podrá hacer el Obispo de Roma para que regresen. Porque lo que puede tener muy claro es que la Iglesia no va a ceder a sus pretensiones doctrinales. La Iglesia no va a renunciar al Concilio Vaticano II, cuyos buenos frutos son hoy tan evidentes como en su día lo fueron los problemas causados por una interpretación errónea del mismo por el sector progresista-heterodoxo de la propia Iglesia. Tampoco se va a abolir el Novus Ordo para volver al rito latino anterior a la reforma. Si acaso, se modificará aquello que el Papa, tras escuchar a la Curia y los especialistas en liturgia, desee que sea modificado.
Es bastante posible que los lefebvristas acaben por convertirse en un grupo residual. Roma ya consiguió que retornaran a la comunión con la Iglesia los seguidores que el lefebvrismo tenía en Brasil (diócesis de Campos). Y a menos que haya obispos que se crean más listos que el Papa y se nieguen a aceptar que en sus diócesis tenga vigencia el motu propio anteriormente mencionado, lo más seguro es que gran parte de los tradicionalistas que siguen hoy a la FSSPX acaben por retornar al redil. Fellay se quedará entonces sólo con su arrogancia y su cabezonería, acompañado por un cada vez menor número de creyentes. Roma todavía le ofrecerá la reconciliación, pero llegará un momento en que el Vaticano sea consciente de que la misma sólo puede venir por la conversión de Fellay al verdadero catolicismo que los lefebvristas no representan. Quizás ha llegado el momento de que la Santa Sede plantee un ultimatum a la FSSPX. O vuelven a la comunión ya, o empezarán a ser considerados exactamente igual que el resto de iglesias o comunidades eclesiales separadas del Obispo de Roma.
Luis Fernando Pérez Bustamante









