InfoCatólica / Cor ad cor loquitur / Categoría: Espiritualidad cristiana

1.05.14

En guerra por amor a la verdad y por la verdad en el amor

Ocurre con frecuencia, por no decir siempre, que cuando determinados blogueros católicos escribimos en defensa de la verdad que está presente de forma absoluta en nuestra fe, recibimos la acusación de no tener caridad, de ser integristas, fariseos, etc.

Es cierto que la verdad sin caridad se convierte en una pálida sombra de lo que Dios quiere para el hombre. Siendo ella la que, según Cristo, nos hace libres, corremos el riesgo de afearla, de convertirla en un instrumento de agresión más que de salvación. Como dice San Pablo “Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad” (1ª Cor 13,13).

Cuando el Padre manda al Hijo a morir por nosotros en la Cruz, lo que brilla es el amor. No en vano, como recuerda San Juan, “Dios es caridad” (1 Jn 5,8;16) -vale igual decir “amor"-. Pero también dice la Escritura que “si alguno de vosotros se extravía de la verdad y otro logra reducirle, sepa que quien convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados” (St 5,19-20). No sé ustedes, pero a mí se me ocurren pocas cosas que demuestren tanto amor por el prójimo como ayudarle a salvar su alma. Y sé que no hablo solo por mí sino por la inmensa mayoría de esos blogueros si digo que lo que buscamos con nuestros escritos no es el demostrar lo mucho o poco que sabemos, que al fin y al cabo lo sabemos por el don de la fe, sino para ser instrumentos en las manos de Dios de cara a la salvación de los hombres.

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18.04.14

El Papa nos presenta a las tres hermanas: pobreza, fidelidad y obediencia

En la que sin duda ha sido una de las mejores homilías de este pontificado, predicada en la Santa Misa Crismal, el papa Francisco nos presentó a las tres hermanas que deben acompañar a todo sacerdote. Tras hablar de la alegría que les unge, la alegría incorruptible y la alegría misionera que deben estar presentes en todo presbítero, el Santo Padre habló de:

1- La hermana pobreza:

La alegría del sacerdote es una alegría que se hermana a la pobreza. El sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). El sacerdote que pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza.

Sería absurdo que yo intentara explicarlo mejor que el Papa, pero se me ocurre decir que aquel que se hace pobre por los demás, aquel que lo deja todo para servir a Dios en medio de su pueblo, es el más rico de todos. ¡Qué gran privilegio es ser sacerdote del Altísimo que sirve al prójimo llevándole la gracia sacramental, el don de la sabiduría mediante el consejo pastoral y el regalo de la caridad mediante el acompañamiento en el tiempo de cruz y sufrimiento! No podemos hacer otra cosa que dar gracias a Dios por nuestros curas. Por todos. También por aquellos que, por sus limitaciones humanas, no reflejan toda la santidad a la que han sido llamados. Si en vez de quejarnos tanto -con razón o sin ella- rezáramos más por ellos, más santos serían.

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31.03.14

Pagola y la muerte

José Antonio Pagola, ese teólogo vasco que se ha convertido en paradigma de la salud espiritual de un sector importante de la Iglesia en España, que le tiene por una eminencia, ha publicado una reflexión sobre la lectura del evangelio del próximo domingo, 6 de abril, que cuenta la historia de la muerte y resurrección de Lázaro.

Como quiera que ya está surgiendo el fenómeno de los exégetas de la teología pagolista, voy a darme el capricho de formar parte del mismo por una vez.

El artículo se titula “Un profeta que llora”. La insistencia de Pagola en tratar a Cristo como un profeta es proverbial. Uno se puede pasar leyendo horas y horas a ese teólogo sin encontrar por ningún lado la doctrina de que Jesucristo es Dios encarnado. Un musulmán puede encontrarse muy cómodo ante la imagen de un Jesús de Narazet como mero profeta. Un cristiano, no.

A la hora de analizar las preguntas y respuestas que el ser humano se hace ante la muerte, don José Antonio sentencia:

Ante el misterio último de nuestro destino no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden guiar más allá de esta vida.

Y:

Los cristianos no sabemos de la otra vida más que los demás.

Ya lo han visto ustedes. Adiós a los Credos. Adiós a “creo en la resurrección de la carne y la vida eterna“. Adiós a “espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro“. Eso son dogmas religiosos que no dan a los cristianos un conocimiento nuevo, y absolutamente cierto en la fe, sobre la muerte y sobre la vida que le sigue, Pagola dixit. Visto lo cual, es legítimo preguntarse si este “gran teólogo y maestro espiritual” cree en el Credo de la Iglesia.

Menos mal que luego dice:

También nosotros nos hemos de acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una confianza radical en la Bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús. Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y, sin verlo aún, le damos nuestra confianza.

Esta confianza no puede ser entendida desde fuera. Sólo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?”

Muy bien, pero yo pregunto: ¿Es o no un dogma religioso el creer que Cristo es la resurrección y la vida? Y si lo es, ¿por qué dice antes que no podemos apelar a los dogmas? ¿Y cómo va a ser igual el conocimiento de los que, por gracia, sabemos lo que hay en la otra vida que el de los que no saben nada o creen que todo acaba con la muerte?

Por último, Pagola no tiene mejor idea que poner como ejemplo a Hans Küng:

Recientemente, Hans Küng, el teólogo católico más crítico del siglo veinte, cercano ya a su final, ha dicho que para él morirse es “descansar en el misterio de la misericordia de Dios".

Entre todos los santos, doctores y padres de la Iglesia, no ha podido elegir a nadie mejor que aquel que se está planteando acudir a la eutanasia para poner fin a su vida. A alguien de quien el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo que afirmar lo siguiente:

Es muy lamentable. Él es teólogo, tiene que saber que Dios es el dueño de nuestra vida, y que el suicidio no es una solución legal o ética responsable. Espero que nadie siga el ejemplo de Hans Küng en esto que ha dicho. Es muy triste para mí que un teólogo que cree en el Dios creador se explique de esta manera. Está realizando la negación de la gracia. Nuestra vida está en las manos de Dios.

La clientela que se forma con entusiasmo en torno a Pagola confirma el refrán “Dios los cría y ellos se juntan“.

Luis Fernando Pérez Bustamante

5.03.14

Para mí que la misericordia es...

… es que Dios te conceda la gracia de darte cuenta de tus pecados.

… es que Dios te conceda la gracia de no desesperarte por tus pecados.

… es que Dios te conceda la gracia de no considerar tus pecados una cosa menor.

… es que Dios te conceda la gracia de empezar a vencer el pecado en tu vida.

… es que Dios te conceda la gracia de acudir a Él cada vez que vuelves a pecar.

… es que Dios te conceda la gracia de anhelar una mayor santidad para poder glorificarle en tu vida.

… es que Dios te conceda la gracia de que tú mengües para que Cristo crezca en ti.

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8.02.14

La gracia es lo que marca la diferencia

Los últimos versículos del capítulo 5 de la epístola de San Pablo a los gálatas son una descripción de la diferencia entre ser de Cristo y ser del mundo. El apóstol acababa de arremeter contra aquellos que insistían en hacer cumplir a los cristianos, incluidos los de origen gentil, todos los preceptos de la ley mosaica. No porque la ley fuera mala, que no lo es, sino por la manifiesta incapacidad del hombre de justificarse solo mediante su esfuerzo personal en cumplir dicha ley. Como luego dijo san Pedro para zanjar la polémica en el concilio de Jerusalén:

¿por qué tentáis a Dios queriendo imponer sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar? Pero por la gracia del Señor Jesucristo creemos ser salvos nosotros, lo mismo que ellos. (Hch 15,10-11)

San Pablo habla de una libertad que solo puede venir dada por la gracia y que, desde luego, no puede ser utilizada como herramienta para pecar:

Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servios unos a otros por la caridad. Porque toda la Ley se resume en este solo precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad que acabaréis por consumiros unos a otros.

Hay quienes piensan que la gracia es una especie de salvoconducto para seguir viviendo como si no estuviéramos llamados a la santidad, como si fuera una “barra libre” a todo tipo de pecados. Nada más lejos de la realidad:

Os digo, pues: Andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis. Pero si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley.

El cristiano que quiere andar en las cosas del Espíritu de Dios sabe bien cuál es la tendencia de su carne, de sus deseos personales. Casi siempre, y lo mismo sobra el “casi", se opone a la voluntad divina para su vida. Por eso es esencial aprender a conducirse bajo la dirección del Espíritu Santo, que es quien obra en nosotros la santificación. Somos una especie de contradicción andante en la que por una parte queremos ser fieles a Dios y por otra no cedemos en aquello que nos aleja de Él: “No sé lo que hago, pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Rm 7,15).

Pero si Cristo ha dado su vida por nosotros no es para que vivamos derrotados sino, muy al contrario, para concedernos el tiempo necesario para alcanzar la dicha de poder seguir los pasos de aquella mujer que dijo “Fiat” a las palabras del ángel que le anunciaba la Encarnación del Verbo de Dios en su seno.

Lo que tenemos ante nosotros no es ni más ni menos que dos caminos: el de la vida y el de la muerte:

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