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7.09.16

Madre Teresa, el secreto de su "éxito"

Entre los recuerdos de mi infancia católica sobresalen tres figuras que marcaron, quizás más de lo que incluso hoy puedo vislumbrar, mi vida cristiana. Hoy la Iglesia los ha reconocido como santos: San Pío Pietralcina, San Juan Pablo II y Santa Teresa de Calcuta. 

Antes de que alguno me lo recuerde, efectivamente el Padre Pío murió antes de que yo naciera. Pero mi madre tenía un libro sobre su vida que de vez en cuando caía en mis manos y siempre, siempre, dejaba alguna marca en mi alma. Tan es así que incluso cuando dejé la Iglesia y pasé por otras realidades “espirituales", cada vez que visitaba a mi madre y veía la cara del santo italiano en la portada del libro, sentía un “halo” especial.

San Juan Pablo II fue el Papa de mi niñez y adolescencia y el Papa que seguía al frente de la barca de Pedro cuando el Señor me trajo de vuelta a bordo de la misma. Le quise antes, le quise después y le quiero y venero ahora.

Madre Teresa era para mí el ejemplo vivo de en qué consistía lo de dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Pero era algo más. Su mirada me parecía a la vez triste y llena de paz, aunque pueda parecer un contrasentido. Cuando he ido conociendo más su espiritualidad, todo ha encajado. La tristeza de un alma que era testigo del sufrimiento de tantos deshauciados encontraba en la oración y la Eucaristía la paz que el mundo no conoce y que sólo está al alcance de quienes se dejan llevar por la gracia de Dios.

Si Madre Teresa pudo hacer lo que hizo fue por amor a Cristo -"lo hacemos por Jesús", decía-. Si Madre Teresa pudo entregar su vida a la causa de los pobres, fue por vivir en Cristo. Encontraba al Señor en los más necesitados porque lo descubría en la Eucaristía, en la oración -cuatro horas diarias, una de ellas de adoración eucarística- Si Madre Teresa es ya un referente para la Iglesia desde ahora hasta la Parousía, es por Cristo. Cuando el Señor prometió a sus apóstoles que se quedaría con nosotros hasta el fin, no hablaba de una presencia etérea, inaprensible. Hablaba de su presencia real en el pan y el vino consagrados, que son su verdadero cuerpo y su verdadera sangre que operan nuestra redención por el sacrificio de la Misa.

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