De la esclavitud del pecado a la libertad de la santidad

Pues el salario del pecado es la muerte; en cambio el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Rom 6,23 

Aquellos a quienes se nos ha concedido el don de amar a Dios -”Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” 1 Jn 4,19-, necesariamente hemos de recibir el don de librarnos de la esclavitud del pecado en nuestras vidas. 

San Juan nos deja muy claro en qué consiste amar a Dios:

Todo el que cree que Jesús es el Cristo, ése ha nacido de Dios; y todo el que ama a quien le engendró, ama también a quien ha sido engendrado por Él.  En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Porque el amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son costosos.
1 Jn 5,1-3

No siempre sabemos valorar el glorioso regalo que hemos recibido de Dios, que a pesar de nuestros pecados nos engendró en Cristo para hacernos vivir en la libertad de los hijos de Dios. A pesar de lo cual, muchos vivimos todavía, en mayor o menor medida, atados a nuestra naturaleza carnal, cuando en realidad somos llamados a vivir según el Espíritu:

Los que viven según la carne sienten las cosas de la carne, en cambio los que viven según el Espíritu sienten las cosas del Espíritu. Porque la tendencia de la carne es la muerte; mientras que la tendencia del Espíritu, la vida y la paz. Puesto que la tendencia de la carne es enemiga de Dios, ya que no se somete -y ni siquiera puede- a la Ley de Dios. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios.
Rom 8,5-8

No es poca cosa que entendamos la enorme diferencia entre vivir en la carne o vivir en el Espíritu:

Así pues, hermanos, no somos deudores de la carne de modo que vivamos según la carne. Porque si vivís según la carne, moriréis; pero, si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.
Rom 8,12-14

Bien sabe el Señor que aunque hayamos recibido el don de la vida eterna, todavía somos débiles y pecamos. Es por ello que nos concede el regalo del perdón en Cristo:

Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia.
1 Jn 1,9

Y

Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo.
1 ª Jn 2,1

El sabernos objeto de la misericordia de Dios cada vez que pequemos y acudamos a él en busca del perdón, no puede ser excusa para pecar. Bien dicen San Pablo:

Entonces, ¿qué? ¿Pecaremos, puesto que no estamos bajo ley, sino bajo gracia? ¡En absoluto!
Rom 6,16

Es vital que entendamos que Dios no sólo nos perdona nuestros pecados, sino que nos libera de ellos. Y nos libera de verdad, no solo de forma “forense” o “judicial". Su gracia acude en nuestro auxilio siempre. Este versículo debemos meditarlo, saborearlo, disfrutarlo e implorar al Señor que lo grabe a fuego en nuestros corazones:

No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea de medida humana. Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis también el modo de poder soportarla.
1 Cor 10,13

Fijaos bien, hermanos, en que no se nos dice que podemos por nuestras fuerzas resistir al pecado, sino que Dios mismo es quien nos da la capacidad de hacerlo. Por tanto, si Dios nos ayuda a vencer al pecado y cuando a pesar de su ayuda pecamos, nos perdona y nos vuelve a Él para que recibamos su gracia para no seguir esclavos de nuestros pecados, ¿cómo no irrumpir en un canto de alabanza y gratitud hacia nuestro Salvador?

Si Cristo no nos liberara del pecado, seríamos unos pobres miserables. Pero si nos concede esa libertad y nosotros la despreciamos o la dejamos de lado, ¿cómo cabe calificarnos? Y aun así, todavía tenemos muchas áreas de nuestras vidas en las que no dejamos que la soberanía de Cristo sea total. Menos mal que Dios es muy paciente con nosotros. Su misericordia nos guarda mientras vamos creciendo en santidad:

El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión.
2 ª Ped 3,9

Misericordia, gracia, perdón, conversión, justificación, santificación, caridad, vida eterna. Esos son los regalos que recibimos en Cristo. Esos son los dones que recibimos por el Espíritu Santo, que habita en nosotros para transformarnos a imagen y semejanza del Verbo de Dios. No estamos solos en la lucha con el pecado. El Espíritu Santo lucha a nuestro lado, hombro con hombro. No nos pertenecemos. Somos suyos:

¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo! 
1 Cor 6,19-20

No nos angustiemos cuando vemos que caemos vez tras vez en determinados pecados. Más bien imploremos del Señor la gracia para dejarlos atrás. Y mientras alcanzamos esa gracia, roguemos su perdón. Pero al mismo tiempo, no despreciemos la gravedad de dichos pecados. Si en verdad amamos a Dios, ¿cómo considerar de poca importancia todo aquello que no nos permite tener una mayor comunión con Él?

Por gracia somos salvos. Pero no una gracia incapaz de transformarnos, sino la gracia que obra de manera que podamos decir con San Pablo “no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Sin Cristo, nada podemos hacer: “…porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Pero en Cristo lo podemos hacer todo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). Por tanto, “andemos en una vida nueva” (Rom 6,4). Amén.

Luis Fernando Pérez Bustamante