"Vengo de oír al propio San Pablo comentándose a sí mismo"
En breve empieza el Año de la Fe. Y antes tendremos la declaración solemne de San Juan de Ávila como doctor de la Iglesia. Será en Roma el próximo 7 de octubre. Patrono del clero español, la vida de San Juan es digna de ser estudiada para sacar de ella el agua viva que emana de la gracia que el Señor derramó sobre su vida.
Considerado como apóstol de Andalucía, San Juan es ejemplo de como un alma entregada a Dios puede trasformar un pueblo entero por medio de la predicación del evangelio y la formación de predicadores. Leemos esto de su biografía:
En 1535 marcha Juan de Ávila a Córdoba, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo. Allí conoce a Fr. Luis de Granada, con quien entabla relaciones espirituales profundas. Organiza predicaciones por los pueblos (sobre todo por la Sierra de Córdoba), consigue grandes conversiones de personas muy elevadas, entabla buenas relaciones con el nuevo obispo de Córdoba, D. Cristobal de Rojas, que quien dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo.
La labor realizada en Córdoba fue muy intensa. Prestó mucha atención al clero, creando centros de estudios, como el Colegio de San Pelagio (en la actualidad el Seminario Diocesano), el Colegio de la Asunción (donde no se podía dar título de maestro sin haberse ejercitado antes en la predicación y el catecismo por los pueblos). Explica las cartas de san Pablo a clero y fieles. Un padre dominico, que primero se había opuesto a la predicación de san Juan, después de escuchar sus lecciones, dijo: “vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo".
Espiritualmente hablando, no creo que la situación de Andalucía y el resto de España en tiempos de San Juan fuera peor que la actual. Lo que no ha cambiado es la receta para solucionar la relajación y apostasía en la que ha caído buena parte de los bautizados. Esa receta es hoy la misma que en el siglo I: la predicación clara y directa del evangelio.
El evangelio es buenas nuevas. Se ofrece la salvación a quienes están perdidos, a quienes se han alejado de Dios, aunque muchos no sean conscientes de dicho alejamiento o, lo que es peor, les da lo mismo. Uno de los primeros frutos de una prédica ungida por el Espíritu es precisamente la de concienciar al pecador de su condición pecaminosa. No en vano Cristo dijo que la labor del Espíritu Santo era convencer “al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Jn 16,8).
Hoy suena con fuerza la palabra del Señor al profeta Isaías: “Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” (Is 6,8). Necesitamos a santos que respondan: “Heme aquí, envíame a mí” (idem). De poco valen los planes si no surgen vidas dispuestas a quemarse por Cristo para llevar la salvación a nuestras naciones.
No hay evangelización que no empiece predicando la necesidad de la conversión y arrepentimiento: “Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt 4,17). No basta con señalar el pecado. Es necesario poner la gracia de Dios en medio de la predicación pues solo Él puede transformar los corazones.
La predicación no va solo dirigida a quienes han sacado al Señor de sus vidas o nunca lo han conocido. Los que somos de Cristo todavía no somos de Él de la manera en que Él quiere que seamos. La conversión es un proceso que no finaliza hasta que estemos frente a Dios cara a cara. El llamamiento a la santidad es para todos ya que, como dice la Escritura, sin ella “nadie verá al Señor” (Heb 12,14).
La Iglesia puede y debe dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Puede y debe visitar a los enfermos, atender a las viudas y huérfanos y visitar a los presos. Pero la verdadera pobreza está en el alma de quien vive lejos de Dios. La primera misión de la Iglesia es hacer discípulos entre todas las naciones.
Pidamos a Dios que envíe nuevos apóstoles que, como San Juan de Ávila, sean lenguas de fuego que provoquen un verdadero incendio espiritual en nuestro país. Hombres que, como el P. Rivera, sean semilla que da como fruto vocaciones sacerdotales orientadas hacia la fidelidad a Cristo. Que sean fuentes de agua viva de la que los fieles podamos beber para convertirnos en fuentes para otros.
Es tanto lo que queda por hacer y tan pocos los preparados para hacerlo, que podemos caer en un pesimismo no deseado por Dios. Bastó una pequeña manada de fieles para evangelizar el mundo entero. Como dice el evangelio, un poco de levadura leuda toda la masa. Si la levadura es buena, España -y el resto de naciones occidentales- volverá a sus raíces. Al menos tendrá la oportunidad de hacerlo.
Luis Fernando Pérez Bustamante