(683) 10-V. –San Juan de Ávila
–¿Ya nos costó canonizar al Beato Juan de Ávila, eh?
–Es que era del clero diocesano, y ya es sabido que las Diócesis no tienen muchas veces la capacidad conveniente para conseguir la beatificación y canonización de aquellos miembros de su clero que han dado signos claros de santidad. Una capacidad que sí suelen tener la congregaciones religiosas y las sociedades laicales.
En la España del siglo XVI, que tenía unos 8 millones de habitantes, una treintena de cristianos, nacidos o muertos en ese siglo, obtuvieron la beatificación o la canonización más o menos pronto. En ese tiempo, el maestro Juan de Ávila (1500-1569) fue amigo, modelo o consejero de grandes santos contemporáneos suyos, como San Juan de Dios, San Francisco de Borja, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa, San Juan de Ribera, San Pedro de Alcántara, etc. Pero él, el Maestro de Ávila, eternamente venerable, fue beatificado en 1894, canonizado en 1970, Patrono del clero secular español, y declarado Doctor de la Iglesia en 2012. Así es la cosa.
De la «treintena» aludida de cristianos muertos o nacidos en la España del XVI, son 21 los santos canonizados, y más de 8 los beatos. Pueden verse citados en mi libro Hechos de los apóstoles de América (I parte, cp. 4).
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La reforma de la Iglesia es en el Renacimiento un clamor general, que viene ya de los últimos siglos medievales. Reforma Ecclesiæ in capite et in membris: es necesaria una reforma que afecte a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo, desde el Papa y la Curia romana, hasta los Obispos y sacerdotes, los religiosos y los laicos. Y ese clamor se acrecienta a comienzos del XVI, como puede verse, por ejemplo, en el tratado del teólogo parisiense Juan Gerson (1363-1429), De signis ruinæ Ecclesiæ, publicado en París en 1521 (Sermo de tribulationibus ex defectuoso ecclesiasticorum regimine adhuc ecclesiæ proventuris et de signis earumdem; Acerca de las tribulaciones que todavía más han de sobrevenir por las deficiencias del régimen eclesiástico, y acerca de sus signos).
Por esos años se vive el declive de los finales de la Edad Media, la plenitud ambigua del Renacimiento, el estallido del luteranismo y la ruptura definitiva de la Cristiandad europea, el paso del teocentrismo al antropocentrismo, el descubrimiento del Nuevo Mundo, los numerosos avances científicos y geográficos, la entrada en la Edad Moderna… Es un tiempo de gran intensidad en su transcendencia histórica. Y en la vida de la Iglesia es un tiempo «recio», al decir de Santa Teresa.
La reforma de la Iglesia se había adelantado ya considerablemente en España en el siglo XV, y especialmente se había acrecentado en el tiempo de la santa reina Isabel de Castilla (1451-1504). Gracias en buena parte a ella, a su esposo, el rey Fernando, y a los colaboradores y continuadores de su obra, Hernando de Talavera (1428-1507), Jiménez de Cisneros (1436-1517), Nebrija (1444-1522) y tantos más, afronta España la gran crisis inicial del siglo XVI en una situación que puede considerarse privilegiada.
Numerosas órdenes religiosas se han reformado ya en el siglo XV, las Universidades católicas, Salamanca, Alcalá, bajo la guía de hombres como Cisneros y Nebrija, reúnen a los biblistas, filósofos y teólogos más prestigiosos de la Iglesia. Se ha cuidado con más acierto el nombramiento de los obispos. También en literatura y teatro, poesía y pintura, España está viviendo su Siglo de Oro. Todo ello hace entrar a España en ese difícil siglo XVI como un pueblo profundamente católico. Este florecimiento espiritual hispano tendrá sus mayores efectos en la gran reforma del Concilio de Trento y en la evangelización de América y del Oriente lejano.
La reforma de los religiosos del siglo XV no se había producido en forma equivalente en el clero, en los Obispos y sacerdotes. Pero se hace fuerte ya a comienzos del siglo XVI, animada fuera de España por grandes santos, como San Cayetano de Thiene (1480-1547) y San Carlos Borromeo (1538-1584), y en España por la potente afirmación de la vida sacerdotal dada por San Juan de Ávila (1500-1569), Santo Tomás de Villanueva (1486-1555), San Ignacio de Loyola (1491-1556), Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606) y otros.
San Juan de Ávila nace en Almodávar del Campo (1500), Ciudad Real, estudia en Salamanca y Alcalá, y llega a ser maestro en teología. Ordenado sacerdote, desarrolla su ministerio en Sevilla, Córdoba, Granada y otros lugares del sur de España. Interviene en la conversión de San Juan de Dios y de San Francisco de Borja. Retirado en Montilla, Córdoba, murió en 1569, poco después de concluido el Concilio de Trento. Es patrono del clero secular de España.
De su abundante producción escrita –Audi, filia, numerosos Sermones y Pláticas, Conferencias a sacerdotes, su amplio Epistolario– recordaré aquí especialmente sus Memoriales dirigidos al Concilio de Trento, pues habiendo llegado éstos a Roma a través de su amigo el Arzobispo de Granada, don Pedro Guerrero, compañero de estudios en Alcalá, y también apoyados por otro amigo, San Francisco de Borja, y en general por los jesuitas, tuvieron un considerable influjo en el Concilio.
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Obispos y sacerdotes malos
La idea central de los Tratados de reforma compuestos por el Maestro Ávila es que reformados los sacerdotes, se enmendarán también los fieles. El Memorial primero al concilio de Trento (1551), sobre «la reformación del estado eclesiástico», y sobre «lo que se debe avisar a los Obispos», y el Memorial segundo (1561), acerca de las «causas y remedios de las herejías», nos muestran en cada página que al Maestro Ávila «le duele la Iglesia», afectada por muchos males internos, y desgarrada por la herejía y el cisma de Lutero (1517)- Conoce perfectamente los males y sus causas, así como también los caminos que, con la gracia de Dios, llevan ciertamente a una sanación del clero, y en consecuencia segura de toda la Iglesia. Obispos y sacerdotes de aquella época tan recia no estaban a la altura de la situación. El clero era numerosísimo, pero no pocas veces sin vocación, sin formación y sin virtudes para servir dignamente su ministerio sagrado.
«Lo que ha echado a perder toda la clerecía ha sido entrar en ella gente profana, sin conocimiento de la alteza del estado que toma… Ordénese la vida eclesiástica como no la puedan llevar sino los virtuosos o los que trabajan de serlo, y de esta manera habrá pocos clérigos, porque son pocos los virtuosos… (Mem. I,6). «Acerca de la vida de dignidades, canónigos y racioneros, cosa conocida es a todos que el escándalo común de la Iglesia son ellos; pues, por la mayor parte, ni predican, ni leen, ni confiesan, ni aun dicen misa casi en todo el año; y muchos viven con deshonestísima compañía, sin que nadie sea parte para podérsela quitar. Y son algunos tan desvergonzados, que en trajes profanos y aderezos de sus personas compiten con los más profanos del mundo. Y aun cantar en un coro, siendo tan fácil, no lo saben o no lo quieren hacer» (ib.20).
Los malos pastores no supieron luchar contra la degradación de las costumbres, ni contra la herejía arrolladora, y abandonaron al pueblo indefenso a los falsos profetas. De este modo, una parte del pueblo cristiano fue perdiendo la fe y la práctica de la vida religiosa.
Los sacerdotes, potenciados por el Orden sagrado, son quienes han de enseñar y santificar al pueblo cristiano, dirigiéndolo por los caminos del Evangelio
«Ordenanza es de Dios que el pueblo esté colgado, en lo que toca a su daño o provecho, de la diligencia y cuidado del estado eclesiástico. Y así, qualis rector civitatis, tales habitantes in ea». El Señor declara al profeta Ezequiel su gran queja, que la causa de la perdición de su pueblo fue la negligencia de los que eran pastores. Juntose con la negligencia de los pastores, el engaño de falsos profetas» (Mem. II, 9).
Y es que «así como, por la bondad divinal, nunca en la Iglesia han faltado prelados que, con mérito propio y mucho provecho de las ovejas, hayan ejercitado su oficio, así también, permitiéndolo su justicia por nuestros pecados, ha habido, y en mayor número, pastores negligentes, y hase seguido la perdición de las ovejas… Mas ¿por qué se les pide a estos pastores lo que no tienen? ¿Cómo ejercitarán oficios de médicos, pues nunca aprendieron el arte?» (10).
San Juan de Ávila dedica gran parte de sus escritos a mostrar cómo debe ser la formación doctrinal y espiritual de los sacerdotes, y pone tanto empeño en la fundación de Colegios –él fundó quince, y la Universidad de Úbeda– como lo puso San Ignacio de Loyola, ya en las Constituciones de los Colegios de la Compañía.
«Quedaron flacos para ejercitar la guerra espiritual, quedaron también estériles para engendrar y criar para Dios hijos espirituales… No se quisieron poner a ser capitanes en la guerra de Dios y atalayas» (11). «Si hubierais adoctrinado bien a la Iglesia, ¿cómo tanta gente de ella y tan presto dió consigo en el suelo? Si la hubierais tenido esforzada y armada, ¿cómo siquiera no peleó?» (16)… «Se ha engañado y ha enseñado falsa doctrina acerca de cosas importantísimas a la fe cristiana, así como si hay libre albedrío; que el papa sea cabeza de toda la cristiandad o no; que en el santísimo sacramento del altar adoramos a Cristo o a un poco de pan», etc. (18).
«La Iglesia cristiana, para ser la que debe, no ha de ser congregación de gente relajada ni tibia, sino que, pues siempre está combatida de unos enemigos y esperando el combate de otros, ha de estar siempre aparejada y armada… No nos maravillemos, pues, que tanta gente haya perdido la fe en nuestros tiempos, pues que, faltando diligentes pastores y legítimos ministros de Dios que apacentasen el pueblo con tal doctrina que fuese luz… y fuese mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para pelear, y en fin, que lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor divinal, aun hasta poner la vida por la confesión de la fe y obediencia de la ley de Dios», han entrado tantos males, y «sí muchos se han pasado a los reales del perverso Lutero, haciendo desde allí guerra descubierta al pueblo de Dios para engañarlo acerca de la fe» (17).
«Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas, ahora sesenta o cincuenta años [hacia 1517], que diesen voces y avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo… para que se apercibiesen con penitencia y enmienda, y evitasen tan grandísimo mal» (34).
¿Cómo pudieron entrar en el pueblo cristiano tantos errores y males si no es porque muchos falsos profetas fueron tolerados por pastores negligentes? ¿Cómo no se dio la alarma a su tiempo para prevenir tan grandes pérdidas? En realidad, ya hubo quienes en su momento dieron voces de alarma –San Juan de Ávila cita al prestigioso maestro Gerson–; pero no fueron escuchados.
Exhortaciones al Papa
El celo por la santidad de la Iglesia y de sus sacerdotes ha de estar vivo en todos los fieles. Pero «entre todos los que esto deben sentir, es el primero y más principal el supremo pastor de la Iglesia. Pues lo es en el poder, razón es que, como principal atalaya de toda la Iglesia, dé más altas voces para despertar al pueblo cristiano, avisándoles del peligro que tienen presente y del que es razón temer que les pueda venir» (Mem. II,41). Pero si lo hace, ya puede prepararse a sufrir la cruz:
«Hondas están nuestras llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden curar con cualesquiera remedios. Y si se nos ha de dar lo que nuestro mal pide, muy a costa ha de ser de los médicos que nos han de curar. Y como el papa sea el mayor de ellos, hanle de caber a él los mayores trabajos, porque de muerte de cruz o de mortificación de ellos no puede escapar»… Pero «¿quién habrá que no siga al vicario de Cristo viendo que él sigue a Cristo?… Callarán entonces los ladridos de los herejes, que toman por ocasión de serlo los malos ejemplos que dicen haber habido en la Silla Apostólica; y con el buen olor que ahora de ella saliere, se quitará el malo que en los tiempos pasados se ha dado» (41).
«Tenga en cuenta que de aquí adelante no será elegido a dignidad obispal persona que no sea suficiente para ser capitán del ejército de Dios, meneando la espada de su palabra contra los errores y contra los vicios, y que pueda engendrar hijos espirituales a Dios… Mírese que la guerra que está movida contra la Iglesia está recia y muy trabada y muchos de los nuestros han sido vencidos en ella» (42)… «En tiempo de tanta flaqueza como ha mostrado el pueblo cristiano, echen mano a las armas sus capitanes, que son los prelados, y esfuercen al pueblo con su propia voz, y animen con su propio ejemplo, y autoricen la palabra y los caminos de Dios, pues por falta de esto ha venido el mal que ha venido» (43). Pero sin unos buenos Colegios –Seminarios– no habrá modo de salir de esos males:
«Déseles regla e instrucción de lo que deben saber y hacer, pues, por nuestros pecados, todo está ciego y sin lumbre; y adviértase que para haber personas cuales conviene, así de obispos como de los que les han de ayudar, se ha de tomar el agua de lejos, y se han de criar desde el principio con tal educación, que se pueda esperar otros eclesiásticos que los que en tiempos pasados ha habido… Y de otra manera será lo que ha sido» (43). A San Juan de Ávila se debe en buena parte la decisión tridentina de establecer Seminarios, que formaran debidamente a los aspirantes al sacerdocio.
¡Fuego!
¡Fuego, fuego!… Uno de los peores males de la Iglesia hoy es que aquellos clamores de reforma tan frecuentes en los siglos medievales y en el renacimiento hoy apenas existen, incluso entre los mejores. A nadie hoy, de entre los buenos, se le ocurre escribir De signis ruinæ Ecclesiæ. Habrá, pues, que traer el fuego reformista desde aquellas épocas, pues aquí está tan apagado:
«Fuego se ha encendido en la ciudad de Dios, quemado ha muchas cosas, y el fuego pasa adelante, con peligro de otras. Mucha prisa, cuidado y diligencia es menester para atajarlo» (Mem. II, 51). Santa Teresa: «Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a setenciar a Cristo y quieren poner su Iglesia por el suelo» (Camino Perfec. 1,5).
Y nosotros ahora, mientras tanto, ahí andamos
Mostramos un ingenio creativo difícilmente superable para organizar reuniones, encuentros, congresos, centenarios, días, años, grupos, revistas, redes sociales, y para establecer delegaciones, institutos, vicariatos, comisiones, secretariados, centros, cursos, cursillos, estadísticas, retiros, etc.
Eso sí, no conseguimos dar vida a los Seminarios sacerdotales y a los Noviciados religiosos. La devaluación del sacramento del Orden es tan grande, que apenas hay vocaciones sacerdotales. Y del mismo modo, la devaluación de la vida religiosa, consagrada en los consejos evangélicos, va cerrando conventos uno tras otro y manteniendo las nuevas vocaciones religiosas en números mínimos. Algunos, «partiendo de la realidad», o si se quiere, «leyendo los signos de los tiempos», llegan con optimismo a la conclusion enorme:
“¡Es la hora de los laicos!”, dicen algunos
Pero pensar que la desaparición de los sacerdotes y de los religiosos pueda traer consigo una promoción espiritual nueva de los cristianos laicos implica una gran ceguera en la fe. Por supuesto, la Providencia divina puede, en su infinita misericordia y caridad, suscitar laicos heroicos que añadan a la familia. al trabajo y a sus deberes sociales, como fermentos en la masa, las labores pastorales necesarias para suplir en lo posible la escasez, a veces total, de sacerdotes y de religiosos. Lo vimos, por ejemplo, en el pueblo cristiano del Japón, que se mantuvo en la fe durante siglos sin sacerdotes, sin eucaristía, sin penitencia sacramental.
Pero en general no es ésa la previsión verdadera y prudente, pues no asume la enseñanza y profecía del Señor: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31; +Zac 13,7). Nuestro Señor Jesucristo quiso y fundó la Iglesia como un rebaño congregado, enseñado, santificado y dirigido por pastores sacerdotales, sacramentalmente potenciados para tan altos ministerios.
La Iglesia, para mantenerse viva, necesita sacerdotes, laicos y religiosos. El Concilio Vaticano II expresa muy bien esa gran verdad. Y no puede subsistir la Iglesia si permanece largamente sin sacerdotes, sin Eucaristía, sin el sacramento de la penitencia. El caso citado del Japón es una «excepción muy excepcional» en la historia de la Iglesia. Pero la ausencia de sacerdotes en el Japón fue debida a una persecución de las Autoridades japonesas, no a la falta de fe en el sacramento del Orden, que hoy es la causa principal de esa carencia, tal como se va dando en tantas Iglesias locales.
Son Iglesias locales descristianizadas, que asimilan el inmenso error de Lutero o al menos su espíritu. «La Iglesia de Cristo no conoce este sacramento [del orden]; es un invento de la iglesia del papa… El sacramento del orden fue –y es– la máquina más hermosa para justificar todas las monstruosidades que se hicieron hasta ahora y se siguen perpetrando en la iglesia… Es verdadera, única, mera y totalmente una ficción inventada por personas que no tienen ni idea de lo que a la Iglesia respecta» (La cautividad babilónica de la Iglesia, en Lutero, obras: Sígueme, Salamanca 2016, pgs. 142-146)
San Juan de Ávila, ruega por nosotros.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.-De estos temas he tratado más ampliamente en Causas de la escasez de vocaciones (Gratis Date, Pamplona 1997, 56 pgs.). Y en mi blog Reforma o apostasía, de InfoCatólica.org, artículos 213-215 y 638-642.
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