(615) Evangelización de América, 98. La Cristiada (2)- Alzamiento. ¡Viva Cristo Rey!

Cristeros adorando a Cristo 

–Impresionante historia.

–Heroismo y martirio de un pueblo cristiano, que ama a Cristo, su Salvador y Rey.

 

Alzamiento de los cristeros (agosto 1926)

El Episcopado mexicano cesó el culto público el 31 de julio de 1926, como ya vimos. Y a mediados de agosto, con ocasión del asesinato del cura de Chalchihuites y de tres seglares católicos con él, se alza en Zacatecas el primer foco de movimiento armado. Pronto en Jalisco, en Huejuquilla, donde el 29 de agosto el pueblo alzado da el grito de la fidelidad: ¡Viva Cristo Rey!… Entre agosto y diciembre de 1926 se produjeron 64 levantamientos armados, espontáneos, aislados, la mayor parte en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Michoacán y Zacatecas.

Aquellos, a quienes el Gobierno por burla llamaba «cristeros», no tenían armas a los comienzos, como no fuese un machete, o en el mejor caso una escopeta. Pero pronto las fueron consiguiendo de los soldados federales, los juanes callistas, en las guerrillas y ataques por sorpresa. Pero siempre fue problema para los cristeros el aprovisionamiento de municiones, ya que en realidad, «no tenían otra fuente de municiones que el ejército, al cual se las tomaban o se las compraban» (Meyer I,210)…

En Arandas, un pueblo de Los Altos, según refiere J. J. Hernández, acudían de todos los ranchos nuevos contingentes, «algunos armándose hasta con rosaderas [machetes curvos], hachas, y por los ranchos donde sabían que había armas iban a pedirlas… Esta gente de verla daba lástima, unos a más de traer malas armas, traían unas garras de huaraches [sandalias], sus sombreros desgarrados, mochos, su vestido todos remendados, otros iban en pelo de sus caballos, algunos no traían ni freno, otros nomás a pie» (+Meyer I,133).

Al frente del movimiento, para darle unidad de plan y de acción, se puso la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en marzo de 1925 con el fin que su nombre expresa, y que se había extendido en poco tiempo por toda la república.

El alzamiento viene expresado así en la carta de un cristero campesino, como lo eran casi todos, Francisco Campos, de Santiago Bayacora, en Durango:

«El 31 de julio de 1926, unos hombres hicieron por que Dios nuestro Señor se ausentara de sus templos, de sus altares, de los hogares de los católicos, pero otros hombres hicieron por que volviera otra vez; esos hombres no vieron que el gobierno tenía muchísimos soldados, muchísimo armamento, muchísimo dinero pa’hacerles la guerra; eso no vieron ellos, lo que vieron fue defender a su Dios, a su Religión, a su Madre que es la Santa Iglesia; eso es lo que vieron ellos. A esos hombres no les importó dejar sus casas, sus padres, sus hijos, sus esposas y lo que tenían; se fueron a los campos de batalla a buscar a Dios nuestro Señor. Los arroyos, las montañas, los montes, las colinas, son testigos de que aquellos hombres le hablaron a Dios Nuestro Señor con el Santo Nombre de VIVA CRISTO REY, VIVA LA SANTISIMA VIRGEN DE GUADALUPE, VIVA MÉXICO. Los mismos lugares son testigos de que aquellos hombres regaron el suelo con su sangre y, no contentos con eso, dieron sus mismas vidas por que Dios Nuestro Señor volviera otra vez. Y viendo Dios nuestro Señor que aquellos hombres de veras lo buscaban, se dignó venir otra vez a sus templos, a sus altares, a los hogares de los católicos, como lo estamos viendo ahorita, y encargó a los jóvenes de ahora que si en lo futuro se llega a ofrecer otra vez que no olviden el ejemplo que nos dejaron nuestros antepasados» (Meyer I,93).

 

–Aprobaciones eclesiales de la lucha armada

Antes de hacer la crónica de esta guerra martirial, hemos de detenernos a analizar con cuidado, pues la cuestión es muy grave, la actitud de la jerarquía eclesial contemporánea hacia los cristeros. Prestemos atención a las fechas.

18 octubre 1926. –En Roma Pío XI recibe una Comisión de Obispos mexicanos, que le informa de la situación de persecución y de resistencia armada. Pocos días después, habiéndose planteado al cardenal Gasparri la cuestión de si los prelados podían disponer de los bienes de la Iglesia para la defensa armada, contesta que «él, el secretario de Estado de Su Santidad, si fuera Obispo mexicano, vendería sus alhajas para el caso» (Ríus 138).

18 noviembre 1926. –Un mes más tarde publica el papa Pío XI su encíclica Iniquis afflictisque, en la que denuncia los atropellos sufridos por la Iglesia en México:

«Ya casi no queda libertad ninguna a la Iglesia [en México], y el ejercicio del ministerio sagrado se ve de tal manera impedido que se castiga, como si fuera un delito capital, con penas severísimas». El Papa alaba con entusiasmo la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, extendida «por toda la República, donde sus socios trabajan concorde y asiduamente, con el fin de ordenar e instruir a todos los católicos, para oponer a los adversarios un frente único y solidísimo». Y se conmueve el Papa ante el heroísmo de los católicos mexicanos: «Algunos de estos adolescentes, de estos jóvenes –cómo contener las lágrimas al pensarlo– se han lanzado a la muerte, con el rosario en la mano, al grito de ¡Viva Cristo Rey! Inenarrable espectáculo que se ofrece al mundo, a los ángeles y a los hombres».

30 noviembre 1926. –Los dirigentes de la Liga Nacional, antes de asumir a fondo la dirección del movimiento cristero, quisieron asegurarse del apoyo del Episcopado, y para ello dirigieron a los Obispos un Memorial en el que solicitaban:

«1) Una acción negativa, que consista en no condenar el movimiento. 2) Una acción positiva que consista en: a.-Sostener la unidad de acción, por la conformidad de un mismo plan y un mismo caudillo. b.-Formar la conciencia colectiva, en el sentido de que se trata de una acción lícita, laudable, meritoria, de legítima defensa armada. c.-Habilitar canónicamente vicarios castrenses. d.-Urgir y patrocinar una cuestación desarrollada enérgicamente cerca de los ricos católicos, para que suministren fondos que se destinen a la lucha, y que, siquiera una vez en la vida, comprendan la obligación en que están de contribuir».

El 30 de noviembre los jefes de la Liga son recibidos por Mons. Ruiz y Flores y por Mons. Díaz y Barreto. El primero les comunica jovialmente que, «como de costumbre, se salieron con la suya»; que estudiadas las propuestas por los Obispos reunidos en la Comisión, «los diversos puntos del Memorial habían sido aprobados por unanimidad», menos los dos últimos, el de los vicarios castrenses y el de los ricos, no convenientes o irrealizables.

15 enero 1927. –El Comité Episcopal, respondiendo a unas declaraciones incriminatorias del Jefe del Estado Mayor callista, afirma que el Episcopado es ajeno al alzamiento armado; pero declara al mismo tiempo «que hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos». Y hace recuerdo de todos los medios pacíficos puestos por los Obispos y por el pueblo, y despreciados por el Gobierno.

«Fue así como los prelados de la jerarquía católica dieron su plena aprobación a los católicos mejicanos para que ejercitaran su derecho a la defensa armada, que la Santa Sede pronosticó que llegaría, como único camino que les quedaba para no tener que sujetarse a la tiranía antirreligiosa» (Ríus 135).

16 enero 1927. –A comienzos de 1927, sin embargo, llegan a Roma noticias de prensa, en las que se comunica que Monseñor Pascual Díaz y Barreto, jesuita, obispo de Tabasco, que había sido desterrado de México, en diversas declaraciones hechas en el exilio se muestra reservado sobre los cristeros: «Como Obispo y como ciudadano reprueba Díaz la Revolución, cualquiera sea su causa» (Lpz. Beltrán 108).

Inmediatamente, el 16 de enero, la Comisión de Obispos mexicanos envía una dura carta a Mons. Díaz y Barreto, entonces residente en Nueva York, lamentando con profunda tristeza sus declaraciones públicas hechas «en contra de los generosos defensores de la libertad religiosa y algunas favorables al perseguidor, Calles».

Los combatientes «dan la sangre y la vida por cumplir un santo deber, el de conquistar la libertad de la Iglesia». Ante el abuso gravemente injusto del poder, «existe el derecho de resistir y de defenderse, ya que habiendo resultado vanos todos los medios pacíficos que se han puesto en práctica, es justo y debido recurrir a la resistencia y a la defensa armada». Le recuerdan también los Obispos que éste «es el sentir de la mayoría de nuestros Hermanos [Obispos] de México», y también el de «los Padres de la Compañía, no sólo en México, sino en Europa y especialmente aquí en Roma». A propósito le citan las declaraciones hechas unos días antes (3-2-1927) por el famoso moralista de la Gregoriana padre Vermeersch, jesuita: «Hacen muy mal aquellos que, creyendo defender la doctrina cristiana, desaprueban los movimientos armados de los católicos mexicanos. Para la defensa de la moral cristiana no es necesario acudir a falsas doctrinas pacifistas. Los católicos mexicanos están usando un derecho y cumpliendo un deber». Poco después llega un cablegrama con la retractación de Mons. Díaz y Barreto: «Autorizo honorable Comisión negar aquello que se asegura dicho por mí, contrario lo determinado todos nosotros, aprobado, Bendito Santa Sede. Autorizo honorable Comisión publicar este cable, si conveniente» (Lpz. Beltrán 109-110).

22 febrero 1927. –En Roma, el presidente de la Comisión de Obispos mexicanos declara a la prensa: «¿Hacen bien o mal los católicos recurriendo a las armas? Hasta ahora no habíamos querido hablar, por no precipitar los acontecimientos. Mas una vez que Calles mismo empuja a los ciudadanos a la defensa armada, debemos decir: que los católicos de México, como todo ser humano, gozan en toda su amplitud del derecho natural e inalienable de legítima defensa» (107).

17 mayo 1927. –Unos años antes de los sucesos que nos ocupan, en 1914, San Pío X, a petición de los Obispos mexicanos, había autorizado, como «un proyecto para Nos indeciblemente grato», consagrar a Cristo Rey la república de México, y poner corona real en las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, colocando también cetro en su mano, para significar así su realeza.

La consagración de México a Cristo Rey, cosa al parecer imposible –a semejanza de la realizada por García Moreno en el Ecuador en 1873–, pudo sin embargo realizarse, aprovechando la venia del general Victoriano Huerta, presidente (1913-14), indio puro de Jalisco, que, por rara circunstancia, era católico y no masón, sino por el contrario odiado y calumniado por las logias. Fue entonces, el 6 de enero de 1914, durante el solemnísimo acto realizado en la Catedral, en presencia de todas las primeras autoridades religiosas y civiles de la nación, cuando por primera vez en México el pueblo cristiano alzó el grito de ¡Viva Cristo Rey!

Pues bien, a los comienzos de la Cristiada, el 17 de mayo de 1927 se da traslado a los Obispos mexicanos de algunas respuestas y licencias llegadas de Roma. Y en el documento se lee: «Otro rescripto que hemos recibido concede a los que están en México, indulgencia plenaria in articulo mortis, si confesados y comulgados, o por lo menos contritos, pronuncien con los labios, o cuando menos con el corazón, la jaculatoria ¡Viva Cristo Rey!, aceptando la muerte como enviada por el Señor en castigo de nuestras culpas». Jean Meyer niega la existencia de este insólito documento (II,344-345), pero posteriormente López Beltrán ha reproducido su fotografía en la obra ya citada (73).

2 octubre 1927. -El cardenal Gasparri, secretario de Estado en tiempo del papa Pío XI (1922-39), en unas declaraciones al The New York Times (2-10-1927), cuenta los horrores de la persecución sufrida en México por la Iglesia, y denuncia el silencio de las naciones, al «tolerar tan salvaje persecución en pleno siglo XX».

 

–Reservas sobre el movimiento armado

A medida que pasaban los meses, las reticencias de la Iglesia para apoyar a los cristeros iban creciendo, también en Roma. Recordemos que la doctrina tradicional de la Iglesia reconoce la licitud de la rebelión armada contra las autoridades civiles con ciertas condiciones: 1, causa muy grave; 2. agotamiento de los medios pacíficos; 3. que la violencia empleada no produzca mayores males que los que pretende remediar; 4. que haya probabilidad de éxito (+Pío XI, Firmissimam constantiam 1937: Dz 3775-76).

Pues bien, la persecución de Calles daba claramente las dos primeras condiciones. Pero algunos Obispos tenían dudas sobre si se daba la tercera, pues pasaba largo tiempo en que el pueblo se veía sin sacramentos ni sacerdotes, y la guerra producía más y más muertes y violencias. Y aún eran más numerosos los que creían muy improbable la victoria de los cristeros. No faltaron incluso algunos pocos Obispos que llegaron a amenazar con la excomunión a quienes se fueran con los cristeros o los ayudaran.

Aprobaron la rebelión armada los Obispos Manríquez y Zárate, González y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río, y estuvieron muy cerca de los cristeros el Obispo de Colima, Velasco, y el arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quienes, con grave riesgo, permanecieron ocultos en sus diócesis, asistiendo a su pueblo.

La reprobaron en mayor o menor medida otros tantos, entre los cuales Ruiz y Flores y Pascual Díaz, que siempre vió la Cristiada como «un sacrificio estéril», condenado al fracaso. Y los más permanecieron indecisos.

Pues bien, siendo discutibles las condiciones tercera y cuarta, ha de evitarse todo juicio histórico cruel, que reparta entre aquellos Obispos los calificativos de fieles o infieles, valientes o cobardes. En todo caso, es evidente que la falta de un apoyo más claro de sus Obispos fue siempre para los cristeros el mayor sufrimiento

18 enero 1928. –Por fin, a mediados de diciembre de 1927 el arzobispo Pietro Fumasoni Biondi, Delegado Apostólico en los Estados Unidos, y encargado de negocios de la Delegación Apostólica en México, transmite a Mons. Díaz y Barreto, Secretario del Comité Episcopal, a quien el mismo Mons. Fumasoni había nombrado Intermediario Oficial entre él y los Obispos mexicanos, la disposición del Papa, según la cual «deben los Obispos no sólo abstenerse de apoyar la acción armada, sino también deben permanecer fuera y sobre todo partido político». Norma que Mons. Díaz comunicó a todos los prelados (18-1-1928) (Meyer I,18; Lpz. Beltrán 111, 150-52)…

 

Se echaron al monte «para buscar a Dios»

Agosto de 1926. Muchos campesinos, de la zona central de México sobre todo, se habían echado al monte, como Francisco Campos, «a buscar a Dios Nuestro Señor».

«En Cocula (Jalisco), desde el 1º de agosto la iglesia estaba custodiada permanentemente por 100 mujeres en el interior y 150 hombres en el atrio y en el campanario, de noche y de día. Los cinco barrios se relevaban por turno y a cada alarma se tocaba el bordón. Entonces, todo el mundo acudía al instante, como refiere Porfiria Morales. El 5 de agosto tocó la campana cuando ella estaba en su cocina; su criada María, exclamó: “¡Ave María Purísima!". Se quitó el delantal, tomo su rebozo y un garrote, y cuando aquélla le preguntó a dónde iba, le contestó: “¡Qué pregunta de mi ama! ¿Qué no oye la campana que nos llama a los católicos de la Unión Popular? ¡Primero son las cosas de Dios!” Y salió dejando las cacerolas en el fuego» (Meyer I,103).

No podrá encarecerse suficientemente el valor de las mexicanas católicas en la Cristiada, repartiendo propaganda, llevando avisos, acogiendo prófugos o cuidando heridos, ayudando clandestinamente aprovisionando alimentos y armas. Las Brigadas Femeninas de Santa Juana de Arco, las Brigadas Bonitas, escribieron historias de leyenda… Pero, en fin, la guerra es cosa de hombres, y a ella se fueron campesinos recios. Ezequiel Mendoza Barragán, un ranchero de Coalcomán, en Michoacán, cuya voz patriarcal hemos de escuchar en otras ocasiones, lo cuenta así:

«Centenares de personas firmamos los papeles, se enviaron a Calles y a sus secuaces, pero todo fue inútil… Los Calles se creyeron muy grandotes y más nos apretaron, matando gente y confiscando bienes particulares de los católicos. Yo, ignorante, pero con brío, al saber los nuevos procedimientos de tal gobierno, me exalté y quise tapar el sol con un dedo, así eran mis sentimientos, me fui a conquistar gente armada y dispuesta a la guerra en defensa de la libertad de Dios y de los prójimos» (Testimonio 17).

 

–El curso de la guerra

Jean Meyer, en el volumen I de su obra, describe al detalle las vicisitudes que corrió al paso de los años la guerra de la Cristiada, que él divide en estas fases:

-incubación, de julio a diciembre de 1926;

-explosión del alzamiento armado, desde enero de 1927;

-consolidación de las posiciones, de julio 1927 a julio de 1928, es decir, desde que el general Gorostieta asume la guía de los cristeros hasta la muerte de Obregón.

-prolongación del conflicto, de agosto 1928 a febrero de 1929, tiempo en que el Gobierno comienza a entender que no podrá vencer militarmente a los cristeros;

-apogeo del movimiento cristero, de marzo a junio de 1929;

-licenciamiento de los cristeros, en junio 1929, cuando se producen los mal llamados Arreglos entre la Iglesia y el Estado.

 

–El ejército federal

El ejército «consustancial con el gobierno» en el México de entonces «consideraba a la Iglesia como su adversaria personal. Agente activo del anticlericalismo y de la lucha antirreligiosa, hizo su propia guerra, su guerra religiosa. El general Eulogio Ortiz mandó fusilar a un soldado, en el cuello del cual vió un escapulario. Algunos oficiales llevaban sus tropas al combate al grito de ¡Viva Satán!» (Meyer I,146).

«Cada arma reclutaba por su cuenta. El enganche debía ser voluntario y firmado al menos por tres años», condición que muchas veces se incumplía, tanto que «se seguían utilizando las cuerdas para atar a los voluntarios. Se echaba mano de cualquiera: condenados de derecho común, obreros sin trabajo, campesinos», y sobre todo «del subproletariado rural y de los indios, vencidos o no» (149-150). La brutalidad y la indisciplina de esta tropa es apenas descriptible.

Al no haber servicio de intendencia, «el avituallamiento estaba a cargo de las compañeras de los soldados, las famosas soldaderas, que marchaban al lado del ejército y que, como la langosta, caían sobre las granjas y los pueblos… La deserción, frecuente en tiempo de paz, llegaba a ser masiva en tiempo de guerra» (152). El general Amaro, jefe del ejército federal, no conseguía «poner en línea más de 70.000 hombres, aunque se pasaba el tiempo reclutando: ¡20.000 desertores al año, de 70.000 soldados!» (153). Este general famoso, el indio Amaro, hijo de un peón de Zacatecas, hombre inteligente, implacable y sanguinario, el que mandó a su aviación bombardear en el cerro del Cubilete el monumento a Cristo Rey, llegó a ser muy culto, y se reconcilió con la Iglesia varios años antes de su muerte.

Los federales, malos jinetes, eran peores soldados, que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características de lucha eran las contrarias, les infligieran tantas bajas. Los callistas, eso sí, eran muy crueles, pero «la dureza de la represión, la ejecución de todos los prisioneros, la matanza de los civiles, el saqueo, la violación, el incendio de los pueblos y de las cosechas, dejaban en la estela de los federales otros tantos nuevos levantamientos en germen» (I,194).

La guerra se hacía también en la prensa del gobierno, ocultando la magnitud del conflicto o dando siempre la victoria por inminente. Unida a la lucha militar, el general Amaro propugnaba una campaña de «desfanatización», como aquélla por la que dio orden al gobernador de Jalisco de cambiar los nombres de todos los lugares que llevaban nombres de santos (I,178). Todos los medios valían, también el soborno. Así, en una ocasión, el gobierno trató de comprar a un jefe cristero llamado «el 14», el cual respondió: «Que a mí ni me den nada, que nomás arreglen eso de los padrecitos y de las iglesias, y yo me estoy en paz, pero mientras no lo arreglen que no piensen que con dinero me van a comprar» (177).

La desesperación del gobierno se iba acrecentando a medida que pasaban los meses, y se veía incapaz de vencer en palabras del gobernador de Colima– «las hordas episcopales de fanáticos que engañados por la patraña clerical se han lanzado a la loca aventura de restaurar el predominio de los curas» (189).

 

–Balance de la guerra

A mediados de 1928 los cristeros, unos 25.000 hombres en armas, «no podían ya ser vencidos, dice Meyer, lo cual constituía una gran victoria; pero el gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de caer» (I,248). En realidad, la posición de los cristeros era a mediados de 1929 mejor que la de los federales, pues, combatiendo por una Causa absoluta, tenían mejor moral y disciplina, y operando en pequeños grupos que golpeaban y huían -–piquihuye–, sufrían muchas menos bajas que los soldados callistas. Después de tres años de guerra, se calcula que en ella murieron 25.000 o 30.000 cristeros, por 60.000 soldados federales.

En enero de 1929, el embajador norteamericano Morrow –que insistía al gobierno y a la prensa para que no hablasen de cristeros sino de «bandidos» (I,301)–  estimaba improbable pacificar el Estado «antes de que se solucione la cuestión religiosa». En febrero los mismos políticos veían el panorama muy oscuro, y un senador decía en un discurso a sus colegas: «¿Es que nuestros soldados no saben combatir rancheros, o no se quiere que se acabe la rebelión? Pues dígase de una vez y no estemos echando más leña. No se olviden ustedes de que con tres Estados más que se levanten de veras, ¡cuidado con el Poder Público, señores!» (I,285).

A mediados de 1929 se veía ya claramente que, al menos a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que perseguían a la Iglesia, el gobierno, viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos de la Iglesia

 

–Rumores de un posible «arreglo»

Desde mediados de 1927 estuvo al mando supremo de los cristeros el general Gorostieta, militar de carrera, a quien iban llegando de cuando en cuando rumores de posibles arreglos entre la Iglesia y el Estado, a espaldas de la Guardia Nacional cristera. Como estos rumores iban en aumento, el 16 de mayo de 1929 escribió a los Obispos mexicanos una larga carta, de la que citamos algún fragmento:

«Desde que comenzó nuestra lucha, no ha dejado de ocuparse periódicamente la prensa nacional, y aun la extranjera, de posibles arreglos entre el llamado gobierno y algún miembro señalado del Episcopado mexicano, para terminar el problema religioso. Siempre que tal noticia ha aparecido han sentido los hombres en lucha que un escalofrío de muerte los invade, peor mil veces que todos los peligros que se han decidido a arrostrar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto que viene de quien podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra lucha; aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción [Mons. Martínez y Zárate, obispo de Huejutla, 17 años desterrado] de nadie hemos recibido…

«Si los obispos al presentarse a tratar con el gobierno aprueban la actitud de la Guardia Nacional, si están de acuerdo en que era ya la única digna que nos dejaba el déspota, tendrán que consultar nuestro modo de pensar y atender nuestras exigencias; nada tenemos que decir en este caso…

«Si los obispos al tratar con el gobierno desaprueban nuestra actitud, si no toman en cuenta a la Guardia Nacional y tratan de dar solución al conflicto independientemente de lo que nosotros anhelamos…; si se olvidan de nuestros muertos, si no se toman en consideración nuestros miles de viudas y huérfanos, entonces… rechazaremos tal actitud como indigna y como traidora…

«Muchas y de muy diversa índole son las razones que creemos tener para que la Guardia Nacional, y no el Episcopado, sea quien resuelva esta situación. Desde luego el problema no es puramente religioso, es éste un caso integral de libertad, y la Guardia Nacional se ha constituido de hecho en defensora de todas las libertades y en la genuina representación del pueblo, pues el apoyo que el pueblo nos imparte es lo que nos ha hecho subsistir…

«Como última razón creemos tener derecho a que se nos oiga, si no por otra causa, por ser parte constitutiva de la Iglesia católica de México, precisamente por ser parte importantísima de la Institución que gobiernan los obispos mexicanos» (+Meyer I,316-320)

El 2 de junio de 1929 el general Gorostieta fue asesinado por los callistas en una emboscada, y le sucedió al frente de la Guardia Nacional el general Degollado.

Se acercan los «Mal Llamados Arreglos»…

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

Los comentarios están cerrados para esta publicación.