(553) Evangelización de América (64). San Francisco Solano (y III)

–La imagen le pone una cara seria, casi triste…

–Pero él era en realidad un fraile franciscano muy “alegre en el Señor” (Flp 4,4).

 

Milagros franciscanos

En sus numerosos milagros se muestra también Solano hijo del Santo de Asís, pues muchos de ellos se realizaron con las criaturas irracionales. Esto para los indios resultaba muy especialmente impresionante, pues veían que la santidad cristiana, expresada en aquel fraile, traía consigo una profunda reconciliación del hombre con las fuerzas de la naturaleza.

El capitán Cristóbal Barba de Alvarado da testimonio de que, viajando en funciones de teniente del Gobernador, con el padre Solano y una im­portante comitiva de españoles e indios, vinieron a encontrarse en peligro grave por la sed.

El fraile le dijo: «Señor capitán, caven aquí. Al punto lo puso por obra el capitán. Cavó en la parte y lugar que el padre Francisco le había señalado. Y salió un golpe de agua con la cual bebieron todos los que se hallaron presentes, y las cabalgaduras y animales que traían». Y no fue la única vez que hizo esto.

El padre Solano también mostró siempre una especial amistad con los pajarillos de Dios. El cronista fray Juan de Vergara, compañero suyo, cuenta de él que «todos los días, en aquella doctrina [de Esteco] donde es­taba, después de comer, se iba a un montecillo que allí cerca estaba, des­migajando un pedazo de pan, que era el ordinario sustento que les llevaba. Llegábanse tantas aves sobre el siervo de Dios, que era cosa maravillosa. Y estaban sobre su cabeza, hombros y manos hasta tanto que les echaba su bendición. Y entonces se iban».

Otro compañero del Santo, fray Alonso Díaz, refiere que, yendo con él de camino, hallaron una pa­loma herida por algún zorro: «El padre Solano, habiéndola visto así mal­tratada y herida, con sus propias manos la curó, juntándole los pellejos que tenía desgarrados, los untó con un poco de sebo, y le echó la bendi­ción». Más tarde, ya llegados a su destino, fray Alonso «vio muchas veces que la paloma se le asentaba en el hombro al padre Solano; y le daba de comer en la mano, y se volvía a su palomar. Y conoció que era la propia paloma que el padre Solano había curado en el camino».

En otra ocasión, y ésta fue muy famosa, yendo Solano de camino con el capitán Andrés García Valdés, aquél a pie y éste a caballo, les salió un toro bravo, desmandado –el ganado cimarrón abundaba entonces en la zona–. El capitán picó espuelas y salió al galope de su montura, pero cuando se acordó de su fraile compañero y regresó hacia él, vio con asom­bro que el toro estaba «lamiendo las manos del siervo de Dios, que se las tenía puestas en la testuz y hocico…; habiendo estado así un poco vio que el padre le había dado a besar la manga de su hábito, y que, echándole la bendición, el toro, como si fuera de razón, con mucha mansedumbre, se volvió al monte de donde había salido. Y esto fue público en aquella pro­vincia [de Tucumán], y pública voz y fama». 

Son escenas de las Florecillas franciscanas. Recordemos cómo San Francisco de Asís tenía una especial amistad con las alondras, o con aquellas tórtolas que redimió cuando eran llevadas en jaulas al mercado. Recordemos también el convenio de paz que estableció con toda cortesía con el lobo de Gubbio, que tanto daño estaba causando. Esta re­conciliación del hombre con la naturaleza, anunciada por los profetas como característica de los tiempos mesiánicos (Is 11,6-9), se produce en Cristo y en sus santos, y a veces Dios quiere que se haga manifiesta en algunos de ellos. Así lo vemos, por ejemplo, en las cróni­cas de los Padres del Desierto, o en aquella arboleda donde iba a orar fray Martín de Va­lencia, acompañado por una orquesta innumerable de pajarillos, en San Martín de Porres o en San Pedro Betancur, que negocian con los ratones, para que no sigan haciendo daños en sus conventos. Y es que las criaturas se hacen hostiles al hombre cuando éste se rebela contra Dios, y se vuelven amigas si el hombre se reconcilia con Dios plenamente. Y esto, que es así, quiere Dios expresarlo a veces de forma bien patente en la vida de los san­tos.

 

Pudor franciscano

La relación de San Francisco Solano con las mujeres indias, también ellas criaturas de Dios, no tenía, en cambio, expresiones tan conmovedoras de familiaridad. Y es que los graves escándalos causados con las indias por algunos encomenderos, y aún a veces por ciertos padres doctrineros, hacían necesarias unas medidas prudenciales especial­mente enérgicas y elocuentes.

Por eso, como cuenta fray Diego de Córdoba y Salinas, el padre Solano, «cuando era doctrinante en la provincia de Tu­cumán, considerando las ocasiones de la tierra y su libertad, ordenó que, desde trecho de a cien pasos de su celdilla pobre donde se recogía, no pu­diese pasar alguna india, ni llegase a hablarle, si no fuese en la iglesia, para confesarse o cosa necesaria; y si alguna pasaba la señalación, la ha­cía castigar con los fiscales de la doctrina, y con esta tregua se aseguraba de las astucias del enemigo».

También en esto Solano sigue el ejemplo de San Francisco de Asís, que no conocía de cara, según confesión propia, sino a dos mujeres, a su madre, o quizá a Jacoba de Sette­soli, y a santa Clara, y nunca hablaba a solas con mujeres. Por lo demás, ya es sabido que las imitaciones serviles no tienen lugar en el camino de la perfección cristiana. Pero en lo recordado se afirma claramente la relación profunda que existe entre ascesis estricta, unión plena con Dios, alegría espiritual y reconciliación per­fecta del hombre consigo mismo, con sus hermanos y con todas las demás criaturas.

 

Custodio, un tanto especial, del Tucumán

En 1592 fray Francisco Solano fue constituido superior –custodio– de los franciscanos de la zona de Tucumán. El Comisario general del Perú, fray Antonio de Ortiz, pensó en él como el misionero más indicado para levantar el espíritu de los frailes instalados en conventos urbanos y de los misioneros encargados de doctrinas de indios, unos y otros no siempre ejemplares en su vida y ministerio. ¿Podría mantenerse en ese cargo un fraile tan espe­cial como nuestro Santo?… Pudo, con la gracia de Dios.

El padre Solano se dedicó, en los años 1592-1595, a visitar los centros franciscanos de su jurisdicción. Desde luego no era un custodio que de­sempeñara su oficio al modo ordinario. Al clérigo portugués Manuel Nú­ñez Magro de Almeyda, que en él buscaba ayuda espiritual, una vez le confió con toda humildad: «Aunque yo soy custodio, no siento en mí las partes que se requieren para serlo. Y así, no uso de ello; ocúpome por estos montes en la conversión de estos indios».

En realidad, el Santo hacía lo que podía, es decir, era custodio franciscano a su modo, y sin duda hacía a su manera mucho bien. No siempre concede Dios a sus hijos obrar de modo ejemplar, pero siempre les da su gracia para que puedan obrar santamente.

Comenzó fray Francisco sus visitas en Talavera de Esteco, donde fue su comienzo misionero, y pasó por Salta, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y Córdoba. Quizá se alargase a Buenos Aires y al Paraguay, que pertenecían también a la misma custodia; pero no hay so­bre esto datos ciertos. Lo que sí es seguro es que en todos los lugares que visitó dejó la huella indeleble de su presencia luminosa.

Donde quiera que él estuvo, allí predicó, habló de Dios con la gente y conmovió los corazones. Aquí cantó y danzó en una procesión de la Virgen, allí hizo curacio­nes milagrosas, especialmente de niños, en otra parte descubrió fuentes, y siempre dejó a su paso amigos espirituales que nunca le olvidaron. Al­meyda, el cura ya citado, que en él buscaba consejo y aliento, lo recuerda con emoción:

«Todas las noches se sentaba el padre fray Francisco con el cura en una pampa, y le tenía tres horas, diciéndole cosas que le conve­nían… Tal era la eficacia de estas palabras, que luego que el santo se iba, para no apesadumbrarlo, se echaba en tierra y, besando la tierra donde había tenido los pies, veneraba al Señor y al mensajero que de su parte se las decía».

Y todo lo hacía siempre Solano con gran llaneza, con humor festivo, como en aquella noche en que, esgrimiendo «una gaita hecha de caña», le dijo a Almeyda con un guiño: «¿Queréis oír la mejor música que habéis oído en vuestra vida? Y le comenzó a tañer con ojos fijos en el cielo, haciendo con el cuerpo unos meneos que parecía que hablaba. Y jubi­lando, cantaba con una simplicidad que no acierta a declarar».

Era su estilo humilde y natural. Cuenta Pedro de Vildosola Gamboa, que acompañó al Santo en muchas jornadas, que una vez «con una red que tenía y traía de ordinario consigo, y con un anzuelo, fue el padre fray Francisco al río. En otras tantas veces recogió pescado en tal cantidad que, ha­biendo más de doce españoles y más de otros tantos indios, fue bastante como para poder decirles que les había de dar de cenar. Y no había de llegar otro al fuego sino él. Reman­gándose los hábitos de los brazos, les hizo cenar. Y habiéndoles dado a todos muy aventa­jadamente, se retiró. Y debajo de una carreta sacó una mazorca de maíz, y esto solo fue su alimento».

Como es lógico, San Francisco Solano suscitaba muchas conversiones entre los españo­les, marcaba en ellos espirituales huellas indelebles, y suscitaba en sus conversos no po­cas vocaciones religiosas, como la del soldado Juan Fernández –fray Juan de Techada, que luego dejaría relatos sobre el Santo–, el capitán Pedro Núñez Roldán o el licenciado Silva, franciscanos más tarde en Lima. Los indios, por su parte, sentían por el padre Francisco, que les trataba en su lengua y con tanta bondad y alegría, verdadera fascina­ción.

Recordaré aquí aquel Jueves Santo de 1593, en La Rioja, según testimonios de Almeyda y del capitán Pedro Sotelo. Se habían juntado cuarenta y cinco caciques paganos con su gente, y el pequeño grupo hispano estaba ya temiendo lo peor. Fray Francisco hace uno de aquellos sermones suyos, que eran capaces de conmover a las piedras. En la pro­cesión penitencial, los españoles se disciplinan, ante la consternación de los indios, que están asombrados. Solano les explica, quién sabe cómo, que están queriendo participar de la pasión de Jesús. Finalmente, los indios comienzan también a azotarse. «Y el dicho pa­dre fray Francisco Solano andaba con tanta alegría y devoción, como sargento del cielo en­tre los indios, quitándoles los azotes y diciéndoles mil cosas, toda la noche sin descansar, predicándoles y enseñándoles». Nueve mil de aquellos indios habría de recibir más tarde el bautismo.

¿Desempeñó bien el padre Solano su ministerio de custodio del Tucu­mán? No lo hizo, sin duda, de un modo ejemplar, es decir, que pueda ser norma para otros custodios. Pero cumplió, ciertamente, su ministerio san­tamente, y santificando a muchos, eso sí, a su aire, que era el soplo del Espíritu Santo en él. Se cuenta que en Paraguay pudo visitar al gran apóstol de la región, fray Luis Bolaños, su antiguo compañero, y que éste le dijo en la despedida: «Adiós, mi padre. Su Reverencia luego no más será santo, y yo me quedaré Bolaños».

 

La etapa última, conventual

En 1595, fray Antonio de Ortiz, después de tratar el tema con los frailes del virreinato y recabada la autorización precisa, estimó llegado el tiempo de introducir en toda la provincia peruana la recolección, como estilo fran­ciscano de vida comunitaria.

Era por muchas razones urgente que «en este distrito y comarca de esta Ciudad de los Reyes [Lima] se fundase un con­vento de nuestra orden de recolección [de más recogimiento y contemplación], para gloria de Dios y consuelo espi­ritual de los religiosos que de esta provincia se quisiesen ir a morar allí, viviendo en más estrecha observancia y recogimiento, como en otras casas semejantes en nuestra Orden se vive, con mucho provecho de las almas de dichos religiosos y con grande edificación de los fieles».

Allí fue llamado fray Francisco, y allí una vez más dejó la huella viva de su espíritu. Estando un día para celebrar misa en una ermita de la casa, ayudado por el virrey Luis de Velasco, fray Mateo Pérez, testigo de la es­cena, fue por lumbre para encender las velas, «y el bendito siervo de Dios, en el entretanto, se puso a cantar chanzonetas en alabanzas de Nuestro Señor y de su santa madre». El virrey quedó admirado, le fue cobrando mucha afición, y «siempre le veneró y tuvo en estimación de varón santo».

En aquella recolección tuvo varios amigos espirituales laicos, como Diego de Astorga, el encomendero tucumano Juan Fernández o aquel licenciado Gabriel Solano de Figueroa, al quien el desmedrado padre Solana le decía confidencialmente: «tengo una señora con quien comunico y tengo mis en­tretenimientos». Y en seguida le hacía testigo de una de sus cortesías ante la Virgen María.        

Un año estuvo, entre 1601 y 1602, como secretario del nuevo provincial del Perú, Fran­cisco de Otálora, ocupado en negocios y papeles, pero aquello no era lo suyo, y en seguida fue enviado a Trujillo, convento fundado en 1530, y en donde ya los frailes estaban hechos a la idea de que domesticar a fray Francisco no sólo era imposible, sino inconveniente. Tenía entonces Solano 53 años, y parece que por entonces se aceptaba a sí mismo con una mayor libertad de corazón.

 

Concierto para violín y pájaros

Fue en Trujillo cuando añadió a sus formidables aptitudes expresivas un elemental rabel (violín), que llevaba consigo bajo el manto. Con él hacía gran­des cortesías musicales ante el Santísimo, y ante cada uno de los altares de la iglesia. Estos conciertos devotos se prolongaban especialmente por las noches, cuando ya todos se habían retirado, en el coro –ya conocemos, desde que en el convento sevillano de Loreto se arregló aquel rincón, su querencia hacia el coro de la iglesia–. Los testimonios son numerosos, y siempre admirativos, pues aquellas efusiones musicales, llenas de ternura y entusiasmo, mostraban bien a las claras que estaba enamorado del Se­ñor.

En algunas fiestas litúrgicas, como en la Navidad, la alegría del pa­dre Solano llegaba a ser un verdadero espectáculo. Así como San Fran­cisco de Asís, o como el Beato Pedro Betancur, que en la Navidad «perdía el juicio», así nuestro Solano en ese día fácilmente venía al éxtasis musi­cal, como en aquella Navidad de 1602, cuando el provincial Otálora visi­taba el convento trujillano:

«Estando los religiosos regocijándose con el Nacimiento, cantando y haciendo otras cosas de regocijo, entró el padre Solano con su arquito y una cuerda en él, y un palito en la mano, con que tañía a modo de instrumento. Entró cantando al Nacimiento con tal espí­ritu y fervor, cantando coplas a lo divino al Niño, y danzaba y bailaba, que a todos puso admiración y enterneció de verle con tan fervoroso espíritu y devoción, que todos se enternecieron y edificaron grandísimamente».

En la huerta del convento, acompañado de bandadas de pájaros que se iban cuando él se retiraba, hallaba también San Francisco Solano un marco perfecto para su amor. «Le decía [a Avendaño] que salía a aquella huerta para ver a Dios y aquellos árboles, hierbas y pájaros, de donde ha­bría materia para alabar a Dios y amarle». Muchos fueron los testigos asombrados de aquellas sinfonías espirituales de la huerta, que se produ­cían ordinariamente –y que no sé si Olivier Mes­siaen incluyó en alguno de los siete tomos de su Catalogue d’Oiseaux–.

El licenciado Francisco de Calancha pudo verlo una vez y quedó pasmado. «Esto, que no había visto vez alguna, y haber visto callar a los pájaros después que el padre volvió las espaldas, quedó sumamente asombrado y fuera de sí de ver tal maravilla. Díjole al religioso que estaba allí que le parecía sueño, y que apenas si creía lo que había visto. El reli­gioso le respondió que cada día favorecía Dios a todos los religiosos de aquella casa con que viesen éstos y otros favores que Dios le hacía».

 

Aviso de terremoto

A fines de 1605, fray Francisco es un fraile más de los 150 que forman la comunidad de la observancia en San Francisco de Lima. También allí hizo de las suyas. Fray Diego de Ocaña, el monje jerónimo, estando en Lima, fue testigo de un hecho muy notable:

«Sucedió en esta ciudad, después de Pascua de Navidad el año 1605, que estando con algún temor de haber sa­bido cómo la mar había salido de sus límites y había anegado todo el pue­blo y puerto de Arica, y puesto por tierra el temblor a la ciudad de Are­quipa, predicó en la plaza un fraile descalzo de san Francisco y en el dis­curso del sermón dijo que temiesen semejante daño como aquél y que se­gún eran muchos los pecados de esta ciudad que les podría venir seme­jante castigo aquella noche, antes de llegar el día».

El francis­cano predicador, en la plaza pública, era San Francisco Solano. Y se ve que la muchedumbre no tomaba en broma a aquel fraile insólito, porque el alboroto penitencial que se produjo fue algo enorme. Confesiones, discipli­nas, restituciones, bodas de amancebados, las iglesias abiertas por la no­che, con el Santísimo expuesto, «y todos los frailes en las iglesias y clérigos arrimados por las paredes confesando a la gente». Dice fray Diego: «después que soy hombre no he visto ni espero ver semejantes cosas como aquella noche pasaron».

A las diez de la noche «llamaron al fraile descalzo el arzobispo [Santo Toribio] y el virrey y sus prelados y le preguntaron si le había revelado Dios si había de vivir aquesta ciudad aquella noche; el cual respondió que no había tenido revelación ninguna y que él no había dicho que se había de hundir, sino que temiesen no les viniese el castigo semejante al de Are­quipa, y que según eran grandes los pecados de la ciudad, que le podían esperar aquella noche antes que mañana; y que esto había dicho porque se enmendasen y no porque hubiese tenido revelación de ello» (A través 98-99)…

 

Coro, plaza y teatro

En la comunidad de Lima, como ya conocían el estilo del padre Solano, pensaron que lo mejor era dejarle a su aire. Como padre espiritual de los enfermos, se hizo muy amigo del enfermero fray Juan Gómez y del refito­lero, un muchachito negro, el donado fray Antonio. En la enfermería se le podía encontrar, o también en el coro, donde pasaba sus horas fuera del tiempo humano, perdido en los encuentros inefables del amor de Dios.

Pero también salía del convento a visitar la cárcel y los hospitales, a conversar con la gente de la calle, y no precisamente de las variaciones del clima. Sacaba el crucifijo de la mano, y les decía: «Hermanos, encomendáos a nuestro Señor, y queredle mucho. Mirad que pasó pasión y muerte por vosotros; que éste que aquí traigo es el verdadero Dios». Su parresía apostólica, su libertad y atrevimiento para transmitir el mensaje evangélico, era absoluta.

En el corral de las comedias, lugar mal visto y medio censurado, él entraba tranquilamente, irrumpía en el tablado y, con el crucifijo en la mano, decía algo de lo que tenía con abundancia en el corazón: «Buenas nuevas, cristianos… Este es el verdadero Dios. Esta es la verdadera comedia. Todos le amad y quered mucho». Y si algún farandu­lero se quejaba, «Padre, aquí no hacemos cosas malas, sino lícitas y permitidas», él le con­testaba: «¿Negaréisme, hermano, que no es mejor lo que yo hago que lo que vosotros ha­céis?»…

 

Una muerte santa

En octubre de 1605 ingresa en la enfermería del convento, en Lima. Enfermo del estómago, apenas puede salir a predicar y a visitar enfermos. Procura asistir a la comida en el refectorio con los demás frailes, pero come muy poco, tan sólo unas hierbas cocidas. Y sigue haciendo sus penitencias, sin mirar por su débil salud.

A los sesenta años, en 1610, fray Francisco está hecho una ruina, según el médico que le examina: Está «con una flaqueza por esencia en los pulsos y en todo el ámbito del cuerpo, que con los muchos ayunos, mala cama y abstinencia grande que tenía, aun en salud estaba hecho un esqueleto, cuanto más en la enfermedad». Pero hasta entonces, cuando ya está para irse, sigue con ánimo para hacer una de las su­yas: «Hermano fray Juan, por amor de Dios, que vaya y me ase una higadilla de gallina». Poder encontrarla fue, según fray Juan, «otro milagro más» del Santo, pues los frailes no disponían de tan finos manjares.

Poco antes de morir escribió a Montilla, a su hermana Inés:

«La gracia del Espíritu Santo sea siempre en su alma, hermana mía. No tengo otra plata ni oro que enviarle sino palabras, y no mías, sino de Jesucristo, que por eso me atrevo a escribirlas. Dice el dulcí­simo Jesús por San Mateo: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”; en este lugar es amar a Dios según lo declaran algunos doctores y santos, pues bienaventu­rada el alma que en esta vida padece hambre y desea hartarse en el Señor, encendiéndose en su amor. Si vuestra merced, hermana mía, quiere ser dichosa y bienaventurada en esta vida y en la otra, tenga hambre y sed de servir a Dios, de amarle, poseerle y gozarle; quiera y ame a tan buen Dios de todo corazón, de toda su alma y con todas sus fuerzas.

«Ofrézcale su corazón limpio de todo pecado, lleno de contrición y dolor de haberle ofen­dido, que El lo recibirá en sacrificio, como lo hizo el real profeta David: “No despreciéis Vos, Dios mío, el corazón contrito”, y ofrézcale en sacrificio todos los trabajos, pobrezas y necesidades que padece, con hambre y sed de gozar de aquellas riquezas, delicias y rega­los del Cielo, que es el centro de nuestro descanso… A todos mis sobrinos dará mis reco­mendaciones, encargándoles de mi parte sirvan a Dios y no le ofendan».

El 12 de julio de 1610, acompañado por sus hermanos, recibió el viático, renovó los votos, y quedó en oración o en sueño, hasta decir: «María. ¿Dónde está Nuestra Señora?». Quizá eso fuera lo primero que dijera al llegar al cielo.

Aún recuperó el ánimo y la atención más tarde. El padre Francisco de Mendoza, que le atendió todo el tiempo, cuenta que «con particularísima atención y devoción» siguió el rezo de todas las Horas canónicas y otras oraciones, en lo que se fueron «casi seis horas, llevándolas el padre Solano con la suavidad y gusto referidos. Cuando decían Gloria Patri, levantaba los ojos a Dios, y decía su ordinaria palabra “Glorificado sea Dios”, con grandísima suavidad, saboreándose en las palabras. Con ellas en la boca murió empezando a decir “Glorificado sea…”, de manera que empezándolas a decir parecía que quería alabar; y así como dijo “Dios”, se quedó muerto… Entonces perseveraban más en su canto los pájaros, que parecían estarse deshaciendo, y con sus voces atravesaban el corazón a quien lo oía».

El Arzobispo y el Virrey, con media Ciudad de los Reyes, asistieron el 15 de julio a los funerales. Antes de finalizar el mes ya se abrió en el Arzo­bispado el proceso para su canonización. Los testimonios de su santidad y de sus milagros eran innumerables. Diez resurrecciones fueron atestiguadas, tres en vida del Santo y siete después de su muerte. Fue declarado beato en 1675, y canonizado como santo en 1726. Sus restos reposan Lima, en la iglesia de San Francisco.

José María Iraburu, sacerdote

Post post. –Lima, a un siglo de su fundación (1535), celebró en 40 años la muerte de 5 santos: Mogrovejo (1606), Solano (1610), Rosa (1617), Martín de Porres (1639) y Juan Macías (1645).

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

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