15.03.24

De la realidad perdida, y de la tiranía de su sucedáneo, la mal llamada realidad virtual

                                     «Rápidos». Obra de Hiroshi Yoshida (1876-1950).

           

          

      

         

      

«Deja que la realidad sea realidad».

Lao Tse

 

 

 

Hablemos de la realidad. Una realidad creada que, por supuesto, no puede tratarse aisladamente de la belleza, la bondad y la verdad, porque, como dice Tomás de Aquino, todo lo que existe, aunque en forma derivada, es, y, dado que «el primer bien… es bueno en virtud de su propia existencia; entonces el bien secundario, puesto que se deriva de aquello cuya existencia es en sí misma buena, es en sí mismo bueno».

Aunque aquí entraría, irrumpiendo con estruendo, la pregunta, ¿qué es la realidad?

Para el mundo moderno postcristiano la realidad es una mezcolanza de sin sentidos, que lanza a viva voz las siguientes proclamas, sin que la mayoría seamos conscientes del absurdo al que conducen al existir humano: la idea de que el universo está hecho de números, o que nada realmente existe, o que la conciencia produce la realidad al estilo del gato de Schrödinger, o que estamos viviendo en una simulación por computadora tipo Matrix, o tal vez que el solipsismo es cierto, o quizá que todo es materia y energía.

Frente a esa panoplia de vacuas y desesperanzadoras elucubraciones, mi entendimiento de esta importante y crucial cuestión es el cristiano, próximo al de Aristóteles, el mismo que el de Tomás de Aquino, y más cercano a Platón que a Ockham. Un entendimiento según el cual (a diferencia de Ockham) las esencias de las cosas existen, pero (a diferencia de Platón) no habitan en el mundo de las Ideas, sino en las cosas mismas. Las esencias son pues intrínsecas a las cosas; son los que hacen que las cosas sean lo que son.

Pero, nuestra capacidad para conocer esa realidad (la esencia de las cosas, que va más allá de cada cosa concreta) es precaria y muy imperfecta. Como dice mejor que yo un viejo manual tomista:

«Gracias a la unión substancial del compuesto humano, dotado a la vez, de sentidos y de un entendimiento, conoce el hombre el doble aspecto de las cosas, lo que hay en ellas, de individual y mudable, lo que hay en ellas de universal e inmutable, y en el juicio efectúa la síntesis de esos diversos datos para afirmar que tal objeto concreto realiza en tal momento tal tipo general de ser. Nuestros conocimientos son, pues, inadecuados a la realidad, fragmentarios, progresivos (…), mas no por esto son erróneos. El entendimiento humano ocupa, sin duda, la última categoría entre, los entendimientos (…); mas no por esto deja de ser un verdadero entendimiento, que eleva al hombre a un grado muy superior a la bestia, a la categoría de persona libre, y abre ante su mirada, más o menos penetrante, la inmensidad del ser, tanto de los seres creados, como del Ser por esencia que es Dios».

Así que, más allá de nuestra particular experiencia sensible podemos aprender algo más, algo que está en las cosas, pero que trasciende su individualidad, concreción, y hasta su contingencia. De esta manera, la experiencia de lo real a la que me refiero, que conduce a una participación intuitiva y simpática en las cosas, por con naturalidad con ellas, es más que sólo “estar ahí", es mucho más que simplemente percibir el mundo exterior a través de los sentidos. No puede reducirse a impresiones sensoriales, sino que implica una receptividad al misterio existencial de las cosas (a su esencia, y algo más también), un misterio que se encuentra ahí fuera, pero velado y escondido.

Y para colmo, además de la naturaleza velada de esa realidad, y de nuestra consustancial limitación cognitiva e intelectiva para captarla, nosotros tampoco nos ayudamos mucho, con todas nuestras banales preocupaciones prácticas, ya que miramos al mundo sólo en términos de cómo puede ser manipulado o utilizado, de lo cual resulta una evidente ceguera a la maravilla y al misterio de lo creado.

Por tanto, si ese contacto directo a través de nuestros sentidos con la realidad creada, con nosotros mismos, con los demás hombres y con el resto de la creación, es en sí mismo insuficiente ¿hay otro medio de acercarse a la profundidad de esa realidad? La respuesta es que sí, y la respuesta tiene un nombre: la belleza a través del arte. Pero de la belleza ya les he hablado en laguna ocasión. Hablemos ahora del arte.

El arte ––al que va asociada la habilidad y la técnica, fusión del talento con el trabajo––, como acción humana que persigue alcanzar la belleza, y que los escolásticos definían como «la expresión reflexiva de la belleza, bajo una forma sensible», sujeta a una «recta ratio factibilium», es para los cristianos, como cualquier otro don, un regalo de Dios, algo que por tanto no pertenece al hombre y que, por ello, el hombre está obligado a usar con gratitud y humildad. De esta manera, ser artista conlleva responsabilidades sagradas, ya que la misión de su arte no es celebrar la expresión egoísta de sus propios sentimientos por medios, sean toscos y burdos, sean sofisticados y exquisitos, sino propagar la bondad y la belleza haciendo frente a la fealdad del mal. Incluso si el artista trata con los sufrimientos y las dificultades, sus obras deben transmitir esperanza.

Toda la tradición artística cristiana sigue esta estela y está imbuida del concepto de realismo, un realismo simbólico y sacramental, por el que se hace referencia, tanto a la relación entre el arte y la realidad creada como parte de la revelación divina, cuanto a los sacramentos con los que nuestro Señor nos obsequió, como signos visibles que nos transmiten su gracia invisible.

Este realismo sacramental descansa en la doble idea del signo manifiesto y tangible, representado por la realidad física o material, y de su relación directa con una realidad misteriosa y sobrenatural. Santo Tomás en su Suma Teológica nos dice algo que podríamos sospechar apenas prestásemos algo de atención: que los seres humanos, como criaturas sensoriales, tenemos una propensión natural a los signos y símbolos sensibles como medio para ilustrar las realidades, particularmente las espirituales, abstractas e intangibles, que de otra manera permanecerían más allá de nuestro entendimiento. Estos símbolos funcionan a través de alguna relación reconocida entre el significante y el significado. Pero esta relación no es arbitraria ni contingente; no puede ser construida o reconstruida por el hombre.

Como dijo el poeta Samuel Taylor Coleridge, el mejor símbolo «siempre participa de la realidad que hace inteligible». El agua simboliza la limpieza porque limpia. La rosa simboliza la belleza porque es hermosa. Y es por ello que el artista, en esa búsqueda por expresar la verdad, no debe trastocar el delicado equilibrio de estos significados. Su creación artística debe tener las correspondencias correctas. Debe apuntar a la realidad última de las cosas. Debe responder realmente a la verdad.

Dios, con su creación ––entre la que está la propia realidad humana, hecha a Su imagen y semejanza––, nos dio un modelo y una pauta a seguir. Y así, cada cosa creada ha de ser vista como un símbolo de su propia esencia interior, convirtiéndose de esta manera el mundo en un radiante libro de símbolos para ser leído con ojos sensibles a su luz reveladora.

Dijo san Buenaventura:

«A lo largo de toda la creación, la sabiduría de Dios brilla desde Él y en Él, como en un espejo que contiene la belleza de todas las formas y luces».

Y si ahí está la belleza, en esa realidad creada, el artista debe tratar de acercarse a ella, para imitarla sin presunción ni orgullo, al modo de un simple aprendiz, creando, como dice Tolkien, «según la ley en la que fuimos creados». De esta manera, un artista ha de tratar de mostrar esa verdad, honrándola con su arte y con su estilo.

El problema de hoy es que hemos roto esta relación sagrada entre el símbolo y su significado, apartándolo de lo real, y en último término de lo sagrado, y hemos dejado de crear «según la ley en la que fuimos creados». Dios mismo nos dio un código, reflejado en su propia creación (de la que somos parte), y nosotros nos hemos apartado de él, intentando sustituir su obra por la nuestra, contraviniendo el sentido de armonía y de belleza escrito en nuestros corazones y en la misma naturaleza, y puesto de manifiesto en una milenaria tradición artística. Por ello, este apartamiento de la belleza de lo real puede ser calificado de demoníaco.

Y no solo eso, sino que también, en ese nuevo camino emprendido, ya no se trataría solo de crear un nuevo código simbólico y artístico, o un nuevo concepto de belleza, sino de, haciendo uso de ello, dar paso a una nueva realidad. Una realidad falsa de toda falsedad, pero presentada de forma seductora y poderosa.

Jean Braudrillard, el filósofo existencialista francés, tratando de esta cuestión, hablaba de un estado de «simulación» ––que se correspondería con la actual situación de realidad virtual y total relativismo––, en el que ya la imagen no tiene relación con ninguna realidad en absoluto, y donde las imágenes artificiales son «asesinas de lo real». No en vano, el poeta simbolista Arthur Rimbaud, en una línea profética, había escrito: «ahora es el tiempo de los asesinos».

También John Senior nos relata este camino de perdición estética y ontológica. Así, escribe que la moderna filosofía fenomenológica, «afirma que una imagen es una realidad, es decir que la imaginación podría construir una vida real propia». Pero, como él dice, «por supuesto que no puede. cualquier sensación divorciada de su objeto se marchita». Y termina concluyendo:

«Según la filosofía perenne invocada al principio, el universo comienza con el ser. ahora debo añadir, además, que según esta tradición también, el ser es bueno. “ens et bonum convertuntur". Ser y bueno son términos convertibles. Por lo tanto, el mal es el no ser. El mal es, como dije, la privación del bien. De ello se deduce que en la medida en que uno está cortado según el patrón del ser, está cortado de acuerdo al bien. Existe lo que podríamos llamar una ley de la gravedad de la artificialidad. El universo de la alucinación no puede ser bueno. Es inevitablemente el infierno que el artífice construye. Por eso en el panteón de los ídolos, lo horrible predomina inevitablemente».

La raíz de nuestros males proviene de un absoluto apartamiento de la verdadera realidad, y en la creación de un mundo simulado, de una vida focalizada en la vacuidad de lo simulado, fruto de una voluntad orgullosa que pretende ser omnipotente (y aquí la fuerza demoniaca se instala en el centro de la existencia). Es el deseo de ser dioses que nos ciega y que arrastrará a muchos a la perdición. Senior continúa diciendo que «hay algo destructivo ––destructivo para el ser humano–– en apartarnos de la tierra, de donde venimos, y de las estrellas, los ángeles y Dios mismo, hacia donde vamos».

Todo este sermón no está construido en el vacío. No es mero fruto de la especulación, ni el resultado de mentes amordazadas por el pasado. No. La perversa semilla de maldad que anida en esa novedosa y fascinante seudo realidad está dando ya sus podridos frutos. Pero, aun así, seguimos sin darnos cuenta.

Y es que, aunque cerremos los ojos y sellemos nuestros oídos, la corrupción ya está ahí, dentro de nuestras casas. Y así, el alejamiento de la realidad, y su sustitución por ese sucedáneo que es la realidad virtual, el metaverso y toda esa retahíla de artificios, trae sus consecuencias, no muy buenas, por cierto: las enfermedades cibernéticas, la obesidad, la radiación, los trastornos del sueño y los problemas visuales están al orden del día, y no solo entre nuestros niños y jóvenes. Los problemas más frecuentes en relación al desarrollo cognitivo se refieren a la atención, al aprendizaje, a la cognición general y a la cognición espacial. Y respecto del desarrollo psicosocial, serias preocupaciones se centran en la adicción, la ansiedad, los efectos emocionales, los trastornos de los juegos de Internet y el comportamiento prosocial y social. ¿Qué tipo de hombres estamos criando? ¿Cuál será el resultado de esta imprudente tendencia?

No tengo la respuesta, pero serios y oscuros nubarrones en el horizonte anuncian una gran tormenta. Por ello, para tratar de restañar estas heridas en el alma de los más jóvenes con algo de belleza, para ayudar a volvernos hacia lo real, hacia lo que es bueno y verdadero, es por lo que escribo este blog y he escrito mi libro, para brindarles a ustedes una pequeña ayuda, por modesta y precaria que ella sea.

11.03.24

10 clásicos, y muy actuales, cuentos de ciencia ficción

                                «El gran día de Su ira». John Martin (1789-1854).

        

  

            

          

    

«Todo se está convirtiendo en ciencia ficción. De los márgenes de una literatura casi invisible ha surgido la realidad de hoy».

J. G. Ballard

 

 

LA MÁQUINA SE DETIENE (1909). E. M. Foster.

¿Nos encontramos ante uno de los relatos más proféticos del siglo XX? Probablemente.

Publicada en 1909 por Foster con la intención, no solo de mostrar su desdén por el avance tecnológico, sino también de lanzar una advertencia sobre la forma en que, en su opinión, este empobrecería nuestras vidas, la historia volvió a atraer la atención de muchos lectores en 2020, cuando la denominada Pandemia cambió la vida de tantas personas tornándola virtual.

Todo se halla aquí: internet, videoconferencias, auto aislamiento, e incluso el miedo a otros seres humanos. Y supervisando y controlando todo, la Máquina, una misteriosa entidad tecnológica adorada como un dios por la totalidad de los habitantes de esta futura Tierra. ¿O quizá no por todos?


ANOCHECER (1941). Isaac Asimov.

Este cuento, escrito cuando Asimov tenía poco más de veinte años, es ampliamente considerado como uno de los mejores relatos de ciencia ficción de todos los tiempos. De hecho, en 1968 los escritores de ciencia ficción de Estados Unidos lo votaron como el mejor del género escrito antes del establecimiento de los premios Nébula, en 1965.

La historia trata sobre un planeta que no tiene noche, excepto una vez cada 2.049 años, momento en el que tiene lugar un eclipse que oculta a los seis soles que, de ordinario, iluminan el planeta. Los científicos están preocupados por el caos que podría producirse cuando caiga esa inesperada noche. ¿Se producirá un colapso social? ¿Se volverán locos los hombres? ¿O acontecerá lo vaticinado por Ralph Waldo Emerson?:

«Si las estrellas aparecieran una noche cada mil años, ¡cómo creerían y adorarían los hombres y preservarían durante muchas generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios!».

Quizás deban leer el cuento.


EL RUIDO DEL TRUENO (1952). Ray Bradbury.

Otra historia clásica de viajes en el tiempo, esta vez de un retorno al pasado.

La historia se publicó por primera vez en la revista Collier’s en 1952 y comienza en un futuro, alrededor del año 2055. Una empresa estadounidense de safaris para viajes en el tiempo, Time Safari Inc., ofrece a los cazadores desplazarlos hasta un pasado remoto con la promesa de poder dar caza a animales extintos hace millones de años, como los dinosaurios. Un hombre llamado Eckels aparece dispuesto a emprender su safari… con resultados desastrosos.

Una temprana muestra de la teoría del caos y del conocido efecto mariposa (nunca mejor dicho en este cuento) en relación con las posibles paradojas de los viajes en el tiempo.

 

HARRISON BERGERON (1961). Kurt Vonnegut.

Se trata de una actualización futurista (ya no tanto) y en tono satírico y mordaz, de las clásicas advertencias contra el totalitarismo igualitario, algo que nunca viene mal. Sobre todo, porque, aunque hace miles de años que tales peligros fueron denunciados por Platón en su República, siguen sin parecer causar efecto alguno en las almas de los hombres.

El terrorífico y espeluznante espectáculo al que conduce siempre el vano intento de igualar por abajo.

 

UN PLATILLO DE SOLEDAD (1953). Theodore Sturgeon.

Una hermosa metáfora sobre la incomunicación en las relaciones humanas, y uno de los grandes relatos de Sturgeon. La mayor de las oportunidades (una joven recibe un mensaje extraterrestre a través de su contacto con un minúsculo platillo volante) puede convertirse en la mayor de las maldiciones (es repudiada por la sociedad y tildada de espía). Ninguna historia ha descrito mejor que Un platillo de soledad los sentimientos de un apestado social, algo muy de nuestros días de cancelación. Nos hallamos ante uno de los mejores relatos del más brillante hacedor de historias que ha dado la ciencia ficción y uno de los más grandes cuentistas estadounidenses del siglo XX.


LOS QUE SE ALEJAN DE OMELAS (1973). Ursula K. Le Guin.

Un relato distópico inolvidable. Con una concisión demoledora, la autora disecciona nuestra sociedad occidental en apenas diez páginas de mera descripción, sin ninguna trama aparente. La historia está ambientada en la ciudad ficticia de Omelas, en la que reina una increíble prosperidad, pero a un costo terrible. Toda la idílica comunidad pende del sufrimiento de un niño pequeño que es mantenido en condiciones miserables en un recóndito habitáculo.

Cuestiones éticas profundamente inquietantes y muy pertinentes hoy y siempre (el chivo expiatorio en toda su extensión, filosófica, sociológica y teológica) planteadas lacónicamente a través de la hermosa y elocuente prosa de Le Guin.


ARENA (1944). Fredric Brown.

Asistimos a una guerra interplanetaria entre humanos y una raza alienígena, los Intrusos, una extraña forma de vida extraterrestre, esférica y con tentáculos retráctiles. Carson, soldado terrícola, es abducido por una entidad desconocida con el objeto de representar a la humanidad en una suerte de lucha de gladiadores frente a uno de los Intrusos. Tal combate dirimirá el destino de sus respectivos mundos, ya que la especie del perdedor será exterminada.

Un remedo de los tiempos romanos en medio de la inmensidad de las galaxias.


ESCLAVO EN GALERAS (1957). Isaac Asimov.

Uno de los relatos de la famosísima serie Robots (el considerado favorito por el autor entre sus historias de robots protagonizadas por el personaje de Susan Calvin).

En todos los relatos de esta serie, Asimov juega hábilmente con una hipotética interacción humano/robot bajo, las denominadas por él, tres leyes de la robótica, a saber: 1. Ningún robot dañará a un ser humano o permitirá, por inacción, que este sufra daño. 2. Un robot obedecerá las órdenes de un ser humano siempre que estás no contradigan la Primera Ley. 3. Un robot salvaguardará su propia existencia, siempre que tal hecho no entre en conflicto con la primera o segunda de las leyes.

En esta historia, Asimov nos cuenta un entretenido drama judicial en el que entra en juego la primera de las leyes citadas. Lectura, en todo caso, muy actual, pues pone de manifiesto el temor de que la automatización robótica del trabajo académico (o de cualquier otro) pueda destruir la dignidad y humanidad del mismo.


LOS DEFENSORES (1953). Philip K. Dick.

El mundo se halla sumido en una guerra tan devastadora, que los pocos supervivientes se ven obligados a vivir en ciudades subterráneas, mientras que sofisticados robots, inmunes a la radioactividad (los defensores), continúan librando la guerra en la arrasada superficie. Sin embargo, algunos hombres consiguen salir al exterior, descubriendo que el conflicto no es más que una ficción urdida por los robots para mantener su control sobre los seres humanos.

Apocalípticas guerras futuras, robots, y la duda sistemática sobre qué es real y qué no lo es, confluyen en este relato, de irónico título. Una historia tremendamente actual al tratar el asunto de la realidad virtual y la I. A. junto con los peligros y tentaciones de dominación que ambas encierran.


LOS SUPERJUGUETES DURAN TODO EL VERANO (1969). Brian Aldiss.

Un ya célebre relato cautelar sobre esa nueva frontera tecnológica, que a modo de oscuros nubarrones, se perfila ya en el horizonte: la mal denominada inteligencia artificial.

Los eventos tienen lugar en una sociedad distópica, superpoblada y tecnológicamente avanzada, en la cual el autor explora temas como la desigualdad social, el aislamiento y la soledad, así como la relación entre los seres humanos y la inteligencia artificial. Stanley Kubrick seleccionó en su día este relato para su nunca finiquitada segunda película de ciencia ficción, finalmente realizada en el año 2001 por Steven Spielberg, bajo el título, A. I. inteligencia artificial.

2.03.24

10 cuentos cortos de tema religioso

           «Monjes en el patio de un monasterio». Franz Ludwig Catel (1778 – 1856).

   

  

     

   

«Hay algo en nosotros, como narradores y como oyentes de historias, que exige el acto redentor, que exige que a lo que cae se le ofrezca, al menos, la oportunidad de ser restaurado. El lector de hoy busca esta moción, y con razón, pero lo que ha olvidado es su coste».

Flannery O´Connor

    

    

 

SEMANA SANTA. Emilia Pardo Bazán. Breve relato de la escritora gallega en el que se narra la conversión de un pecador gracias a un sueño en el que se le representan los padecimientos de Jesús en su Pasión. La acción se desarrolla en una tarde de viernes santo. A partir de ahí se nos presenta a un anciano moribundo; a una indigna pareja que ha violado la confianza del enfermo y se nos hace testigos de un sueño inducido por un narcótico, que transporta a uno de los protagonistas hasta la Jerusalem del primer siglo y le hace participar vívidamente en el Vía Crucis de Nuestro Señor.

EL RIZO DEL NAZARENO. Emilia Pardo Bazán. La acción transcurre en el día de Jueves Santo. Un hombre, siguiendo a una atractiva mujer, entra en un templo donde queda encerrado accidentalmente. Duerme cerca de la capilla del Nazareno, y en el sueño, se ve convertido en uno de los sayones que atormentan a Jesús con consecuencias que adivinamos trascendentes para él. Un relato de un retorno a Dios a través de la compasión, que culmina con un efecto final sorpresivo que guarda relación con el título.

EL SEÑOR DOCTORAL. Emilia Pardo Bazán. Una historia sobre un sacerdote pobre e ignorante, pero bondadoso. La humildad, manifestada en la sencillez y bondad del cura, se ve ensalzada al final del cuento en un acto redentor, en el que la caridad y el sacrificio evangélico del sacerdote logra llevar a un moribundo impío a una conversión postrera. Un último episodio, lleno de humor, nos traslada al mismo Cielo.

EL VIERNES DE DOLORES. Luis Coloma. publicado en 1887 en un volumen de Lecturas recreativas, en cuya acción interviene una generosa anciana que resulta ser finalmente, Fernán Caballero, con la que Coloma mantuvo una estrecha y cálida relación. La habilidad narrativa de Coloma luce aquí, y le permite, como en casi toda su obra, destilar una enseñanza moral que pasa casi desapercibida en medio de un rico diálogo, una gran economía en las descripciones, y un agradecido dinamismo en la acción relatada.

EL ESTUDIANTE. Anton Chéjov. Esta es una historia brevísima publicada en 1894. De hecho, es una las historias más cortas del autor, de solo unas pocas páginas. Conforme al estilo del escritor ruso, sucede muy poco en cuanto al desarrollo de la trama, y lo poco que sucede, se desarrolla a lo largo de un viernes santo. El propio Chéjov consideró a El Estudiante el favorito de entre todos sus cuentos. En él nos habla al corazón desde la tristeza y amargura de la semana santa, pero para llevarnos a la esperanza y felicidad de la Pascua.

LA ESPALDA (O LA VUELTA) DE PARKER. Flannery O´Connor. Un nombre que marca un destino: Abdías Elías. Un tatuaje de Cristo en la espalda, que proclama ese destino y su vuelta él. El protagonista oculta sus nombres ya que le parecen ridículos. Abdías significa: «Siervo de Yahweh» y Elías significa «Yahweh es Dios» o «Él es Dios». Sin embargo, hay algo que le impulsa a recuperar el orgullo de esos nombres, aun cuando obtenga a cambio la burla de los demás y el maltrato de su esposa. Alegoría de que Dios nos sigue, nos persigue y nos termina atrapando a poco que nos volvamos hacia Él.

EL JUGLAR DE NUESTRA SEÑORA. Anatole France. Una vieja leyenda medieval sobre los pobres de María. Surgida a mediados del siglo XIII en Francia, era contada por los predicadores populares y fue transcrita por el escritor Anatole France con ese título: Le Jongleur de Notre Dame. Un relato recomendado por el Papa Juan Pablo I, que nos dice de él:

«Quien quisiera narrar el pequeño cuento de Anatole France, hoy, cuando la gente tiene sed de auténtica sencillez, debería subrayar que corresponde a la imagen más verdadera de María, que en su cántico dice: “Dios ha derribado a los poderosos de sus tronos y a los pequeños los ha ensalzado”».

LA LEYENDA DE SAN JULIAN EL HOSPITALARIO. Gustave Flaubert. Ambientada en el siglo XII, la historia comienza con el nacimiento de Julián y con las dos profecías que lo acompañan: Mientras que una proclama que Julián se convertirá un día en un santo, la otra predice un futuro de gran gloria relacionado con una estirpe real. Un matrimonio principesco, un parricidio, una peregrinación penitente y un encuentro providencial con un leproso (que resulta ser la encarnación de Jesús), conducen al protagonista a la santidad profetizada. La historia, explica el autor, recogida en la Leyenda áurea de Santiago de la Vorágine, se encuentra plasmada en las vidrieras de una iglesia que conoce bien (la catedral de Chartres).

Una esperanzadora respuesta a la vieja cuestión de la predeterminación y el libre albedrío, y a la relación entre la fe y las obras.

PECADO CONFESADO. Giovanni Guareschi. Uno de los cuentos del conocidísimo cura, Don Camilo. Guareschi se hizo internacionalmente famoso con las historias de ese Pequeño Mundo por el que deambulan, ya para siempre, el belicoso y apasionado sacerdote, y su antagonista, el alcalde comunista Don Pepone. Sin olvidarnos de Nuestro Señor y de la sencilla pero buena e impecable teología que se trasluce de sus páginas. Por supuesto, en este cuento –como en todos los demás de la serie–, Don Camilo termina ganando o empatando moralmente la mayoría de las disputas (y en las que no, termina corregido caritativamente por Nuestro Señor), dejando clara la posición cristiana y anticomunista del autor.

EL PESCADOR Y SU ALMA. Oscar Wilde. Incluido en el libro de cuentos Una caja de granadas, del que Wilde dijo una vez que no fue planeado ni para los niños británicos ni para el público británico. Como todos los relatos del autor, un poema en prosa por la belleza de su escritura. En él, Wilde, apuntando ya a su conversión final, nos habla del pecado y del sufrimiento redentor, que purifica y trae al hombre de vuelta a Dios.

 

19.02.24

10 cuentos cortos perfectos (si bien, no todos los que son perfectos)

 
                  «Ría del Burgo». Obra de Manuel Abelenda Zapata (1889-1957).

   

      

      

      

«Una historia corta debe tener un solo estado de ánimo, y cada frase debe construirse hacia él».

Edgar Allan Poe

 

 

William Wilson. Edgar Allan Poe. Como siempre en Poe, suspendan la respiración cuanto puedan. Y no se angustien con esta historia de un hombre acosado por la presencia constante y pertinaz de quien parece ser su doble. Un supuesto doble que es una imagen exacta del yo corrupto y sin escrúpulos del narrador. Al lector le tocará decidir si se trata de un ser real, o si, por el contrario, lo que el autor trata de presentarnos es el escenario onírico de un cuento dentro de un cuento en el que, como parábola o alegoría, se nos habla de una inquietante encarnación de la conciencia personal. Quizá su final aclare algo. Léanlo y decidan.

El collar. Guy de Maupassant. Nos hallamos ante uno de los grandes maestros del cuento. Sagaz conocedor de la condición humana, Maupassant solía colocar a sus personajes en situaciones incómodas, para demorarse luego en describir unas conductas y reacciones del todo inapropiadas. Este es el caso de El collar, una breve historia, donde el orgullo y la codicia se alían para darnos una lección ejemplar, al revelarnos que la riqueza o la posición social son algo innecesario, e incluso dañino, para lograr una vida bien vivida.

El incidente del puente del Búho. Ambrose Bierce. Incluido en su libro Cuentos de soldados y civiles, la historia se enmarca en la Guerra de Secesión norteamericana. El punto de vista del narrador y el tiempo son aquí un juguete en manos de la maestría narrativa de Bierce. El autor prefiere seguirle la corriente a la conciencia del protagonista, que relatarnos la secuencia lineal de lo acontecido. Un comienzo suave y un final explosivo nos dicen algo, pero no mucho. Hay que leer el cuento.

El capote. Nicolás Gógol. Según Fiódor Dostoyevski, «todos surgimos de debajo de “El capote” de Gógol». Un cuento en la nevada ciudad de san Pedro sobre un desdichado escribiente al que roban su capote nuevo, rodeado del asfixiante ambiente de una burocracia deshumanizada. La búsqueda de la notoriedad y la justicia se hermanan, bajo un áurea sobrenatural, en un relato magistral e imperecedero. Según Vladímir Nabókov, se trata de la única obra «sin grietas» de la historia de la Literatura Universal.

La dama del perrito. Antón Chéjov. La infelicidad e insatisfacción de los protagonistas revela, quedamente, la suave perversión del adulterio, y la trampa subyugante de un sexo desprovisto de su propósito. Chéjov, como siempre, desbroza delicadamente las pequeñas piezas deterioradas de nuestro imperfecto corazón, y con los golpes de su martillo literario, nos recuerda lo verdaderamente importante, alejándonos de lo trivial. Máximo Gorki dijo de Chéjov que «era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad», y creo que estaba en lo cierto.

Araby. James Joyce. La brevedad de un relato y la efímera sensibilidad del primer amor, se aúnan en una historia sobre la adolescencia, esa etapa juvenil, tan perdida como añorada hoy. Independientemente de nuestro sexo, todos fuimos el pobre narrador (probablemente, una evocación del propio Joyce), y tras leer el cuento, todos nos reconoceremos en él. Joyce era un maestro de la evocación y la recreación de atmósferas, y este cuento es un buen ejemplo. Según nos dice Ezra Pound, esta pequeña obrita «es mucho mejor que una «historia», es escritura viva».

Estricnina en la sopa. P. G. Wodehouse. Son muchos los relatos de «Plum» que nos provocarían carcajadas. Esa abundancia es una de las virtudes que le agradecemos, pero, que aun tiempo, dificulta nuestra elección en casos como este. Todo sea por una buena causa. En esta ocasión, se trata de una incursión, atípica del genio inglés, en el mundo del crimen. Una historia animadísima, suave parodia de los misterios detectivescos de la Edad de Oro, y cuyos protagonistas son, el sobrino de Mulliner, Cyril, y su enamorada, la señorita Amelia Bassett. Un relato que viene recomendado por el mismísimo Evelyn Waugh. Cuiden de su diafragma.

El regalo de los Reyes Magos. O. Henry. El cuento más famoso de un gran cuentista. Según Harold Bloom, «mantiene vigente su palpable sentimentalidad». Los dos protagonistas están basados en O. Henry y su esposa y, quizá por eso, son presentados y tratados con delicadeza y compasión. El amor, según observaba Samuel Johnson, es la sabiduría de los tontos y la tontería de los sabios, y posiblemente este cuento sea una magnífica recreación de esa máxima. Una historia que ilustra el poder de la generosidad desinteresada.

De lo que aconteció a un deàn de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en Toledo. Don Juan Manuel. El cuento al que vuelven todos. Como todos los exemplos del libro de El Conde Lucanor, el relato culmina en una moraleja cautelar que nos advierte de que, «A quien mucho ayudares/Y no te lo agradeciere,/Menos ayuda tendrás de él/Cuando a gran honra subiere». Léanlo para averiguar por qué. Borges, fascinado por el cuento, intentó suprimir la enseñanza moral con una reelaboración de la historia, titulada, El brujo postergado, a mi modesto juicio, infructuosamente.

El caballero de París. John Dickson Carr. Un rompecabezas histórico con un testamento, un detective de origen francés, y una desconocida heredera. «El mejor cuento del mundo», según lo calificó el padre Castellani, quizás llevado de un entusiasmo nada religioso. Aun así, una historia corta de un maestro de la detección, del misterio y de los problemas imposibles, muy recomendable. Un relato que es tan perfecto como un copo de nieve, e intrincado como el nudo del zapato de un niño de 7 años.

12.02.24

El cuento. Un género de siempre, muy necesario hoy

                   «Costas gallegas». Obra de Francisco Llorens Díaz (1874-1948).

   

  

   

«Los cuentos son pequeñas ventanas a otros mundos, a otras mentes, y a otros sueños. Son viajes que puedes hacer al otro lado del universo y, aún así, volver a tiempo para la cena».

Neil Gaiman

 

«Habiendo sido todo cuento al empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento fue el último género que vino a escribirse».

Juan Valera

    

        

   

El cuento es efímero e incompleto por naturaleza. Que le vamos a hacer. Esa es su esencia y su virtud, pero ese es también su defecto. Y por tal razón, goza de baja estima entre los entendidos.

Aun cuando se concentre en determinados sucesos muy concretos de un acontecer humano, y los amplifique y magnifique, siempre parecerá insuficiente. Por su cortedad, por su encorsetamiento físico a unas pocas páginas, por su carácter fugaz.

Pero estas características suyas no constituyen una limitación, como de entrada podría parecer. No, en absoluto. En manos de un verdadero poeta, la narración breve es una puerta que se abre ante el lector, y que, de ser traspasada, le conduce a una íntima colaboración con el autor que va más allá de lo que este ha plasmado en el texto. Una tarea que guarda un cierto sabor de amistad, y que excede a ambos, apoyada en el mensaje, expreso, y, sobre todo, subliminal, tácito, o cuasi mudo, que algunos genios artísticos logran transmitir a sus obras.

El atento lector, entonces, partiendo de esas pistas, de esos trazos breves y siempre escasos, reconstruye, cuál, si una deshilachada tela de araña se tratase, pasajes de esas vidas ficticias que se bosquejaron en tenues líneas en el libro; y si acaso, solo si acaso, tales trazos podrán despertar en él anhelos o cuitas quizá olvidadas. Es, por tanto, un género colaborativo como pocos. Aunque, cierto, eso requiere un evidente esfuerzo para el lector. Pero, si el autor es genial, ¡oh, sorpresa!, la carga es ligera, y parece sobrellevarse sola.

Flotando entre la poesía y la novela, el cuento es como la música de cámara de la literatura, delicado y potente a un tiempo, a la par que ligero y profundo. Ha llegado a decirse que es una forma literaria difícil, que exige más atención al control y al equilibrio que la novela, si bien, menos dependencia de las musas que la poesía. Quizá la confluencia entre su brevedad y, por tanto, su aparente simplicidad, y esa quintaesencia que busca –y que no siempre se encuentra–, hace que sea un género muy frecuentado, pero, a un tiempo, poco cortejado por la genialidad. No obstante, no se preocupen, grandes y buenos cuentos, como se dice en mi tierra, hay dabondo.

Además, se trata de una fórmula que parece adecuada para estos tiempos y para las almas juveniles que los habitan, ya que puede conducirlas de la mano a las alturas del Olimpo literario, o al menos, a hacerles deseable y, hasta prioritaria, la buena y verdadera lectura, con todo el bien que eso puede darles.

Y es que, esa brevedad suya, encaja como un guante en nuestra cultura de la distracción, en la cual resulta problemático el mantenimiento de la atención, el tiempo suficiente siquiera para pensar. Ese laconismo, esa concisión, esa pequeñez del cuento, encierra sin duda un atractivo para el hombre de hoy, distraído y sin tiempo a penas. De esta manera, los cuentos pueden, de entrada, ser lecturas atractivas a causa de esa cortedad, muy capaces –por su estructura y condición– de llamar y mantener la atención y el interés del joven lector novel. Unas cualidades de intensidad y brevedad muy adecuadas a nuestra época, pero que, como nos recuerda Horacio Quiroga, son consustanciales al género y vienen con él desde siempre:

«Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée, de Bret Harte, de Verga, de Chéjov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna, pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades».

Porque, el cuento es de hoy y de siempre. Las narraciones a la luz y el calor de una hoguera, lo que se denomina el cuento popular o folclórico, no desaparecerá jamás. Puede que, como sostiene el filósofo coreano Byung-Chul Han, estemos instalados en una modernidad tardía que hace uso del natural impulso humano de contar y escuchar historias, pervirtiéndolo, abusando de márquetines y storytellinines con fines comerciales y crematísticos. Puede. Pero, la necesidad de historias con sentido y propósito, y la facultad de contarlas, pervivirán. Y, de esta manera, los relatos del Conde Lucanor, las contadas por Scheherezade, y las relatadas por los jóvenes florentinos que nos transmitió Boccaccio, seguirán editándose, leyéndose y contándose. Porque así lo necesitamos.

Ya les he hablado de los cuentos populares, y, en especial, de los cuentos de hadas, sobre los que vuelvo a insistir en su conveniencia para todas las edades. Pero, aquí me detendré en los cuentos literarios, esos que quizás nacieron con Poe, o con Gógol. Esos que siguieron haciéndose grandes con Chéjov, Joyce o Borges, y que exploraron las brumosas tierras de la fantasía, los soleados prados del romanticismo, y las duras estepas del realismo. Sobre algunos de esos relatos –los que estimo mejores–, les hablaré brevemente en una especie de antología personal para jóvenes de todas las edades.