(483) Evangelización de América –26 México. Miseria de los aztecas

 –¿Y cómo es que un Imperio tan fuerte como el azteca durara tan poco?

Nihil violentum durabile.

 En mi anterior artículo describí la (482) grandeza de los aztecas. Y debo en conciencia describir ahora sus miserias. No hay pueblo humano todo él bueno. Todos los pueblos son-somos pecadores, pecadores de nacimiento, como hijos de Adán y Eva («en la culpa nací; pecador me concibió mi madre», Sal 50,7). De tal modo que nuestro cuerpo positivo arrastra siempre una sombra negativa, de la que solamente puede liberarnos nuestro Señor Jesucristo, dándonos por su Espíritu un santo y nuevo nacimiento, en la fe y el bautismo, que nos comunica en forma sobrehumana y sobrenatural la filiación divina.

Nótese que en la imagen el gesto del sacrificador no es de victoria sobre el enemigo, sino de ofrenda a la divinidad.

 

Sacrificios humanos aztecasLos sacrificios humanos

Según narra Bernal Díez del Castillo, los soldados españo­les, primero en Campeche, en 1517, en la península de Yucatán –sureste de México–, y pronto a medida que avanzaban en sus incursiones, fueron conociendo el espanto de los templos de los indios, donde se sacrificaban hom­bres, y el horror de los sacerdotes, papas: «los cabellos muy gran­des, llenos de sangre revuelta con ellos, que no se pueden despar­cir ni aun peinar»… Allí vieron «unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal y canto, y tenían fi­gurado en unas pare­des muchos bultos [imágenes] de serpientes y culebras grandes, y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y al­rede­dor de uno como altar, lleno de gotas de sangre» (cp.3).

En una isleta «hallamos dos casas bien labradas, y en cada casa unas gra­das, por donde subían a unos como altares, y en aque­llos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que eran sus dioses. Y allí ha­llamos sacrificados de aquella noche cinco in­dios, y estaban abier­tos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las pare­des de las casas llenas de sangre» (cp.13). Lo mismo vieron no mu­cho después en la isla que llamaron San Juan de Ulúa (cp.14). Eran escenas espanto­sas, que una y otra vez aquellos soldados veían como testigos asombrados.

Avanzando ya hacia Tenochtitlán, la capital azteca, hizo Pedro de Alvara­do (1485-1545) una expedición de reconocimiento, con doscientos hom­bres, por la región de Culúa, sujeta a los aztecas. Y «llegado a los pueblos, to­dos estaban despoblados de aquel mismo día, y halló sacrificados en unos cúes [templos] hombres y muchachos, y las paredes y altares de sus ído­los con sangre, y los corazones pre­sentados a los ídolos; y también halla­ron los cuchillazos de peder­nal con que los abrían por los pechos para sacarles los corazones. Dijo Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas, y que dije­ron otros indios que los habían llevado para comer, de lo cual nues­tros sol­dados se admiraron mucho de tan grandes crueldades. Y dejemos de hablar de tanto sacrificio, pues desde allí adelante en cada pue­blo no hallábamos otra cosa» (Relaciones cp.44).

 

Huitzilopochtli

Pero el espanto mayor iban a tenerlo en Tenochtitlán, en el cora­zón mismo del imperio azteca. Aquel imperio formidable, cons­truido sobre el mesianismo religioso azteca, tenía, como hemos visto, un centro espiritual indudable: el gran teocali de Tenochtitlán, desde el cual imperaba Huitzilopochtli –Huichilobos–. Este ídolo temible, que al principio había recibido culto en una modesta cabaña, y posterior­mente en templos más dignos, finalmen­te en 1487, cinco años antes del descubrimiento de América, fue entronizado solemnemente en el teocali máximo del imperio.

Durante cuatro años, millares de esclavos indios lo habían edifi­cado, y mientras el emperador Ahuitzotl guerreaba contra varios pue­blos, para reunir prisioneros destinados al sacrificio. La majestuosa pirámide truncada, de una altura de más de 70 metros, sostenía en la terraza dos templetes, en uno de los cuales presidía el terrible Huitzilopochtli, y en el otro Tezcali­poca. Ciento catorce empinados escalones conducían a la cima por la labrada fachada principal de la pirámide. En torno al templo, muchos otros palacios y templos, el juego de pelota y los mercados, formaban una inmensa plaza. En lo alto del teocali, frente al altar de cada ídolo, había una piedra re­donda o téchcatl, dispuesta para los sacrificios huma­nos.

A la multitud de dioses y templos mexicanos correspondía una cantidad innumerable de sacerdotes. Solamente en este templo ma­yor de la capital había unos 5.000, y según dice Alfonso Trueba, «no ha­bía menos de un millón en todo el imperio» (Huichilobos 33). Entre estos sacerdotes existían jerarquías y grados diversos, y todos ellos se tiznaban dia­riamente de hollín, vestían man­tas largas, se dejaban crecer los ca­bellos, los trenzaban y los untaban con tinta y san­gre. Su aspecto era tan repugnante como impresionante.

 

La «necesaria» reiteración de los sacrificios humanos

Es reiteración innumerable de sacrificios humanos se entendía como necesaria tanto para mantener la supremacía absoluta del Imperio azteca, como sobre todo por la convicción religiosa de que la sangre humana sacrificada vivificaba a los dioses. Por eso muchas de las celebraciones litúrgicas exigían sacrificios humanos según las obligaciones rituales señaladas por un Calenda­rio reli­gioso de 18 meses, compuesto cada uno de 20 días. Por otra parte, junto a los sacrificios anuales fijados por el Calendario, otros acontecimientos, como la inauguración de templos, también exigían ser santificados con sangre huma­na. Por ejemplo, en tiempos de Axayáctl (1469-1482), cuando se inauguró el Calendario Azteca –esa enorme y preciosa pie­dra de 25 toneladas, que es hoy admiración de los turistas–, se sacrificaron 700 víctimas (Alvear 92).

Poco des­pués Ahítzo­tl, para inaugurar su reinado, en 1487, consagró el gran teoca­li de Tenochtitlán en ritos extraordinariamente solemnes. En catorce templos y durante cua­tro días, ante los señores de Tezcoco y Tlacopan, invitados a la grandiosa ceremonia, se sacrificaron innumera­bles prisioneros, hombres, mujeres y niños, quizá 20.000, según el Códice Telleriano, precioso libro de pintura antigua manuscrita azteca, producido en México en el siglo XVI. Pero debieron ser muchos más, se­gún otros autores. Así, por ejemplo, lo afirma en su crónica el noble mestizo Fernando de Alva Ixtlilxochitl (1575-1648), historiador descendiente de los reyes de Texcoco:

    «Fueron ochenta mil cuatrocientos hombres en este modo: de la na­ción tzapoteca 16.000, de los tlapanecas 24.000, de los huexot­zincas y atlixcas otros 16.000, de los de Tizauhcóac 24.4000, que vienen a mon­tar el número referido, todos los cuales fueron sacrifi­cados ante este estatuario del demonio [Huitzilipochtli], y las cabe­zas fueron encajadas en unos huecos que de intento se hicieron en las paredes del templo mayor, sin [contar] otros cautivos de otras guerras de menos cuantía que después en el discurso del año fue­ron sacrificados, que vinieron a ser más de 100.000 hombres; y así los autores que exceden en el núme­ro, se entiende con los que después se sacrificaron» (Historia cp.60).

 

Descripciones impresionantes de testigos presenciales

    Treinta años después, cuando llegaron los soldados españo­les a la aún no conquistada Tenochtitlan, pudieron ver con indecible es­panto cómo un grupo de compañeros apresados en combate eran sacrificados al modo ritual. Bernal Díaz del Castillo, sin poder re­primir un temblor retrospectivo, hace de aquellos sacrificios huma­nos una descripción alucinante (Historia cp.102). Pocos años después, el franciscano Motolinía (+1569) los describe así:

    «Tenían una piedra larga, la mitad hincada en tierra, en lo alto en­cima de las gradas, delante del altar de los ídolos. En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar, y el pecho muy tenso, porque los tenían atados los pies y las manos, y el principal sacerdote de los ídolos o su lugarteniente, que eran los que más ordinariamente sacrificaban, y si algunas veces había tan­tos que sacrificar que éstos se cansasen, entraban otros que esta­ban ya diestros en el sacrificio, y de presto con una piedra de pe­dernal, hecho un navajón como hierro de lanza, con aquel cruel na­vajón, con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto sacá­banle el corazón, y el oficial de esta maldad daba con el corazón encima del umbral del altar de parte de fuera, y allí dejaba he­cha una mancha de sangre; y caído el corazón, estaba un poco bullendo en la tierra, y luego poníanle en una escudilla [cuau-hxicalli] delante del altar.

    «Otras veces tomaban el corazón y levantábanle hacia el sol, y a las veces untaban los labios de los ídolos con la sangre. Los corazones a las veces los comían los ministros viejos; otras los enterraban, y luego tomaban el cuerpo y echábanle por la gra­das abajo a rodar; y allegado abajo, si era de los presos en guerra, el que lo prendió, con sus amigos y parientes, llevábanlo, y apare­jaban aquella carne humana con otras comi­das, y otro día hacían fiesta y le comían; y si el sacrificado era escla­vo no le echaban a rodar, sino abajábanle a brazos, y hacían la misma fiesta y convite que con el preso en guerra.

    «En esta fiesta [Panquetzaliztli] sacrifi­caban de los tomados en guerra o esclavos, por­que casi siempre eran éstos los que sacrificaban, según el pueblo, en unos veinte, en otros treinta, o en otros cuarenta y hasta cincuenta y sesenta; en México se sacrificaban ciento y de ahí arriba.

    «Y nadie piense que ninguno de los que sacrificaban matándolos y sacándoles el cora­zón, o cualquiera otra muerte, que era de su propia voluntad, sino por fuerza, y sintiendo muy sentida la muerte y su espantoso dolor.

    «De aquellos que así sacrificaban, desollaban algunos; en unas par­tes, dos o tres; en otras, cuatro o cinco; y en México, hasta doce o quince; y ves­tían aquellos cueros, que por las espaldas y encima de los hombros deja­ban abiertos, y vestido lo más justo que podían, como quien viste jubón y calzas, bailaban con aquel cruel y espan­toso vestido.

    «En México para este día guardaban alguno de los pre­sos en la guerra que fuese señor o persona principal, y a aquél de­sollaban para vestir el cuero de él el gran señor de México, Moctezuma, el cual con aquel cuero vestido baila­ba con mucha gra­vedad, pensando que hacía gran servicio al demo­nio [Huitzilopochtli] que aquel día honraban; y esto iban muchos a ver como cosa de gran maravilla, porque en los otros pueblos no se vestían los señores los cueros de los desollados, sino otros princi­pales. Otro día de la fiesta, en cada parte sacrificaban una mujer y desollábanla, y vestía­se uno el cuero de ella y bailaba con todos los otros del pueblo; aquél con el cuero de la mujer vestido, y los otros con sus plumajes» (Historia I,6, 85-86).

Diego Muñoz Camargo (1528-1600), mestizo, en su Historia de Tlaxcala es­cribe: «Contábame uno que había sido sacerdote del demonio, y que después se había convertido a Dios y a su santa fe católica y bauti­zado, que cuando arrancaba el corazón de las entrañas y costado del miserable sacrifica­do era tan grande la fuerza con que pulsaba y palpitaba que le alzaba del suelo tres o cuatro veces hasta que se había el corazón enfriado» (I,20).

 

Eran ritos también celebrados por otros pueblos

    Estos sacrificios humanos estaban más o menos difundidos por la mayor parte de los pueblos que hoy forman México. En el nuevo imperio de los mayas, según cuenta Diego de Landa (1524-1579), se sacrificaba a los prisioneros de guerra, a los esclavos compra­dos para ello, y a los propios hijos en ciertos casos de calamidades. Y el sacrificio se realizaba normalmente por extra­ción del corazón, por decapitación, flechando a las vícti­mas, o ahogándolas en agua (Relación de las cosas de Yucatán, cp.5; +M. Rivera 172-178).

    En la religión de los tarascos, cuando moría el representante del dios principal, se daba muerte a siete de sus mujeres y a cuarenta de sus servido­res para que le acompañasen en el más allá (Alvear 54)…

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    Las calaveras de los sacrificados eran guardadas de diversos modos. Por ejemplo, el capitán Andrés Tapia (1498-1561), compañero de Cortés, describe el tzompantli (muro de cráneos) que vio en el gran teocali de Tenochtitlán, y dice que había en él «muchas cabezas de muer­tos pegadas con cal, y los dientes hacia fuera». Y describe también cómo vieron muchos palos verticales, y «en cada palo cinco cabe­zas de muerto ensarta­das por las sienes. Y quien esto escribe, y un Gonzalo de Um­bría, contaron los palos que había, y multiplicando a cinco cabe­zas cada palo de los que entre viga y viga estaban, ha­lla­mos haber 136.000 cabezas» (Relación: AV, La conquista 108-109; +López de Gómara, Conquista p.350; Alvear 88).

No puedo evitar el recuerdo de los museos de calaveras de Pol-Pot en Camboya.

 

«Lágrimas y horror y espanto»

Como hemos dicho, en casi todos los meses del año, religiosa­men­te ordenado por el Calendario azteca, se realiza­ban en México muy numerosos sacrificios humanos. Fray Juan de Zumárraga, ar­zobispo de México, en una carta de 1531 dirigida al Capítulo fran­ciscano reunido en Tolosa, dice que los indios «tenían por costum­bre en esta ciudad de México cada año sacrificar a sus ídolos más de 20.000 corazo­nes humanos» (Mendieta V,30; +Trueba, Cortés 100). Eso expli­ca que cuando Bernal Díaz del Castillo visitó el gran teoca­li de Tenochtitlán, aunque era soldado curtido en tan­tas pe­leas, quedó espantado al ver tanta sangre:

«Estaban to­das las pa­redes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente… En los mata­deros de Castilla no había tanto he­dor» (cp.92).

Bernardino de Sahagún (1500-1590), franciscano llegado a México en 1529, donde vivió sesenta años, en su Historia General de las cosas de la Nueva España (lib. II), describe detalladamente el curso de los di­versos cultos rituales que se celebraban en cada uno de los 18 me­ses, de 20 días cada uno. Por él vemos que a lo largo del año se ce­lebraban sacrificios humanos se­gún una incesante variedad de mo­tivos, dioses, ritos y vícti­mas.

En el mes 1º «mataban muchos ni­ños»; en el 2º «mataban y desollaban muchos esclavos y cautivos»; en el 3º, «mataban muchos niños», y «se desnudaban los que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes pasado»; en el 4º, como venían haciendo desde el mes primero, se­guían matando niños, «comprándolos a sus madres», hasta que ve­nían las lluvias; en el 5º, «mataban un mancebo escogido»; en el 6º, «muchos cautivos y otros esclavos»…

Y así un mes tras otro. En el 10º, «echaban en el fuego vivos muchos esclavos, atados de pies y manos; y antes que acabasen de morir los saca­ban arrastrando del fuego, para sacar el corazón delante de la imagen de este dios»… En el 17º mataban una mujer, sacándole el corazón y decapitándola, y el que iba delante del areito [canto y danza], tomando la cabeza «por los cabellos con la mano derecha, llevábala colgando e iba bai­lando con los de­más, y levantaba y bajaba la cabeza de la muerta a propósito del baile». En el 18º, en fin, «no mataban a nadie, pero el año del bisiesto que era de cuatro en cuatro años, mataban cauti­vos y esclavos». Los rituales concretos –vestidos, danzas, ceremonia­­les, modos de matar– estaban muy exactamente determinados para cada fiesta, así  como las deidades que en cada solemnidad se hon­raban.

Fray Bernardino de Sahagún, máximo estudioso de las cosas de México, tras escuchar a múltiples informan­tes indios, consigna con precisión todos sus relatos –en los que a ve­ces se adivi­nan cantilenas destinadas por los antiguos a ser retenidas en la memo­ria, para me­jor recordar los ritos exactos–, y finalmente exclama:

«No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y es­panto; y ciertamente es cosa lamenta­ble y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio que los padres, por sugestión del demonio, maten y co­man a sus hijos, sin pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello hacían gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguedad, que en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad de los padres, los cuales derrama­­ban muchas lágrimas y con gran dolor de sus corazones la ejercita­­ban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo Satanás, el cual con malignísima astucia los persuadió a tan infer­nal haza­ña. ¡Oh Señor Dios, haced justicia de este cruel enemigo, que tanto mal nos hace y nos desea hacer! ¡Quitadle, Señor, todo el poder de empecer!» (lib.II, cp.20).

 

La poligamia

    Cuenta Motolinía que en México «todos se estaban con las muje­res que querían, y había algunos que tenían hasta doscien­tas muje­res. Y para esto los señores y principales roba­ban todas las muje­res, de manera que cuando un indio común se quería casar apenas hallaba mujer» (Historia I,7, 250).

Del tlatoani Moctezuma refiere López de Gómara que en Tepac, el pala­cio en que normalmente residía, «había mil mujeres, y algunos afirman que tres mil entre señoras y criadas y esclavas; de las se­ñoras, que eran muy muchas, tomaba para sí Moctezuma las que bien le pare­cía; las otras daba por mujeres a sus criados y a otros caballeros y seño­res; y así, dicen que hubo vez que tuvo ciento y cincuenta preñadas a un tiempo, las cuales, a persuasión del dia­blo, movían, tomando cosas para lanzar las criaturas, o quizá por­que sus hijos no habían de heredar» (Conquista p.344; +Francisco Hernández (1517-1578), Antigüedades I,9)…

 

El enigma de los contrastes inconciliables

Quienes se asoman al mundo del México prehispánico no pueden menos de quedarse admirados de lo bueno, horroriza­dos de lo malo, y finalmente perplejos, al no saber cómo conci­liar lo uno y lo otro. ¿Cómo es posible que en medio de tantas atrocidades se pro­dujeran a veces, en los mismos que las realizaban, elevaciones espirituales tan maravillosas? (+L. Séjourné, Pensamiento 21). Es un misterio… Se desvanece­ría el enigma si tales elevaciones fueran sólo aparen­tes, pero resulta muy difícil dudar de su veracidad.

Ciertos rasgos de nobleza espiritual en los aztecas parecen indudables y relati­vamente frecuentes. Recordemos en aquellos primiti­vos pueblos mexicanos el sentido profundo de una transcenden­cia religiosa que impregnaba toda la vida; las oraciones bellísimas alza­das frecuentemente a los dioses; el respeto por la autoridad fami­liar y social; la concien­cia de pecado; las severas prácticas peni­tenciales comu­nes al pueblo o las excepcionales realizadas por al­gunos, como el llamado ayuno teuacanense de algunos jóvenes: cuatro años de oración, de celibato y de abstinencia rigurosa (Hernández, Antigüedades III,17)… ¿Cómo relacionar todo esto con tantos otros errores y horrores gravísimos?

La clave del enigma está en que los mexicanos profesaban since­ramente una religiosidad falsa. La profundidad de su religiosi­dad, frente al Absoluto de unas divinidades superio­res a lo humano, ex­plica lo mucho que en ellos había de noble y admirable: es la pre­sencia misericordiosa de Dios, que también actúa allí donde los hombres le buscan y apenas le conocen (+Hch 10,34-35). Y la false­dad de su religiosidad es lo que explica el abismo de los horrores diabólicos y de las supersticio­nes abominables que vivían devotamente.

 

¿Agresión conquistadora de América o liberación de tiranías?

«¿Hubo verdaderamente “agresión” en la implantación española, y cristiana, en tierras firmes de América?», se pregunta el historiador Jacques Dumont.

«Contrariamente a los puntos de vista simplistas, esta implantación no fue recibida por un gran número de pueblos indígenas como una agresión… Por el contrario, está claro que los conquistadores fueron recibidos por numerosos pueblos indígenas como la ayuda decisiva que les permitía liberarse de la opresión que sufrían de parte de estos imperios tiránicos [azteca e inca]… Una opresión tanto política como religiosa: en México las “guerras sagradas” proporcionaban a los opresores aztecas las muchedumbres de hombres necesarios para los sacrificios humanos permanentes de su mitología, igualmente tiránica»  (La Iglesia ante 156-157).

Y añade el mismo autor en otra obra: Por ejemplo, «en la toma de México, los españoles eran sólo unos cientos [al rededor de 400], sus aliados indios más de 100.000… Lo cierto es que muchos pueblos indios, cansados de la “hecatombre” (Jacques Soustelle) de los sacrificios humanos aztecas frecuentemente realizados a expensas suyas, o de sus propios sacrificios, estaban esperando una nueva religión» (La hora 159).

 

José María Iraburu, sacerdote

 

Post post.–La teología de la liberación, en su decadencia, se ha ido transformando en un indigenismo nacionalista, igualmente erróneo. En tres artículos de mi blog traté en 2009 del (48) Indigenismo teológico desviado (I)- un libro sobre Guadalupe(49-II)y (50-III). En dicho libro se hacen afirmaciones increíbles sobre la excelsa religiosidad azteca, que alcanzó «las máximas alturas a que ha podido llegar la mente humana en su reflexión sobre Dios» (pg. 159); «su idea de Dios era tan o más cristiana que la de sus evangelizadores» (518); el sacrificio humano, considerado por los ciegos misioneros españoles como un crimen y un inmenso engaño del diablo,  era entendido por los aztecas en su verdad, «como un privilegio: un favor de parte de quien lo ejecutaba, que venía siendo un bienhechor insigne, y una gracia para quien lo recibía» (523). Etc. Increíble… Es curioso que de este «privilegio» gozaran sólo la gente modesta, los esclavos, los presos vencidos en guerra; pero nunca los nobles y potentados.

La obra (Porrúa, México 2001, 4ªed, 608 pgs.; 1ªed, 1999), de varios ilustres autores mexicanos, está prologada por el Cardenal Norberto Rivera, arzobispo entonces de México C.D. Enviada mi crítica a él y a la Congregación de la Fe, no se consiguió nada. Sólo el acuse de recibo.

 

 

 

2 comentarios

  
estéfano sobrino
¡Comentarios abiertos!: aprovecho la ocasión para agradecer esta gran serie de artículos, con los que estamos recordando las miserias y grandezas de esa gran gesta que fue la civilización de América.
Realmente es difícil de entender si se cae en simplifiaciones.
Seguiremos con gusto estos artículos.
Quizá pueda haber un apéndice posterior con las Filipinas y la fundación de Manila, que Legazpi hizo desde México... poniendo cuidado en evitar los errores cometidos en América.
(Y ¡felicidades en el santo del día de hoy!).
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JMI.-Muchas gracias, Esteban. Se me olvidó cerrar los comentarios, que, como ya avisé, al ser temas de historia, da mucho trabajo responderlos. Y no alcanzo.
19/03/18 12:24 PM
  
Daniel Milan
Creo que no debí haber leído su post mientras desayunaba.

Gracias por esta serie de artículos, padre. Me han hecho añorar (aunque obviamente no lo haya vivido en carne propia) la gloria del imperio español. Lástima que hoy sea imposible que otro imperio como aquél vuelva a ser establecido sobre la tierra.

Sobre todo me llama la atención ver que la sociedad actual va volviendo a esa época de horripilantes injusticias, con cosas como el aborto, la eutanasia, la eugenesia, y agregándole el plus de la homosexualidad y la ideología de género. Sólo nos queda esperar que venga el Señor vestido de majestad a realizar su juicio y a liberarnos de esta tiranía.
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JMI.-Cristo es "la luz del mundo". A medida que éste se aleja de Él, o incluso se le hace contrario, se va quedando a oscuras: se va haciendo tenebroso. Pero NO para quienes seguimos a Cristo: "el que me sigue no andará en tinieblas, tendrá luz de vida". Ningún cristiano hoy tiene "derecho" a estar confuso, desmoralizado, amargado. Todo está sujeto a la Providencia divina (Rm 8,28). Gloria a Dios.
19/03/18 12:53 PM

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