La oración en Cuaresma

Jesús en el desierto

 Ya el Miércoles de Ceniza la Iglesia nos introdujo en el tiempo cuaresmal, tiempo de gracia y de conversión, con la enseñanza evangélica de Jesús sobre la oración, el ayuno y la limosna (Mt 6,1-6,16-18): la tríada sagrada que más fomenta nuestra conversión penitencial. La oración nos vuelve a Dios, el ayuno nos libera de una excesiva cautividad del mundo, la limosna nos vuelve más al prójimo. Es como un triángulo equilátero, en el que cada lado sostiene a los otros dos: es la oración la que nos da capacidad de ayuno, pero el ayuno del mundo posibilita la oración, y la vuelta a Dios nos vuelve al prójimo. Las tres santas acciones son potencian mutuamente.

No olvidemos que la Cuaresma cristiana nos hace acompañar cuarenta días a Jesús en el desierto, totalmente distanciado del mundo, y dedicado en absoluto a la oración (a Dios) y al ayuno (penitencia). Durante cuarenta días y cuarenta noches Moisés se prepara en el Sinaí, en soledad, oración y ayuno, se prepara para recibir la ley de Yavé. Cuarenta años de travesía por el desierto dedica Israel para salir de Egipto (el mundo) y entrar en la Tierra prometida (la vida nueva). De las tres acciones señaladas es la oración, sin duda, la que por gracia de Dios más fuerza tiene para convertirnos a Él, nuestro Autor y Señor, nuestro Padre y Salvador.

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El Oficio de lectura en la Liturgia de las Horas es siempre una antología impresionante de textos de Padres, santos y grandes maestros espirituales. Y en Cuaresma, concretamente, es una fuente incesante de verdades de la fe, de palabras de vida, de aguas purísimas santificantes. Hoy, Viernes de ceniza, nos trae este maravilloso texto de San Juan Crisóstomo (349-407), gran Doctor de la Iglesia, monje primero –bien se nota que lo fue, al leer lo que escribe sobre la oración–, y después Obispo Patriarca de Constantinopla. Con San Agustín, el Crisóstomo (boca-de oro), es el Padre de la Iglesia con una obra literaria más extensa, y el más leído en la antigüedad. Decir la verdad y denunciar los pecados, concretamente de la Corte imperial, le valió el destierro. Y murió cuando, ya anciano, unos soldados lo llevaban al exilio de mala manera. Prácticamente fue mártir.

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San Juan Crisóstomo, Homilía VI sobre la oración

«El sumo bien está en la oración y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Dios: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz [y sin ella, no ven nada], así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su luz inefable. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción.

«Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de tal manera que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un  alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

«La oración es la luz del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo, que abrace a Dios con inefables abrazos apeteciendo, igual que el niño que llora y llama a su madre, la divina leche: expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible.

«Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, ensancha el alma y tranquiliza su afectividad. Y me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras. La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: “Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” [Rm 8,26].  

«El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma. Quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma.

«Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad, hazte resplandeciente con la luz de la justicia; adorna tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, pone la oración a fin de preparar a Dios una casa perfecta, y poderle recibir como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por su gracia, es como si poseyeras su misma imagen colocada en el templo del alma».

Amén, amén, amén.

Dios acreciente en esta Cuaresma la llama, a veces vacilante, de nuestra oración, hasta hacer de ella un incendio continuo de amor inefable a Dios uno y trino.