El cumplimiento de las promesas mesiánicas en el Reinado social de Jesucristo

«Cristo es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda creatura. Todo fue creado por Él y para Él» (Col 1)

  Celebramos hoy con la Iglesia la solemnidad de Cristo Rey. La muerte en la cruz del Señor sigue siendo hoy para millones de personas motivo de escándalo. Ellos y también nosotros nos preguntamos si ha cambiado algo en la historia desde que Jesús ha redimido al mundo muriendo de esta manera. Nos preguntamos cómo poder dar un anhelo de esperanza al atemorizado mundo actual cuando nuestro Salvador ha muerto crucificado… Cuál es el sentido de esta realeza de Cristo…

  A lo largo de la historia, el problema del «fracaso» del cristianismo como solución redentora y liberadora del hombre, ha sido motivo de constante debate. Una polémica secular entre cristianos y judíos, ha sido precisamente el del cumplimiento de las promesas mesiánicas: ¿Se han cumplido verdaderamente en Cristo las promesas mesiánicas? Si la respuesta es negativa, la conclusión se impone: Cristo no es el Mesías. En el siglo II San Justino el Filósofo, samaritano convertido al cristianismo, trata precisamente esta temática en su diálogo con el judío Trifón. Éste le dice: «¿reconocéis vosotros que Jerusalén será restaurada, que vuestro pueblo se congregará, esperáis triunfar juntamente con los Patriarcas y Profetas, los que fueron de nuestro linaje, los que se juntaron con nosotros antes de que viniese vuestro Cristo?». Estamos ante el problema central. El judío le dice al cristiano: ¿esperáis vosotros lo que los Profetas anunciaron o no lo esperáis? Estos habían prometido la reunión del Israel disperso, la liberación de Israel y del mundo entero de las guerras, de la opresión, de la tiranía, la justicia para los pobres y para los mansos; que todas las naciones buscarían en Israel la Ley salvadora de Dios; la paz mesiánica. ¿Lo ha traído Cristo?

  En vista del aparente fracaso de Cristo como Mesías, han surgido en la historia innumerables milenarismos, es decir, intentos de procurar la redención y la felicidad suplantando a Cristo; sucesivos mitos erigidos como salvadores, como lo absoluto, con olvido o negación del Señor. Ya desde muy antiguo, estos milenarismos apuntaron principalmente en dos direcciones opuestas entre sí, magistralmente denunciadas por San Pablo y ambas contrarias a la verdad revelada -«Los judíos piden signos, los griegos buscan sabiduría» (1 Cor 1, 22)-. Según el primer error, de corte judaizante, el hombre construye el reino por sí mismo en la tierra, esto es: un reino sin Cristo; según el segundo error, de corte gnóstico, el hombre espera que en el más allá han de solucionarse todos los problemas, y mientras tanto puede darse la «gran vida» en esta tierra a cualquier precio, aunque sea a costa de la vida o de la dignidad del prójimo, esto es: un Cristo sin reino.

  Dentro del primer error, que pretende un reino sin Cristo, ya a fines del siglo II San Ireneo denuncia la reducción del reino mesiánico a un horizonte de humanismo judío entendido como la defensa y revancha de los pobres, los ebionim, que desdeñaba la gracia y el orden sobrenatural: los pobres, son los justos, los santos ante Dios. En este gran error habría que incluir al marxismo (s. XIX), que es el heredero moderno  secularizado de este concepto ebionita de la esperanza mesiánica, que asigna a los pobres o ebionim -es decir, los justos por ser pobres-, la misión de redimir al mundo, convirtiendo en resentimiento contra Dios la esperanza incumplida de la justicia sobre la tierra. Los socialismos actuales, bajo la máscara de construir un mundo justo, con otras connotaciones y matices, están en lo mismo: hacer de la tierra un paraíso liberándose de la soberanía Dios y de Cristo, sea aniquilando a la Iglesia, o reduciéndola mediante un relativismo a una entre tantas, por lo tanto, negando su institución divina.

  Según el segundo error, que construye el mundo refiriéndose a un Cristo o a un Dios sin reino, hay que situar aquellos sistemas de pensamiento que entienden la bendición divina como enriquecedora del hombre, que interpretan las bienaventuranzas como si se prometiesen a los santos resucitados el ciento por uno en riquezas y placeres. Según estos sistemas, se trata de construir un mundo de riqueza a cualquier precio. En esta línea, simplificando bastante, hay que situar la expansión musulmana (s. VII); a los grandes dirigentes del jansenismo o del calvinismo puritano; a los santos de Cromwell que aniquilan y oprimen a los irlandeses (s. XVII); a los descendientes de los peregrinos emigrados al Nuevo Mundo esto es USA, que se enriquecen con el exterminio de los indios y la trata de esclavos (s. XVIII); y sin duda al liberalismo económico o capitalismo occidental (s. XIX-XX).

  San Justino le replica al judío Trifón: «Yo, y otros muchos cristianos así pensamos: Creemos en la resurrección de la carne, en la restauración de Jerusalén, la que profetizaron Ezequiel e Isaías y todos los demás profetas… »; es decir, San Justino cree que en Cristo se han de cumplir las profecías mesiánicas.

  La Iglesia, queridos hermanos, es portadora de un mensaje de extraordinaria esperanza: la salvación de todo el mundo sólo podemos esperarla de la realeza de Cristo. El mundo estará perdido mientras espere su redención por la cultura, el progreso, la ciencia, la tecnología, la democracia o la ecología tomados como valores absolutos y salvadores. «No se nos ha dado otro Nombre bajo el cielo por el cual podamos ser salvos (que el de Jesucristo), dice San Pedro »(Hch 4, 12). Esto mismo que voy diciendo, formal y explícitamente todos nosotros lo estamos pidiendo cada día en la oración que el Señor nos enseñó, el Padrenuestro: pedimos que venga a nosotros el Reino que el Padre ha entregado al Hijo, para que todo el mundo sea transformado en Reino de Dios (Ap 11, 15). Pedimos que ese Reino venga a nosotros no que ese Reino se consume allá en el Cielo.

  En esta hora, en cierto modo, decisiva de la historia, en que un mundo nuevo parece comenzar a gestarse tras las ruinas de la civilización occidental —­denunciada ya a comienzos del siglo XX por Spengler—, hay solamente una alternativa para la ciega confianza del hombre en su ilimitado poder, y para su desesperación ante el porvenir: creer en un futuro que, más allá de todas las posibilidades humanas, pero también al margen de todos los peligros que amenazan al hombre, Dios mismo nos ha prometido y descubierto de una vez por todas: la esperanza en el futuro de Cristo y de su Reino que vendrá, el cumplimiento de lo profetizado por el libro del Apocalipsis: «El reino de este mundo ha llegado a ser de su Dios y de su Cristo, y reinará para siempre». Lo que San Agustín dice de un hombre, individualmente considerado, vale también para la sociedad y para toda la humanidad. Inquieto está el corazón de la humanidad hasta que no encuentre la paz en el Reino de Cristo que viene y que un día se cumplirá. Que María, Reina del mundo, nos lo alcance pronto ¡Ven Señor Jesús! ¡Venga a nosotros tu Reino!